Pages

viernes, 21 de septiembre de 2012

ABUSO DE LA DIVINA MISERICORDIA



                               



Ignoras quoniam benignitas Dei ad poenitentiam te adducit?
 
¿No sabes que la benignidad de Dios te convida a penitencia?
Ro., 2, 4.


PUNTO 1
Refiérase en la parábola de la cizaña que, habiendo crecido en un campo esa mala hierba mezclada con el buen grano, querían los criados ir a arrancarla. Pero el amo les replicó: «Dejadla crecer: después la arrancaremos para echarla al fuego» (Mi., 13, 29, 30). Infiérase de esta parábola, por una parte, la paciencia de Dios para con los pecadores, y por otra, su rigor con los obstinados.
Dice San Agustín que el enemigo engaña de dos maneras a los hombres: «Con desesperación y con esperanza.» Cuando el pecador ha pecado ya, le mueve a desesperarse por el temor de la divina justicia; pero antes de pecar le anima a que caiga en tentación por la esperanza de la divina misericordia. Por eso el Santo nos amonesta diciendo: «Después del pecado ten esperanza en la misericordia; antes del pecado teme la divina justicia.» Y así es, en efecto. Porque no merece la misericordia de Dios el que se sirve de ella para ofenderle. La misercordia se usa con quien teme a Dios, no con quien la utiliza para no temerle. El que ofende a la justicia—dice él Abulense—, puede acudir a la misericordia; mas el que ofende a la misericordia, ¿a quién acudirá?
Difícilmente se hallará un pecador tan desesperado que quiera expresamente condenarse. Los pecadores quieren pecar, mas sin perder la esperanza de salvación. Pecan, y dicen: Dios es la misma bondad; aunque ahora peque, yo me confesaré más adelante. Asi piensan los pecadores, dice San Agustín (Trac., 33, in Jn.). Pero, ¡oh Dios mío!, así pensaron muchos que ya están condenados.
«No digas—exclama el Señor—la misericordia de Dios es grande: mis innumerables pecados, con un acto de contrición me serán perdonados» (Ecl., 5, 6). No habléis así—nos dice el Señor—. ¿Y por qué? «Porque su ira está tan pronta como su misericordia; y su ira mira a los pecadores» (Ecl., 5, 7).
La misericordia de Dios es infinita; pero los actos de ella, o sea los de conmiseración, son finitos. Dios es clemente, pero también justo. «Soy justo y misericordio¬so;—dijo el Señor a Santa Brígida—, y los pecadores sólo atienden a la misericordia.» «Los pecadores—escribe San Basilio—no quieren ver más que la mitad.» «Bueno es el Señor; pero, además, es justo. No queramos considerar únicamente una mitad de Dios.»
Sufrir al que se sirve de la bondad de Dios para mas ofenderle—decía el Santo Avila—, antes fuera injusticia que misericordia. La clemencia fue ofrecida al que teme a Dios, no a quien abusa de ella. Et misericordia ejus timentibus eum, como exclamaba en su cántico la Virgen Santísima. A los obstinados los amansa la justicia, porque, como dice San Agustín, la veracidad de Dios resplandece aun en sus amenazas (1).
«Guardaos—dice San Juan Crisóstomo (2)—cuando el demonio (no Dios) os promete la divina misericordia con el fin de que pequéis.» «¡Ay de aquel—añade San Agustintín—que para pecar atiende a la esperanza!...(In Sal. 144). i A cuántos ha engañado y perdido esa vana ilusión! > (3). ¡Desdichado del que abusa de la piedad de Dios para ofenderle más!... Lucifer—como afirma San Bernardo— fué con tan asombrosa presteza castigado por Dios, porque al rebelarse esperaba que no recibiría castigo.
El rey Manases pecó; convirtióse luego, y Dios le perdonó. Mas para Amón, su hijo, que, viendo cuan fácil había conseguido el perdón su padre, llevó mala vida con esperanza de ser también perdonado, no hubo misericordia. Por esa causa—dice San Juan Crisóstomo—se condenó Judas, porque se atrevió a pecar confiado en la benignidad de Jesucristo (4).
En suma: si Dios espera con paciencia, no espera siempre. Pues si el Señor siempre nos tolerase, nadie se condenaría; pero la opinión más común es que la mayor parte de los cristianos adultos se condena. «Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por él» (Mt., 7, 13).
Quien ofende a Dios, fiado en la esperanza de ser perdonado, «es un escarnecedor y no un penitente»—dice San Agustín—. Por otra parte, nos afirma San Pablo que «Dios no puede ser burlado» (Ga., 6, 7). Y sería bur¬larse de Dios el ofenderle siempre que quisiéramos y lue¬go ir a la gloria. Quien siembra pecados no ha de esperar otra cosa que el eterno castigo del infierno (Gal., 6, 8).
La red con que el demonio arrastra a casi todos los cristianos que se condenan es, sin duda, ese engaño con que los seducía diciéndoles: Pecad libremente, que a pesar de todo ello os habéis de salvar. Mas el Señor maldice al que peca esperando perdón (5).
La esperanza después del pecado, cuando el pecador de veras se arrepiente, es grata a Dios; pero la de los obstinados le es abominable (Jb., 11, 20). Semejante es-peranza provoca el castigo de Dios, asi como provocaría a ser castigado el siervo que ofendiese a su señor precisamente porque éste es bondadoso y amable.
(1) Qui verus est in promittendo, verus est in minando.
(2) Hom., 50 ad pop. Antioch.
(3) Dinumerari non possunt quantos haec inanis spei umbra deceperit.
(4) Fidit in lenitate magistri.
(5) Maledictus homo qui peccat in spe.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¡Mirad cómo soy uno de los que os han ofendido porque erais bueno con ellos!... ¡ Oh Señor!, esperadme aún. No me abandonéis todavía, que yo espero, con el auxilio de vuestra gracia, no provocaros mas a que me dejéis.
Me arrepiento, ¡oh Bondad infinita!, de haberos ofendido y de haber tanto abusado de vuestra paciencia. Os doy gracias porque hasta ahora me habéis tolerado; Y de hoy en adelante no volveré a ser, como he sido, un miserable traidor. Os amo sobre todas las cosas; aprecio vuestra gracia más que a todos los reinos del mundo, y antes que perderla preferiría perder mil veces la vida.
Dios mío, por amor de Jesucristo, concededme, con vuestro santo amor, el don de la perseverancia hasta la muerte. No permitáis que de nuevo os haga traición ni deje de amaros.
Y Vos, Virgen María, en quien espero siempre, alcanzadme la perseverancia final, y nada más pido.

PUNTO 2

Dirá, quizá, alguno: «Puesto que Dios ha tenido para mi tanta clemencia en lo pasado, espero que la tendrá también en lo venidero.» Mas yo respondo: «Y por haber sido Dios tan misericordioso contigo, ¿quieres volver a ofenderle?» «¿De ese modo—dice San Pablo—desprecias la bondad y paciencia de Dios? ¿Ignoras que si el Señor te ha sufrido hasta ahora no ha sido para que sigas ofendiéndole, sino para que te duelas del mal que hiciste?» (Ro., 2, 4). Y aun cuando tú, fiado en la divina misericordia, no temas abusar de ella, el Señor te la retirará. «Si vosotros no os convirtiereis, entensará su arco y le preparará (Sal. 7, 13). Mía es la venganza, y Yo les daré el pago a su tiempo (Dt., 32, 35). Dios espera; mas cuando llega la hora de la justicia, no espera más y castiga.
Aguarda Dios al pecador a fin de que se enmiende (Is., 30, 18); pero al ver que el tiempo concedido para llorar los pecados sólo sirve para que los acreciente, válese de ese mismo tiempo para ejercitar la justicia (Lm., 1, 15). De suerte que el propio tiempo concedido, la misma misericordia otorgada, serán parte para que el castigo sea más riguroso y el abandono más inmediato. «Hemos medicinado a Babilonia y no ha sanado. Abandonémosla» (Jer., 51, 9).
¿Y cómo nos abandona Dios? O envía la muerte al pecador, que así muere sin arrepentirse, o bien le priva de las gracias abundantes y no le deja más que la gracia suficiente, con la cual, si bien podría el pecador salvarse, no se salvará. Obcecada la mente, endurecido el corazón, dominado por malos hábitos, será la salvación moralmen-te imposible; y así seguirá, si no en absoluto, a lo menos moralmente abandonado. «Le quitará su cerca, y será talada...» (Is., 5, 5). ¡Oh, qué castigo! Triste señal es que el dueño rompa el cercado y deje que en la viña entren los que quisieren, hombres y ganados: prueba es de la abandona.
Así, Dios, cuando deja abandonada un alma, le quita la valla del temor, de los remordimientos de conciencia, la deja en tinieblas sumida, y luego penetran en ella todos los monstruos del vicio (Sal. 103, 20). Y el pecador, aban¬donado en esa oscuridad, lo desprecia todo: la gracia divina, la gloria, avisos, consejos y excomuniones; se burlará de su propia condenación (Pr., 18, 3).
Le dejará Dios en esta vida sin castigarle, y en esto consistirá su mayor castigo. «Apiadémonos del impío...; no aprenderá (jamás) justicia» (Is. 26, 10). Refiriéndose a ese pasaje, dice San Bernardo (6): «No quiero esa misericordia, más terrible que cualquier ira».
Terrible castigo es que Dios deje al pecador en sus pecados y, al parecer, no le pida cuenta de ellos (Sal. 10, 4). Diríase que no se indigna contra él (Ez., 16, 42) y que le permite alcanzar cuanto de este mundo desea (Sal. 80, 13). ¡Desdichados los pecadores que prosperan en la vida mortal! ¡ Señal es de que Dios espera a ejercitar en ellos su justicia en la vida eterna! Pregunta Jeremías (Jer., 12, 1): «¿Por qué el camino de los impíos va en prosperidad?» Y responde en seguida (Jer., 12, 3): «Congrégalos como el rebaño para el matadero.»
No hay, pues, mayor castigo que el de que Dios permita al pecador añadir pecados a pecados, según lo que dice David (Sal. 68, 28-29): «Ponles maldad sobre maldad. .. Borrados sean del libro de los vivos»; acerca de lo cual dice San Belarmino: «No hay castigo tan grande como que el pecado sea pena del pecado.» Más le valiera a alguno de esos infelices que cuando cometió el primer pecado el Señor le hubiera hecho morir; porque muriendo después, padecerá tantos infiernos como pecados hubiere cometido.
(6) Serm. 42, in Cant.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Bien veo, Dios mío, que en este miserable estado he merecido que me privaseis de vuestras luces y gracias. Mas por la inspiración que me dais, y oyendo que me llamáis a penitencia, reconozco que todavía no me habéis abandonado. Y puesto que así es, acrecentad, Señor mío, vuestra piedad en mi´ alma, aumentadme la divina luz y el deseo de amaros y serviros.
Transformadme, ¡oh Dios mío!, y de traidor y rebelde que fui, mudadme en fervoroso amante de vuestra bondad, a fin de que llegue para mí el venturoso día en que
vaya al Cielo para alabar eternamente vuestras misericordias. Vos, Señor, queréis perdonarme, y yo sólo deseo que me otorguéis vuestro perdón y vuestro amor.

Duéleme, ¡oh Bondad infinita!, de haberos ofendido tanto.
Os amo, ¡oh Sumo Bien!, porque así lo mandáis y porque sois dignísimo de ser amado. Haced, pues, Redentor mío, que os ame este pecador tan amado de Vos, y con tal paciencia por Vos esperado. Todo lo espero de vuestra piedad inefable. Confío en que os amaré siempre en lo sucesivo, hasta la muerte y por toda la eternidad (Sal. 83, 3), y que vuestra clemencia, Jesús mío, será perdurable objeto de mis alabanzas.
Siempre también alabaré, ¡oh María!, vuestra misericordia, por las gracias innumerables que me habéis alcanzado. A vuestra intercesión las debo. Seguid, Señora mía, ayudándome y alcanzadme la santa perseverancia.

PUNTO 3

Refiérese en la Vida del Padre Luis de Lanuza que cierto día dos amigos estaban paseando juntos en Palermo, y uno de ellos, llamado César, que era comediante, notando que el otro se mostraba pensativo en extremo, le dijo: «Apostaría a que has ido a confesarte, y por eso estás tan preocupado... Yo no quiero acoger tales escrúpulos... Un día me dijo el Padre Lanuza que Dios me daba doce años de vida y que si en ese plazo no me enmendaba tendría mala suerte. Después he viajado por muchas partes del mundo; he padecido varias enferme¬dades, y en una de ellas estuve a punto de morir... Pero en este mes, cuando van a terminar los famosos doce años, me hallo mejor que nunca...». Y luego invitó a su amigo a que fuese, el sábado inmediato, a ver el estreno de una comedia que el mismo César había compuesto... Y en aquel sábado, que fué el 24 de noviembre de 1668, cuando César se disponía a salir a escena, dióle de improviso una congestión y murió repentinamente en brazos de una actriz. Así acabó la comedia.
Pues bien, hermano mío; cuando la tentación del enemigo te mueva a pecar otra vez, si quieres condenarte puedes libremente cometer el pecado; mas no digas que deseas tu salvación. Mientras quieras pecar, date por condenado, e imagina que Dios decreta su sentencia, diciendo: «¿Qué más puedo hacer por ti, ingrato, de lo que ya hice?» (Is,, 5. 4). Y ya que quieres condenarte, condénate, pues... tuya es la culpa.
Dirás, acaso, que en dónde está ese modo de misericordia de Dios... ¡Ah, desdichado! ¿No te parece misericordia el haberte Dios sufrido tanto tiempo con tantos pecados? Prosternado ante Él y con el rostro en tierra debieras estar dándole gracias y diciendo: «Misericordia del Señor es que no hayamos sido consumidos» (Lm., 3, 22).
Al cometer un solo pecado mortal incurriste en delito mayor que si hubieras pisoteado al primer soberano del mundo. Y tantos y tales has cometido que si esas ofensas de Dios las hubieses hecho contra un hermano tuyo, no las hubiera éste sufrido... Mas Dios no sólo te ha esperado, sino que te ha llamado muchas veces y te ha ofre¬cido el perdón. ¿Qué más debía hacer? (Is., 5, 4).
Si Dios tuviese necesidad de ti, o si le hubieses honrado con grandes servicios, ¿podría haberse mostrado más clemente contigo? Así, pues, si de nuevo volvieras a ofenderle, harías que su divina misericordia se trocara en indignación y castigo.
Si aquella higuera hallada sin frutos por su dueño no los hubiera dado tampoco después del año de plazo concedido para cultivarla, ¿quién osaría esperar que se le diese más tiempo y no fuese cortada? Escucha, pues, lo que dice San Agustín: «¡Oh árbol infructuoso!, diferido fue el golpe de la segur. ¡ Mas no te creas seguro, porque serás cortado! Fue aplazada la pena—expresa el Santo—, pero no suprimida. Si abusas más de la divina misericordia, el castigo té alcanzará: serás cortado.»
¿Esperas, por tanto, a que el mismo Dios te envíe al infierno? Pues si te envía, ya lo sabes, jamás habrá remedio para ti. Suele el Señor callar, mas no por siempre. Cuando llega la hora de la justicia, rompe el silencio. Esto hiciste y callé. Injustamente creíste que sería tal como tú. Te argüiré y te pondré ante tu propio rostro (Sal. 49, 21). Te pondrá ante los ojos los actos de divina misericordia, y hará que ellos mismos te juzguen y con¬denen.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡ Ah Dios mío! Desventurado de mí si, después de haber recibido la luz que ahora me dais, volviese a ser infiel haciéndoos traición. Esas luces, señales son de que deseáis perdonarme. Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de cuantas ofensas hice a vuestra infinita bondad. Por vuestra preciosísima Sangre esperó el perdón ciertamente. Mas si de nuevo me apartara de Vos, reconozco que merecería un infierno a propósito creado para mí.
Tiemblo, Dios de mi alma, por la posibilidad de volver a perder vuestra gracia. Porque muchas veces he prometido seros fiel, y luego nuevamente me he rebelado contra Vos... No lo permitáis, Señor; no me abandonéis en esa inmensa desgracia de verme otra vez convertido en un enemigo vuestro. Dadme otro castigo; pero ése, no. «No permitáis que me aparte de Vos.»
Si veis que he de ofenderos, haced que antes pierda la vida. Acepto la muerte más dolorosa antes que llorar la desdicha de verme privado de vuestra gracia. Ne permitas me separari a Te. Lo repito, Dios mío, y haced que lo repita siempre: «No permitáis que me separe de Vos. Os amo, carísimo Redentor mío, y no quiero separarme de Vos.» Concededme, por los merecimientos de vuestra muerte, amor tan fervoroso que con Vos me una estrechamente y jamás pueda alejarme de Vos.
Ayudadme, ¡oh Virgen María!, con vuestra intercesión y alcanzadme la santa perseverancia y el amor a Cristo Jesús.


.     

No hay comentarios:

Publicar un comentario