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viernes, 29 de octubre de 2010

MEMENTO MORI

Está establecido que los hombres mueran una vez, y luego, el juicio.
(Hebreos: IX:27)
Mis estimados salvajes:
La muerte es un castigo del pecado original: “Morirás de muerte”; pero no vino solo. Este castigo establecido por Dios (“y luego el Juicio” nos recuerda San Pablo), vino acompañado con varios más. Permítanme una pequeña enumeración de boticario.
Primero: nos olvidamos que nos vamos a morir. De otras cosas, de las cosas que nos importan, no nos olvidamos. No nos olvidamos de comprar la comida, de pagar las cuentas, de cosas de nuestro pasado, de cosas que tenemos que hacer, de cosas que pasaron, de cosas pendientes. Pero de este sencillo hecho, de que todo ha de terminar para nosotros, de eso nos olvidamos con toda facilidad. ¡Qué castigo! Y esto al punto de que construimos nuestra existencia, armamos nuestras prioridades, ponemos todos nuestros afanes, movemos todos nuestros afectos, nos lanzamos a toda clase de empresas sobre la base de que no nos vamos a morir. Otra que construir sobre arena, aquí construimos sobre un agujero negro.
Es un tema del que no hablamos, sobre el que no reflexionamos si no muy de vez en cuando, y eso, muy superficialmente. Como no sabemos muy bien cómo es y qué pasa después, nos da miedo, como no nos gusta el asunto, lo negamos, pese a que es el hecho más indiscutiblemente cierto de nuestra existencia: “Incerta omnia, sola mors certa”, decía San Agustín. Todo es incierto, menos la muerte. Y sin embargo, logramos construir una especie de espejismo en el que no nos vamos a morir nada. Es la mentira que todo lo preside, es la mentira que gobierna nuestro corazón, nuestro espíritu, nuestra vida toda.
Y en segundo lugar: estamos rodeados de centenares, de miles de prójimos que, como nosotros, están condenados a muerte y que, como nosotros, hacen exactamente lo mismo: niegan la muerte. ¿Ustedes creen que Bergoglio―por poner un caso ejemplar―haría lo que hace, diría lo que dice, pensaría como piensa si recordara, mínimamente, que dentro de muy poco, se va a morir? No, el pobre tipo, sobre el castigo este, pendiente, ya tiene otro: se olvidó que está condenado a muerte. Y, por tanto, todo su progresista filosofía, su ramplona liturgia, sus sentimentales rezos, su hipócrita ascesis, su lógica sofista, su lenguaje plebeyo y su estampa cívica está armada sobre un enorme hueco, un gran agujero negro. Y por eso, todo él no es sino una sustancial falsedad, una enorme mentira. (Si Pemán dijo “todo yo soy un inmenso afán de infinito”, Bergoglio podría decir “todo yo soy un inmensa afán de poder”.
Pero hay algo contra lo que no va a poder nunca, tarde o temprano se va a morir igual (“y después, el Juicio” que dice San Pablo). Pobre Bergoglio.
Aunque nosotros no andamos mucho mejor, que también nos vamos a morir, no se lo olviden ni por un instante.
Pero hay más castigos que este, pues sobre el pecado original, amontonamos pecado sobre pecado y, por tanto, castigo sobre castigo. No sólo nos olvidamos de la muerte, sino que hemos construido una civilización que amputó prolijamente todo lo que nos ayudara a recordarlo: los velorios, las misas exequiales, los días de luto y llanto, el duelo vivido con vestimentas, los modos, música y oficios destinados a intentar una impronta en lo más profundo de nuestras estúpidas almas: acuérdate que te vas a morir, no te olvides de eso, pensá en eso, preparáte para eso, viví con eso en mente, tenlo presente en todo tiempo, rectificá todos tus proyectos, afanes, empeños y afectos con esa perspectiva delante de tus ojos: no los cierres, te vas a morir igual; no lo niegues, te va a pasar; no lo escamotees, no seas estúpido, que todo es incierto, menos esto. Sin ir más lejos, mirá lo que le pasó a Néstor… ¿y vos no?
Y como no pensamos en esto, y como lo ocultamos celosamente, tampoco sabemos cómo preparar una buena muerte, ni se nos ocurre la idea siquiera de que es posible morir bien… o mal.
Os diré entonces algunas de las cosas que nos predisponen a morir mal: el ruido, sin ir más lejos. Ahora podemos vivir sin pensar, cómo no. Hemos construido un mundo en el que se trata de pensar lo menos posible: y decenas de “gadgets” (empezando por el maldito teléfono celular), de estímulos (la propaganda, por ejemplo), de sonidos y luces brillantes, permiten que no pensemos, ni en la muerte, ni en nada.
Pero para morirse bien, antes hay que pensar. (Por ejemplo, cuando por el celular decimos “Estoy llegando” podríamos pensar en que ella, la parca, “está llegando” también, qué no).
No podremos morir bien si no pensamos en la muerte, cuándo será, cómo será, qué me espera del otro lado (“el Juicio”, dice San Pablo).
Ya sé que a muchos les parecerá insoportable lo que digo, ("¿Os aterrorizo, hermanos?" preguntaba San Agustín, "es porque estoy aterrorizado") y no tengo la culpa yo, porque más insoportable les resultará la muerte si no se atreven a encararla de frente, a mirarla serenamente como lo que en verdad es: castigo, ciertamente, pero mucho más que eso, también.
No quiero molestarlos con enigmas, pero hay veces que la materia así lo exige: “Es el don de Ilúvatar a los hijos de los hombres”, dice sabiamente Tolkien. No es mala, la pobre muerte, qué va a ser. Como no es malo el castigo justo, por mucho que al momento de tener que sufrirlo, no nos guste. Pero esto de mirar para otro lado… Newman tiene un texto en donde nos interroga bastante graciosamente:
¿Qué le diríamos a un hombre que se hallara parado sobre terreno precipitoso, cuyo suelo permanentemente se desmorona de modo que se restringe el área donde está parado, donde cada vez hace pie con menor seguridad y que sin embargo se mostrara desidioso sobre el particular?
De manera que pueden elegir: contemplar esto serenamente, por grande que sea el disgusto que nos produce (que es lo que han hecho todos los grandes filósofos desde que el mundo ha sido, comenzando por Platón y Séneca), o bien… seguir haciéndonos los distraídos.
 Como los progresistas, como los estúpidos, como los necios, como los imbéciles, como los locos, como los incrédulos, como los materialistas, como los consumistas, como los comunistas, como los capitalistas, como los psiquiatras, y las amas de casa, y los políticos, y los periodistas, y los obreros, y los teólogos, como casi todos…
No importa. Igual está establecido que los hombres mueran una vez, y luego…
¡Mamma mía!
A poner las barbas en remojo.

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