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viernes, 14 de mayo de 2010
Obtulit in anathema oblivionis
ANATHEMA SIT,
o cuando el amor condena.
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Entre los fuertes relatos de la Biblia sobre la historia del pueblo escogido, sembrados de guerras, episodios truculentos y derramamiento de sangre, no se le ocultará al lector menos asiduo de las Sagradas Escrituras, cómo tanto el Antiguo y el Nuevo Testamento hacen mención de cierta “consagración” (entrega) a Dios de determinados objetos y personas designada bajo el término anatema. Literalmente significa: colocado en alto, colgado de la bóveda para ser expuesto. Traducida de su origen hebreo (herem) pasa a la versión de los LXX, significando en el uso judío y luego cristiano “todo lo que es objeto de una maldición, y finalmente la maldición misma” (Cfr. L. Bouyer, “Diccionario de Teología”). Como se exhibían también objetos odiosos, como la cabeza de un criminal o enemigo, sus armas o despojos, anatema vino a significar cosa execrada.
Nuestro actual concepto teológico de “oblación” encontrará sin duda un serio escozor al considerar que pueda hacérsele a Dios cualquier forma de entrega violenta y entrega (o “consagración”) de algo no digno de Él. Doy por descontado que el enterado lector habrá de esforzarse por lograr en su mente una momentánea abstracción de los conceptos de justicia, derecho y humanismo con los que hoy se maneja nuestra moderna cultura y entenderá que la pedagogía divina, o ley de gradualidad en la Revelación, dejó que el hombre transitara sus caminos y permitió muchas cosas debido a la dureza de sus corazones. No podemos ser jueces de estos sucesos ocurridos hace miles de años en circunstancias sumamente particulares y, para nosotros, hombres de fe, sumamente sobrenaturales. Yo creo cada día más en la historicidad de la Biblia.
Recorramos brevemente algunos textos del A.T. que se refieren a esta extraña forma de ofrecimiento que Dios pedía y lleguemos al N.T. en el cual reaparece la incómoda y poco “pastoral” expresión.
Elegiré tres cuadros o episodios: el anatema de Jericó, el anatema de Saúl y el antema de Judith.
Primer cuadro: El anatema de Jericó: cuando Dios y la patria lo piden todo.
Conocemos sobradamente la vicisitudes del pueblo de Israel desde la salida de Egipto –y si queremos ir más atrás- desde la vocación de Abraham en Ur de los caldeos, hasta la posesión de la tierra de promisión, aquella Canaán que manaría leche y miel. Josué el siervo y sucesor de Moisés recibe del Señor la misión de introducir a su pueblo en condiciones nada convencionales con la diplomacia y el derecho de nuestros tiempos (Cf. Jos 6, 1-26). El mandato es irrenunciable: todo ser vivo debe ser consagrado al anatema (arrasado, eliminado), toda construcción destruida desde los cimientos. Nuevos habitantes, nueva ciudad. Cuando se quiere construir en serio, no en serie, ningún cimiento que no sea el puesto y ordenado por el Señor puede servir de base. Dirá Jesús más tarde: “a vino nuevo, odres nuevos”.
Segundo cuadro: El anatema de Saúl… Cuando el hombre se reserva algo para sí.
En I Sam, 14, 24; 15,1-35, Saúl pronunció el anatema contra el que comiese algo antes de la puesta del sol. Todo aquel que se hallaba comprometido caía en herem (anatema). También Saúl, al igual que Josué, recibió el mandato de borrar todo. Pero el iracundo y celoso rey, guardó lo mejor del botín (algunas buenas vaquitas): tuvo una cierta compasión interesada sobre el universo destinado al anatema y Dios lo rechazó y se “arrepintió de haberlo consagrado rey de Israel”. A Dios le agrada más la obediencia que todos los sacrificios. Aquí vemos una purificación y espiritualización de la enseñanza de la Escritura más alta que en el episodio anterior.
Tercer cuadro: el anatema de Judith, la ofrenda más perfecta.
En el capítulo 16, versículos 22 y 23 del libro que lleva su nombre, la heroína judía ofrece los muebles, las armas y el conopeo de Holofernes, para anatema de olvido, o monumento de olvido. El texto de la Vulgata latina lo dice impresionantemente: “obtulit in anathema oblivionis”. Nos deja helados. Se trata de algo que no hubiésemos imaginado: que la finalidad de este “anatema” sea el olvido. Genial, maravilloso. No se pondrá tanto el acento en la mera destrucción “oblativa” cuanto en la finalidad de dicha ofrenda: el olvido. Es el grado más perfecto. Olvidarlo todo. Olvidar incluso el mal que hemos recibido. Olvidar es el mejor premio y el mejor castigo. Creo que Judith no se hubiese alistado en una agrupación “Ni perdón ni olvido”. Ella venció al enemigo de su pueblo de la mejor manera: olvidando. El olvido es una forma perfectísima del amor. San Pablo se propone: “olvidándome de lo que quedó atrás, me lanzo hacia adelante…” y San Juan de la Cruz cantará: “dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado”. En una de sus cuentas de conciencia, el mismo santo, propone el “olvido de lo criado”.
Y a nosotros que llevamos en nuestro interior interminables listas de agravios, rancios rencores, antipatías, memoria de duelos y pérdidas afectivas, recuerdos sucios, bien nos haría consagrar al olvido –total, definitivo- aquellas prendas idolátricas que pudren el corazón. Porque guardarse esas cosas en el pecho, como lo hicieron aquellos soldados muertos que encuentra Judas Macabeo en el campo de batalla, revela que no hemos terminado plenamente con la incineración de todo lo que no es de Dios en nuestra vida. Destruir aquellas cartas, quemar esas fotografías, romper la colección de mentiras que nos dijeron y dijimos y arrasar los pequeños grandes botines mal habidos que se metieron en las grietas del alma, puede ser un buen comienzo en la sublime tarea de mirar de frente a la Verdad.
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Nuestro Señor Jesucristo nos enseñará en la Nueva Ley :“Yo no he venido a condenar sino a perdonar”; “Yo tampoco te condeno, vete y no peques más”; “No condenéis, y no seréis condenados…” Pero al lado de estas máximas de misericordia encontramos estas otras sentencias terminantes: “El que no cree ya está condenado”; “Id al fuego eterno, malditos…”
¿Cómo realizar entonces la lectura anagógica y cristiana de aquellos textos que la fe nos enseña que preparan el Evangelio y llegan en él a la perfección? ¿Cómo encontrar el auténtico sentido espiritual en aquellos episodios que han sido escritos “para nuestra edificación”?
Dice S. Pablo en Rom 9,3: “Yo desearía ser anatema de parte de Jesucristo”; otros traducen de esta manera: “Yo deseo separarme y consagrarme por Jesucristo a la salvación de mis hermanos”. Aquí el sentido de “anatema” revela un horizonte de amor insospechado: la voluntaria elección de ser excluido como precio de rescate para que muchos se salven.
¿Cómo olvidar sin dejar de amar? ¿Cómo “anatematizar” amando?
Sólo el misterio íntimo del ser divino pude darnos una aproximación a la respuesta: en Dios no hay oposición entre sus divinos atributos de misericordia y justicia. El conflicto lo encontramos nosotros que podemos pasarnos de un lado u otro, siendo injustos. Dios, y también la Comunidad de los Santos, es decir la Iglesia, son justos y aman cuando condenan. Porque siempre su condenación se dirige, fundamentalmente, no a la persona, sino al error, al pecado; la biforme tiniebla que amenaza a los hombres.
Ello supondrá muchas veces el dolor sensible de algunas personas; pero el bien del Cuerpo Místico –al igual que el bien común del Pueblo de Israel conducido por Josué- exige rehacer el bien desde los cimientos.
No debemos identificar anatema con hogueras, Inquisición y otros espantajos que la maliciosa historia escrita por la inquisición protestante ha lanzado en su momento sobre la Iglesia y que hoy encuentra buen terreno en la ignorancia de los católicos afectados de un enfermizo “meaculpismo” que nada ha entendido de la Revelación tal como nos la presentan los Libros Santos.
Y siempre quedará algo en medio de aquellas ruinas: Rahab, la meretriz, por haber recibido y protegido a los enviados de Josué, mereció salvarse ella y su familia. Muchas como ella, nos enseñó Jesús, nos “precederán en el Reino de los Cielos”. Dios sabe ver en lo profundo de las aguas turbias del corazón humano. Y nosotros no somos capaces de ver sus signos en el cielo.
Muchas cabezas de Holofernes contemporáneos debieran consagrarse al anatema, y lo más importante: entregar sus ideas heréticas al anatema del olvido…
Si Dios bendice o condena, ¿Quiénes somos nosotros para decir lo contrario? ¿No será que no hemos leído las Escrituras?
P. Ismael
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Etiquetas: Biblia, Exégesis, Teología
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