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sábado, 3 de abril de 2010

CRISTO CRUCIFICADO Y RESUCITADO


CRISTO CRUCIFICADO Y RESUCITADO

Este capítulo presentará algunos acentos de la cristología de San Pablo, sin pretender abarcar y comentar la totalidad de ellos. (20)

La cristología paulina, como toda su teología, tiene un crisol propio para entenderse: su encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco. Este acontecimiento fue para San Pablo, la experiencia deslumbrante de Dios y la salvación. Para él Dios lleva en adelante el nombre de "Dios que resucita a Jesucristo"; a ese Jesús, "su Hijo", que convirtió a Pablo en "nueva creatura", es preciso anunciarlo porque en él Dios realiza la salvación del mundo (21). A Cristo Crucificado y Resucitado, Hijo, Creador de una nueva humanidad es al que se referirá este capítulo.

1. Cristo crucificado y Resucitado: Principio de Salvación

a. "De rico que era se hizo pobre" (2Cor 8,9)

Según San Pablo la situación del hombre sin Cristo es inextricable: ha pecado, y por ello se ve reducido a la debilidad de la carne; carece de fuerza, y por eso mismo se entrega al pecado que le solicita. Se encuentra preso en un círculo vicioso de condenación. El mundo entero comparte su pecado (Rom 8,20) y se cierra sobre él como una cárcel (cf. Gál 3,22; Rom 11,32) sellada y custodiada por la ley, el pecado, la muerte, poderes cósmicos personificados en el dramático pensamiento del Apóstol. El hombre se ve cercado por la muerte: "¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rom 7,24). (22)

En la tierra, Cristo comparte la existencia de los hombres que viene a salvar con toda su pobreza (Heb 2,14). El despojo, la humillación, la obediencia, se confunden con la existencia adoptada, la de la carne débil, privada de la gloria de Dios y cuyo signo distintivo y culminación es la muerte. Escribe F.X. Durrwell:

"Cristo vive bajo una forma que no responde a su entera verdad filial (Flp 2,6-8). Aunque de condición divina, Cristo al contrario de Adán, no reivindicó el rango que podía igualarle a Dios. Escogió la servidumbre, condición del hombre terreno, hasta el punto de dejarse tomar por un hombre semejante a cualquier otro. Y una vez hecha esta opción asume todas las consecuencias, hasta la última de ellas: la muerte." (23)

Pablo va más lejos todavía: "Envió a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado" (Rom 8,3). "A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros" (2Cor 5,21). Dios le hizo pecado por el hecho de revestirle de una existencia de carne, servidumbre (Flp 2,7) y pobreza (2Cor 8,9). (24)

Cristo no se halla solamente revestido de una condición servil; la sujeción es parte de su mismo ser: un ser de carne. Se ve sometido a leyes físicas que encadenan la libertad del hombre; la última de ellas es la muerte. Se somete, por fin, a la servidumbre propia del pueblo judío "del que nació según la carne" (Rom 1,3; 9,5): "Nacido de mujer, nacido bajo la ley" (Gál 4,4). La obediencia de la ley se le imponía.

La muerte de Cristo, es según el Apóstol, el acontecimiento que expresa y sintetiza su vida terrestre, el límite de su humillación, el último efecto de su debilidad (2Cor 13,4). Es una recapitulación tan perfecta de los años vividos en la tierra, que la teología paulina permite silenciarlos: le basta con resumirlos en la mención de la muerte.

Escribe F.X. Durrwell:

«"Muerto por la carne" (1Pe 3,18), "crucificado en razón de su flaqueza" (2Cor 13,4) Pero su muerte es liberadora. Anula precisamente lo que ella misma rubrica. Al morir por razón del pecado, de la debilidad de la carne, de las exigencias de la ley, Cristo muere a todo eso: al pecado (Rom 8,3; Rom 6,6, Rom 6,10; Heb 9,28), a la debilidad (Rom 6,10) y a la ley (Gál 2,19; Rom 7,4; Ef 2,15; Col 2,14).» (25)

Es la cruz lo que evoca el Apóstol cuando escribe: "Dios le hizo pecado". En esa humillación de Cristo había un motivo: "... para que viniésemos a ser justicia de Dios" (2Cor 5,21); "por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais" (2Cor 8,9); "sometido a la Ley para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley" (Gál 4,4ss). Cristo acepta la condición carnal en su extrema y última debilidad, y el Padre le resucita para que, con Cristo, los hombres pasen de la muerte a la vida. (26)

Más allá de toda expiación o conversión moral, la salvación consistirá en una transformación, en una "nueva creación" del hombre, puesto que su mal radica en no ser más que "carne". "La ley del Espíritu de vida me liberó de la ley del pecado y la muerte" (Rom 8,2). El mal reside en el pecado y la muerte, la salvación es resurrección en la santidad del Espíritu. (27)

b. "Resucitado para nuestra justificación" (Rom 4,25)

Para Pablo, la muerte hace merecer la resurrección (Flp 2,6-11). La resurrección es el término de la kenosis, su fruto paradójico, el efecto de su mérito. Merecer es aceptar. La muerte es la obediencia absoluta (Rm 5,19; Flp 2,8), el consentimiento ilimitado de Jesucristo frente a Dios Padre. Al asumir Jesús una total debilidad, queda por completo en manos de la omnipotencia. La muerte pone, pues fin a la vida carnal, porque introduce a Cristo en la gloria. El punto de arranque es el misterio filial que transforma la muerte en lo contrario de lo que ella es para el pecador, en una apertura a Dios y a la vida.

En su muerte, Jesús fue hecho Señor para la salvación del mundo. Pero para él como para todo hombre, la muerte tiene primero un sentido personal: a través de ella se consuma el misterio de la filiación.

"La redención que se realiza enteramente en Cristo, no es otra cosa que la realización de su propio ser filial." (28), se lee en F.X. Durrwell.

A partir de aquí se revela en Jesús un nuevo ser. Antes "aparecido en la carne", adoptando la condición de los hombres que venía a salvar, es ahora "constituido Hijo de Dios con poder según el espíritu de santidad" (Rom 1,4), es decir, de acuerdo a la santidad original. A quien se despojó hasta la muerte, Dios otorga el nombre soberano, el poder y la gloria divinos, de modo que el universo proclama: "Cristo Jesús es Señor" (Flp 2,9-11). (29)

Dice F.X. Durrwell:

«La redención se realiza en una transformación de Cristo cuyo estado de carne pecadora y de santidad vivificante constituyen términos opuestos. La pascua de la salvación se identifica con una persona: "Cristo nuestra pascua" (1Cor 5,7).» (30)

Antes "hecho pecado", ahora "convertido en justicia"; antes sometido a la ley, ahora resucitado en el Espíritu que es libertad a fin de dar a los hombres "el Espíritu de filiación" (Gál 4,1-7). Los hombres quedan justificados cuando entran en comunión con Aquel que ha muerto a la carne y es glorificado en Dios (2Cor 5,21).

En Cristo el fiel toma parte en el misterio del Resucitado: "Todos serán vivificados en Cristo" (1Cor 15,22; cf. Ef 2,6); "el que está en Cristo es una nueva creación" (2Cor 5,17). El pecado se perdona por inserción en la vida del Resucitado: "Hallamos la redención, el perdón de los pecados", en el reino luminoso del Hijo amantísimo, al que hemos sido trasladados (Col 1,13s); "Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. La ley del Espíritu de vida te ha liberado" (Rom 8,1s). Cristo glorioso es, por consiguiente, el lugar existencial donde la redención alcanza al fiel. Fuera de él, que "resucitó para nuestra justificación", no hay acceso posible a la justicia. Cristo glorioso constituye el medio vital en que se elabora la justificación.

El Apóstol lleva su afirmación todavía más lejos. La misma acción divina que resucita a Cristo vivifica a los fieles. La fórmula "con Cristo" precisa que dicha justificación es efecto de la acción misma del Padre que glorifica al Hijo. "A nosotros, muertos por nuestros pecados, nos dio vida juntamente con Cristo... nos resucitó con él" (Ef 2,5ss; Col 2,12ss; Col 3,1). Toda gracia es otorgada en el acción de Dios que glorifica a Cristo.

Los fieles quedan englobados en la acción vivificante única, de la que se beneficia el propio Cristo (31). Unidos a Cristo en la fe, los hombres resucitan con él.

"La resurrección es la irrupción, - expresa F.X. Durrwell - en Cristo y en el mundo, de la justicia vivificante de Dios. Es el Padre quien resucita a Cristo y justifica a los hombres; los justifica en Cristo y por la acción resucitante que ejerce con él." (32)

La justicia de los hombres es el misterio personal de Cristo en su muerte al pecado, en su resurrección gloriosa. A los hombres toca ahora pasar por ese mismo crisol de su muerte y resurrección. (33)

2. Cristo resucitado: "constituido Hijo de Dios" (Rom 1,4)

a. "Yo te he engendrado hoy" (Hch 13,33)

La cristiandad primitiva reconoció en el Resucitado al Hijo de Dios. No ignoraba la identidad filial del Jesús terreno, y sin embargo lo proclama Hijo en su calidad de Resucitado. El título de Hijo de Dios está reservado al Resucitado (34). Los cristianos sintieron la gloria pascual como una realidad filial (Gál 1,16).

En el pensamiento paulino, la Resurrección es un comienzo absoluto para Jesús y para la salvación. Ahí es donde Jesús se constituye en su verdad filial: "Constituido Hijo de Dios con poder... por su resurrección de entre los muertos" (Rom 1,4). No sólo es proclamado, sino constituido Hijo, engendrado en ese día (35). Esta fórmula adoptada por San Pablo, es comentada por él mismo, según Hch 13,32s como sigue: "Os anunciamos la buena nueva de que la promesa hecha a nuestros padres Dios la ha cumplido a nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, cómo está escrito en el salmo segundo: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy»".

Esta resurrección reveló e iluminó la relación de Cristo con el Dios al que había dado el nombre de "Abba, Padre querido". Puso de manifiesto que la vida de Jesús había sido la vida humana del Hijo de Dios. Por medio de su resurrección entre los muertos, se llegaba a conocer ahora que Cristo había sido declarado "Hijo de Dios" (Rom 1,3-4). De aquí, que para Pablo, encontrar a Jesús resucitado supuso recibir una revelación personal y especial del Hijo, que hizo de Pablo el gran apóstol de los gentiles (Gál 1,16). (36)

En la revelación de Jesús, Pablo hizo el descubrimiento de que Dios es Padre, y precisamente de aquel Jesús a quien, como fariseo, perseguía por defender el honor de Dios. Es Padre por acción resucitante, "Dios Padre, que lo resucitó" (Gál 1,1), caracterizado por ese acto, como Jesús se caracteriza por la resurrección.

F.X. Durrwell expresa:

"La resurrección es a la vez filiación realizada y filiación revelada. Por lo demás no parece que Dios haya revelado nunca su misterio en el mundo de otro modo que realizándolo en él." (37)

En su gloria, Jesús es totalmente de origen divino: "ha sido resucitado", "Dios lo resucitó". Esta acción de Dios en Cristo, aún sin dejar de ejercerse sobre un ser ya existente, es totalmente creadora. La resurrección es un comienzo absoluto, a partir de la muerte en que el hombre no es nada para sí mismo. La resurrección de Cristo se debe a una intervención inmediata de Dios: "Yo te he engendrado" (Hch 13,33; Heb 1,5).

La resurrección no se halla encerrada en la historia, en la sucesión terrena de causas y efectos. Rompe por el contrario esa monótona cadena y desfataliza la historia, atestiguando que el mundo no es algo cerrado en sí mismo, sino que se ofrece al Espíritu creador de Dios precisamente en ese punto de sí mismo que es Cristo. (38)

b. Resurrección: Nacimiento pascual por el Espíritu

El nacimiento pascual de Jesús se debe al Espíritu. Sólo por Él es posible convertirse en hijo de Dios (Rom 8,14ss; Gál 4,6). Según el relato evangélico, Jesús es Hijo de Dios desde el comienzo de su vida terrena porque el Espíritu mora en Él. Podría decirse que el Espíritu es el seno de Dios. Resucitado por el Espíritu, trasformado en Él, Jesús nace "Hijo de Dios... según el espíritu de santidad" (Rom 1,4). A las múltiples paradojas del misterio pascual ya encontradas, viene a añadirse esta otra: Jesús nace al acabarse su vida. Este nacimiento es eterno. Si la resurrección es a la vez comienzo y plenitud. Cristo jamás la superará, permanecerá para siempre en su resurrección. (39)

Si un hombre, en cualquier época de la historia, pasa a compartir, por la fe y el sacramento, la herencia de Cristo, "resucita-con" él (Ef 2,6; Col 2,12). Ahí es pues, donde encuentra a Cristo, en su resurrección. Unido a él se beneficia de la idéntica acción que resucita a Cristo, es "vivificado-con" (Ef 2,5), arrebatado por "la fuerza de su resurrección" (Flp 3,10). Los residuos de vetustez, que el bautismo no hizo desaparecer, se reabsorben poco a poco; el fiel se renueva (1Cor 4,16), se reviste del "Hombre nuevo" (Col 3,10) a medida que progresa en la comunión con Cristo.

Ello significa que el nacimiento pascual de Cristo es superabundante -puesto que todo hombre puede regenerarse en él- y siempre actual, que Cristo es eterno en el frescor de primero de ese instante, siempre recién nacido en el Espíritu, que Dios pronuncia en él la palabra eterna por la que es Padre: "Yo te he engendrado hoy".

F.X. Durrwell afirma lo siguiente:

"Así, pues, la resurrección no pertenece al pasado, ni al orden de los hechos sucesivos. Ninguna causa terrestre la precede, porque la intervención de Dios es creadora, inmediata. Nada tampoco viene después porque ella es plenitud. La resurrección es el misterio escatológico, final y original. Tras el hombre viejo que, en nosotros, va haciéndose cada vez más decrépito (2Cor 4,16), he aquí Adán eskathos (1Cor 15,45), es decir, el Adán totalmente nuevo y último: Cristo para siempre en su nacimiento." (40)

Ni el cristianismo ni el hombre se comprenderán jamás fuera de ese "Hijo muy amado" que, en su muerte, resucitó por obra de Dios. Es ahí, en ese hombre y en esa acción, donde Dios revela su presencia en el mundo; es ahí donde lo salva al crearlo. (41)

3. Cristo Resucitado: nueva CREACIÓN

San Pablo divide la existencia de Cristo en dos fases, separadas por la muerte y resurrección: una según la carne, otra según el Espíritu. En su sentido original, habla de dos modos de ser sucesivos y complementarios, de una vida primero terrestre, pero ya mesiánica, y de un estado de vida celeste vivido en el plano de Dios. (42)

En el pensamiento paulino, la muerte no se opone tanto a la vida natural como a la vida de resurrección, ahora oculta pero más tarde gloriosa, que es la vida del Espíritu (Rom 5,15.17.21; Rom 6,23; 8,1-4). (43)

En Él y con Él, el mundo, sometido al pecado y dividido a causa de la Ley (Gal 3,23-28; 6,15) porque se replegó sobre sí mismo se apartó de Dios, murió en la cruz (2Cor 5,21; Gal 6,14). En el cuerpo del Resucitado, Dios creó un mundo nuevo (2Cor 5,19), el Padre inaugura otra creación, la esperada por los profetas "en la plenitud de los tiempos" (2Cor 5,17; Gal 4,4): el tiempo de las promesas dio paso al tiempo de las nuevas realidades (Gal 3,16; 2Cor 5,17), la humanidad pecadora encuentra de nuevo la intimidad de su Creador (Gal 6,16; 2Cor 5,19). (44)

Como coronación de esta dimensión universalista, San Pablo muestra cómo la Resurrección se convierte en principio de nueva creación del cosmos entero: todo el cosmos -no solo el hombre- es llamado a participar en esta renovación: "Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por Aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto" (Rm 8,19-22).

En resumen, la resurrección es experimentada y comprendida por la Iglesia apostólica no sólo como glorificación de Cristo; no sólo como la convocación de la comunidad mesiánica; no sólo como el unir en uno los dos troncos de la historia de la humanidad; no sólo como el renovar desde dentro a cada hombre, dándole la medida plena de la libertad y de la unidad en el Espíritu; sino también como inicio de la transfiguración gloriosa. En Cristo resucitado es glorificado un fragmento de corporeidad, de historia, de cosmos, y esto, en la esperanza de la Iglesia primitiva, es el signo y el inicio de lo que es el destino de toda la humanidad y de todo el cosmos. Si -como dice Pablo- es verdad que la comunidad es el cuerpo de Cristo, todo el cosmos está llamado a convertirse en el gran cuerpo de la humanidad resucitada en Cristo resucitado. (45)

a. "Primogénito de toda criatura" (Col 1, 14) y "Primicia de los que mueren" (1Cor 15,20)

Jesús entró tarde en la historia. Como hombre, no vivió antes de su nacimiento. Y sin embargo se le atribuye, antes de su devenir terrestre, una presencia y una acción que se remontan a los orígenes.

Por eso, cuando Pablo comprende que Cristo es la plenitud (Col 1,19; 2,9) escatológica, entiende fácilmente que toda realidad terrena sea proyección, aun antes de existir, de dicha plenitud (Col 2,17); que Cristo exista antes que toda cosa, porque la plenitud precede a toda participación. En su misterio pascual, Cristo es "el primogénito de toda criatura", por ser la plenitud final de todo lo creado. (46)

En varias ocasiones, "el primogénito" es llamado imagen de Dios. Este título pertenece al Hijo en su plena revelación es decir en su resurrección, es un título lleno de gloria (2Cor 4,4; Col 1,13.15). En la tradición bíblica, la imagen salida de Dios es por sí misma un comienzo. La sabiduría, esplendor de Dios, es inseparable de la obra creadora (Prov. 8,22-31); la creación de Adán a imagen de Dios es el principio de la humanidad. Instintivamente el Apóstol une los títulos "imagen de Dios" y "primogénito" (Rom 8,29; Col 1,15.18). Al igual que la sabiduría. Cristo-imagen es principio de creación, de la nueva creación (1Cor 15,49; Col 3,10) y de la creación sin más (Col 1,15ss). Esto también caracteriza la acción paterna que resucita a Jesús: es creadora en Cristo y para el mundo.

La resurrección de Cristo implica pues, la resurrección de todos. "Cristo ha resucitado como primicia de los que mueren" (1Cor 15,20). De una vez, sin más, afirma Pablo la relación que une a Cristo con los muertos.

«Cristo es primicia - escribe B. Rey - porque la obra de su vida que se realizó en El la mañana de la Pascua compromete el futuro. Lo que se ha cumplido en su persona no afecta solamente a su ser "individual"; tanto su abatimiento como su glorificación no tienen sentido más que en función de la salvación de los hombres, por la cual fue enviado por el Padre (Rom 1,3-4). El es "primicia" porque su resurrección es un acto de Dios que compromete el destino de todos aquellos que le han de estar orgánicamente unidos.» (47)

La palabra "primicia" implica, en realidad, un lazo necesario con la "masa" de los otros muertos de la que Jesús ha salido primero para que los demás le sigan. El es el primero, no solamente en el orden cronológico sino a título de principio: porque El es "primicia", seguirán necesariamente las demás resurrecciones; El es "primicia de la muchedumbre" de fieles, a la manera como se ofrecía en el templo al día siguiente de la Pascua la primera gavilla del año como primicia de toda la recolección a la que pertenecía (cfr. Ex 22,28; Lev 23,10-11). (48)

b. Cristo resucitado: Nuevo Adán

"Henchid la tierra y sometedla" (Gen 1,28). Este dominio de toda la creación no había podido realizarse a causa del pecado de Adán; la rebelión del hombre contra Dios implicaba, en cierto sentido, la rebelión del mundo contra el hombre. He aquí, pues, por qué por su obediencia el Mesías va a hacer posible el cumplimiento del designio de Dios sobre la humanidad y su morada, el mundo. Todas las cosas eran solidarias de Adán, todas las cosas serán solidarias del Hijo, ese hombre por quien viene la vida: El obtendrá la sumisión de todas las cosas y las remitirá al Padre. Por El los planes de Dios sobre el hombre y su creación serán llevados a la práctica, a su realización acabada, a su culminación perfecta. La nueva creación será una restauración y cumplimiento del orden primero vinculado a Adán. (49)

En Rom 5,12-21, Cristo se contrapone al primer Adán en nombre de su muerte; el contraste se sitúa en el plano moral: el pecado y la obediencia. Pero sólo la obediencia no hace aún de Cristo el principio de una nueva humanidad. Para convertirse en Padre de una humanidad pecadora, además de ser desobediente, el pecador Adán tuvo que engendrar. Cristo, además de ser obediente, debe propagar una vida llena de Espíritu, la que se ganó por la muerte (Rom 5,15), su vida de gloria.

En cambio en 1Cor 15, 20-22.45, la antítesis no contrapone ya dos actos morales, pecado y obediencia, sino dos principios de vida. El último Adán es el hombre celestial, el Cristo de gloria que prolifera en el Espíritu Santo. (50)

Pablo halla la explicación de este hecho en Gn 2,7, introduciendo en dichas palabras una distinción entre el "espíritu que da la vida" y "ser animado". Adán es un ser animado; no tiene, pues, la vida en sí: la recibe de fuera, del exterior; Cristo, por el contrario, es el "espíritu vivificante"; posee la vida en sí mismo, y en adelante será el principio divino en el que todos los hombres serán vivificados o reanimados. Dios crea otra humanidad cuyo prototipo es Cristo resucitado, porque "está escrito: fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida" (1Cor 15, 45). (51)

Por su resurrección se escapa de la condición terrena del primer Adán y queda constituido en su humanidad glorificada, fuente y origen de la vida para todos los que constituirán la raza o descendencia del segundo Adán (52). Escribe F.X. Durrwell:

«Su paternidad es más íntima que la de su antepasado terrestre, "alma viviente", que vive para Él sólo, que fuera de Él enciende focos de vida, que comunica una existencia semejante a la suya y no la suya misma, que es un simple primer eslabón de generaciones sucesivas. Cristo "espíritu vivificante" cuyo ser se irradia, engendra a los hombres englobándolos en su propia gracia (Rom 5,15) y animándolos con su propia vida.» (53)

Por su paso de la muerte a la resurrección, Cristo, en su propio cuerpo, ha arrancado al mundo de su autoesclavitud para establecerle en una relación existencial nueva con su Creador, relación que se funda en un nuevo don que viene de Dios, que es de Dios: el Espíritu. Sin duda el mundo antiguo de Adán persiste, permanece; pero los hombres al unirse e identificarse con Aquel que se ha hecho para ellos "Espíritu vivificante", adquieren una sobreexistencia que no pertenece a este mundo, sino al cielo, sobreexistencia que se manifestará en la epifanía de la resurrección de los cuerpos (54). Cristo sustituye el reino de la muerte, instaurado por Adán, por el reino de la vida; actualmente los dos reinos coexisten, pero "al final" sólo permanecerá el reino de la vida (55).

4. Cristo Resucitado: Espíritu Vivificante

La muerte de Jesús señala el fin de una existencia según la carne y la entrada en la vida según el Espíritu. Eso es precisamente la resurrección de Cristo, y ahí reside su poder de salvación universal: es la plenitud del Espíritu que invade a un hombre para la salvación de todos.

El Espíritu es resurrección. Esto se sabía ya en Israel (Ez 37,1-14). Él es causa de toda resurrección, en Cristo y en los fieles: "Si el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rom 8,11) El Padre es el origen de la acción resucitadora, el Espíritu su agente. El Espíritu se manifiesta como poder actuante de Dios en su obra, a la vez de creación y salvación (56).

Por la acción resucitante del Espíritu, el cuerpo de Cristo es "espiritual". Su espiritualización ha llegado a ser tan sustancial que obliga a afirmar que Cristo ha sido "hecho espíritu" y que permite intercambiar, sin notable diferencia de sentido, las fórmulas "en Cristo" y "en el Espíritu". En uno y en otro somos santificados (1Cor 1,2; 1Cor 6,11) y justificados (Gál 2,17; 1Cor 6,11); porque la vida de Cristo es la vida misma del Espíritu, y "el que se une a Cristo se hace un sólo espíritu con Él" (1Cor 6,17) (57).

La resurrección que transforma a Jesús en el Espíritu, es totalmente divinizadora. Confiere a Cristo lo que Dios mismo es: principio y dador de sentido. Todo en Él es ya realidad de espíritu. Se ha convertido en "cuerpo espiritual"’. La carne que ocultaba la santidad, ha quedado abolida; las leyes físicas no pesan ya sobre él, el tiempo y el espacio no lo circunscriben, porque el poder y la eternidad del Espíritu suprimen toda flaqueza y toda limitación (58).

"Cuando el Espíritu espiritualiza a un hombre, - escribe B. Forte - anula en él la carne, lo libera de todo repliegue sobre sí mismo, derriba hasta la última de sus murallas: de Cristo ha hecho, pues, un ser en total apertura, en comunión y don de sí. Vivificado en el Espíritu, Cristo es irradiación del espíritu, un Resucitado semilla de resurrección." (59)

Hecho espíritu, propaga el Espíritu por comunicación de sí mismo. es un "alimento espiritual" que espiritualiza (1 Cor 10,3); pone a los fieles en comunión con su cuerpo para hacer de ellos "un espíritu" con Él (1Cor 6,17). En esta comunión los fieles son "resucitados-con", "vivificados-con", arrebatados por esa única acción de Dios, la que glorifica a Cristo en el Espíritu. Dios no repite con cada fiel su intervención pascual, resucita sólo a Cristo, y con Él a quienes están en Él.

A partir de ahora el Espíritu transforma a los fieles, como en el día de la resurrección, a la vez santidad, poder y gloria (2Cor 3,18-4,6). Cuando el fiel se vuelve a contemplar la faz de Cristo, es transfigurado de gloria en gloria en esa misma imagen. Y a su vez, Cristo irradia esa fuerza porque, penetrado del Espíritu hasta lo más hondo, Él mismo ha quedado convertido en Espíritu (2 Cor 3,17ss). El Espíritu es la gloria de Dios en Cristo y su fuerza santificante (60).

Lo que opera en Cristo resucitado como "espíritu vivificante" es obra de Dios, que se opone a lo que es obra de hombre: en el cuerpo glorificado de Cristo halla acceso el hombre a la misma vida divina, se libera de sí mismo para arrojarse en las manos de su Creador (Ef 2, 17) (61).

Afirma G. Rossé:

"Convertido en Espíritu Vivificante, Jesús es capaz, en el don de sí mismo, de comunicar el Espíritu, la potencia creadora de Dios que vivifica y reúne, porque es el amor mismo de Dios comunicado. Y viceversa, solamente el Espíritu transforma la sociedad de los que se reúnen en el nombre de Jesús en Iglesia, por incorporación a Cristo." (62)

Cristo es ahora un ser-fuente que se realiza multiplicándose, sin dejar por ello de ser él mismo, que vivifica y reúne a los hombres recibiéndolos en El, en su mismo Cuerpo. La Iglesia es entonces el Cuerpo de Cristo Resucitado.

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