Tomado del libro Psicología Humana del P. Castellani
Las funciones:
Hemos visto que uno de los “errores” que
encontraban en las obras de Santa Teresa sus “censores” era:
—que el alma es diferente del espíritu;
—que las diferentes funciones o facultades del
alma son diferentes del alma y diferentes entre sí.
¡En el nombre de Durando, de Escoto y de Suárez,
el alma es una energía enteramente simple y sin partes!
En el nombre de la experiencia, yo siento que mi
espíritu está unido con Dios y todas mis potencias están distraídas y
desbaratadas. —Eso es enfermedad —o es demonio.
Después de la cuestión de la realidad del alma, y
de su simplicidad, aparece la cuestión de la diferenciación del alma —o de sus
facultades. Si la simplicidad del alma es evidente su diferenciación es
igualmente evidente y estas dos cosas parecen contradecirse: “el objeto de la
Psicología es paradojal”.
La “increíble fauna humana” es la prueba
irrebatible de que en el espíritu humano hay diferentes funciones, poderes y
potencias. Los hombres se diferencian entre sí enormemente; y no solamente por
fuera sino también y mucho más por dentro. Hay millones de rostros y cada uno
es diferente; hay millanares de millones de almas y ninguna es igual a la otra.
Fíjense: la especie humana se considera ser una sola especie; sin embargo hay
en ella más variedades que todas las especies de mamíferos, peces y aves
juntos. El lenguaje popular expresa eso llamando con nombres de bichos a
nuestros semejantes, ¡y no le alcanzan los nombres de los bichos que existen!
Zorros, leones, víboras, culebras, águilas, perros, caballos, burros, camellos,
otarios, besugos, serpientes, pájaros y pajarones y otra cantidad de nombres
abstractos, —como intelectual, voluntarioso, sentimental, impulsivo,
imaginativo, sensual— nos sirven para clasificar a las gentes y no nos dan
abasto. “Este hombre es inclasificable! ¡Es único! ¡No se parece a nadie!” En
realidad cada uno de nosotros es único: “cá cual es cá cual”. Pero eso ya toca
al misterio de la personalidad, y no solamente al problema de las facultades.
Sin embargo, la personalidad no se revelaría sin el carácter, y el carácter no
existiría sin las facultades.
En un lapso de tiempo que se extiende desde
Descartes hasta casi nuestros días se negó la existencia de las facultades o
potencias del alma. El catecismo seguía diciendo perseverante: “¿Cuántas son
las potencias del alma? Las potencias del alma son tres, memoria, entendimiento
y voluntad”; pero Descartes había gritado: “El alma es una y única y no hay en
ella ninguna división de partes “. Y tras Descartes, Spinoza; y tras Spinoza,
Herbart y después Lipps y Lotze y Balmes negaron sucesivamente esa “vivisección
psíquica”, ese descuartizamiento de la personalidad, esa especie de “atlas de
la península italiana, toda dividida en pequeños reinos, ducados, marquesados,
repúblicas...” como decía Taine.
Nosotros sabemos (y la increíble fauna humana es la
prueba de ello) que el alma no es como un atlas de Italia o de Centro América
—ni siquiera como un cuerpo con sus manos sus pies y su cabeza, sus órganos y
sus miembros— pero que se pueden distinguir en ella diferentes partes
potenciales, no ciertamente partes en el sentido vulgar (cuantitativas,
integrantes), sino diferentes poderes o funciones; puesto que hay en nuestra
conciencia diferentes actos, en nuestra conducta
diferentes hábitos y en nuestra convivencia diferentes caracteres. Y puesto que
podemos conocer el carácter de los otros, —sea por intuición, sea por
introyección, sea por empatía— aún cuando es muy diferente del nuestro, eso
prueba que somos UNO en naturaleza y muchos en persona, que en esa diferenciación
hay unificación; y que en la unidad de nuestra alma hay diferenciación. De este
teorema psicológico sacaba San Agustín un ejemplo para explicar el misterio de
la Trinidad divina: “nosotros somos un Yo, un conocer y un querer —decía. Y
estas tres cosas son una sola; y sin embargo, el querer no es el conocer.”
Voy a poner dos ejemplos de la diferenciación
humana, voy a explicar brevemente el atlas de las facultades, y después, si
puedo, voy a referirme brevemente a los hábitos y a sus leyes.
* La Caracterología, que es una parte de la
Psicología, se basa toda ella en ese hecho de la inmensa diferenciación humana.
(Tengo delante de los ojos cuando escribo un retrato de cuatro criaturas, la
mayor de 8 años, la menor de un año —una foto de hace 50 años. Conozco
actualmente esos cuatro hermanos; son diferentísimos entre sí: la misma sangre,
el mismo ambiente, la misma educación y actualmente más diferentes entre sí que
un huevo y una castaña, muchísimo más; tan diferentes entre sí como lo
demoniaco y lo santo).
Les voy a contar dos casos en que dos hombres,
puestos en idénticas circunstancias, reaccionan a lo santo y a lo demoníaco,
los dos históricos.
Un sacerdote amigo mío fue una temporada capellán
de la cárcel de Coronda, la mayor del país y la mejor de Sudamérica. Un día
recibió una carta de un padre del Verbo Divino de Formosa junto con la
confesión de un moribundo, que decía en suma lo siguiente:
“Estoy por morir. El padre confesor me impone que
haga por escrito la siguiente confesión: yo soy el asesino del turco N.N. que
fue encontrado muerto y mutilado en tal fecha, en tal localidad, al lado de una
laguna. Yo lo maté a puñaladas, lo degollé y lo castré. Yo era comisario en
aquel entonces, como lo soy ahora. Acusé del crimen a un polaco vecino, llamado
R.R., el cual fue condenado y está actualmente en la cárcel de Coronda. Que
Dios quiera perdonarme, etc.”
El Director de la cárcel, puesto en conocimiento
de esta carta, exclamó: “Efectivamente, ese polaco está aquí preso desde hace
14 años. Es un santo. Se porta tan bien que lo dejamos habitualmente suelto y
ayuda en muchas cosas del servicio. Haré todas las gestiones necesarias para
que lo pongan libre. Vaya y dígale de mi parte que se considere desde ya como
libre y que me diga en qué quiere trabajar, que yo le buscaré ese trabajo en
este pueblo”.
El capellán cumplió la misión y el polaco
contestó: que efectivamente era inocente de ese crimen pero que no era inocente
de otras cosas; que quería quedarse en la cárcel a cuidar a los enfermos, hasta
su muerte, con tal que le diesen la comida. Y con gran estupefacción de todos
los presos, del Director y del Capellán se quedó de esclavo perpetuo y
enfermero gratuito de asesinos y de ladrones, de la peor ralea de gente que hay
en el mundo, de la cual no se puede esperar ni siquiera que dé las gracias.
Este hombre, víctima de una injusticia atroz, se
había santificado con ella. Podía no. Podía haberse muerto de horror, podía
haberse desesperado. Entonces uno dice: “La tribulación santifica al hombre, el
dolor cría las virtudes, etc. etc.”, lo que dicen los beatones cuando no
quieren ayudar al prójimo. ¡Espérate un momento!
Otro caso histórico también que trae en su “Note
Book” el gran novelista
inglés Evelyn Waugh:
Cerca de la cárcel de Dartmoor había una duquesa
“filántropo” que se dedicaba a hacer caridad a los pobres presos. Uno de sus
favoritos era un viejito preso de muchos años y acusado de haber estrangulado a
una muchacha, el cual protestaba que era inocente; y la duquesa estaba
convencida de ello. Tanto hizo, tanto movió, tanto alegó y trabajó a favor de
él que consiguió la revocación de la sentencia. Le dieron la libertad en una
gran fiesta pública que se hizo en la cárcel con música, versos y discursos,
después de la cual el inocente liberado besó la mano de la Duquesa, hizo la
venia al Gobernador y salió de la cárcel en una motocicleta nueva que le habían
regalado para dirigirse a su pueblo en Yorkshire donde tenía todavía parientes.
En el camino encontró una muchacha solitaria que iba también a su casa: la
violó y la estranguló. Y volvió a la cárcel.
He aquí dos ejemplos de la increíble fauna humana:
dos hombres que en las mismas circunstancias se enderezan de modo muy diverso:
liberados ambos de la cárcel, vuelven a ella pero ¡qué diferente!: la cárcel a
uno santifica, al otro pervierte. Me dirán que esto prueba el misterio de la
personalidad y del libre albedrío, no la diferenciación de las facultades...
También sirve: no hay personalidad sin carácter,
no hay carácter sin hábitos, no hay hábitos sin potencias... Estos dos hombres
tienen dos “Weltanschauimgen” contradictorias; si un hombre ve una muchacha, y
recuerda a la Virgen María y la venera, y otro hombre ve una muchacha se
precipita sobre ella y la estrangula, estos dos hombres ven una misma cosa y
ven una cosa muy diversa: ven lo mismo pero perciben muy diverso ¿y cómo podría
el entendimiento ver lo mismo y percibir diverso si no hubiese en él otra cosa
que no es entendimiento —llamémoslo voluntad? Como un hombre está determinado
respecto de su último fin, así ve todas las cosas —dice egregiamente Santo
Tomás. Tenemos la primera diferenciación funcional y la más fundamental en el
hombre: el lado del conocimiento, el lado de la tendencia. El hombre es una cosa
que mira y es una cosa que marcha: como una locomotora con un gran faro; y
asegún como marcha, así mira; y asegún como mira, así marcha. En la próxima
conferencia veremos la unión de estos dos elementos esenciales, el movimiento y
el conocimiento, en el gesto humano.
Ahora bien, dentro de estas dos grandes parcelas
hay muchas distinciones, porque no es lo mismo la sensación que el concepto, la
memoria que la imaginación, el placer y el dolor y la razón; ni es lo mismo el
instinto que el sentimiento, la voluntad y la pasión:
estas cosas pelean entre ellas muchas veces, y
para pelear hay que ser dos y además hay que estar junto. Esas famosas “luchas
del alma” que ponderan los predicadores y que no pueden explicar los
cartesianos, suponen que en el alma hay funciones diferentes y suponen que en
el alma hay unidad al mismo tiempo; y esto es otra prueba irrefragable de la
existencia de las facultades, que no pueden rebatir los antifacultistas.
Ahora pues permítanme que les dé autoritativamente
sin demostración, el atlas de las facultades humanas tal como las ve la escuela
aristotélica, elaborado pacientemente en 25 siglos de filosofía. Si quieren
seguir otro atlas cualquiera, el de Descartes, el de Lange, el de Jung ¡libres!
Pero alguno deberán adoptar si quieren estudiar Psicología. “Compadezco a los
que dividen el alma para estudiarla; pero más compadezco a los que no la
dividen”.
Vamos a verlo en otro ejemplo de la increíble fauna
humana: Luis Onceno y Francisco de Paula. Estos dos personajes se encontraron
en ese increíble siglo XV, el Renacimiento; y se unieron a pesar de ser más
diferentes entre
sí que un huevo y una castaña.
FRANCISCO DE PAULA nació en Paula de la Calabria y
fue el fundador de la orden de los “Mínimos”. Fue un ermitaño. Convirtió al Monarca
francés que hizo la unidad de Francia o por lo menos lo domó; o digamos, lo
hechizó.
Hijo de padres ricos, sintió desde jovencito la
vocación de la soledad. ¿Era un esquizofrénico o un maníaco-depresivo? No era
un maníaco ni un esquizofrénico. Era muy alegre y muy equilibrado. ¿Cómo
entonces se fue a encerrar a los 20 años en una caverna que él mismo cayó en el
fondo de los grandes fundos de su padre, dejando todo el resto a su hermano
menor? Ahí verán ustedes: vocación de ermitaño se llama; yo la tengo
actualmente. A los 22 años se convirtió al naturismo; es decir, hizo voto de no
comer carne, leche, huevos, vino, ni frutas sino solamente agua, pan y
legumbres una vez al día después de ponerse el sol; y guardó ese voto hasta los
91 años de edad, o sea 69 años. Yo me he hecho naturista ahora pero más bien
por la fuerza, ¡porque hay un restorán naturista muy barato al lado de casa!
—ahora que no soy naturista del todo; porque los naturistas le tienen un furor
sagrado al pobre tabaco. ¿Qué les habrá hecho a ellos el pobre tabaco?
Al poco tiempo se le juntaron dos jóvenes
compañeros —de vez en cuando un sacerdote iba y les decía misa, nació la orden
de los Mínimos, ermitaños que sin embargo viven juntos como los actuales
Cartujos y los Camaldulenses. Se multiplicaron las cavernas y las gentes de
Cosenza, encabezados por el Obispo, se juntaron y les fabricaron un monasterio,
trabajando en su albañilería según cuentan las grandes damas; pues en aquel
tiempo había grandes damas aún entre los calabreses —porque ya había empezado
la fama de las curaciones que hacía “el tercer Francisco’. Fíjense: el gran
clavo de la vocación de ermitaño es cuando uno se enferma; cuando uno se
enferma necesita del prójimo y la soledad se vuelve espantosa; de modo que,
como “no hay mejor cirujano que el bien acuchillado”, los solitarios se vuelven
fácilmente curanderos, porque tienen que curarse a sí mismos. Empezó la gente,
empezando por su propia madre, a venir a pedirle oraciones; después consejos;
después curas; y éste empezó a curar de una manera extraordinaria: “don de
curación” llamábanlo los primeros cristianos; hasta que el rey más poderoso y
temido de Europa lo mandó a llamar; él se negó a ir; y el Papa Sixto IV lo
obligó —el que hizo la Sixtina.
Hoy día estaría preso por ejercicio ilegal de la
Medicina (a no ser que hubiese curado a Evita Perón); como está presa la pobre
Úrsula Von Segmen, por intentar curar los ojos por medio de ejercicios sin
anteojos y sin diploma; y lo que es más grave, por curarlos; puesto que si no curara
no estorbaría a nadie, pero curando estorba al orden social porque estorba a
los ópticos y a los oculistas. Está presa: eso me han contado ayer por lo
menos. Ojalá que sea macana.
Esa vocación de ermitaño me hace pensar mucho a mí:
es muy rara y Dios me llama a ella. La soledad es contraria al hombre y sólo
pueden vivir en ella las bestias y los
dioses —y yo no soy dios. Los teólogos la explican en dos patadas, diciendo que
la vida del religioso solitario es más perfecta que la vida de los que viven en
conventos (con tal que sea un religioso ya muy ejercitado en las virtudes y con
dos tercios por lo menos de camino espiritual hechos —es decir, un semidiós),
eso enseña Sto. Tomás; por la simple razón de que Cristo dijo “María eligió la
mejor parte” y María representa la vida contemplativa. Pero yo digo que hay un
misterio psicológico en la vida del eremita, del mónaco —es decir del
solitario. En los primeros cuatro siglos de Cristianismo, miles y miles de
romanos se iban al desierto, a Egipto, la Libia, el Líbano; patricios,
cónsules, generales, personas ricas como la
matrona Leta y su hija la virgen Eustaquia,
discípulas de San Jerónimo por correspondencia: San Jerónimo otro noble
ermitaño, ex-secretario del Papa Dámaso, enorme escritor, que se fue al desierto
de Palestina a traducir la Biblia del hebreo al latín vulgar, la Vulgata. ¿Qué
les pasaba a esa gente? ¿Una epidemia de locura? No.
La explicación psicológica del monaquismo para mí
es ésta: a veces la sociedad se pone tan corrompida que para mantenerse honesto
(algunas almas) no hay más remedio que disparar. A veces decae tanto el
ambiente social que la virtud se vuelve “un castigo en sí misma”, castigo de sí
misma, la virtud se vuelve vicio, porque hay demasiado vicio (porque, con
perdón de ustedes, una monja que tuviese que vivir de sirvienta en un burdel de
lujo, como pasó una vez en París en calle Malakoff, sería una
recontraprostituta para las otras prostitutas); la virtud se vuelve a veces un
castigo y una carga insoportable y entonces surge la vocación del monaquismo
cuando la sociedad se vuelve toda un burdel como era la sociedad romana del
siglo I y II —como veremos fácilmente en la conferencia VI: “El Resentido del
año 33”. Dejemos esto.
El ermitaño Francisco III abandona la soledad por orden
de Sixto IV y un capricho de Luis XI el Implacable. ¿Quién era Luis Once?
(Tataranieto de San Luis, biznieto de Felipe el
Hermoso, nieto de Luis el Testarudo, hijo de Carlos VII el Desdichado, fue el
que hizo la unidad de Francia —y no Enrique IV, como está diciendo
inexactamente el CLARÍN). Fue un gran político, comparable a nuestro Rosas, y
el Papa le dio el título de “Rex Christianissimus”. Mató a su padre a
disgustos, envenenó a su hermano Carlos de Berry, tuvo once años en una jaula
al Cardenal Arzobispo de París y mandó decapitar a unas 4.000 personas. Como
dicen los franceses con feliz frase: “Fue un mal hombre pero un buen francés”.
Este hombre flaco, amarillo, bilioso, de cara de
caballo, de piernas débiles de la escultura de Yagey fue un buen bicho; para
describirlo no basta un solo bicho, como decíamos antes, hay que buscar muchos:
cruel como una hiena, implacable como un tigre, fino como una zorra, taimado
como un gato, inteligente como un lince, laborioso como una hormiga, paciente
como una araña: le rompían la tela, volvía atrás y comenzaba desde el principio
de nuevo una, dos, tres y cuatro veces; a la cuarta vez atrapó a los nobles
coaligados contra él en la “Ligue du Bon Public”, encabezada nada menos que por
Carlos el Temerario, duque de Borgoña. Era astuto, retorcido, falso, mentiroso,
hipócrita, mistificador y comediante ¡gran comediante! como todo gran
estadista...
Decía: el que no sabe engañar no sabe gobernar;
decía: todo hombre se vende, la cuestión es saber el precio; decía: si mi
camisa supiese lo que voy a hacer, la echaría al fuego: las cosas de Estado no
han de contarse ni a su camisa (llamaba así a su primera mujer, Margarita de
Escocia). Decía: si lo que llevo en el corazón me subiese a la lengua, me
cortaría la lengua. Decía: en un buen pueblo debe haber una exigencia hacia la
verdad; en un buen gobernante debe haber el hábito de la mentira.
Venció en una lucha de 40 años a dos enemigos: los
nobles franceses adentro, Maximiliano de Austria afuera. Era un gran militar,
era un tigre, pero le gustaba más el trabajo de araña: tres veces le rompieron
su tela tres veces volvió a comenzar con mayor cautela: era de ésos que nunca
olvidan, que nunca perdonan y que siempre aprenden. Su rival, Carlos el
Temerario, duque de Borgoña, que era un león, y estaba edificando un gran reino
medio francés medio alemán donde hoy está el Sarre, la Alsacia y Dijon —cuando
sufría una derrota se mesaba los cabellos, se tiraba al suelo, se encerraba en
su tienda y se enfermaba un mes. Luis XI, cuando era derrotado, se encerraba en
su aposento y se ponía a pensar por qué cómo iba a hacer la
próxima vez; tomaba una gran rata y un gato y los
hacía pelear; y se moría de risa viendo cómo el gato, con el cual se
identificaba, atrapaba la rata.
El duque de Borgoña, Carlos el Temerario, era un
hombre noble, gran caballero, gran soldado, gran poeta, de carácter franco,
generoso y violento, que acogió al joven Luis el Taciturno cuando su padre
Carlos el Desdichado lo quiso encarcelar o quizá matar por sedicioso. Dos veces
complotó contra su padre: la primera vez era jovencito, pero cubierto de gloria
militar —su padre lo desterró al Delfinado, él empezó a gobernar allí
independientemente del Rey— y se hizo la mano de gobernante, ¡la garra! La
segunda vez casi derribó a su padre; Carlos de Borgoña lo salvó y después lo
ayudó a coronarse, acompañándolo con sus tropas y entrando con él triunfante en
París; y apenas se vio rey, se la pegó. Carlos se indignó y lo venció por la
fuerza dos veces; y lo tuvo encerrado en el castillo de Dijon amenazándolo con
hacerlo morir de hambre; Luis Once lo engañó dos veces, fue derrotado otra vez,
lo engañó por tercera y cuarta vez, y lo hizo meterse en una guerra inútil,
absurda y perfectamente insensata con los suizos —los cuales atrincherados en
sus montañas destrozaron a los borgoñones y dieron muerte a su jefe, con gran
alegría de la serpiente, que sin moverse triunfó del león.
Quesada compara a Rosas con Luis Onceno. Bien.
Pero Rosas tenía una proporción mayor de león que de serpiente. O de tigre, si
ustedes quieren y son antirrosistas. A mí me parece absurdo ser antirrosista y
también ser rosista.
También por la astucia venció al poderosísimo y
santísimo Maximiliano de Austria, el abuelo de Carlos V —Maximiliano lo derrotó
en campo; pero él se vengó arrebatándole una hija y un hijo, por medio de
matrimonios políticos; y después aterraba al austríaco amenazándolo con
maltratar a su hija, que era nuera suya; y Maximiliano temblaba porque sabía de
lo que era capaz este hombre taciturno, que mandó envenenar a su hermano Carlos
de Berry, duque de Guyena, y tuvo once años encerrado en una jaula a la vista
de los parisienses al Cardenal La Value, que fue como si dijéramos su Remorino
o su Bramuglia por una miseña, por una falta insignificante, por una
pequeñísima coima; porque recibió 4.000 escudos por dar las licencias de decir
misa a un sacerdote indigno: coima liviana al fin y al cabo, unos $ 400.000 de
hoy.
He aquí que el mal hombre buen francés ha
triunfado y los cimientos de lo que hoy es Francia están sólidamente puestos;
al morir Carlos de Borgoña, Luis se anexó tranquilamente la Borgoña; y después
siete reinos más, tres de ellos quitados a los españoles, el Rosellón, el
Bearne y Cerdeña. Triunfó. Era el rey más temido y admirado de Europa, uno de
los hombres más cultos de su tiempo, hablaba latín y griego, llenó de grandes
profesores la Universidad de París, la organizó y la favoreció, fundó la
primera imprenta. Francia tenía las finanzas más sanas de Europa, tenía muchas
divisas (escudos de oro), nadaba en la abundancia; disciplinó el ejército,
fundó la marina, fomentó la industria, creó la minería, levantó la agricultura
—atención al Plan Quinquenal— llamó a su lado a los hombres más eminentes del
reino y de fuera, como a San Francisco de Paula, concedió al pueblo una nueva
constitución a base del sufragio para casi todos los cargos públicos como el de
burgomaestre, que él creó; fue muy parco en la distribución de dádivas, dones y
automóviles -perdón, galardones, quise decir, a sus amigos —lo que llamaban
entonces “permisos de importación”— y finalmente obtuvo del Papa el título de
Rex Christianissimus. Había salvado a Francia; pero había perdido su alma.
Cayó sobre él un gran temor, una gran angustia, una
gran melancolía: tenía miedo de morir. Trasladó al castillo de Plessis su corte
ostentosa,
corrompida y triste —es decir, sus cortesanas,
porque nobles no quería en torno suyo, sino solamente sirvientes de vil ralea
¡y extranjeros! Tenía la idea de que todos los franceses lo odiaban, y no
andaba muy descaminado. Rodeó el castillo de murallas, de fosos, de fortines,
de trampas de lobos, de centinelas para cortarle el paso a la muerte: tenía la
idea de que querían envenenarlo, como él envenenó a su hermano el de Guyena;
tenía la idea de que su hijo adoptivo, Carlos el Feliz, que fue Carlos VIII y
era un pedazo de pan, complotaba contra él como él complotó contra su padre.
Hasta que un día se enteró que había en la Calabria un santo cura Curalotodo y
ya hemos visto cómo lo hizo venir: mandó a Roma una misión con un argumento de
ésos que el Vaticano no resiste, y Francisco de Paula no resistía al Vaticano:
Francisco de Paula quería que lo dejasen
esconderse, orar y ayunar; el Papa quería ganarse la voluntad (y los dones) del
poderoso y vengativo Rey; el Rey quería no morir; —y Dios quería que la Orden
de los Mínimos se difundiera desde París por toda Europa, para salar con el
ejemplo de su salvaje austeridad a Europa embriagada de la molicie y la
disolución del Renacimiento; más allá del Ródano, más allá del Rin, más allá de
los Alpes, más allá de los Pirineos, hasta Manresa donde yo prediqué este
sermón en la Iglesia de los Mínimos, todavía tiznada de las llamaradas con que
la atacaron los rojos, y hasta Valls, donde hubo un eremitorio de monjas
mínimas hasta la Revolución Española.
Francisco de Paula estuvo en Plessis tres meses,
hasta que murió el rey, y después en París al lado de sus descendientes, Carlos
VIII, el Feliz y Luis XII, el Padre de los Pobres. ¿Convirtió al feroz Don Juan
Manuel? No lo sé. Cuando el Rey tuvo delante a aquel italianito petiso,
regordete, rechoncho y vivaracho, muy diferente del soberbio tipo que pintó
Alonso Cano en el Museo del Prado, el Rey lo desconoció; y se puso de rodillas
delante del lego que lo acompañaba, que era lungo, descamado y apergaminado; le
besó la mano y le pidió humildemente que le prolongara la vida. Francisco dijo:
‘Soy yo Francisco de Paula, pero yo no soy Dios’. El Rey le mandó presentar
10.000 escudos que el Santo rechazó; —después le ofreció una reliquia,
probablemente falsa, “los corporales del Señor San Pedro’ (como si San Pedro
usara corporales) que el taumaturgo aceptó... sin compromiso. “¡Lo que importa
es la salud del alma!” —dijo el Santo; y el rey dijo: “Es un buen hombre”; de
donde los franceses empezaron a llamarlo “le bonhomme”. Entonces se entabló
entre estos dos caracteres tan diversos esa lucha espiritual que Casimiro
Delavigne, poeta romántico del siglo pasado, inmortalizó en su comedia
dramática, "Louis Onze", que les recomiendo.
No podemos imitar el ayuno de Francisco el III ni
su castidad. El ayuno yo todavía me animo pero no su castidad: no solamente
cerraba los ojos cuando veía una mujer para no verla sino que no quería que
ellas lo viesen: se escondía detrás de las cortinas en cuanto veía una. Allí
andaban las cortesanas del Rey todas mustias, con sus grandes crinolinas, sus
grandes miriñaques, sus grandes escotes en punta de flecha. Pero a lo mejor no
era castidad solamente sino gusto de la farsa; como buen calabrés era un
comediante nato y a lo mejor hacía esa comedia para reprenderlas humildemente
de andar mal vestidas. Nada impide que un santo tenga buen humor y en general
son gente de buen humor. Pero lo que es yo estoy listo si me da por cerrar los
ojos y hacer las clases en el Instituto con los ojos cerrados. “Huid de las
mujeres, sobre todo las monjas, como si fuesen víboras” —decía a sus ermitaños.
Pobres mujeres. ¿Será que en aquel tiempo eran mucho más lindas que ahora? No
lo creo.
Bueno: el Rey que primero se reía del calabrés
viéndolo con su palo, su tabardo y sus pies desnudos, se confesó con él al
morir, diciendo que el “Cosentinus” era el único amigo que había tenido en su
vida. ¿Se confesó
bien o mal? No lo sé; sospecho que mal. Pero por
lo menos, mandó llamar a su hijo adoptivo y le ordenó tres cosas: 1°, que no
hiciese guerra durante seis años; 2°, que viviese enteramente al revés de como
había vivido él; 3°, que reparase todos los daños que él había hecho, es decir,
que pusiese de nuevo sobre sus cuellos las 4.000 cabezas que él había mandado
derribar. ¡Paz en su tumba! (Juan Manuel de Rosas no fue así: la grafología de
Rosas, según Susana Calandrelli, no denuncia crueldad alguna, antes bien lo
contrario: más bien generosidad, ternura y blandura pampeana de carácter: hay
incluso un poco de tango en Rosas).
Toda esta pintura de un sátwico y un rajásico
viene para hacerles ver las diferencias infinitas dentro de la unidad humana:
estas diferencias vienen de los hábitos, y los hábitos no podrían existir sin
las potencias. Fíjense: una energía simple e indiferenciada no podría jamás
engendrar idiosincrasias del todo diferentes o aún contrarias; como por ejemplo
del agua destilada usted no puede sacar aceite y vinagre —a no ser que sea
prestidigitador. Vean ustedes mismos como están diferenciadas las potencias de
estos dos hombres: el intelecto de uno —del todo especulativo y dirigido a lo
invisible y a lo no existente... para nosotros;
el intelecto del otro —del todo práctico, dirigido a los medios
y no a los fines; la voluntad enteramente
quebrantada por la obediencia e indiferente a todo, presta a cumplir lo que
entendiese ser agradable a Dios aunque sea dificilísimo y peligroso; la
voluntad del otro fieramente apegada a la unidad de Francia y a su propio
poderío —sin vacilación, sin escrúpulo ninguno, sin remordimientos— y al fin
quebrantada por el miedo a la muerte; la afectividad, la imaginación, los
sentidos, los instintos, etc. —ustedes mismos ya lo ven.
Éste es el prodigio que obran las funciones; la
increíble fauna humana; y su estudio pertenece a la Caracterología sobre la
cual haré la conferencia sexta. Los hábitos son intelectuales y morales y
entreverados, como la virtud de la justicia que es intelectomoral (la prudencia
es intelectual, la templanza es moral y los hábitos son tan inmensamente
importantes que ellos dan origen a toda educación, que es un mundo inmenso, y
toda la ascética y toda la sabiduría y todas las artes y las ciencias y toda la
mística. Saber Psicología es un hábito, saber hablar es un hábito, saber nadar
es un hábito, ser santo es un montón de hábitos (uno de ellos sobrenatural
llamado la gracia) y vestirse por la mañana medio dormido es un hábito (una
habilidad) y ser resentido social es un hábito (una idiosincrasia). Pero prolongar
las conferencias demasiadamente es un hábito muy malo.
Atención: les voy a dar solamente para terminar
las leyes especulativas de los hábitos de Santo Tomás-Castellani, las leves
prácticas de William James-Castellani.
Hábito: perfección de una potencia residual al
acto: —buena definición.
Hábito: “fisiológicamente hablando, hábito es nada
más que un nuevo pasadizo de descarga nerviosa formado en el cerebro, por el
cual ciertas corrientes que surgen tienden a escaparse siempre”. (W. James:
malísima definición por la causa material).
Leyes de los hábitos:
1°- Hábito supone potencia.
2° El hábito es total: se refiere a toda la
actividad psíquica y no sólo a la potencia propia.
3°- El hábito total prima la potencia; el parcial o
habilidad no prima. (El saber pintar es primero que la vista, el tener buena
vista es después de la vista; de
allí la famosa ley de “plusvalía psíquica con
minusvalía orgánica” de Adler).
4°- Conviene que el hábito superior forme al
hábito de la parte inferior —por ejemplo, la Religión al instinto sexual.
5° El hábito hace al acto firme, fácil, gustoso
(los tres grados de la virtud).
6° El hábito crece por la causa que lo engendra
—como todo:
Por lo tanto:
1°- El hábito surge por repetición de actos.
2°- La interrupción incrementa los actos
(aprendemos a nadar en invierno y a esquiar en verano, lección dormida, lección
sabida).
3°-. Un acto intenso vale mil remisos (tremendas
consecuencias de esta ley en la Psicología de los instintos, que son hábitos
sensitivos nativos).
4°- Acto intenso es el que compromete todo el
hábito y así sucesivamente —hasta 12 leyes especulativas.
Leyes prácticas:
1° Haced de vuestros nervios un aliado y no un
enemigo.
2° Volved automáticas el número mayor de acciones
útiles.
3°- Embarcaos con ímpetu en el crear un hábito
difícil.
4°- Ni una sola excepción, ni aún razonable, al
hábito incipiente y no arraigado.
5°- Aprovechad prontamente toda favorable
corriente.
6°- Mantened el poder de hacer esfuerzo por
pequeñas gimnasias cotidianas.
No crean absolutamente nada de estos consejos: son
moralina anglosajona. No hagan gimnasia sueca espiritual. Mejor es para los
latinos amar una cosa grande y lanzarse a ella olvidándose de sí mismo y de
todas las leyes: como Luis XI, la unidad del remo de Francia y Francisco de
Paula, la unidad del reino de sí mismo con el reino de Dios.