EL HOMBRE QUE DEJÓ DE FUMAR
P. G. Wodehouse
(de “Mr Mulliner speaking”)
En una asamblea mixta como el pequeño grupo de serios pensadores que se reúne cada noche en el salón-bar de "El Reposo de los Pescadores", es difícil esperar que siempre prevalezca una perfecta armonía. Todos somos hombres de carácter; y cuando hombres de carácter con opiniones propias se encuentran juntos, las discusiones están a la orden del día. Por consiguiente, aun en tal oasis de paz, a veces se oyen voces excitadas, golpes sobre la mesa, tenoriles "Permítame que le informe, caballero..." o baritonales "Y tenga la bondad de permitirme que le informe a usted...". A veces he visto propinar puñetazos y en una ocasión emplearse la palabra "estúpido".
Afortunadamente el Sr. Mulliner siempre está allí, dispuesto a calmar las borrascas con el mágico poder sedante de su personalidad, antes que las cosas vayan demasiado lejos. Cuando entré aquella noche, lo encontré mediando entre dos amigos cuyos pareceres, a juzgar por sus rostros enrojecidos, tenían que diferir notablemente.
-Caballeros, caballeros -estaba diciendo, en su suave tono diplomático-. ¿Qué sucede?
Uno de los dos, señaló con la boquilla de su pipa a su adversario, con aire amenazador.
-Está diciendo tonterías a propósito de la costumbre de fumar.
-Estoy diciendo cosas sensatas.
-No le oí ninguna.
-Dije que el fumar es dañino para la salud, y lo es realmente.
-No es cierto.
-Lo es. Puedo probarlo con mi experiencia personal. Hace tiempo -dijo-, yo también fui fumador, y el vicio me redujo a una ruina humana. Mis mejillas se hundieron, mis ojos parecían muertos y tenía la cara chupada, amarilla y horriblemente arrugada. Fué sólo al dejar de fumar cuando sobrevino en mí el cambio.
-¿Qué cambio? -dijo el otro.
El enemigo del humo, que parecía haber quedado ofendido por algo, se levantó, se dirigió con altanería hacia la puerta y desapareció en la noche. El Sr. Mulliner emitió un pequeño suspiro de alivio.
-Me alegro de que nos haya dejado -dijo-. Sobre el tema de los fumadores tengo unos puntos de vista fuertemente arraigados. Considero el tabaco como uno de los mejores dones de la naturaleza y me molesta que alguien lo denigre. ¡Cuán insulsos son sus argumentos y cuán fáciles de refutar! Dicen los detractores que si se ponen dos gotas de nicotina sobre la lengua de un perro, el animal muere instantáneamente, y cuando les pregunto si nunca han pensado en la infantil estratagema de no poner la nicotina sobre la lengua de un perro, no saben qué contestarme. Quedan desorientados. Se marchan refunfuñando algo a propósito de no haber pensado nunca en ello.
Aspiró su cigarro en silencio, durante unos momentos. Su afable rostro habíase tornado grave.
-Si quieren saber mi opinión, caballeros -dijo finalmente-, les diré que no hay nada más insensato que dejar de fumar. Semejante imprudencia despierta al demonio que duerme en todos nosotros. Dejar de fumar significa convertirse en una amenaza para la sociedad. No me será fácil olvidar lo que aconteció en el caso de mi sobrino Ignatius. Afortunadamente la cosa acabó bien, pero...
Aquellos de entre ustedes (dijo el Sr. Mulliner) que se mueven en los círculos artísticos, conocen probablemente la obra y el nombre de mi sobrino Ignatius. Es un pintor de retratos cuya reputación se está afirmando cada día más. En la época de que hablo, sin embargo, no era tan conocido como hoy, y, por consiguiente, tenía sus intervalos de ocio entre un encargo y otro. Estos intervalos los ocupaba tocando el ukelele y haciendo proposiciones matrimoniales a Hermione, la hermosa hija de Herbert J. Rossiter y de la sra. Rossiter, del número 3 de Scantlebury Square, Kensington. Scantlebury Square estaba precisamente a dos pasos de su estudio, y él tenía la costumbre, cuando disponía de un momento, de ir a casa de Hermione, pedirle que se casara con él y, después de haber sido rechazado, volver a su estudio, tocar una pieza o dos en el ukelele y luego encender la pipa, poner los pies sobre la repisa de la chimenea y preguntarse qué habría en él que desagradara a la adorable muchacha.
No era posible que ella despreciara su honrada pobreza, puesto que sus ingresos eran más que satisfactorios.
No era posible que hubiese oído algo vergonzoso sobre su pasado. Su pasado era impecable.
No era posible que él no le agradase físicamente, porque, al igual que todos los Mulliner, su aspecto era atractivo y, desde ciertos ángulos, incluso fascinador. Por otra parte, una muchacha crecida en una casa que contenía a un padre que era uno de los hombres más feos de Kensington, y a una pareja de antropoides, como sus dos hermanos Cyprian y George, podía difícilmente ser buen juez en cuestión de belleza varonil. Cyprian era pálido y flaco y escribía artículos sobre crítica de arte para los semanarios, y George era alto y gordo y no trabajaba en absoluto, habiendo desarrollado, desde su más tierna infancia, una considerable habilidad para dar a sus amigos pequeños sablazos.
A Ignatius se le ocurrió un día la idea de que uno de los dos podía darle alguna información sobre el problema. Solían ellos estar a menudo en compañía de Hermione y no era improbable que ella hubiera mencionado, un momento u otro, qué era lo que la inducía a rechazar obstinadamente el amor de un buen partido.
Fué a ver a Cyprian y le expuso francamente la cosa. Cyprian escuchó con atención, rascándose la patilla izquierda con una de sus flacas manos.
-¡Ah! -dijo Cyprian-. Uno percibe cierto rechazo en la muchacha a la hora de tomar en consideración sus proposiciones matrimoniales, ¿no es así?
-Eso es- replicó Ignatius.
-¿Uno se pregunta por qué uno no es capaz de hacer progreso alguno?
-Eso es.
-¿Uno se pregunta la razón de ello?
-Uno se lo pregunta, repetidas veces.
-Bueno, si uno realmente desea oír la verdad -dijo Cyprian, rascándose la patilla derecha-, da la casualidad de que yo sé que Hermione no quiere saber nada de usted porque le recuerda usted a mi hermano George.
Ignatius se tambaleó hacia atrás, aterrado, y un estertor de animal herido salió de sus labios.
-¿Que yo le recuerdo a George?
-Eso es lo que ella dice.
-Pero, ¡yo no puedo parecerme a George!
-Uno se limita a repetir lo que uno ha oído.
Ignatius salió tambaleándose de la habitación y, trotando a lo largo de Fulham Road, se dirigió a "La Cabra y la Botella" para tomar un estimulante. Y la primera persona que vió en el bar fué a George.
-¡Vaya ! - dijo George -. ¡Vaya, vaya, vaya!
Parecía más gordo y más corpulento que nunca, y la teoría de que él podía tener un posible parecido con aquel miserable mastodonte era tan desesperante que Ignatius decidió recabar una segunda opinión.
-George -dijo-, ¿tiene usted alguna idea del porqué su hermana Hermione rechaza mis proposiciones matrimoniales?
-Desde luego -dijo George.
-De veras? ¿Por qué?
George vació su copa.
-¿Me pregunta el por qué?
-Sí.
-¿Quiere usted saber la razón?
-Sí.
-Pues bien, antes que nada -dijo George- ¿puede prestarme un machacante hasta el viernes únicamente?
-No, no puedo.
-¿Ni siquiera diez pavas?
-Ni siquiera diez chelines. Le ruego que se atenga a mi pregunta y me diga por qué su hermana no quiere saber nada de mí.
-Está bien -dijo George- No sólo tiene usted tendencia a ser tacaño, sino que además ella dice que le recuerda usted a mi hermano Cyprian.
Ignatius se tambaleó y se hubiera caído de no haber puesto un pie sobre la barra.
-¿Que yo le recuerdo a Cyprian?
-Eso es lo que ella dice.
Con la cabeza gacha Ignatius dejó el bar y regresó a su estudio para meditar. Estaba herido en el corazón. Había pedido unos informes privados y se los dieron, pero nada lo habría podido dejar tan mal parado.
No sólo estaba herido en el corazón, sino que estaba completamente desorientado. El que un hombre -ampliando un poco las posibilidades- pudiera parecerse a George Rossiter, era inteligible. También lograba comprender que un individuo -suponiendo que la naturaleza le hubiera jugado una mala pasada atroz - pudiera parecerse a Cyprian. Pero, ¿cómo podía alguien parecerse a los dos?
Tomó un lápiz y un papel y se dedicó a hacer una lista, en columnas paralelas, de las cualidades y características de los dos hermanos. Cuando hubo terminado, la examinó cuidadosamente. Y se encontró con que había escrito lo siguiente:
GEORGE ---- CYPRIAN
Cara de cerdo--- Cara de camello
Granos--- Patillas
Gorrón comprobado--- Escribe críticas de arte
Dice "¡Vaya. vaya, vaya!---" Habla impersonalmente
Suelta manotazos --- Tiene una risita sórdida y maligna
Come demasiado--- Vegetariano
Cuenta chistes idiotas--- Recita poesías
Manos húmedas --- Manos huesudas
Frunció el entrecejo. El misterio aun no estaba resuelto. Y entonces llegó a la observación final.
GEORGE---- CYPRIAN
Fumador---- Fumador
Un estremecimiento corrió a través de Ignatius Mulliner. Aquí, finalmente, había un factor común. ¿Era posible... ? ¿Podía ser... ?
Parecía la única solución; sin embargo Ignatius se rebelaba ante esta idea. Su amor por Hermione era el centro de su vida, pero en segundo lugar, y a poquísima distancia, seguía el amor a su pipa. ¿Tenia, pues, que escoger entre las dos? ¿Podía hacer semejante sacrificio ?
Ignatius Mulliner vacilaba.
En aquel momento vio las once fotografías de Hermione Rossiter que le miraban desde la repisa de la chimenea y le pareció que le sonreían alentándole. No dudó más. Con un profundo suspiro, como el que habría podido emitir un padre que, atravesando las estepas rusas, se viese obligado a sacrificar a su hijito para librarse de una manada de lobos, se sacó la pipa de la boca, recogió las demás pipas, el tabaco, los cigarros, hizo un paquete y, llamando a la mujer que iba a hacerle la limpieza del estudio, se lo dio; le encomendó que llevase todo a su marido, un hombre estimable, llamado Parkins que, hallándose en situación precaria, sólo fumaba las colillas que lograba recoger por la calle.
Ignatius Mulliner había quemado sus naves.
Quien de ustedes haya hecho el experimento, sabrá que los dañinos efectos del dejar de fumar raras veces se hacen sentir inmediatamente en toda su virulencia. El procedimiento es gradual. En el primer período del proceso, el paciente no sufre desaliento, sino que se siente lleno de un bullicioso orgullo espiritual. Durante la mañana siguiente, Ignatius, mientras se paseaba por la calle, se encontró mirando a sus semejantes que tenían la pipa o un cigarrillo entre los labios con compasivo desdén. Sentíase como un santo, purificado de las bajas emociones por una vida de ascetismo. Habría querido decir a toda aquella gente cuán dañinos son la nicotina y el alquitrán, y describirles la intensa irritación que causa a la garganta y las superficies mucosas. Experimentaba la necesidad de parar a todos los desgraciados que fumaban tranquilamente su cigarro, e informarles que el tabaco contiene una apreciable cantidad de un gas llamado monóxido de carbono que al mezclarse con los pigmentos de la sangre forma una combinación que impide a los glóbulos llevar oxígeno a los tejidos. En suma, habría querido hacerles comprender que el fumar era sencillamente una mala costumbre que con un poco de fuerza de voluntad podía un hombre dejar cuando le viniese en gana.
Sólo después de haber regresado a su estudio para dar las últimas pinceladas a su cuadro para la Academia sobrevino el segundo período.
Tras consumir una comida de artista, consistente en dos sardinas, los restos de un jamón y una botella de cerveza, mientras su estómago comenzaba a tomar conciencia de que el almuerzo no terminaría con la pipa acostumbrada, experimentó una vaga sensación de vacío y de pérdida, semejante a la que experimentara el historiador Gibbon al completar su "Decadencia y Cada del Imperio Romano". Los síntomas consistían en una gran desgana para el trabajo y en una sensación de opresión, como si acabara de perder a un amigo querido. Le parecía que la vida ya no tenía ningún atractivo. Se paseaba por el estudio, perseguido por la impresión de que estaba viviendo sin hacer algo que hubiese tenido que hacer. De cuando en cuando expelía bocanadas de aire, y una vez o dos se cerraron sus dientes, como si intentaran oprimir algo que no estaba allí.
La tristeza lo invadía. Tomó su ukelele, un instrumento del que, como ya he dicho, era muy devoto, y tocó durante un rato "Old Man River". Pero la melancolía aumentaba. Y, de pronto, le pareció haber descubierto su causa. Lo que sucedía era que no estaba haciendo bastantes obras buenas en el mundo.
El mundo, pensó, es un lugar triste y gris, y nosotros estamos en él para procurar, en la medida de nuestras fuerzas, la felicidad de los demás. Si nos concentramos en nuestros placeres egoístas, ¿qué encontramos? Encontramos que todo acaba desilusionándonos. Nos cansamos de comer sardinas y jamón. El ukelele pierde su encanto. Naturalmente, si pudiéramos sentarnos y poner los pies en alto y acercar una cerilla a nuestra vieja pipa, la cosa sería muy diferente. Pero hemos dejado de fumar; por consiguiente, no nos queda sino hacer felices a los demás. En pocas palabras, a las tres en punto, Ignatius había alcanzado el tercer período: el lacrimoso-sentimental. La consecuencia fué que tomó el sombrero y se dirigió al trote hacia Scantlebury Square.
Pero su objetivo no era, como de costumbre, el de pedir la mano de Hermione Rossiter. Tenía una finalidad más altruísta. Desde hacía algún tiempo, con vagas insinuaciones y observaciones apenas sugeridas, la sra. Rossiter le había hecho comprender que deseaba extraordinariamente que él pintara el retrato de su hija, pero hasta aquel momento había hecho oídos de mercader a todas aquellas observaciones e insinuaciones. El maternal corazón de la sra. Rossiter deseaba, él lo sabía, tener el retrato gratis; y a pesar del amor que sentía por su hija, Ignatius nunca pensó en tal claudicación, contraria a todos los principios de un artista. Ignatius Mulliner, el hombre, podía tener la idea de hacerse grato a la muchacha que amaba, pintando su retrato por nada, pero Ignatius Mulliner, el pintor, tenía su tarifa de precios y hasta aquel día había sido el segundo Ignatius Mulliner quien dijera la palabra definitiva.
Aquella tarde, en cambio, todo era diferente. Con un breve, pero conmovedor discurso, informó a la madre de Hermione que su más caro deseo era el de pintar el retrato de su hija; que por tan gran privilegio nunca habría soñado en pedir un penique; y si ella quería ir a su estudio al día siguiente con Hermione, él pondría inmediatamente manos a la obra.
En realidad, estuvo a punto de ofrecerse para pintar otro retrato a la sra. Rossiter, en traje de noche, con su griffon belga. Sin embargo, no alcanzó a pronunciar las fatales palabras; y quizá fuera el recuerdo de esta reticencia lo que, mientras estaba en la calle después de la entrevista, le dió la impresión de no haber sido todo lo altruísta que hubiera podido ser. Atormentado por el remordimiento, decidió ir a ver al pobre Cyprian y decirle que fuera a su estudio, al día siguiente, a criticar su cuadro para la Academia. Después de lo cual iría a buscar al querido George para darle algún dinero.
Diez minutos más tarde Ignatius se hallaba en la salita de Cyprian.
-Uno desea... ¿qué? - dijo Cyprian, incrédulo.
-Uno desea - repitió Ignatius - que venga usted mañana por la mañana a echar un vistazo al cuadro de uno para la Academia, y que emita su opinión acerca de él.
-¿Habla uno realmente en serio? –vociferó Cyprian con lágrimas en los ojos. Muy raras veces recibía invitaciones de este tipo. En realidad, por haber dado a los artistas su opinión de las pinturas, le habían echado de más estudios que a ningún otro crítico de Chelsea.
-Uno habla perfectamente en serio -le aseguró Ignatius-. Uno comprende que la opinión de un experto sería impagable.
-Entonces uno estará en su estudio a las once en punto -dijo Cyprian -, sin falta.
Ignatius estrechó su mano calurosamente y se apresuró a ir a "La Cabra y la Botella" en busca de George.
-George -le dijo-, mi querido amigo, he pasado la noche en vela, preguntándome si tenía bastante dinero. El temor de que usted estuviera en apuros económicos me hería como un puñal. Pídame cuanto necesite.
La cara de George estaba parcialmente oculta por un vaso de cerveza. Al oír esas palabras sus ojos parecieron salirse de las órbitas y adquirieron una súbita expresión de agudo horror. Bajó el vaso, se secó los labios y levantó la mano derecha.
-Esto -dijo con temblorosa voz-, es el final. Desde este momento he acabado con el alcohol. Sí, usted ha visto a George Plimsoll Rossiter beber su último trago. No soy un hombre nervioso, pero sé cuando he tenido demasiado. Y cuando sucede que los oídos de un individuo se han ido...
Ignatius le dió un cariñoso golpecito en el brazo.
-Sus oídos no se han ido a ninguna parte, George -dijo-. Todavía están aquí.
Y allí efectivamente estaban sus orejas, mayores y más rojas que nunca. Pero George no estaba para ser consolado.
-Quiero decir, cuando un individuo cree oír unas cosas... Le doy mi solemne palabra, viejo amigo..., le aseguro solemnemente que habría jurado haberle oído a usted ofrecerme dinero voluntariamente.
-Es lo que acabo de hacer.
-¿Lo ha hecho?
-Claro que sí.
-¿Quiere decir que usted, realmente..., literalmente..., sin ninguna especie de solicitud por mi parte..., sin que yo dijera una sola palabra para indicarle que me iría la mar de bien un pequeño préstamo hasta el jueves..., absolutamente, positivamente, se ha ofrecido a prestarme dinero?
-En efecto.
George exhaló un profundo suspiro y volvió a tomar el vaso.
-Todas esas obras modernas y progresistas que niegan los milagros -dijo severamente- son ridículas. Las desapruebo. Las repudio totalmente. Y, ¿hasta cuánto? -continuó, mirándole con aire de adoración -. ¿ Hasta qué punto, llamémosle así, estaría dispuesto a llegar? ¿Un machacante ?
Ignatius arqueó las cejas.
-Un machacante es poco, George - dijo con tranquilo reproche.
George emitió unos pequeños ruidos gorgoteantes.
-¿Cinco?
Ignatius movió la cabeza. El movimiento era una silenciosa amonestación.
-Corrija esta mentalidad mezquina, George - le apremió -. Sea grande y amplio. Piense con más esplendidez,
-¿No serán... diez?
-Yo iba a sugerir quince libras - dijo Ignatius -, si está usted seguro de que será suficiente.
-¡Vaya, vaya, vaya!
-¿Está usted seguro de que podrá arreglárselas con eso? Yo sé cuántos gastos tiene usted.
-¡Vaya, vaya, vaya !
-Muy bien, pues. Si se contenta con quince libras, venga a mi estudio mañana por la mañana, y nos pondremos de acuerdo.
Y, lleno de fervor, Ignatius pegó alegremente un manotazo en el hombro de George, y se fué.
-Algo emprendido, algo hecho -se dijo a sí mismo mientras se metía en cama unas horas más tarde- Me merezco una noche de reposo.
Como muchos hombres que viven intensamente y tienen un trabajo intelectual, mi sobrino Ignatius tenía un sueño pesado. Por lo general, al despertar en un nuevo día, se pasaba un tiempo considerable tumbado de espaldas en una especie de coma y no se reanimaba hasta que le hacía salir de la cama el suave y excitante olor del tocino que se estaba friendo. Sin embargo, a la mañana siguiente, en cuanto abrió los ojos tuvo conciencia de una extraña agitación. Estaba malhumorado en grado extraordinario. En pocas palabras, había alcanzado el período en que el paciente se torna un poco nervioso.
Sí; analizando sus emociones, percibía que estaba decididamente nervioso. El rumor del gato que caminaba por el pasillo le causaba una aguda irritación. Estaba a punto de llamar a la señora Perkins, su criada, para decirle que hiciera pasar al animalito, cuando ella pegó súbitamente un golpe en la puerta para informarle de que el agua para su afeitado estaba lista; y al oír el ruido, pegó él un salto hasta el techo entre un revoltijo de sábanas y mantas, describió tres saltos mortales completos en el aire y aterrizó en el suelo, temblando como un mustang espantado. Su corazón estaba enredado con sus amígdalas, sus ojos estaban desorbitados y, entre tanto, se preguntaba cuántas almas humanas, además de él mismo, habrían sobrevivido a la explosión de la bomba.
Al volver la razón a su trono, su primer impulso fue el de echarse a llorar silenciosamente. Recordando al cabo de un momento que él era un Mulliner, se tragó las poco viriles lágrimas y, dirigiéndose al cuarto de baño, se tomó una ducha fría y se encontró un poco mejor. Un buen desayuno completó la cura, y estaba casi volviendo a la normalidad, cuando el descubrimiento de que sobre el lugar no había ninguna pipa ni resto alguno de tabaco, le puso de nuevo de un humor infernal.
Ignatius Mulliner permaneció durante largo rato con la cara escondida entre las manos, mientras todas las tristezas de este mundo parecían erguírsele delante. Luego, bruscamente, su humor pareció sufrir otro cambio. Un momento antes había experimentado una intensa piedad por la raza humana. Ahora se percataba de que la raza humana le importaba un comino. El único sentimiento que sus semejantes despertaban en él era una profunda antipatía. Ardía en irritado odio hacía todas las cosas creadas. Si el gato hubiese estado presente, le habría dado de patadas. Si la sra. Perkins hubiera entrado, la habría aporreado con un bastón. Pero el gato había ido a restaurar sus tejidos en el cubo de la basura, y la sra. Perkins se hallaba en la cocina, cantando unos himnos. Ignatius hervía con furia reprimida. Allí estaba, con todo aquel odio reconcentrado, sin que hubiera a la vista un solo ser viviente sobre quien desahogarlo. Así, se dijo con una risa amarga, es como suceden las cosas.
Y justamente en aquel instante, la puerta se abrió, y allí, con el aspecto de un camello que llega al oasis, se hallaba Cyprian.
-¡Ah, mi querido amigo!-dijo Cyprian-. ¿Puede uno entrar?
-Adelante -dijo Ignatius.
A la vista de aquel crítico de arte que no sólo tenía dos rotundas patillas, sino que además llevaba una de esas corbatas negras que dan doble vuelta alrededor del cuello y empeoran en un cincuenta por ciento el repulsivo aspecto de quien las lleva, una excitación extraña y febril se había apoderado de Ignatius Mulliner. Sentíase como un tigre en el Parque Zoológico que ve a su guardián acercarse con la bandeja del almuerzo. Pasó lentamente la lengua por sus labios y miró ceñudamente a su visitante. De un gancho de la pared colgaba una daga de Damasco, ricamente labrada. La descolgó y probó su filo con la yema del pulgar.
Cyprian estaba vuelto de espaldas y examinaba el cuadro a través de un monóculo con montura negra. Meneaba la cabeza haciéndose visera con la mano y emitía los ridículos sonidos propios de un crítico de arte.
-Sss-s-sssí -dijo Cyprian -. Pseh. Jam. Hummm. Jrrmfffuh. La cosa tiene ritmo... indudable ritmo, y, hasta cierto punto, algunas curvas inevitables. Sin embargo, ¿puede uno decir en conciencia que lo encuentra enteramente hermoso? Uno teme que uno no puede.
-¿No? -dijo Ignatius.
-No -dijo Cyprian. Jugueteó con su patilla izquierda. Parecía estar dándole masaje, por alguna razón personal-. Uno siente inevitablemente, a la primera mirada, que la pátina carece de vitalidad.
-¿Sí?-dijo Ignatius.
-Sí -dijo Cyprian. De nuevo se dió masaje a la patilla. Era demasiado pronto para juzgar si había hecho algún progreso. Cerró los ojos, los abrió, los entornó una vez más, jugueteó con los dedos, echó la cabeza para atrás y vació su pecho con un sonido sibilante, como si estuviese gobernando a un caballo-. Sin discusión, uno siente en la pátina una falta de vitalidad. Y la vitalidad no ha de ser sacrificada. El artista ha de usar su paleta como una orquesta. Ha de manejar sus colores como un gran director de orquesta usa sus instrumentos. Ha de haber una forma significativa. El color ha de tener una lisura, una gravedad, ¿puedo decir: un aroma? La figura ha de ser colocada sobre la tela de un modo no sólo armonioso, sino también despierto. Unicamente así puede una pintura ser exquisitamente viva. Y, por lo que atañe a la pátina...
Se interrumpió. Tenía que decir algo más a propósito de la pátina, pero había oído inmediatamente detrás suyo un rumor furtivo, extraño, equívoco, semejante al que produce un leopardo en la selva cuando caza a su presa. Volviéndose en redondo, vio a Ignatius que avanzaba hacia él. Los labios del artista estaban contraídos sobre sus dientes en una sonrisa diabólica. Sus ojos despedían relámpagos. Y con una mano asía una daga de Damasco que, observó Cyprian, estaba ricamente labrada.
Un crítico de arte que se pasa la vida visitando los estudios de Chelsea y expresando su opinión a los artistas que están acabando sus cuadros para la Academia adquiere, inevitablemente, la costumbre de pensar rápidamente. De otro modo no sobreviviría a la primera visita. Lanzar una mirada a la puerta, reparar en que estaba cerrada y en que su huésped estaba entre él y aquella única salida, fué para Cyprian Rossiter trabajo de un momento; saltar detrás del caballete, fué trabajo de otro momento. Y con el caballete como base, los dos hombres jugaron silenciosamente al escondite durante unos tensos minutos. Fué a la mitad de la duodécima vuelta cuando Cyprian recibió una herida en un brazo.
En otro hombre, esto habría producido el efecto de hacerle vacilar y perder la cabeza, tornándose así fácil presa para su perseguidor. Pero Cyprian tenía la ventaja de haber pasado anteriormente por situaciones semejantes. Sólo uno o dos días antes, uno de los más célebres pintores de animales de toda Inglaterra le había dado caza durante casi una hora en una infructuosa tentativa de aporrearle con un bastón corto guarnecido de hierro. Conservó la serenidad. Frente al peligro su velocidad, ya notable de por sí, aumentó, y cuando finalmente Ignatius tropezó en el borde de una alfombra, aprovechó la oportunidad, como estratega que ha de ser todo crítico de arte que se mete con los artistas, para saltar ágilmente dentro de un armario que se hallaba cerca del estrado de los modelos. Ignatius volvió a encontrar el equilibrio demasiado tarde. Librándose de la alfombra, corrió hacia el armario y comenzó a tirar del asidero, pero Cyprian oponía una sólida resistencia desde el interior, de modo que Ignatius no pudo desalojarle. Abandonó, pues, la lucha, y, alejándose enojado, cogió el ukelele y comenzó a tocar "Old Man River".
Apenas había empezado cuando la puerta se abrió de nuevo y compareció George.
-¡Vaya, vaya, vaya!-dijo George.
-¡Ah! -dijo Ignatius.
-¿Qué quiere decir con ese "Ah" ?
-Solamente "¡Ah!" -dijo Ignatius.
-He venido por aquel dinero.
-¿Ah?
-Aquellos veinte machacantes, o lo que sea, que tan decentemente me prometió usted ayer. Y esta mañana, estando en la cama, se me ocurrió una idea: ¿por qué no han de ser veinticinco? Una bonita suma redonda - arguyó George.
-¡Ah!
-Continúa usted diciendo "Ah" dijo George-. ¿Por qué dice usted "Ah" ?
Ignatius se irguió con altanería.
-Este es mi estudio, pagado con mi dinero, y aquí puedo decir "Ah" todas las veces que me dé la gana.
-Naturalmente -convino George con premura-. Naturalmente, mi querido amigo, naturalmente, naturalmente. ¡Hola! -Miró hacia abajo-. Se me ha soltado el cordón de un zapato. Es peligroso. Podría hacerme caer. Disculpe un momento.
Se inclinó; y al mirar el espacioso trasero de sus pantalones, a Ignatius se le ocurrió la idea de que en tales circunstancias sólo había una cosa que hacer. Movió suavemente la pierna derecha para desentumecerla, retrocedió un par de pasos y la lanzó violentamente hacia adelante.
La señora Rossiter, entre tanto, acompañada de su hija Hermione, había dejado Scantlebury Square y, aunque fuera un tanto asmática, había salvado el recorrido en un tiempo bastante breve. Pero el esfuerzo había sido superior a sus fuerzas y por las escaleras se vió obligada a detenerse para tomar un corto descanso. Mientras estaba allí, resoplando levemente como una foca después de haberse zambullido para buscar peces, algo pasó a su lado como un torbellino en la oscuridad.
-¿Qué era eso? -exclamó.
-También a mí me pareció haber visto algo -dijo Hermione.
-Algún objeto pesado que se movía.
-Sí -dijo Hermione-. Quizá valdría más que subiéramos y le preguntaráramos al Sr. Mulliner si ha echado algo escaleras abajo.
Continuaron su ascensión y llegaron al estudio. Ignatius se sostenía sobre el pie izquierdo, mientras se hacía masaje en los dedos del derecho. Los artistas son proverbialmente unos soñadores, con la cabeza llena de musarañas, y demasiado tarde se había dado cuenta de que llevaba zapatillas. A despecho del dolor de que era presa, su expresión era satisfecha. Tenía el aspecto de un hombre conciente de haber obrado bien.
-Buenos días, Sr. Mulliner -dijo la sra. Rossiter.
-Buenos días, Sr. Mulliner -dijo Hermione.
-Buenos días -dijo Ignatius, mirándolas con profundo desagrado. Se maravillaba de haberse sentido atraído por aquella muchacha. Hasta aquel momento su animadversión se había manifestado contra el segmento masculino de la familia, pero ahora que la tenía delante, se percataba de que el verdadero prototipo de esa, familia de seres incalificables era precisamente Hermione. El breve rayo de joie-de-vivre que siguiera a la entrevista con George había muerto, dejándole en un estado de ánimo más negro que nunca. No me atrevo a pensar en lo que habría podido suceder si Hermione hubiese escogido aquel momento para anudarse la cinta del zapato.
-Bueno, aquí estamos -dijo la sra. Rossiter.
En este punto, inadvertida, la puerta del armario comenzó a abrirse silenciosamente. Un pálido rostro se asomó. Un instante después había una nubecilla de polvo, un crujido y luego el rumor de unos pies que bajaban los escalones de tres en tres.
La Sra. Rossiter se llevó una mano al corazón y suspiró.
-¿Qué fue eso?
-No lo pude observar bien -dijo Hermione -, pero creo que era Cyprian.
Ignatius profirió un apasionado grito y salió al rellano de la escalera.
-¡Se escapó!
Regresó con el rostro contraído y refunfuñando algo para sí. La Sra. Rossiter lo escrutó atentamente. Parecíale claro que lo que le hacía falta eran dos psiquiatras quienes firmaran el necesario certificado con sus plumas estilográficas, pero no por esto se desanimó. Después de todo, pensaba, con no poco sentido común, un artista chiflado es tan bueno como un artista sano, siempre que no cobre la ejecución de un retrato.
-Bueno, Sr. Mulliner -dijo alegremente, alejando de su mente el problema de las razones por las que su hijo Cyprian había estado en aquel estudio, portándose como el rápido de Escocia-, Hermione no tiene nada que hacer esta mañana, así que si usted está libre, ahora sería un buen momento para la primera sesión.
Ignatius salió de su ensimismamiento.
-¿Sesión?
-Para el retrato.
-¿Qué retrato ?
-El retrato de Hermione.
-¿Quiere usted que pinte el retrato de la srta. Rossiter?
-Pero, usted dijo que lo deseaba... anoche mismo.
-¿De veras? -dijo Ignatius, pasándose la mano por la frente. Es posible. Muy bien. Tenga la amabilidad de ir al escritorio y firmar un cheque por cincuenta libras. ¿Tiene usted su talonario de cheques?
-Cincuenta... ¿qué?
-Guineas -dijo Ignatius-. Cien guineas. Siempre exijo un depósito antes de comenzar un trabajo.
-Pero anoche usted dijo que la pintaría por nada.
-¿Yo dije que la pintaría por nada?
-Sí.
Un vago recuerdo de haberse portado de la absurda manera mencionada, se asomó a la mente de Ignatius.
-Bueno, y suponga que lo dije -gritó-. ¿ Es que las mujeres nunca podrán comprender cuando un hombre les habla en broma? ¿No tienen ningún sentido del humor? ¿Han de tomar literalmente cualquier chanza? Si usted quiere el retrato de la srta. Rossiter, lo pagará sin discusiones, como es costumbre. Lo que me molesta, es el hecho de que usted quiera el retrato de una muchacha que no sólo tiene un aspecto que carece en absoluto de atractivo, sino que además posee una tez de color amarillo opaco. Y sus rasgos son borrosos. Sí, cuanto más la miro, más me doy cuenta de que definitivamente tiene unos contornos vacilantes. Su cara es descolorida y enfermiza. Sus ojos carecen de la luz de la inteligencia. Tiene las orejas salidas y la barbilla hacia adentro. Para resumir, su aspecto total me causa un indefinible malestar; y, si lo pienso mejor, tendré que cargar un extra por daños morales e intelectuales causados por tener que estar sentado frente a ella, mirándola.
Con estas palabras, Ignatius Mulliner se volvió y comenzó a hurgar en un cajón, buscando una pipa, pero el cajón no contenía pipa alguna.
-¿Qué? -gritó la Sra. Rossiter.
-Ya lo oyó usted -replicó Ignatius.
-¡Mis sales! - farfulló la Sra. Rossiter.
Ignatius pasó una mano por la repisa de la chimenea. Abrió dos armarios y miró debajo del diván. Pero no encontró pipa ninguna.
Los Mulliner son por naturaleza una familia cortés; y viendo a la Sra. Rossiter en estado comatoso, Ignatius tuvo la sensación, algo tardía, de no haberse portado con mucho tacto.
-Es posible -dijo- que mis recientes observaciones le hayan causado un disgusto. Si es así, lo siento. Mi disculpa es que provienen de un corazón sincero. Estoy hasta la coronilla de toda la raza humana y considero a la entera familia Rossiter quizá como sus más negras manchas. No puedo sufrir a la familia Rossiter. Me parece que para ellos no tendría que haber sitio en el mundo. Todo cuanto pido de los Rossiter es su sangre. Por poco no alcancé a Cyprian con una daga, pero fué demasiado rápido para mí. Si fracasa como crítico, siempre habrá un porvenir para él como bailarín ruso. Con George tuve decididamente mejor suerte. Le he dado la mejor patada que jamás suministré a uno de mis semejantes. Si hubiese sido disparado por un cañón, su hijo no habría salido de aquí con más rapidez. Probablemente les pasó al lado por las escaleras.
-¡Así era eso lo que nos pasó rozando! -dijo Hermione, interesada-. Recuerdo haber pensado que olía a George.
La Sra. Rossiter estaba boquiabierta.
-¡Usted le dió una patada a mi hijo!
-Una excelente patada en el trasero, señora -dijo Ignatius, con modesto orgullo-, como si lo hubiera estado ensayando durante varias semanas.
-¡Mi pobre niño! -gritó la sra. Rossiter; y saliendo precipitadamente de la habitación, bajó corriendo las escaleras en busca de los restos. La mejor amiga de un muchacho siempre es su madre.
En el estudio, Hermione miraba a Ignatius, y en sus ojos había una expresión que él jamás notara antes.
-No le creía a usted tan elocuente, Sr. Mulliner -dijo la muchacha, rompiendo el silencio-. ¡Qué descripción más vívida hizo usted de mí! Un verdadero poema en prosa.
Ignatius hizo un gesto vago.
-Oh, bueno -dijo.
-¿De veras piensa usted que soy así?
-Sí.
-¿Amarilla?
-Amarilla verdosa.
-¿Y mis ojos... ? -titubeó ella, buscando la palabra.
-No muy diferentes de dos ostras azules -dijo Ignatius, acudiendo en su ayuda- que han muerto varios días atrás.
-Así, pues, ¿usted no admira mi aspecto físico?
-Disto mucho de admirarlo.
Estaba ella diciéndole algo pero él había dejado de escucharla. De pronto se había acordado de que un par de semanas antes, durante una pequeña fiesta que dió en su estudio, arrojó un cigarro a medio fumar detrás del escritorio. Y como ninguna criada puede, según las reglas de su gremio, barrer detrás de un escritorio, podía -no, debía- estar todavía allí. Con ansia febril apartó el mueble. Estaba.
Ignatius Mulliner exhaló un suspiro extático. Blando y deteriorado, cubierto de polvo y roído por los ratones, el objeto que estaba entre sus dedos era, con todo, un cigarro; un auténtico cigarro apto para ser fumado, con su regular contenido del ocho por ciento de monóxido de carbono. Encendió una cerilla y al momento siguiente comenzó a fumar.
Y en aquel instante, toda la dulzura y la suavidad de que es capaz un hombre invadió su alma como una enorme y arrolladora oleada. Con la misma rapidez con que un conejo manejado por un prestidigitador competente se transforma en un ramo de flores, en una pecera con peces de colores o en una bandera, Ignatius Mulliner se transformó en un ser lleno de dulzura y de luz, lleno de caridad hacia todos y sin malicia hacia nadie. La nicotina obró sobre las superficies mucosas, y él le dió la bienvenida como a un hermano perdido desde hacía mucho tiempo. Se sentía alegre, contento y feliz.
Miró a Hermione, que seguía allí, con sus ojos brillantes y su hermoso rostro radiante, y se percató de que se había equivocado. Lejos de ser un borrón, era la más suave criatura que jamás hubiera respirado el aire perfumado de Kensington.
Y entonces, helando su éxtasis y deteniendo los latidos de su corazón, le vino el recuerdo de cuanto dijera a propósito de su aspecto. Sintióse palidecer y desfallecer. Si jamás un hombre se había arruinado a sí mismo irremediablemente, este hombre era Ignatius Mulliner. Y no albergaba esperanza ninguna.
Hermione seguía mirándole, y la expresión de su rostro parecía en cierto modo sugerir que ella estaba esperando algo.
-¿Y bien?-. dijo ella.
-¿Usted perdone?-dijo Ignatius.
Ella frunció el ceño.
-Bueno, ¿no va usted a... ejem... ?
-¿A qué ?
-Bueno, a abrazarme, y todo lo demás... - dijo Hermione, sonrojándose de un modo encantador.
Ignatius se tambaleó.
-¿Quién, yo?
-Sí, usted.
-¿Abrazarla yo?
-Sí.
-Pero... ejem... ¿no le molestaría?
-¿Por qué habría de mosletarme?
-Quiero decir... después de todo lo que dije...
Ella le miró, extrañada.
-¿No escuchó usted lo que acabo de explicarle? -gritó.
-Lo siento -balbuceó Ignatius-. Estaba muy preocupado hace un momento. Debe habérseme escapado. ¿Qué dijo usted?
-He dicho que si realmente piensa usted que yo tengo este aspecto, usted no me ama, como siempre creí, por mi mera belleza, sino por mi intelecto. ¡Y si usted supiera cuánto he deseado siempre ser amada por mi intelecto!
Ignatius dejó el cigarro y emitió un profundo suspiro.
-Déjeme poner las cosas en claro -dijo-. ¿Quiere usted casarse conmigo?
-Claro que quiero. Siempre me atrajo usted de un modo extraño, Ignatius, pero siempre pensé que usted me veía como una muñeca..
El tomó el cigarro, aspiró una larga bocanada de humo, lo dejó de nuevo, dió un paso hacia adelante, tendió los brazos y la atrajo contra su pecho. Durante un largo instante permanecieron abrazados, murmurando las dulces palabras que tan bien conocen los enamorados. Luego, desasiéndose suavemente, volvió él a su cigarro y aspiró otra vigorizadora bocanada.
-Por otra parte -dijo ella- ¿cómo podría una muchacha dejar de amar a un hombre capaz de hacer volar a mi hermano George escaleras abajo de una sola patada?
El rostro de Ignatius se oscureció.
-¡George ! Esto me hace recordar algo. Cyprian me refirió que tú dijiste que me parecía a él.
-¡Oh ! Yo no creía que él fuera a repetírtelo.
-Pues lo hizo -dijo Ignatius, tristemente-. Y esta sola idea era una agonía.
-Pero yo sólo quería decir que tú y George siempre estáis tocando el ukelele. Detesto el ukelele.
La cara de Ignatius se despejó.
-Esta misma tarde daré el mío a los pobres. Y respecto a Cyprian... George dijo que tú dijiste que yo te lo recordaba.
Ella se apresuró a tranquilizarlo.
-Sólo es en tu modo de vestir. ¡Los dos usáis unos trajes tan horriblemente desastrados!...
Ignatius la atrajo una vez más entre sus brazos.
-Me acompañarás ahora mismo al mejor sastre de Londres -dijo-. Dame un minuto para ponerme los zapatos, y estoy contigo. ¿No te importa, si de paso, me detengo un momento en la tabaquería? Tengo que hacer un encargo especial.