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domingo, 5 de diciembre de 2010

¡MUERTE AL VIEJITO PASCUERO!

COMO SE APROXIMA LA SANTA NAVIDAD , TENEMOS COMO TODOS LO AÑOS EL COMBATE  CONTRA  LOS QUE QUIEREN DESVIRTUAR EL VERDADERO SENTIDO NAVIDEÑO


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Esta es la verdad de la milanesa: “Papa Noel” no existe ni existió. En su difundido diseño actual es tan sólo el esperpéntico producto publicitario de la “Coca-Cola” norteamericana allá por la década del ´30 en el pasado siglo XX.
Tanto éxito alcanzó el modelo que se lo eternizó como emblema definitivo de una Navidad filantrópica, despojada de toda significación cristiana, aunque no religiosa, reducido este estadio como lo fue a un mero sentimentalismo inmanente tan propio de una civilización horizontalista, relativista y sincretista esto es, en lenguaje paladino, un mundo que ha dado las espaldas a Dios para colocar al hombre.
Y es inútil intentar “bautizar” a semejante bodrio: “Papa Noel” ha venido para desplazar el Misterio trascendente y sublime de la Natividad del Verbo Encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que se hace Verdadero Hombre para rescatar y redimir a los hombres mediante el Misterio inaudito de su Pasión, Muerte y Resurrección.
Desde allí brotaban como de cristalina fuente los antiguos gozos navideños (belenes, villancicos, misachicos, etc.) y los niños, entonces, NO recibían regalos sino que los ofrecían al Niño pobre pero infinitamente rico que yacía en un austero pesebre, amamantado por una Virgen, sostenido por un viril Patriarca bíblico, adorado por Magos sabios y misérrimos pastores y glorificado por una multitud de Ángeles celestiales que entonaban las divinas alabanzas y no la pagana exaltación del hombre mundano: “¡Gloria a Dios en las Alturas y paz a los hombres en quienes Él se complace!” (Lc. 2,14).
No, no se recibían regalos, ya que todos y todo se ofrecía para ese Niño misterioso que “hoy nace y eterno es ya”: “Todos le llevan al Niño / yo no tengo qué llevarle / le llevo mi corazón / que le sirva de pañales!”.
Así cantaban nuestras preciosas coplas españolas y, por lo mismo, americanas y argentinas. Pero así, o en tono parecido, cantaban también los infinitos villancicos de la extinguida Cristiandad: “¡Noche de paz, noche de amor / todo duerme en derredor / entre los astros que esparcen su luz / bella anunciando al Niñito Jesús!”.
No había ningún “Papa Noel” disfrazado de mamarracho, con este dudoso nombre de notoria filiación galicana. Y no me vengan con que este desagradable personaje que habita ¡en el Polo norte! tiene, ni remotamente algo que ver, con el “Santa Claus” de los países nórdicos o alemanes (cuando todavía éstos eran cristianos) ya que este “Claus” no es sino el apócope de “Nicolás”, vale decir, del que la liturgia romana llama “san Nicolás de Bari”, aunque no fue de Bari (Italia) sino de Patras (Grecia), bien que en la bella ciudad suditaliana se guarden sus sagradas reliquias.
Este santo obispo del s. IV y cuya festividad litúrgica cae en los albores del Adviento (6 de diciembre) ha quedado vinculado en la tradición de algunos países a los obsequios de la Navidad en razón de un curioso episodio de su vida, en general bastante legendaria: un habitante de Patras había perdido toda su fortuna y sus hijas quedaron sin dote corriendo el riesgo de prostituirse. Enterado Nicolás tomó unas monedas de oro y en la oscuridad de la noche las arrojó por la ventana de la casa del hombre desafortunado, relato que recoge el Breviario romano en el II nocturno de su fiesta (cfte. también Buteler, Tº IV) y que ha dado origen al mito de la chimenea.
San Nicolás, al menos en la iconografía latina es representado con mitra (fue, como dije, un obispo) y cualquier otro agregado en el atavío, si se conserva su significación soteriológica, puede admitirse como un aporte de carácter folclórico, inocuo en sí mismo y simpático incluso para los pueblos así representados.
Pero, de ninguna manera es posible identificar al obispo de Mira con esa monstruosa invención de la propaganda yanki que, se lo haya querido o no, ha logrado suplantar definitivamente el sentido salvífico de la Navidad por una francachela (no de alcohol, que al fin de cuentas sería lo de menos) sino de refinada soberbia del “amor del hombre en favor del hombre sin Dios”: ateísmo idolátrico en frontal violación al primer precepto del decálogo: “Yo Yavé soy tu Dios… no habrá para ti otros dioses delante de mí” (Ex. 20,1) y “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Dt. 6,5, cit. por Lc. 10,27).
Así, pues, mis queridos lectores: Nada de sustitutos camuflados ni de dejarse engañar por la “labia” de los pseudo sapientes multimediáticos.
Que en esta nueva Natividad del Verbo según la Carne Él, y sólo Él, colme de alegría y paz nuestros corazones.
Ricardo Fraga

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