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miércoles, 11 de agosto de 2010

Acuérdate de las postrimerías (Ecle. XXXVIII:21).


Fray Rabieta | 11 Agosto 2010 at 11:39 pm 
Pero nosotros somos ciudadanos del cielo.
 (Fil. III:20)
Manga de alcornoques:
Después del gran éxito que fue su “Informe sobre la Fe”, en el que se registra una larga entrevista de varios días al entonces Cardenal Ratzinger, el agudo periodista italiano, Vittorio Messori, quiso repetir la experiencia con el Papa. Pero no pudo ser. El Papa alegó estar viejo, enfermo o demasiado ocupado, ya ni me acuerdo. Pero en cambio, aceptó contestar por escrito a Messori si éste le acercaba un cuestionario. El resultado fue aquel libro detestable, “Cruzando el umbral de la esperanza” cuyo título mismo es una desgracia de confusión en el mejor de los casos y un perfecto oxímoron en el peor.
Por supuesto que la culpa no la tiene Messori, ¿qué sabía él que le iban a contestar tan mal a sus consideradas, oportunas y correctamente formuladas preguntas? Y la autoría de las respuestas no puede sino imputársele al Papa, como que su redacción rezuma ese pestilencial aire de confusión polaca que caracterizó su pontificado todo. Yo no sé cómo me las ingenié para terminarlo.
Pero, bueno, el caso es que sobre el final, Messori acierta a preguntarle por las Postrimerías, y por qué la Iglesia de un tiempo a esta parte se niega a predicar, especular, recordar y contemplar aquellos misterios que son la Muerte, el Juicio, el Cielo y el Infierno. Por no hablar de la Segunda Venida de Cristo. Aquí, el Papa se pasó: se extiende en una larga parrafada plagada de galimatías como la “escatología de la historia” y “la eviternidad del Concilio”, o poco menos (cito de memoria, que no lo puedo consultar desde que Fray Bilisnegra arrojó el volumen a la pira junto con uno de Anthony de Mello en ocasión del Auto da fe que supimos celebrar no hace tanto). Lo cierto es que reconoce que la Iglesia ya no predica “como antes” sobre estos asuntos postreros. No indica por qué no, no hace juicio de valor sobre el asunto y se conforma en cambio con zambullirse en las neblinas que ya dije.
De manera que la pregunta de Messori quedó sin contestar. ¿Y por qué, che? ¿Por qué diablos? Yo se los voy a decir, mis queridos babiecas, que con la sola mención de la muerte y del infierno ya se los ve un tanto inquietos, demostrando una vez más la eficacia de esta clase de asuntos para despertar a los feligreses (como que antaño muchas veces se recurría a este tipo de prédica para mejorar el producido de la colecta, y a fe mía, espero que esta vez también funcione, que Fray Bilisnegra quiere adquirir los 32 volúmenes de las cartas y diarios de Newman, ¡a un promedio de 150 dólares cada uno!).
Con característica economía los ingleses llaman a los Novísimos “The Four Last Things”, las cuatro últimas cosas, que, repito, son Muerte, Juicio, Cielo e Infierno, toma del frasco. La respuesta honesta a la pregunta de Messori debió formularse más o menos como sigue: que con el giro antropocentrista, inmanentista, progresista y estúpido de mediados del s. XX, las más altas autoridades de la Iglesia resolvieron concentrarse en el “más acá” dejando el “más allá” en una suerte de nebulosa para consumo de chicos y viejas supersticiosas en el mejor de los casos: los cristianos “adultos”, “maduros” y “aggiornados” estaban con cosas infinitamente más importantes como “el cambio de estructuras” y la pastoral barrial. Y entonces, se dejaron caer esos molestos tópicos de antaño: la muerte no se mencionaba, el juicio sería aquí abajo, para los oligarcas y opresores, el cielo era el paraíso socialista, más o menos, y el infierno… je, el infierno había sido suprimido. Si no me creen, fíjense en un índice de las Actas de Vaticano II, a ver si encuentran el vocablo…
Así que, muchachos, las barbas en remojo: establezcan los límites entre lo visible y lo invisible, entre lo temporal y lo eterno, entre el mundo y el reino de los cielos, entre la historia y la eternidad, entre lo accidental y lo sustancial, entre el compuesto de acto y potencia y el Acto Puro, entre el hombre y su circunstancia y el “Esse ipsum per se subsistens”, entre “El que es” y el que “no es”, y elijan, uno u otro. Ese disparate, esa increíble estupidez hicieron en nombre del “espíritu” del sacrosanto concilio: ahora había que ocuparse del ahora, aquí había que ocuparse del aquí, más acá había que ocuparse del más acá, la Esperanza se había convertido en esperanza, la Fe en fe y la caridad en fraternidad universal: y entonces, al diablo con la vida sacramental, la oración, los rituales, los dogmas de fe, el catecismo de siempre, la devoción a María Santísima, la penitencia, el agua bendita y los ejercicios espirituales. Al diablo con todo eso, claro que sí, vamos con la “Teología de la Liberación”, de la mano de Telar Chardón nos encontraremos con el Punto Omega y de la mano de Karl Rahner nos encerraremos en este mundo de acá, que no otra cosa es la “svolta antropologica” que diseñó este jesuita amalaya gran perra, cuando no estaba ocupado escribiéndole a su pescadito.
Y todo el tiempo allí estaba, ¿no?, el testimonio de la Tradición toda, de los Padres, de la Escritura, de los Concilios, de los Doctores, de los santos, de la iconografía cristiana… ahí estaba el monumental testimonio de la literatura de todos los tiempos, las poesías de Quevedo o el teatro de Shakespeare, el Dante y las premonitorias consideraciones de Sócrates o de Virgilio… no importa… al diablo con el “Dies Irae”, vamos a construir un mundo en el que nadie se acuerde más de que se va a morir, de que hay un juicio, que de resultas de ese juicio algunos van a parar al asador.
Los romanos, por disolutos que fueran, por decadentes que estuviesen, vivían pendientes de esto, del “memento mori”, sabían que iban a morir, y lo tenían bien presente. Nosotros sabemos más, y hemos construido una cultura, una axiología, un mundo en el que nadie se muere, en donde es un tema tabú: desparecidos los velorios, los largos y significativos duelos, las cuarenta misas gregorianas, la oración por los difuntos, etc., etc. ¡Pobrecitos nuestros muertos, que se han ido y ya nadie se acuerda de ellos, si no es para publicar frívolas y estúpidas necrológicas en “La Nación”! (“Abuelo Ricardo, te extrañaremos siempre.” Firmadas, por “tus nietos” Belu, Pipi, Chechi, Lupi, Nino, Cata, Lola y Rudecindo―ése es el peón de la estancia que a alguna se le ocurrió agregar a último momento).
Pero don Rudecindo, el peón de la estancia, no se olvida. No se olvida de la muerte de su patrón, ni de la propia. Se sienta al lado del brasero y se toma otro mate y otea el horizonte y piensa, por enésima vez, en la muerte de su patrón, en la propia, en qué hay del otro lado, en qué le espera… mientras que las nietas (Belu, Pipi, Chechi, Lupi y todas las demás) pasean por “Falabella” buscando un “jean” que les quede bien.
Con todo, no me vayan a entender mal. La diferencia no es de clase (aunque, en otro sentido, sí lo es). Don Rudecindo es noble, porque fue bien enseñado, a considerar las postrimerías, todos los días de su vida. En cambio, las nietas de don Ricardo, que fueron a colegios súper-católicos, que fueron a decenas de retiros, y que son re-católicas, ¿viste?, no saben, no piensan, no consideran este asunto de la brevedad de la vida humana, del misterio de la muerte, de lo tremendo del juicio (hasta el justo temblará, dice don Celano), de la posibilidad del infierno, de la esperanza del cielo.
Están acá, piensan en el más acá, en lo visible, en lo temporal, se agitan por las circunstancias, se emocionan con lo pasajero, se vuelcan a lo inmediato, contemplan vidrieras, se miran en el espejo, se mandan mensajitos (estoy en el subte, ¿dónde estás?), se aturden con música bolichera y leen―¡si leen!―a Paulo Coelho o Dan Brown. Porque fueron mal enseñadas, porque son herederas de la “primavera de la Iglesia”, porque nunca nadie les dijo que un día, muy pronto, se iban a morir y que la cosa no es broma, más allá de “mis ganas de vivir” que cantan a voz en cuello durante la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. Así están, estas futuras madres que no sabrán qué enseñar a sus hijos, futuras abuelas (en el mejor de los casos) que ni pensaron, ni siquiera una sola vez, en algo mínimamente grave, serio, misterioso, tremendo, las frívolas cristianas criadas en el caldo de la levitas post-conciliar.
Mucho menos, muchísimo menos, se imaginan que un día, el día menos pensado, se van a morir, pobrecitas, pensando como están en el próximo capítulo de “Botineras”, estas flores que nos legó la maldita primavera que dije. Por culpa de… ¡bueh!... dejémoslo en paz, a los culpables de esta Gran Apostasía.
Ya se van a morir, si no han muerto ya. Como ustedes y yo. Como estas pobres niñas que digo, porque
Está establecido que los hombres mueran una vez y luego…
¿Y luego qué?
¡Juicio! (Hebreos, IX:27)   
Y si algunos de ustedes quiere empezar a pensar en cómo sacarse un cuatro en aquel examen final, por lo menos, póngase a considerar estas cuatro últimas cosas, y enséñeselas a sus hijos, comenzando por aquello del Eclesiástico, que está totalmente de acuerdo con los progres en que no hay por qué dejarse vencer por la tristeza,
No abandones tu corazón a la tristeza, arrójala de tí y...
¿Y qué más?
 y acuérdate de las postrimerías (Ecle. XXXVIII:21).

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