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sábado, 10 de abril de 2010
(72) Gracia y libertad –VII. Santa Teresa del Niño Jesús. 1
Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), nace en Alençon, Francia, la última de nueve hermanos. Dios se sirvió de sus padres, Luis José Martin y María Celia Guerin, beatificados en 2008, y de sus hermanas para dar a Teresita una educación cristiana de altísima calidad, que le hizo crecer en el mundo de la gracia con una precocidad extraordinaria.
A los 2 años toma ya «la resolución de hacerse monja», y a los 3 decide «no rehusar nada al buen Dios», recibir siempre su gracia. Ingresa en el Carmelo de Lisieux a los 15 años y muere a los 24. Beata (1923), santa (1925), Patrona universal de las misiones católicas, con San Francisco Javier (1927), llega a ser Doctora de la Iglesia (1997). Su doctrina espiritual se expresa fundamentalmente en sus Manuscritos autobiográficos, escritos en tres cuadernos escolares, que han sido distribuidos en once capítulos (I-XI). El cuaderno A (1895, a su hermana, Hna. Inés de Jesús), el B (1986, a su hermana, Hna. Mª del Sagrado Corazón) y el C (1987, a su priora, M. María de Gonzaga). Son conocidos como La historia de un alma. También son numerosas sus Cartas, Poesías y Oraciones. Y del final de su vida tenemos las Últimas conversaciones, anotadas por la Hna. Inés de Jesús.
El escrito que sigue viene a ser una antología de textos de Santa Teresita sobre la acción de la gracia de Dios en ella. Y quiera el Señor que los lectores que no hayan acabado de entender la doctrina intelectual que hasta aquí he expuesto sobre gracia-libertad, la entiendan por fin en la declaración experiencial que hace de ella esta santa Doctora.
La distribución desigual que Dios hace de sus gracias, tan claramente experimentada por Teresita en su propia vida, es el primer tema que toca en su primer cuaderno, y que desarrolla a lo largo de todos sus escritos. Bien podría ella ser llamada Doctora de la gracia.
«Este es el misterio de mi vocación, el de toda mi vida: el misterio, sobre todo, de los privilegios que Jesús ha dispensado a mi alma. No a los que son dignos; Jesús llama a los que quiere. O como dice S. Pablo: “Dios tiene misericordia de quien quiere y tiene compasión de quien quiere. No es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia” (Rm 9,15-16).
«Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma por qué Dios tenía preferencias; por qué no todas las almas recibían sus dones por igual. Era cosa que me maravillaba. Al verle prodigar favores extraordinarios a los santos que le habían ofendido –como S. Pablo, S. Agustín–, forzándoles, por así decirlo, a recibir sus gracias; o bien, al leer la vida de aquéllos a quienes Nuestro Señor colmaba de caricias desde la cuna hasta el sepulcro, apartando de su camino todo lo que fuese obstáculo para elevarse a él, y previniendo sus almas con tales favores que no pudiesen empañar el brillo inmaculado de su vestidura bautismal, me preguntaba a mí misma por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en gran número sin siquiera haber oído pronunciar el nombre de Dios».
«Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza. Y comprendí que todas las flores creadas por él son bellas», tanto una rosa aromática y preciosa, como una mínima margarita. «Lo mismo acontece en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. Él ha creado a los santos grandes, que pueden compararse a las azucenas y a las rosas. Pero ha creado también a otros más pequeños… La perfección consiste en cumplir su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos» (I,2v-r).
Toda la vida de Teresita ha sido una obra maravillosa de la gracia de Dios. «No es mi vida propiamente dicha lo que voy a escribir, sino más bien mis pensamientos acerca de las gracias que Dios se ha dignado concederme»…
«La Flor [la Florecilla de Jesús] que va a contar su historia se complace en hacer públicas las delicadezas, totalmente gratuitas, de Jesús. Reconoce que nada había en ella capaz de atraer sobre sí las divinas miradas del Señor, y que sólo su misericordia ha obrado todo lo bueno que hay en ella. Él la hizo nacer en una tierra santa… Él la quiso precedida de ocho azucenas… Él, en su amor, tuvo a bien preservar a su Florecilla del aliento envenenado del mundo. Apenas empezaba a abrirse su corola, cuando este divino Salvador la trasplantó a la Montaña del Carmelo»… (I,3v). Sólo escribo «lo que Dios ha hecho por mí» (I,4r).
Un natural malo y una educación excelente. El don de la gracia de Dios no actúa en Teresita sobre un don de naturaleza sana y excelente. Todo lo contrario. Ella misma se describe con una niña hipersensible, dada a llorar, con un enorme amor propio, y atacada a veces por unas rabietas de intensidad anormal. Transcribe de una carta de su madre:
«Cuando las cosas no salen a su gusto, se revuelca por el suelo como una desesperada, creyéndolo todo perdido. Hay momentos en que la contrariedad la vence, y entonces hasta parece que va a ahogarse. Es una niña muy nerviosa» (I,8r). Narra también la terrible rabieta que una vez tuvo contra la criada Victoria (II,15v-16r).
La gracia divina concedió, por el contrario, a Teresa una excepcional educación cristiana. «Dios se ha complacido en rodearme siempre de amor» (I,4v). Recordaré sólo algunos detalles muy significativos. Su hermana Paulina, por gracia de Dios, le obligaba en ocasiones a ejercitarse en ciertos vencimientos, como a vencer el miedo a quedarse a oscuras sola de noche: «considero una gracia muy señalada el que me acostumbráseis, Madre mía querida, a vencer mis temores» (II,18v). A los seis o siete años, yendo con su padre de paseo, un señor y una señora que les saludaron dijeron cortesmente que la niña «era muy guapa. Papá les contestó que sí: pero me di cuenta de que por señas les decía que no me dirigiesen alabanzas» (II,21v).
Muy lectora, la gracia de Dios le libró de malas lecturas. «No sabía jugar, pero me gustaba la lectura; me hubiera pasado la vida leyendo. Gracias a Dios, tenía en la tierra ángeles para guiarme; cuidaban de escogerme los libros… Nunca permitió Dios que leyese uno solo capaz de hacerme daño. Es verdad que al leer ciertos relatos caballerescos, no siempre percibía de momento la realidad de la vida; pero en seguida me daba Dios a entender que la verdadera gloria era la que duraba eternamente» (IV,31v-32r).
La gracia de la vocación la recibe de Dios con toda certeza. A los nueve años «comprendí que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que yo fuese a esconderme. Lo comprendí con tan viva evidencia, que no quedó la menor duda en mi corazón. No fue el sueño de una niña a quien uno pueda llevar en pos de sí; fue la certeza de una llamada divina» (III,26r).
Tuvo no pocas penas en su infancia y adolescencia. «Dios, que deseaba sin duda purificarme y sobre todo humillarme, permitió que aquel martirio íntimo durase hasta mi entrada en el Carmelo, donde el Padre de nuestras almas barrió como con la mano todas mis dudas… Si Dios permitió al demonio acercarse a mí, me enviaba también ángeles visibles que me ayudaban» (III,28v-29r).
A los diez años pasó una misteriosa enfermedad, con unos dolores de cabeza y delirios, que parecían fingidos. Su padre, viéndola tan mal, entregó varias monedas de oro para que se ofrecieran misas por ella en Nuestra Señora de las Victorias, en el santuario de París. «Se necesitaba un milagro, y fue Nuestra Señora de las Victorias quien lo obró… De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa que nunca había visto nada tan bello… Pero lo que me llegó hasta el fondo del alma fue la encantadora sonrisa de la Santísima Virgen» (III,30r). Con este gozo, quedó curada. Unos años más tarde, en 1887, visitando en París ese santuario, «la Santísima Virgen me dió a entender claramente que había sido ella, en verdad, quien me había sonreído y curado» (VI,56v).
Santa muy oculta y muy popular. No pocos santos, ya en vida, han sido reconocidos como santos. Pero no fue así en el caso de Santa Teresita. Cuando murió, no había en su comunidad conciencia de que habían convivido con una gran santa. Sólo lo fueron descubriendo al leer sus cuadernos biográficos. El Señor le reveló interiormente esta gracia. La que había de venir a ser una de las santas más populares de nuestro tiempo, hasta hoy, en vida pasó oculta e inadvertida.
«Recibí una gracia que siempre he considerado como una de las mayores de mi vida, pues en aquella edad no recibía aún las luces divinas de que ahora me veo inundada… Dios me hizo comprender que mi gloria quedaría oculta a los ojos de los mortales, y que consistiría en llegar a ser una gran Santa… Este deseo podría parecer temerario, teniendo en cuenta lo débil e imperfecta que yo era –y aún lo soy ahora, después de siete años vividos en religión–. No obstante, sigo sintiendo hoy la misma confianza audaz de llegar a ser una gran Santa, pues no me apoyo en mis méritos –no tengo ninguno–, sino en Aquél que es la Virtud y la misma Santidad. El solo, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta sí, y colmándome de sus méritos infinitos, me hará Santa» (IV,32r; subrayados suyos).
A los once años se preparó cuidadosamente a la primera comunión, con la ayuda de María, su hermana: «ella me indicaba el medio para llegar a ser santa por la fidelidad en las más pequeñas cosas» (IV,33r). Es el santo camino ya enseñado por San Francisco de Sales, Bossuet, Jean Pierre de Caussade, S.J. y otros maestros espirituales de la escuela francesa.
Por entonces, dice Teresita, el Señor encendió en su corazón «un gran deseo de sufrir, quedando al mismo tiempo convencida de que Jesús me tenía reservadas un gran número de cruces. Al instante me hallé inundada de tan grandes consolaciones, que las considero como una de las gracias más extraordinarias que he recibido en mi vida… Experimenté también el deseo de no amar más que a Dios, de no hallar alegría fuera de él. Con frecuencia repetía en mis comuniones las palabras de la Imitación [del Kempis]: “¡oh Jesús, dulzura inefable! Cambiadme en amargura todas las consolaciones de la tierra”. Esta oración brotaba de mis labios sin esfuerzo, sin violencia; me parecía repetirla, no por voluntad propia, sino como una niña que repite las palabras que una persona amiga le inspira» (IV,36r-v). La gracia de Dios obrando en ella y con ella.
La gracia hace que todo en Teresa, también sus deficiencias, sea para su bien. Todo es para el bien de quienes aman a Dios (Rm 8,28). Muy precoz en lecturas y pensamientos, era torpe en labores manuales y en el trato con las otras niñas. Era muy distinta de ellas, y aunque quería conseguir su aprecio, no lo conseguía.
«Ahora considero todo aquello como una gracia de Dios, el cual, queriendo sólo para sí mi corazón, escuchaba ya mi súplica “cambiando en amargura las consolaciones de la tierra”. Tanta mayor necesidad tenía yo de ello cuanto que, seguramente, no hubiera permanecido insensible a las alabanzas». Carecía, confiesa, «de habilidad para ganarme las simpatías de las criaturas. ¡Dichosa falta de habilidad! ¡Cuántos y cuán grandes males me ha evitado! (IV,37v-38r). «Doy gracias a Jesús por haber permitido que sólo hallase amargura en las amistades de la tierra. Con un corazón como el mío, me hubiera dejado prender y cortar las alas. Y entonces ¿cómo habría podido “volar y descansar” [Sal 54,6]?… Jesús conocía lo débil que yo era, para exponerme a la tentación… Yo sólo encontré amargura donde otras almas más fuertes que la mía encuentran gozo, aunque renuncian a él porque son fieles» (IV,38v).
«No es, por tanto, mérito mío, ni mucho menos, el haberme visto libre del amor a las criaturas, pues sólo la gran misericordia del Buen Dios me preservó de él. De faltarme el Señor, reconozco que hubiera podido caer tan bajo como Santa María Magdalena. Sí, ya sé por las palabras de Nuestro Señor a Simón que “aquél a quien menos se le perdona, menos ama” [Lc VII,47]; pero esas profundas palabras resuenan con inmensa dulzura en mi alma, porque sé también que Jesús me ha perdonado más a mí que a la Magdalena, puesto que me ha perdonado de antemano, impidiéndome caer». Obró Dios con Santa Teresita como un médico que, más que curar a su hija de una caída, se adelanta a quitar la piedra del camino para que no se caiga (IV,38v).
«Si mi corazón no hubiese sido dirigido hacia Dios desde su primer despertar, si el mundo me hubiera sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí?… ¡Con cuánta gratitud canto las misericordias del Señor! Cumpliendo las palabras de la Sabiduría, ¿no me “retiró Él del mundo antes de que su malicia corrompiese mi espíritu y sus apariencias engañosas sedujesen mi alma” [Sab 4,11]?» (IV,40r).
El Señor «quiso llamarme a mí [al Carmelo] antes que a Celina [que era mayor que ella], y ella merecía mejor que yo, ciertamente, este favor. Pero Jesús sabía cuán débil era yo, y por eso me escondió primero en las cavernas de la piedra [Cantar 2,14; Ex 33,22]» (IV,44r). «Si el cielo me colmaba de gracias, no era debido, ciertamente, a mis méritos, pues era aún muy imperfecta» (V,44r).
De la fragilidad sufriente a la fortaleza alegre. Por temperamento, por sí misma, Santa Teresita era muy débil en sus sentimientos, muy frágil y vulnerable. Era una sufridora.
«Realmente en todo hallaba motivo de aflicción. Exactamente todo lo contrario de lo que me pasa ahora, pues Dios me ha concedido la gracia de no apenarme por ninguna cosa pasajera. Cuando me acuerdo del tiempo pasado, mi gratitud se desborda en mi alma viendo los favores que he recibido del cielo. Se ha obrado en mí tal cambio, que ni yo misma me reconozco. Deseaba, es verdad, alcanzar la gracia de “tener un dominio absoluto sobre mis acciones, ser su dueña, no su esclava”. Estas palabras de la Imitación me impresionaban profundamente. Pero sólo con el tiempo y a costa de deseos, por decirlo así, llegaría a obtener esta gracia inestimable. Entonces no era más que una niña que no parecía tener voluntad propia; lo cual hacía pensar a las personas de Alençon que era de carácter débil» (IV,43r-v).
«Verdaderamente, mi extremada sensibilidad me hacía insoportable. Si me acontecía disgustar involuntariamente a alguna persona querida, lloraba como una Magdalena… Y cuando empezaba a consolarme de la falta en sí misma, lloraba por haber llorado. Eran inútiles todos los razonamientos; no conseguía corregir tan feo defecto» (V,44v). ¿Cómo iba a entrar ella así en el Carmelo?… Necesitaba un cambio, una gracia especial. Distingue Santo Tomás entre gracia operante y gracia cooperante: «la primera depende de la gracia sola, mientras que la segunda de la gracia y del libre albedrío» (STh III,86, 4 ad 2m). Pues bien, el Señor concedió entonces a Teresita, según ella misma lo describe, una gracia operante maravillosa:
«Era necesario que Dios obrase un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento. Y el milagro lo realizó el día inolvidable de Navidad… La noche en que Él se hace débil y paciente por mi amor, a mí me hizo fuerte y valerosa. Me revistió de sus armas. Desde aquella noche bendita nunca más fui vencida en ningún combate. Por el contrario, marché de victoria en victoria. Comencé, por decirlo así, “una carrera de gigante” [Sal 18,5]… Fue el 25 de diciembre de 1886 [a los 13 años] cuando se me concedió la gracia de salir de mi infancia; en otras palabras, la gracia de mi completa conversión… Teresa ya no era la misma. Jesús había cambiado su corazón» (V,44v-45r).
Continuará, con el favor de Dios.
José María Iraburu, sacerdote
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