CONSOLACIONES A LOS FIELES
EN TIEMPOS DE PERSECUCIÓN,
CISMA O HEREJÍA
Si
bien la Fe no es perseguida hoy con la violencia ostensible en Francia
luego de 1789, la guillotina de los revolucionarios es ahora
ventajosamente reemplazada por la decisión de las propias jerarquías
eclesiásticas. Pues éstas, insumidas desde el Vaticano II en la
apostasía, con edulcoradas exhortaciones al diálogo, la comprensión y
la paz, persiguen minuciosamente la fidelidad cristiana a la doctrina
intachable e impiden el culto o la ordinaria dispensación
sacramental. La "abominación de la desolación" ha llegado entonces al
lugar santo y los fieles, casi desprovistos de sacerdocio, sacramentos y
cualquier otra consolación espiritual -que hasta no hace mucho el
magisterio eclesiástico protegía-, vivimos ahora, como aquellos de
Francia revolucionaria, en la desolación. Pero no sin los auxilios
divinos correspondientes, pues como el P. Demaris enseña, sacramentos y
consuelos siguen manifestándose, en pleno desamparo, a través de vías
no ordinarias que los profundizan.
(El padre Demaris[1], que veía a los fieles amenazados de
quedarse sin sacerdotes, su caridad, aunque encarcelado,
le hizo escribir, por requerimiento de ellos y para su
consuelo, la Regla de Conducta que sigue)
Mis queridos hijos: Situados en medio de las
vicisitudes humanas y del peligro propio del estallido de las
pasiones, enviáis muestras de caridad a vuestro padre y pedís una
regla de conducta. Voy a mostrárosla y a tratar de llevar a vuestras
almas el consuelo que necesitáis. Jesucristo, el modelo de los
cristianos, nos enseña con su conducta lo que debemos hacer en los
penosos momentos en que nos hallamos. Ciertos fariseos le dijeron un
día: "¡Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte". Él les
respondió: "Id y decidle a esa zorra: -He aquí que estoy expulsando
demonios y haciendo curaciones hoy y mañana y al tercer día terminaré.
Pero hoy, mañana y pasado tengo que seguir; porque no cuadra que un
profeta muera fuera de Jerusalén" (Lucas 13. 31-33).
Tiemblan vosotros, mis queridos hijos. Todo
lo que véis, todo lo que oís, es atemorizador. Pero consolaos: se está
cumpliendo la voluntad de Dios. Vuestros días están contados, su
Providencia gravita sobre vosotros. Amad a esos hombres que la
humanidad presenta como bestias salvajes. Son instrumentos que el
cielo utiliza para sus designios y, como un mar enfurecido, no
traspasarán el límite prescripto contra las olas que oscilan, se agitan y
amenazan.
El torbellino tempestuoso de la revolución
que golpea a diestra y siniestra, y los ruidos que os alarman, son las
amenazas de Herodes. Que ellas no os aparten de las buenas obras, que
no alteren vuestra confianza y no manchen el brillo de las virtudes,
que os unen a Jesucristo. El es vuestro modelo y las amenazas de
Herodes no lo desvían del curso de su destino.
Sé que corréis riesgo de prisión e incluso de
muerte. Os diré pues lo que San Pedro a los primeros fieles: "Es una
gracia que por consideración a Dios se soporten dolores injustamente
padecidos. ¿Pues qué gloria hay en ser pacientes cuando obráis mal y
os castigan? Pero si sois pacientes cuando obráis bien y padecéis, eso
es gracia ante Dios. A eso fuisteis llamados, pues también Cristo
padeció por vosotros, dándoos ejemplo a fin de que sigáis sus pasos.
El no hizo mal ni se halló engaño alguno en su boca; injuriado, no
devolvía injurias; padeció y no amenazaba, y se entregó a quien juzga
injustamente" (I Pedro 2. 19-24).
Los discípulos de Jesucristo, en su fidelidad
a Dios, son fieles a su patria, y plenos de sumisión y respeto hacia
las autoridades. Abroquelados en sus principios, con una conciencia
irreprochable, adoran la voluntad de Dios. No han de huir cobardemente
de la persecución. Cuando se ama la cruz, se es audaz para abrazarla y
el amor mismo nos regocija. La persecución es necesaria para nuestra
íntima unión con Jesucristo. Puede desatarse a cada instante, pero no
siempre tan meritoria ni tan gloriosa. Si Dios no os llama al
martirio, seréis como esos ilustres confesores de quienes San Cipriano
dice: "Sin que murieran a manos del verdugo, recibieron el mérito del
martirio porque estaban preparados para ello".
La conducta de San Pablo registrada en los
Hechos de los Apóstoles (cap. 21) nos da este bello modelo, tomado del
de Jesucristo. Camino a Jerusalén se enteró en Cesárea de que allí se
expondría a la persecución. Los fieles le rogaron que la evitara,
pero él se creía llamado a ser crucificado con Jesucristo, si ésa era
su voluntad. Por toda respuesta les dijo: "¿Qué hacéis con lamentaros y
acongojar mi corazón? Pues yo estoy dispuesto no sólo a que me
apresen sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor
Jesús".
He aquí, mis queridos hijos, cuáles deben ser
vuestras disposiciones. El escudo de la fe debe armarnos, la
esperanza sostenernos y la caridad dirigirnos en todo. Si en todo y
siempre hay que ser simples como las palomas y prudentes como las
serpientes, tanto más cuando somos afligidos a causa de Jesucristo.
Os recordaré ahora una máxima de San Cipriano
que, en estos momentos, debe ser la regla de vuestra fe y vuestra
piedad: "No busquemos demasiado, dice este ilustre mártir, la ocasión
del combate y no la evitemos demasiado. Aguardémosla de la orden de
Dios y esperemos todo de su misericordia. Dios requiere de nosotros
más bien una humilde confesión que un testimonio demasiado audaz".
La humildad es toda nuestra fuerza. Esta
máxima nos invita a meditar sobre la fuerza, la paciencia e incluso la
alegría con que los santos sufrieron.
Ved lo que San Pablo dice. Os convenceréis de
que cuando uno está animado por la fe, los males no nos afectan más
que en lo exterior y no son más que un instante de combate que la
victoria corona. Esta verdad consoladora sólo puede ser apreciada por
el justo. Así, no os sorprendáis de que, en nuestros días, creamos lo
que San Cipriano vio en los suyos, en el curso de la primer
persecución: ¡que la mayor parte de los fieles corrían al combate con
alegría!
Amar a Dios y no temer más que a El es
patrimonio del pequeño número de los elegidos. Este amor y este temor
forma a los mártires, desapegando a los fieles del mundo y apegándolos
a Dios y a su santa ley.
Para mantener este amor y temor en sus
corazones, velad y orad, incrementad vuestras buenas obras y unid a
ello las instrucciones edificantes de que los primeros fieles nos
dieron ejemplo. Que los confesores de la fe sean familiares para
vosotros y glorificad al Señor, al modo como lo hacían los primeros
cristianos como nos lo dicen los Hechos de los Apóstoles.
Esta práctica os será tanto más saludable
cuanto más privados estéis de los ministros del Señor, que alimentaban
vuestras almas con el pan de la palabra. Lloráis a esos hombres
preciosos para vuestra piedad. Yo aprecio la pérdida que tuvisteis.
Parecéis abandonados a vosotros mismos, pero este abandono, a los ojos
de la Fe, ¿no podría seros saludable? La fe es lo que une a los
fieles. Al profundizar esta verdad reconocemos que la ausencia
corporal no rompe esta unión porque no rompe los vínculos de la fe, sino
que más bien la aumenta al despojarla de todo lo sensible.
Como esta pérdida os priva de los sacramentos
y de las consolaciones espirituales, vuestra piedad se alarma, se ve
abandonada. Por legítima que sea vuestra desolación, no olvidéis que
Dios es vuestro Padre y que, si permite que carezcáis de los
mediadores instituidos por El para dispensar sus misterios, no cierra
por eso los canales de sus gracias y sus misericordias. Voy a
exponéroslas como los únicos recursos a los que podemos recurrir para
purificarnos. Leed lo que voy a escribir con las mismas intenciones
que yo tuve al escribíroslo. No busquemos más que la verdad y nuestra
salvación en la abnegación de nosotros mismos, en nuestro amor a Dios y
en una perfecta sumisión a su voluntad.
Vosotros conocéis la eficacia de los
sacramentos, sabéis la obligación a nosotros impuesta de recurrir al
sacramento de la penitencia para purificarnos de nuestros pecados.
Pero para aprovechar de estos canales de misericordia se necesitan
ministros del Señor. ¡En la situación en que estamos, sin culto, sin
altar, sin sacrificio, sin sacerdote, no vemos más que el cielo! ¡Y no
tenemos mediador alguno entre los hombres!... Que este abandono no os
abata. La fe nos ofrece a Jesucristo, ese mediador inmortal. El ve
nuestro corazón, oye nuestros deseos, corona nuestra fidelidad. A los
ojos de su misericordia todopoderosa somos ese paralítico enfermo
hacía treinta y ocho años (Juan, cap. 5) a quien para curarlo le dijo
no que hiciera venir a alguno que lo arrojara a la piscina, sino que
tomara su camilla y anduviera...
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Ahora tenemos un solo talento que es nuestro
corazón. Hagamos que fructifique y nuestra recompensa será igual a la
que recibiríamos de haber hecho fructificar más. Dios es justo. No
pide de nosotros lo imposible. Pero porque es justo pide de nosotros
la fidelidad en lo que es posible. Con todo respeto por las leyes
divinas y eclesiásticas que nos llaman al sacramento de la penitencia,
debo deciros que hay circunstancias en que estas leyes no obligan. Es
esencial para vuestra instrucción y vuestra consolación que conozcáis
bien tales circunstancias, a fin de que no toméis el propio espíritu
de vosotros por el de Dios.
Si en el curso de nuestra vida hubiéramos
descuidado el más pequeño de los recursos que Dios y su Iglesia
instituyeron para santificarnos, habríamos sido hijos ingratos; pero
si se nos diera por creer que, en circunstancias extraordinarias, no
podemos prescindir aun de los mayores de esos recursos, olvidaríamos e
insultaríamos a la sabiduría divina que nos pone a prueba y que,
queriendo que nos veamos privados de ellos, los suple con su espíritu.
Para exponeros, mis queridos hijos, una regla
de conducta con exactitud, relacionaré con vuestra situación los
principios de la fe y algunos ejemplos de la historia de la religión
que explicitarán su sentido y os consolarán mediante la aplicación que
de ellos podáis hacer.
Es verdad de fe que el primero y más
necesario de los sacramentos es el bautismo: es la puerta de la
salvación y de la vida eterna. Pero el deseo, el anhelo del bautismo
es suficiente en ciertas circunstancias. Los catecúmenos sorprendidos
por las persecuciones no lo recibieron sino en la sangre que
derramaron por la religión. Hallaron la gracia de todos los
sacramentos en la confesión libre de su fe y fueron incorporados a la
Iglesia por el Espíritu Santo, vínculo que une todos los miembros a la
cabeza.
Así se salvaron los mártires. Su sangre les
sirvió de Bautismo. Así se salvaron todos los instruidos en nuestros
misterios que desearon (según su fe) recibirlos. Así es la fe de la
Iglesia, fundada sobre lo que San Pedro dijo: que no puede rehusarse
el agua del bautismo a quienes han recibido al Espíritu Santo (Hechos,
10. 47).
Cuando uno tiene el espíritu de Jesucristo,
cuando por amor a El quedamos expuestos a la persecución, privados de
toda ayuda, agobiados por las cadenas del cautiverio, cuando se nos
conduce al cadalso, entonces tenemos en la Cruz todos los sacramentos.
Este instrumento de nuestra redención contiene todo lo necesario para
nuestra salvación.
San Ambrosio consideró santo al piadoso
emperador Valentiniano, aunque murió sin el bautismo, que había
deseado, sin poder recibirlo. El deseo, la voluntad es lo que nos
salva. "En tal caso, dice este santo doctor de la Iglesia, quien no
recibe el sacramento de la mano de los hombres, lo recibe de la mano
de Dios. El que no es bautizado por los hombres, lo es por la piedad,
lo es por Jesucristo". Lo que nos dice del bautismo este gran hombre
digámoslo de todos los sacramentos, de todas las ceremonias y todas
las oraciones en los momentos actuales.
Quien no puede confesarse a un sacerdote,
pero, teniendo todas las disposiciones necesarias para el sacramento,
lo desea y tiene un anhelo firme y constante de él, oye a Jesucristo
que, tocado por su fe y testigo de ella, le dice lo que una vez a la
mujer pecadora: "Vete. Mucho te está perdonado porque has amado mucho"
(Lucas 7. 36-48).
San León dice que el amor a la justicia
contiene en sí toda la autoridad apostólica. Expresa con ello la fe de
la Iglesia. Esta máxima es aplicable a todos los que, como nosotros,
están privados del ministerio apostólico por la persecución que aleja o
encarcela a los verdaderos ministros de Jesucristo, dignos de la fe y
de la piedad de los fieles. Se aplica sobre todo si somos golpeados
por la persecución. La cruz de Jesucristo no deja mácula alguna cuando
se la abraza y se la sostiene como es debido. Pero aquí, en lugar de
razonamientos, oigamos el lenguaje de los santos. Los confesores y
mártires de África, al escribir a San Cipriano, audazmente le dijeron
que volvían con una conciencia pura y límpida de los tribunales donde
habían confesado el nombre de Jesucristo. No afirmaban ir a ellos con
pura y límpida conciencia, sino volver de allí con ella. ¡Nada hace
callar los escrúpulos como la Cruz!
Rodeados por esos extremos que son las
pruebas de los Santos, si no pudiéramos confesar nuestros pecados a
los sacerdotes, confesémoslos a Dios. Siento, hijos míos, vuestra
delicadeza y vuestros escrúpulos. Que cesen y que aumenten vuestra fe y
vuestro amor por la cruz. Decíos a vosotros mismos, y con vuestra
conducta decid a todos los que os vean, lo mismo que decía San Pablo:
"¿Quién me separará de la caridad de Jesucristo?" (Romanos 8.35).
San Pablo estaba entonces en la situación de
vosotros y no decía que la privación de todo ministro del Señor, en la
que pudiera encontrarse, podía separarlo de Jesucristo y alterar en
él la caridad. Sabía que, despojado de todo socorro humano y privado
de todo intermediario entre él y el cielo, encontraría en su amor, en
su celo por el Evangelio y en la cruz todos los sacramentos y los
medios de salud necesarios para acceder allí.
A partir de lo que acabo de decir, fácil os
será ver una gran verdad, muy apropiada para consolaros y confortaros:
que vuestra conducta es una verdadera confesión ante Dios y ante los
hombres. Si la confesión debe preceder a la absolución, aquí vuestra
conducta debe preceder a las gracias de santidad o de justicia que
Dios os dispense; y es ésta una confesión pública y continua. La
confesión es necesaria, dice San Agustín, porque incluye la
condenación del pecado. Aquí lo condenamos tan pública y solemnemente
que ella es conocida en toda la tierra. Y esta condenación, que es la
causa de que no podamos acercarnos a un sacerdote, ¿no es mucho más
meritoria que una acusación de pecados particular y hecha en secreto?
¿No es más satisfactoria y más edificante? La confesión secreta de
nuestros pecados al sacerdote nos costaba poco. ¡Y la que hacemos hoy
es sostenida por el sacrificio general de nuestros bienes, de nuestra
libertad, de nuestro reposo, de nuestra reputación e incluso tal vez
de nuestra vida!
La confesión al sacerdote casi no era útil
más que para nosotros, mientras que la que hoy hacemos es útil para
nuestros hermanos y puede servir para la Iglesia entera. Dios, por
indignos que seamos, nos hace la gracia de querer servirse de nosotros
para mostrar que ofender la verdad y la justicia es un crimen enorme,
y nuestra voz será tanto más inteligible cuanto mayores los males y
mayor la paciencia con que los suframos.
El hábito y la facilidad que teníamos para
confesarnos, nos dejaba a menudo en la tibieza, mientras que hoy,
privados de confesores, uno se repliega sobre sí mismo y el fervor
aumenta. Consideremos esta privación como un ayuno para nuestras almas
y una preparación para recibir el bautismo de la penitencia que,
vivamente deseado, se convertirá en un alimento más saludable.
Intentemos apartar de nuestra conducta, que es nuestra confesión ante
los hombres y nuestra acusación ante Dios, todos los defectos que
pudieran haberse deslizado en nuestras confesiones ordinarias; sobre
todo la poca humildad interior.
Siento, hijos míos, toda la importancia de
vuestra solicitud; pero cuando se confía en Dios no hay que hacerlo a
medias; sería carecer de confianza el considerar que los recursos con
los que Dios llama y conserva son incompletos y dejan algo que desear
en el orden de la gracia. En la sabiduría, la madurez y la experiencia
de los ministros del Señor encontraban consejos y prácticas eficaces
para evitar el mal, hacer el bien y avanzar en la virtud. Nada de eso
hace al carácter sacramental, sino a las luces particulares. Un amigo
virtuoso, celoso y caritativo puede ser en esto vuestro juez y vuestro
director. Las personas piadosas no iban al tribunal de Dios a buscar
sólo instrucciones y luces; se abrían a personas notables por su santa
vida en conversaciones familiares. Haced otro tanto. Pero que la
caridad más recta reine en este comercio mutuo de vuestras almas y
vuestros deseos. Dios os bendecirá y encontraréis las luces que
necesitáis. Si este recurso os fuera imposible, descansad sobre las
misericordias de Dios. El no os abandonará. Su espíritu hablará por sí
mismo a vuestros corazones mediante inspiraciones santas que os
inflamarán y dirigirán a los objetivos augustos de vuestros destinos.
Os pareceré parco en este tema. Vuestros
deseos van mucho más allá, pero un poco de paciencia. El resto de mi
carta responderá por completo a vuestra expectativa. No puede decirse
todo a la vez, sobre todo en tema tan delicado y que exige la mayor
exactitud. Continuaré hablándoos como yo me hablo a mí mismo.
Alejados de los recursos del santuario y
privados de todo ejercicio del sacerdocio, no nos queda otro mediador
que Jesucristo; a El hay que recurrir para nuestras necesidades.
Tenemos que desgarrar sin miramientos el velo de nuestras conciencias
ante su majestad suprema y, en la indagación del bien y el mal que
hiciéramos, agradecerle sus gracias, reconocernos culpables de
nuestras ofensas... y rogar enseguida que nos perdone y nos indique los
senderos de su voluntad santa (teniendo en el corazón el deseo sincero
de hacerlo a su ministro cuando y tan pronto como podamos). He aquí,
hijos míos, lo que llamo confesarse a Dios.¡Hecha bien semejante
confesión, será Dios mismo quien nos absuelva! El Evangelio es el que
nos lo enseña al proponernos el ejemplo del publicano que, humillado
ante Dios, se vio justificado (Lucas 18. 9-14), porque el mejor signo
de la absolución es la justicia, que no puede ser apresada porque ella
es la que libera. He aquí lo que debemos hacer, en el aislamiento total
en que estamos. La Escritura santa nos indica aquí nuestros deberes.
Todo lo que se liga a Dios es santo. Cuando
sufrimos por la verdad nuestros sufrimientos son los de Jesucristo,
que nos honra con un especial carácter de semejanza consigo y con su
cruz. Esta gracia es la mayor fortuna que puede tocarle a un mortal
durante su vida.
Así es como en todas las penosas situaciones
que nos privan de los sacramentos, la cruz llevada cristianamente es
la fuente de la remisión de nuestras faltas, tal como, llevada una vez
por Jesucristo, lo fue de las faltas de todo el género humano. Dudar
de esta verdad es injuriar a nuestro Salvador crucificado, es no
reconocer suficientemente la virtud y el mérito de la cruz.
Los santos Padres observan que el buen ladrón
fue criminal hasta la cruz, para mostrar a los fieles lo que deben
esperar de esta cruz cuando la abrazan y permanecen ligados a ella por
la justicia y la verdad. Jesucristo, al terminar sus sufrimientos,
entró al cielo a través de la cruz. Nosotros somos sus discípulos; El
es nuestro modelo.
Suframos como El y entraremos en la heredad que nos preparó mediante la cruz.
Pero para ser santificado por la cruz es
necesario no ser para sí mismo, sino por entero para Dios. Es
necesario que nuestra conducta reproduzca las virtudes de Jesucristo.
No basta ahora con que, animados por su amor, reposéis sobre su pecho
como San Juan. Es necesario que lo sirváis con firmeza y constancia
sobre el Calvario y sobre la cruz. Allí, si al confesaros a Dios,
vuestra confesión no es coronada por la imposición de manos de los
sacerdotes, lo será por la imposición de las manos de Jesucristo. ¡Mirad
sus manos adorables que parecen tan pesadas por naturaleza y son tan
ligeras para los que lo aman!... Están tendidas sobre vosotros de la
mañana a la noche para colmaros con toda suerte de bendiciones, si por
propia iniciativa no las rechazáis. No existe bendición como la de
Cristo crucificado cuando bendice a sus hijos sobre la cruz.
El sacramento de la penitencia es para
nosotros ahora el pozo de Jacob, cuya agua es excelente y saludable.
Pero el pozo es profundo. Desprovistos de todo, no podemos abrevar en
él y saciarnos (Juan, cap. 4). Hay incluso guardias que impiden la
entrada... He aquí el cuadro de nuestra situación. ¡Veamos la conducta
de nuestros perseguidores como un castigo de nuestros pecados! Es
cierto que si pudiéramos acercarnos a ese pozo con fe, encontraríamos
allí a Jesucristo hablando con la samaritana. ¡Pero no nos
acobardemos! Descendamos hasta el valle de Bethulia, donde encontraremos
muchas fuentes no custodiadas, en que podremos saciar tranquilamente
nuestra sed. ¡Que Jesucristo habite en nuestros corazones! Que su
Santo Espíritu nos inflame y encontraremos en nosotros la fuente de
agua viva que suplirá al pozo de Jacob. En la confesión que hacemos a
Dios, Jesucristo, como soberano pontífice, hace por sí mismo de modo
inefable, lo que habría hecho en cualquier otro tiempo por el
ministerio de sus sacerdotes. Y esta confesión tiene una ventaja que los
hombres no pueden sustraernos: ¡por el contrario, es Jesucristo en
nosotros quien de nosotros se ocupa continuamente! Debemos hacerla en
todo tiempo, en todo lugar y en todas las situaciones posibles. Es
cosa digna de admiración y de reconocimiento ver que lo que el mundo
hace para alejarnos de Dios y de su Iglesia, nos acerca más a ellos.
La confesión no debe ser únicamente un
remedio para todos los pecados pasados; debe preservarnos de todos los
pecados por venir. ¡Si reflexionáramos seriamente sobre esta doble
eficacia del sacramento de la penitencia, mucho tendríamos que
humillarnos y que llorar! Y tanto más abatidos estaríamos entonces
cuanto más lento haya sido nuestro avance en la virtud y más hayamos
seguido siendo los mismos antes y después de nuestras confesiones.
¡Ahora podemos reparar todas esas faltas, que
vienen de una confianza demasiado grande en la absolución y de no
haber profundizado lo suficiente en sus llagas!... Obligada ya a gemir
ante Dios, el alma fiel se ocupa en considerar todas sus deformidades
propias. Allí, a los pies del Salvador y penetrada por el dolor y el
arrepentimiento, se queda entonces en silencio, sin hablarle sino por
sus lágrimas, como la pecadora del Evangelio, mientras ve de un lado
sus miserias y del otro la bondad de Dios. Se aniquila delante de Su
majestad, hasta que ésta disipe sus males con una de sus miradas.
Entonces la luz divina esclarece su corazón contrito y humillado y le
descubre hasta los átomos que pudieran oscurecerla. Que esta confesión
a Dios sea para vosotros es práctica cotidiana, breve pero vivaz, y
hacedla cada tanto de una época a otra, como hacéis cotidianamente la
del día (en vuestro examen nocturno).
El primer fruto que sacaréis de ello, además
de la remisión de los pecados, será aprender a conoceros y a conocer a
Dios. El segundo, presentarse siempre ante los sacerdotes, si os
fuera posible, ornados con el sello de las misericordias del Señor.
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Creo haberos dicho lo que debía, hijos míos,
sobre vuestra conducta acerca del sacramento de la penitencia. Voy a
hablaros ahora de la privación de la Eucaristía y sucesivamente de
todos los temas que me comentáis en vuestra carta. La Eucaristía, el
sacramento del amor, os proporcionó muchas dulzuras y ventajas cuando
podíais participar de ella. Pero ahora, que de ella fuisteis privados
por defender la verdad y la justicia, las ventajas que tenéis son las
mismas. ¿Pues quién habría osado acercarse a esta mesa si Jesucristo no
hubiera hecho de eso un precepto y si la Iglesia, que desea
fortificarnos con este pan de vida, no nos hubiera invitado a comerlo
mediante la voz de sus ministros que nos revestían con la toga
nupcial? Pero si comparamos la obediencia por la que fuimos privados
de ella con la que a ella nos conducía, será fácil juzgar los méritos
respectivos.
Abraham obedece cuando inmola a su hijo y
cuando no lo inmola, pero su obediencia fue mucho mayor cuando empuñó
la espada que cuando la remitió a su vaina. Nosotros obedecemos al
aproximarnos a la Eucaristía, pero al apartarnos de este sacrificio
nos inmolamos a nosotros mismos. Alterados por la sed de la justicia y
privándonos de la Sangre del Cordero, que es el único que puede
saciarla, sacrificamos nuestra propia vida en la medida en que eso está
en nosotros. El sacrificio de Abraham fue de un instante; un ángel
detuvo la espada. El nuestro es cotidiano y se renueva todas las veces
que adoramos con sumisión la mano de Dios, que nos aleja de los
altares; y este sacrificio es voluntario.
Estamos ventajosamente privados de la
Eucaristía al elevar el estandarte de la cruz por la causa de
Jesucristo y la gloria de su Iglesia. Observad, hijos míos, que
Jesucristo, después de habernos dado su cuerpo eucarístico, no opuso
dificultad alguna a su muerte por nosotros. He aquí la conducta del
cristiano en las persecuciones: la cruz sigue a la Eucaristía ¡Que el
amor por la Eucaristía no nos aleje pues de la cruz! Mostramos y hacemos
un glorioso progreso en la gloria del Evangelio cuando salimos del
cenáculo para subir al Calvario. Sí, no temo decirlo: cuando la
tempestad de la malicia humana atrona contra la verdad y la justicia,
es más ventajoso para los fieles sufrir por Jesucristo que participar
de su cuerpo sagrado en la comunión.
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Me parece oír al Salvador diciéndonos: "¡Oh,
no teman ser separados de mi mesa por la confesión de mi nombre! Es
esta una gracia que os hago, que significa un raro bien. Reparad con
esta humillación -una privación que me glorifica- todas las comuniones
que me deshonraron. Sentid esta gracia: nada podéis hacer sin mí, ¡y
yo pongo entre vuestras manos un recurso para que hagáis lo que yo
hice por vosotros y me devolváis generosamente lo más grande que os
di! Os los di Yo: cuando de ello se os separa por ser fieles a mi
servicio, devolvéis a mi verdad lo que de mi caridad recibisteis. Nada
más grande tengo yo para daros y tampoco tenéis vosotros nada más
grande para darme. Vuestro reconocimiento por la gracia que os hice,
equipara la grandeza del don que os hice. Consolaos si no os llamo a
derramar vuestra sangre como los mártires; he aquí la mía para
suplirla. Cada vez que os impidan beberla, lo tomaré como si hubierais
derramado la propia. Y la mía es infinitamente más preciosa..."
Es así como encontramos la Eucaristía en la
misma privación de la Eucaristía. Por lo demás, ¿quién puede
separarnos de Jesucristo y de su Iglesia en la comunión, cuando por la
fe nos acercamos a sus altares de modo tanto más eficaz cuanto más
espiritual y más alejado de los sentidos?
Esto es lo que llamo comulgar
espiritualmente, uniéndose a los fieles que pueden hacerlo en los
diversos lugares de la tierra. Esta comunión ya os era familiar en los
tiempos en que podíais acercaros a la Santa Mesa; conocéis de ella
las ventajas y el modo. Por eso no seguiré hablándoos al respecto. Voy
a exponeros lo que la Santa Escritura y los Anales de la Iglesia me
ofrecen como reflexiones sobre la privación de la misa y la necesidad
para los fieles de un sacrificio continuo en tiempo de persecución. Y
lo haré brevemente. Prestad, hijos míos, una atención particular a los
principios que recordaré. Apuntan a vuestra edificación.
Nada sucede sin la voluntad de Dios. Con un
culto que nos permita asistir a misa o privados de él, debemos
someternos por igual a Su voluntad santa, ¡y, en cualquier
circunstancia, ser dignos del Dios al que servimos!
El culto que debemos a Jesucristo se funda
sobre la asistencia que nos da y sobre la necesidad que tenemos de su
ayuda. Este culto nos señala deberes como fieles aislados, así como
nos los señalaba antes para el ejercicio público de nuestra santa
religión.
Como hijos de Dios, según el testimonio de
San Pedro y de San Juan, participamos en el sacerdocio de Jesucristo
para ofrecer plegarias y anhelos. Si no tenemos el sello del Orden
sagrado para sacrificar sobre los altares visibles, no estamos empero
sin hostias, porque podemos ofrecerlas en el culto de nuestro amor,
sacrificando nosotros mismos a Jesucristo para su Padre sobre el altar
visible de nuestros corazones. Fieles a este principio, recogeremos
todas las gracias que hubiéramos podido recoger si hubiésemos asistido
al santo sacrificio de la misa. La caridad nos une a todos los fieles
del universo que ofrecen este divino sacrificio o que asisten a él. Si
el altar material o las especies sensibles nos faltan, tampoco los hay
en el cielo, donde Jesucristo es ofrecido de la manera más perfecta.
Sí, hijos míos, los fieles que están sin
sacerdotes, por ser, según San Pedro, sacerdotes y reyes, ofrecen sus
sacrificios sin templo, sin ministros y sin nada sensible. Sólo hay
necesidad de Jesucristo para ofrecerlos, mediante el sacrificio del
corazón, donde la víctima debe ser consumida por el fuego del amor del
Espíritu Santo. Esto significa estar unido a Jesucristo, dice San
Clemente de Alejandría, por las palabras, por las acciones y por el
corazón. Estamos unidos a El por nuestras palabras cuando son
verdaderas, por nuestras acciones cuando son justas y por nuestros
corazones cuando la caridad los inflama. Entonces digamos la verdad,
no amemos más que la verdad; así rendiremos a Dios la gloria que se le
debe. Cuando somos veraces en nuestras palabras, justos en nuestras
acciones, sometidos a Dios en nuestros deseos y nuestros pensamientos,
hablando sólo por medio de El, alabándolo por sus dones y
humillándonos por nuestras infidelidades, ofrecemos un sacrificio
agradable a Dios, que no puede sernos quitado. El sacrificio que Dios
reclama es un espíritu penetrado de dolor, dice el santo rey David: tú
no despreciaras, Dios mío, un corazón contrito y humillado (Salmo
50).
Resta considerar la Eucaristía como viático.
Podéis quedaros sin él al morir. Debo ilustraros y preveniros contra
privación tan sensible. Dios, que nos ama y nos protege, quiso darnos
su cuerpo cuando la muerte se acerca, para fortificarnos en este
peligroso pasaje. ¡Al lanzar vuestras miradas al porvenir, viéndoos en
vuestra agonía sin víctima, sin Extremaunción y sin ninguna
asistencia de parte de los ministros del Señor, os sentís en el más
triste y más afligente de los abandonos!
Consolaos, hijos míos, en la confianza que le
debéis a Dios. Este Padre tierno verterá sobre vosotros sus gracias,
sus bendiciones y sus misericordias, en esos momentos terribles que
teméis, con más abundancia que si pudierais ser asistidos por sus
ministros, de los que estáis privados sólo porque vosotros mismos no
quisisteis abandonarlo.
El abandono y el desamparo en que tememos
encontrarnos semejan a los del Salvador sobre la cruz, cuando decía a
su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”: ¡Ah, qué
instructivas son estas palabras! Vuestras penas y desamparo, os
conducen a sus gloriosos destinos, haciendo que terminéis vuestra
carrera como Jesucristo terminó la suya. Jesús en los sufrimientos, en
su abandono y su muerte, se mantenía en la más íntima unión con su
Padre. En sus penas y su desamparo mantened la misma unión y sea vuestro
último suspiro como el suyo: que se cumpla la voluntad de Dios.
Lo que dije de la privación del viático en la
muerte lo diré también de la Extremaunción. Si muero entre las manos
de personas que no sólo no me asisten, sino que me insultan, tanto más
dichoso seré cuanta más conformidad tenga mi muerte con la de
Jesucristo, ¡que fue espectáculo de oprobio para toda la tierra!...
Crucificado por las manos de sus enemigos, es tratado como un
delincuente, ¡y muere entre dos ladrones! Era la Sabiduría misma, pasa
por un insensato; era la Verdad, pasa por un embustero y un seductor.
¡Los fariseos y los escribas triunfaron sobre El en su presencia!
¡Finalmente se saciaron con su sangre! ¡Jesucristo murió en la infamia
del suplicio más vergonzoso y en los dolores más sensibles!
Cristianos, si vuestra agonía y vuestra muerte son para vuestros
enemigos ocasión de insulto y de trato oprobioso, ¿cómo fue la de
Jesucristo? No sé si el ángel enviado para suplir la dureza y la
insensibilidad de los hombres, no lo fue para enseñarnos que en una
ocasión así recibimos consolación del cielo cuando las terrenales nos
faltan. No sin un designio particular de Dios fue que los apóstoles,
que hubieran debido consolar a Jesucristo, permanecieran en un sopor
profundo.
Que el fiel no se asombre pues por
encontrarse sin sacerdote en su última hora. Jesucristo reprochó a sus
apóstoles porque dormían, no porque lo dejaran sin consolación, sino
para enseñarnos que, si entramos en el Huerto de los Olivos, si
subimos al Calvario, si expiramos solos y sin socorros humanos, Dios
vela por nosotros, nos consuela y abastece todas nuestras necesidades.
Fieles que teméis las consecuencias del
momento actual, mirad a Jesús. Fíjaos en El, contempladlo. El es su
modelo. Nada más tengo que deciros sobre este tema.
Después de haberlo contemplado, ¿teméis
todavía la privación de las oraciones y las ceremonias que la Iglesia
estableció para honrar vuestra agonía, vuestra muerte y vuestro
sepulcro? Pensad que la causa por la que sufrís y morís convierte a
esta privación en una nueva gloria y os da el mérito del último rasgo
de semejanza posible con Jesucristo. La Providencia permitió y quiso,
para nuestra instrucción, que los fariseos pusiesen guardias en el
sepulcro para cuidar el cuerpo de Jesús crucificado; quiso que incluso
después de la muerte su cuerpo quedara en manos de sus enemigos, para
enseñarnos que por largo que sea el dominio de nuestros enemigos,
debemos sufrirlo con paciencia y rogar por ellos.
San Ignacio mártir[2],
que con tanto ardor ansiaba ser devorado por las bestias, ¿no
prefirió tenerlas por sepulcro antes que al más bello mausoleo? Los
primeros cristianos enviados a los verdugos, ¿se afligieron jamás por
su agonía y por su sepultura? Ninguno se inquietó por lo que se haría
con sus cuerpos. Sí, hijos míos, cuando uno se confía a Jesucristo
durante la vida, se confía a él tras la propia muerte.
Jesucristo sobre la cruz y cerca de expirar
vio cómo las mujeres, que lo habían seguido desde Galilea, se
mantenían alejadas. ¡Su Madre, María Magdalena y el discípulo muy
amado estaban junto a la cruz en el abatimiento, el silencio y el
dolor!... He aquí, hijos míos, la imagen de lo que veréis: la mayor
parte de los cristianos llora a los fieles sometidos a la persecución,
pero se mantienen lejos. Algunos, como la Madre de Jesús, se acercan a
la víctima inocente que la iniquidad inmola.
Destaco, con san Ambrosio, que la Madre de
Jesús sabía, al pie de la cruz, que su Hijo moría por la redención de
los hombres y que, deseando expirar con él para el cumplimiento de
esta magna obra, no temía irritar a los judíos con su presencia ni
morir con su Hijo divino. Cuando veáis, mis queridos hijos, que
alguien muere en el desamparo o bajo la espada de la persecución,
imitad a la madre de Jesús y no a las mujeres que lo habían seguido
desde Galilea. Compenetraos de esta verdad: que el momento más glorioso y
más saludable para morir se da cuando la virtud es más fuerte en
nuestro corazón. ¡No debe temerse por el miembro de Jesucristo que
esté sufriendo! Asistámoslo, aunque no sea más que con nuestras
miradas y con nuestras lágrimas.
He aquí, hijos míos, lo que creí mi deber
deciros. Lo considero suficiente para responder a vuestros reclamos y
tranquilizar vuestra piedad. He planteado los principios sin entrar en
ningún detalle; me parecen inútiles. Vuestras firmes reflexiones los
suplirán fácilmente y vuestras conversaciones, si es que la
Providencia lo permite, tendrán nuevos deseos. He de añadir, hijos
míos, que no debe afligiros el asombroso espectáculo de que somos
testigos. La fe no se compadece con tales terrores: el número de los
elegidos siempre es muy pequeño. Sólo temed el que Dios vaya a
reprocharos vuestra poca fe y el no haber podido velar una hora con
El. Os confesaré sin embargo que la humanidad puede afligirse, pero al
haceros esta confesión, os diré que la fe debe regocijarse.
Dios hace bien todas las cosas. Hijos míos,
sostened esta afirmación: es la única digna de vosotros. Los fieles
mismos la sostenían cuando el Salvador hacía curaciones milagrosas. Lo
que El hace hoy es mucho más grande. En su vida mortal curaba los
cuerpos; actualmente cura las almas y completa por la tribulación el
pequeño número de los elegidos.
Cualesquiera sean los designios de Dios para
nosotros, adoremos la profundidad de sus juicios y pongamos en él toda
nuestra confianza. Si quiere liberarnos, el momento está cerca. Todos
se levantan contra nosotros.
Nuestros amigos nos oprimen, nuestros
parientes nos tratan como a extraños. Los fieles que participan de los
santos misterios con nosotros son apartados con la sola mirada. No
sólo temen decir que, como nosotros, son fieles a su patria, sometidos
a sus leyes, pero fieles a Dios; temen decir que nos quieren y hasta
que nos conocen. Si quedamos sin ayuda del lado de los hombres, henos
entonces del lado de Dios que, según el profeta-rey, librará al pobre
del poderoso y al débil que no tenga ayuda alguna. El universo es obra
de Dios. El lo rige y todo lo que pasa está en los designios de su
Providencia. Cuando creemos que la deserción va a ser general,
olvidamos que basta un poco de fe para devolver la fe a la familia de
Jesucristo, como un poco de levadura hace fermentar toda la masa.
Esos acontecimientos extraordinarios, en que
la multitud levanta el hacha para abatir la obra de Dios, sirven
maravillosamente para manifestar Su omnipotencia.
En todos los siglos se verá lo que vio el
pueblo de Dios cuando el Señor quiso, mediante Gedeón, manifestar su
omnipotencia contra los madianitas (Jueces 5). Le hizo despachar casi
todo su ejército. Sólo se conservaron trescientos hombres, sin armas
incluso, a fin de que se reconociera visiblemente que la victoria
venía de Dios. El pequeño número de soldados de Gedeón es figura del
pequeño número de elegidos viviente en este siglo. Vosotros habéis
visto, hijos míos, con el más doloroso asombro, cómo de la multitud de
los que fueron llamados (ya que toda Francia era cristiana), la
mayoría, como en el ejército de Gedeón, permaneció débil, tímida,
temerosa de perder su interés temporal. Dios los devolvió. Dios sólo
quiere servirse en su justicia de quienes se dan por completo a El. No
nos asombremos pues del gran número de quienes lo abandonan. La
verdad triunfa, por pequeño que sea el número de quienes la aman y le
siguen adictos. En cuanto a mí, sólo tengo un anhelo: el deseo de San
Pablo. Como hijo de la Iglesia, añoro la paz de la Iglesia; como
soldado de Jesucristo, añoro morir bajo sus estandartes.
Si tenéis las obras de San Cipriano, leedlas,
mis queridos hijos. Hay que remontarse sobre todo a los primeros
siglos de la Iglesia, para encontrar ejemplos dignos de servirnos como
modelo. En los libros santos y en los de los primeros defensores de
la fe es donde hay que formarse una idea precisa del objeto del
martirio y de la confesión del nombre de Jesucristo. Lo que hay que
confesar es la verdad y la justicia, los objetos augustos, eternos,
inmutables de la fe. Es el Evangelio, pues las instrucciones humanas,
cualesquiera sean, son variables y temporales. En cambio el Evangelio y
la ley de Dios están ligados a la eternidad. Será meditando esta
distinción como veréis claramente lo que es propio de Dios y lo que es
propio de César, porque, según el ejemplo de Jesucristo, a cada uno
se le debe dar con respeto, lo que le corresponde.
Todas las iglesias y todos los siglos
concuerdan: no puede haber nada tan santo y tan glorioso como confesar
el nombre de Jesucristo. Pero recordad, hijos míos, que, para
confesarlo de modo condigno con la corona que deseamos, en los tiempos
en que más se sufre es cuando hay que manifestar mayor santidad. Nada
más bello que las palabras de san Cipriano cuando alaba todas las
virtudes cristianas en los confesores de Jesucristo: "Observsteis
siempre, les dice, el mandato de nuestro Señor con un vigor digno de
vuestra firmeza. Conservasteis la simplicidad, la inocencia, la
caridad, la concordia, la modestia y la humildad. Cumplieron con su
ministerio con gran cuidado y exactitud. Trasuntaron diligencia para
ayudar a los que tenían necesidad de ayuda, compasión por los pobres,
constancia para defender la virtud, coraje para mantener la severidad
de la disciplina y, a fin de que nada faltase a los grandes ejemplos
de virtud que dieron, he aquí que, mediante una confesión y los
sufrimientos generosos, animaron extremadamente a sus hermanos al
martirio y les señalaron el camino".
Espero, mis queridos hijos, aunque Dios no os
llame al martirio ni a una confesión dolorosa de su nombre, poder un
día hablaros como Él hablaba a los confesores Celerino y Aurelio y
alabaros más vuestra humildad que vuestra constancia, glorificaros más
por la santidad de vuestras costumbres que por vuestras penas y
heridas..
.
En espera de ese feliz momento, aprovechad de
mis consejos y sostenéos con mi ejemplo. Dios vela sobre vosotros.
Nuestra esperanza tiene fundamento; ella nos muestra o la persecución
que termina o la persecución que nos corona. En la alternativa entre
una u otra veo el cumplimiento de nuestro destino. Hágase la voluntad
de Dios, porque cualquiera sea el modo con que nos libere, sus
misericordias eternas se derraman sobre nosotros.
Termino, mis queridos hijos, abrazándoos y
rogando a Dios por vosotros. Rogádle por mí y recibid mi bendición
paternal, como prueba de mis afectos por vosotros, de mi fe y de mi
resignación sincera de no tener otra voluntad que la de Dios
_________________________________________________________
- [*]Traducido de EINSICHT, por el Dr. Arnaldo Rossi.
- [1]
El padre Demaris, fue sacerdote y profesor de teología en la casa de
los misioneros de San José en Lyon, tuvo que exiliarse de Francia en
1803 y murió por la Fe.
- [2] Padre apostólico, siglo I, que murió devorado por los leones
- Fuente: Católicos Alertas