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miércoles, 23 de junio de 2010

SE REZA SEGUN LO QUE SE CREE.



Yendo un poco más lejos, se postró en tierra.

(Mc. XIV:35)



Así rezaba Cristo, postrado en tierra, tributando un culto reverente al Altísimo. Si Cristo rezaba así, con tanta humildad, ¿cómo deberíamos rezar nosotros?

Y claro, siempre regirá el dicho, “lex orandi, lex credendi”, la fe es la ley de la oración, se reza según lo que se cree. ¿Y bien? Si ustedes quieren averiguar qué creen los progres, fíjense en su liturgia, en sus cancioncillas, en sus guitarritas, en las poses que adoptan durante la Santa Misa, más todo lo que quitaron, lo que les falta: no hay altar para el sacrificio, es sólo una mesa para comer entre amigos; no hay incienso, ni velos en cuaresma, ni lenguaje mayestático, ni silencios, ni cuidadosas rúbricas: el cura hace de showman, la plebe se balancea al compás de ritmos seculares y desacralizantes, las mujeres se visten de cualquier modo… si acaso se visten… y todo eso significa, quiere decir que no hay reverencia hacia Dios. Somos todos—y Dios también ¿no me digan?—democráticos. En el sentido que decía Escrutopo, el diablo de C.S. Lewis, “yo valgo tanto como tú”.

No hay reverencia porque no hay sentido de la Trascendencia de Dios, porque no se entiende que Él es un fuego devorador, porque no nos damos cuenta de la distancia infinita que hay entre “El que es” y nosotros, los que no somos nada, nada más que unos miserables pecadores, seres contingentes, rescatados en el tiempo de la enemistad. Si rezamos así es porque hemos perdido la noción de que somos creaturas esencialmente indigentes, la noción del pecado, la noción de que Dios es “el totalmente Otro” (San Agustín), de que es el “que está más allá de todo” (Orígenes).

Santo Tomás Moro, a pocas semanas de su ejecución, escribió, muerto de frío y de hambre en la Torre de Londres, sobre este asunto:

Contemplemos con piedad a nuestro capitán, gimiendo y suplicando. Pues si nos aplicamos a esta contemplación, un rayo salido de esta “luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn. I:9) esclarecerá nuestro espíritu para hacernos ver, reconocer, deplorar y un día corregir, no digo nuestra negligencia, nuestra pereza, nuestra displicencia, sino la cobardía, la locura, la estupidez más estúpida en la que sólo un adoquín podría incurrir, de tal suerte que, cuando nos aproximamos al Dios Todopoderoso, la mayoría de nosotros no le reza con reverencia; mas bien nos dirigimos a Él con indolencia, y medio dormidos. Así es que mucho me temo que en modo alguno lo apaciguamos: más bien irritamos a Dios y provocamos su cólera más seria.

Así escribe el santo más gracioso, más divertido, más amable que podamos recordar. Así escribe, a punto de derramar su sangre por Cristo, muerto de frío, muerto de hambre y muerto de miedo. Pero más miedo le tenía a Dios. Y por eso, se escandaliza, con toda razón, del modo en que rezamos:

¿Qué cosas no hacemos que traicionan el vagabundeo de nuestro espíritu? Nos rascamos la cabeza, nos limpiamos las uñas con un cortaplumas y nos limpiamos la nariz con el dedo. Durante este tiempo, repetimos una fórmula tras otra […] ¿No nos da vergüenza suplicar a Dios con una disposición del espíritu y del cuerpo así de demente cuando lo que está en juego, para nosotros, es tan importante? ¿Pedir perdón así por crímenes tan monstruosos? ¿Suplicar así para que Él nos evite los suplicios eternos? Incluso si no hubiésemos pecado jamás, si nos acercásemos a la Majestad de Dios con semejante desenvoltura, ¿no mereceríamos entonces tormentos eternos multiplicados por diez?

Así se expresa Tomás Moro, así también todos los santos y doctores de la Iglesia desde tiempo inmemorial. Y el gran Cardenal Newman no iba a ser excepción:

En verdad, resulta tan natural la conexión entre un espíritu reverente al adorar a Dios, y al tener fe en Dios, que lo admirable está en cómo por un instante puede alguien que tenga fe en Dios permitirse ser irreverente a Su respecto. Creer en Dios es creer que uno está en la presencia de Uno que es Santo y Todopoderoso y Todo-gracia: ¿cómo puede un hombre creer realmente eso y a la vez comportarse licenciosamente en Su Presencia? Es una contradicción en los términos. De aquí que incluso los paganos identificaban la fe con la reverencia. Creer, y no ser reverentes, adorar sin temor y como a sus anchas constituye una anomalía y un prodigio desconocido incluso entre las religiones falsas—imagínense ustedes en la verdadera…

Por eso el culto, las formas del culto—tales como doblar las rodillas, quitarse el calzado, guardar silencio, vestirse de cierto modo, etcétera, se consideran requisitos indispensables para presentarse adecuadamente ante Dios.

Y me pregunto, mis distraídos adoquines: ¿cómo vino a ocurrir que en los templos de Nuestra Santa Iglesia Católica, a lo largo y ancho del mundo entero, se topa uno, ejemplo tras ejemplo, con innumerables muestras de irreverencia? La irreverencia sistemática, vuelta sistema: lenguajes plebeyos, música candombera, cánticos imbéciles y desacralizantes, vestidos impúdicos, prédicas seculares y todo lo demás comenzó a extenderse como una plaga ni bien se impuso a fuego y sangre el Novus Ordo y se prohibió a rajatabla el Rito de San Pío V. Y todo en nombre de una “reforma” que acarrearía “la Primavera de la Iglesia”, ja, ja, y que haría posible que sople “el espíritu del Concilio”, je, ahí lo tienen, ese dichoso “espíritu”… (pero de eso ya hablamos hace un par de semanas).

Porque, bueno, ustedes son demasiado jóvenes para recordarlo, pero todo se hizo en nombre del “cambio”, de la “renovación”, del “aggiornamento”, dando de mano con las tremendas palabras de Dios, que en boca de San Pablo nos lo advirtió clarísimamente:

…si rechazamos a Aquel que nos habla desde el cielo: cuya voz entonces sacudió la tierra y ahora nos hace esta promesa: “Una vez más todavía sacudiré no solamente la tierra, sino también el cielo”… (Hebreos, XII: 26).

¿Escucharon eso? ¿Vieron como Dios, cumpliendo con las profecías parusíacas—las de Mateo XXIV—hace temblar la tierra? ¿Y cómo se conmueven los volcanes? Según las profecías, claro está, y según el salmista:

Él mira a la tierra y tiembla

Él toca los montes y humean. (Ps. CIII:32).

Pero, como dice el texto de San Pablo, Dios no sólo sacude la tierra, sino que sacudirá, “una vez más todavía” el cielo, según lo prometido por Cristo mismo:

Los astros estarán cayendo del cielo, y las fuerzas que hay en los cielos serán sacudidas. (Mc. XIII:24).

¿Y qué significa, mis abominables sotretas, qué diablos significa que la tierra y los cielos serán sacudidos? Lo explica San Pablo, clarísimamente,

Indica que las cosas sacudidas van a ser cambiadas como que son creaturas, a fin de que permanezcan las no conmovibles. (Hebreos. XII: 27).

Porque es de saber que Dios “en quien no hay mudanza ni sombra de variación” (Sant. I:17), quiere que dejemos las conmovibles y nos aferremos a las inconmovibles. Y así,

Aceptando el reino inconmovible, tengamos gratitud por la cual tributaremos a Dios un culto agradable, con reverencia y temor. (Hebreos, XII:28).

Por eso digo, ¿no? Si a Dios le agrada un culto tributado con reverencia y temor, seguramente le desagradará, como decía Tomás Moro, el culto, la oración, la fe irreverente del presuntuoso progre. Y San Pablo, en el mismo texto que comentamos da la clave de por qué.

Porque nuestro Dios es fuego devorador. (Hebreos XII:29).

¡Fuego devorador! Fuego que hace estallar en llamas el desierto, fuego que cayó sobre Sodoma y Gomorra, fuego que vino a traer a la tierra, fuego para el cual están reservados los elementos,

…los cielos de hoy, la tierra. (II. Pet. III:7).

Ese fuego devorador exige, reclama y sólo aceptará una oración, una postura, una liturgia de toda-reverencia-es-poca.

¿Tan difícil de entender esto?

Y sin embargo impera la irreverencia como sistema, como liturgia uniformada (bueh, más o menos), como la estupidez más grande del mundo. Que ya lo decía Santa Teresa la Grande:

De devociones a bobas, nos libre Dios.



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Escrito en Sermones rabiosos

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