Actualizado 31 julio 2010 |
Parábola del hombre rico (Rembrandt) Jesús aprovecha la ocasión que nos presenta el Evangelio de la Misa de este Domingo para dar una enseñanza (XVIII del Tiempo Ordinario; Lc 12, 13-21): “Todo lo que precede nos enseña a sufrir por confesar al Señor, o por el menosprecio de la muerte, o por la esperanza del premio, o por la amenaza del castigo eterno, del que nunca se obtiene el perdón. Y como la avaricia suele tentar con frecuencia la virtud, nos da un precepto y un ejemplo para combatir esta pasión” (San Agustín). Hay que vivir alerta y guardarse de la avaricia, porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de aquello que posee. Y para que quedara bien clara su doctrina expuso una parábola. La de un hombre rico que se olvidó de la inseguridad de la existencia aquí en la tierra y su brevedad. La necedad de este hombre consistió en haber puesto su esperanza, su fin último y la garantía de su seguridad en algo tan frágil y pasajero como los bienes de la tierra, por abundantes que sean. “Desaparece aquella misma noche el que se prometía vivir mucho tiempo; de modo que el que había previsto una larga vida para él, amontonando medios de subsistencia, no vio el día siguiente de aquel en que vivía” (San Gregorio, moralium 22, 12, super Iob 31,24). La salvación es un misterio. Cristo no quiso contestar cuando le preguntaron si se condenan o se salvan muchos (cfr. Lc 13, 22-30). Una cosa sin embargo queda como verdadera: hay condenados y hay elegidos. El infierno es una verdadera posibilidad real para cada uno de los hombres que vivimos en la tierra. El Vaticano II se olvidó del infierno casi totalmente, no se menciona nunca con su término léxico propio, y tan sólo una vez tangencialmente con la perífrasis “fuego eterno”. El propio Pablo VI —con su estilo tan característico de lamentar los efectos sin afrontar las causas— denunciaba que “las palabras sobre el paraíso y sobre el infierno ya no se escuchan” (Audiencia, 28 de abril 1971). Desaparecido de la enseñanza, el infierno se ha esfumado de los contenidos objeto de la fe: o bien se niega su esencia (la eternidad) o aparece reducido a un mito alusivo a la pena inmanente: “No creo en el infierno y, si existe, está aquí”. Frases como ésta reflejan la mentalidad hoy dominante. “La infinidad de la sanción ultraterrena es en último análisis la traducción más allá del tiempo de la infinidad axiológica de la vida del espíritu”. Se trata de mantener la diferencia entre las cosas y de proclamar que no pueden ser abolidas por obra del tiempo. El infierno es la conservación de las esencias. Lo único aniquilable es la culpa, anulada por obra de la misericordia divina mediante el perdón; pero previo arrepentimiento del hombre, y no sin él. (Cfr. Romano Amerio, Iota Unum, Salamanca, 1994, 470-471). Juicio final (Hans Memling, 1470) No hay ningún fundamento en la divina Revelación para presuponer una especie de automatismo de la salvación. Todo difunto, en grado mayor o menor, ha sido ciertamente pecador en su vida terrena y, al morir, es objeto del juicio de Dios. Por ello, con respecto al destino concreto después de la muerte de cada hombre nos encontramos con un verdadero misterio que hay que respetar y que nos sobrecoge. Por el contrario, en la mentalidad postconciliar y en la ruptura litúrgica a ella asociada, la idea de la muerte unida a un juicio y discriminación desaparece detrás de la idea de salvación eterna. Se escamotea la suerte incierta que sigue a la muerta y se la presenta como el paso que nos introduce inmediatamente en la gloria de Cristo. El automatismo de la salvación queda, más que sugerido, afirmado explícitamente con fórmulas como ésta: "Hoy, tu familia, reunida en la escucha de tu Palabra y en la comunión del pan único y partido, celebra el memorial del Señor resucitado, mientras espera el domingo sin ocaso en el que la humanidad entera entrará en tu descanso" (Prefacio X Dominical). Como explica el teólogo antes citado: “De ahí el carácter llamado pascual de la nueva liturgia de difuntos, el canto del alleluia, la expulsión del “Dies irae”, o la sustitución de los ornamentos negros por otros violetas o rosáceos. Toda esta variación no se realiza como una preocupación por iluminar mejor un aspecto dado de una verdad compleja, sino como el sentido auténtico y finalmente recobrado de la muerte cristiana. Tampoco falta la habitual denigración del pasado histórico de la Iglesia, pues no se contenta con colorear la esperanza (no suficientemente celebrada en la concepción judicial) y llega a afirmarse que contemplar la muerte cristiana como un juicio y por consiguiente con sentimientos de temor “es un cristianismo bien lánguido” […]. Se establece así una ilegítima identidad entre dos conceptos: la resurrección por la que reciben la vida los cuerpos (que es universal sin consideración del mérito moral) y la resurrección por la cual las almas fieles reciben la vida eterna. La primera resurrección no está causada por un juicio de méritos, pero la segunda sí, y tiene como alternativa la segunda muerte (no mencionada aquí de ninguna manera). Sí se cita de pasada la necesidad de la purificación para las almas que se salvan, y se expone una amorfa teoría del Purgatorio, sin usar en ningún momento el término usado por la Iglesia: pero no se menciona la alternativa de la perdición eterna. En fin, los cuatro novísimos parecen reducidos a dos: muerte y paraíso. La religión tiene sin embargo miles de ejemplos de muerte lúcida en la cual no exulta una insensata esperanza, ni inquieta o perturba el fin una desconfianza injuriosa para Dios” (ob.cit., 458-459) “Está decretado que los hombres mueran una sola vez, y después de esto, el juicio” (Hb 9, 27). El cristiano debe ser consciente de la brevedad de esta vida terrena, de la que sabe que es única. Precisamente por ello no puede dejarla pasar inútilmente, sino que ha de tener en ella aquel comportamiento santo que corresponde a su ser de cristiano y que le es posible con el auxilio de la gracia. La misma realidad del pecado que ha existido y existe en su vida, exige que el cristiano, mirando al futuro, reaccione para recuperar el tiempo ya perdido. A veces se puede pensar que es suficiente dejar el negocio de la salvación para los últimos momentos cuando ya se vea la muerte cercana pero ¿quién nos asegura que Dios aguardará a que nos parezca bien dedicarle nuestra atención? ¿No podría retirarnos su gracia? ¿Estará entonces la puerta abierta? Es preciso estar vigilante, sin distraerse ni dormirse un momento; vivir siempre en estado de gracia para que la muerte no nos sorprenda recordando la advertencia del mismo Cristo: “Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12,40) |
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