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miércoles, 26 de junio de 2013

LA IGLESIA, CUERPO MISTICO DE CRISTO





La Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo




El misterio de la Iglesia, inseparable del misterio de Cristo. Los dos no forman más que uno

En las conferencias precedentes he tratado de demostrar cómo nuestro Señor es todo para nosotros. Fue escogido por su Padre para ser en su condición de Hijo de Dios y por sus virtudes el modelo único de nuestra santidad; nos ha merecido por su vida, por su Pasión y por su muerte, el ser constituido para siempre dispensador universal de toda gracia. Toda gracia brota de El, de El revierte a nuestras almas toda vida divina. San Pablo nos dice que Dios ha puesto «todas las cosas bajo los pies de Cristo, y le ha dado por Jefe a la Iglesia, que es su cuerpo, su complemento y su plenitud» (Ef 1, 22-23).

Por estas palabras, en las que se refiere a la Iglesia, acaba el Apóstol de indicar la economía del misterio de Cristo, no comprenderemos bien este misterio si no seguimos a San Pablo en su exposición.
Cristo no puede concebirse sin la Iglesia; a través de toda su vida, de todos sus actos, Jesús perseguía la gloria de su Padre, pero la Iglesia era la obra maestra por la cual debía procurar sobre todo esa gloria. Cristo vino a la tierra para crear y organizar la Iglesia. Es la obra a la cual se encamina toda su existencia y la que confirma por su Pasión y muerte. El amor hacia su Padre condujo a Cristo hasta el monte Calvario; pero era con el fin de formar alli la Iglesia y hacer de ella, purificándola amorosamente por medio de su sangre divina, una esposa sin mancha ni lunar (+Ef 5, 25-26); tales son las palabras de San Pablo. Veamos, pues, lo que es para el gran Apóstol esa Iglesia, cuyo nombre acude con tanta frecuencia a su pluma que resulta inseparable del nombre de Cristo.

Podemos considerar a la Iglesia de dos maneras. Como sociedad visible, jerárquica, fundada por Cristo para continuar en la tierra su misión santificante; este organismo visible está animado por el Espíritu Santo [más adelante desarrollaremos esto con más amplitud]; considerada de este modo se la puede llamar el cuerpo místico de Cristo.
Podemos considerar también lo que constituye el alma de la Iglesia, es decir, al Espíritu Santo que se une a las almas mediante la gracia y la caridad.
Es cierto que la unión al alma de la Iglesia, es decir, al Espíritu Santo, por la gracia santificante y el amor, es más importante que la unión al cuerpo de la misma Iglesia, es decir, que la incorporación al organismo visible pero en la economía normal del Cristianismo las almas no entran a participar de los bienes y privilegios del reino invisible de Cristo, sino uniéndose a la sociedad visible.

1. La Iglesia, sociedad fundada sobre los Apóstoles: depositaria de la doctrina y de la autoridad de Jesús, dispensadora de los sacramentos, continuadora de su obra de religión. No se va a Cristo sino por la Iglesia
Más arriba os cité el testimonio que San Pedro tributa a la divinidad de Jesús en nombre de los Apóstoles: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo». «Pedro, le dice Jesús: bienaventurado eres tú porque tus palabras no te las ha inspirado tu intuición natural, sino que mi Padre te ha revelado que yo soy su Hijo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; yo te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 16-19).

Podréis notar que esto no es más que una promesa, promesa que recompensaba el homenaje del Apóstol a la divinidad de su Maestro. Encontrándose un día Jesús en medio de sus discípulos después de la resurrección (Jn 21, 15-17), vuelve a preguntar a Pedro: «¿Me amas?» -Y el Apóstol responde: -«Sí, Señor, te amo». Y nuestro Señor le dice: ·Apacienta mis corderos». -Tres veces repite Cristo la misma pregunta y a cada declaración de amor por parte de Pedro, el Señor responde confiándole a él y a sus sucesores el cuidado de su rebaño, corderos y ovejas, nombrándole y nombrándoles jefes visibles de su Iglesia. Esta investidura no tuvo efecto sino después que Pedro hubo borrado, por un triple acto de amor, su triple negación. Así, Cristo, antes de realizar la promesa que había hecho de fundar sobre él su Iglesia, reclama del Apóstol un testimonio de su divinidad.

No es necesario que os declare aquí cómo se organizó, se desarrolló y se difundió por el mundo esa sociedad establecida por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles, para conservar la vida sobrenatural en las almas.
Lo que debemos saber es que ella es en la tierra la continuadora de la misión de Jesús, por su doctrina, por su jurisdicción, por los sacramentos, por su culto.
Por su doctrina, que guarda intacta e íntegra en una tradición viva y nunca interrumpida.- Por su jurisdicción, en virtud de la cual tiene autoridad para dirigirnos en nombre de Cristo.- Por los sacramentos, con los cuales nos facilita el acceso a las fuentes de ]a gracia que su divino Fundador creó.- Por su culto, que ella misma organiza para tributar toda gloria y todo honor a Cristo y a su Padre.

¿Cómo la Iglesia continúa a Cristo por su doctrina y su jurisdicción? Cuando Cristo vino al mundo, el único medio de ir al Padre era la sumisión entera a su Hijo Jesús: «Este es mi Hijo muy amado; escuchadle». Al principio de la vida pública del Salvador, el Padre Eterno, presentando su Hijo a los judíos, les decía: «Escuchadle, porque El es mi Hijo único: yo os le envío para que os manifieste los secretos de mi vida divina y de mi voluntad».
Pero después de su Ascensión, Cristo dejó sobre la tierra a su Iglesia, y esa Iglesia es como la continuación de la Encarnación entre nosotros. Esa Iglesia, es decir, el Soberano Pontífice y los Obispos con los pastores que les están sometidos, nos habla con toda la infalible autoridad del mismo Cristo.

Mientras vivía en la tierra, Cristo contenía en sí la infalibilidad: «Yo soy la verdad, yo soy la luz; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que llega a la vida eterna» (Jn 14,6; 8,12). Pero antes de dejarnos, confió esta prerrogativa a su Iglesia: «Como mi Padre me envió, os envío yo a vosotros» (ib. 20,21). «Quien os oye, me oye; quien os desprecia, me desprecia y desprecia a Aquel que me envió» (Lc, 10,16). «Así como yo recibo mi doctrina del Padre, así la recibís vosotros de mí, quien recibe vuestra doctrina, recibe mi doctrina, que es la de mi Padre quien la desprecia en cualquier grado o medida que sea, desprecia mi doctrina, me desprecia a mí y desprecia a mi Padre». -Ved, pues, esta Iglesia investida con todo el poder, con la autoridad infalible de Cristo, y comprended que la sumisión absoluta de todo vuestro ser, inteligencia, voluntad, energías, a esa Iglesia, es el único medio de ir al Padre. El Cristianismo, en su verdadera esencia, no es posible sin esta sumisión absoluta a la doctrina y a las leyes de la Iglesia.

Esa sumisión es la que distingue propiamente al católico del protestante.- Este, por ejemplo, puede creer en la presencia real de Jesús en la Eucaristía; pero si lo hace, es porque considera que esa doctrina está contenida en la Escritura y la Tradición, interpretadas de acuerdo con los dictados de su razón y luces personales; el católico cree porque se lo enseña la Iglesia, que es la que ocupa el lugar de Cristo, los dos admiten la misma verdad, pero de distinto modo. El protestante no se somete a ninguna autoridad, no depende más que de sí mismo; el católico recibe a Cristo con todo lo que ha enseñado y fundado. El Cristianismo es prácticamente la sumisión a Cristo en la persona del Soberano Pontífice y de los pastores que a él están unidos, sumisión de la inteligencia a sus enseñanzas, sumisión de la voluntad a sus mandatos. Este camino es seguro, porque nuestro Señor está con sus Apóstoles hasta la consumación de los siglos, y ha rogado por Pedro y sus sucesores para que su fe nunca vacile ni se extinga (Lc 22,32).

Organo de Cristo en su doctrina, la Iglesia es también continuación viviente de su mediación.
Es verdad, como antes he dicho, que Cristo después de su muerte ya no puede merecer; pero está siempre vivo intercediendo sin cesar delante de su Padre en favor nuestro. Os he dicho también que, sobre todo, al instituir los Sacramentos, es cuando fijó y determinó los instrumentos de que iba a servirse para aplicarnos, después de su Ascensión, sus méritos y darnos su gracia.- Pero ¿dónde están los Sacramentos? -Nuestro Señor se los ha confiado a la Iglesia. «Id, dijo, al subir a los cielos, a sus Apóstoles y a sus sucesores, enseñad a todas las gentes, bautizando a todos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Les comunica el poder de perdonar y retener los pecados: «Los pecados serán perdonados a cuantos se los perdonareis, y a los que se los retuviereis, retenidos les serán» (Jn 20,23.- Lc 7,19). Les dejó el encargo de renovar en su nombre y en memoria suya el sacrificio de su cuerpo y de su sangre.

¿Deseáis ingresar en la familia de Dios, ser admitidos en el número de sus hijos, ser incorporados a Cristo? -Acudid a la Iglesia; el Bautismo es la única puerta de entrada. Para obtener perdón de nuestras culpas, a la Iglesia hemos también de acudir. [Salvo, por supuesto, el caso de imposibilidad material; porque entonces basta la contrición perfecta.- Hablamos de la regla, y no de sus excepciones, por numerosas que se las suponga. Fuera de esto, la contrición perfecta comprende, al menos implícitamente, la resolución y el deseo de acudir a la Iglesia]. Si queremos recibir el alimento de nuestras almas, hemos de esperarlo de los ministros que han recibido, por el Sacramento del Orden los poderes sagrados de dispensar el Pan de vida. La unión, entre bautizados, del hombre y de la mujer, que la Iglesia no consagra con su bendición, culpable es. Así, pues, los medios oficiales establecidos por Jesús, los veneros de gracia que ha hecho brotar para nosotros, los custodia la Iglesia, y en ella los encontramos, porque a ella se los confió Cristo.
Nuestro Señor, en fin, encomendó a su Iglesia la misión de continuar en este suelo su obra de religión.

En la tierra Jesucristo ofrecía a su Padre un cántico perfecto de alabanza; su alma contemplaba sin cesar las divinas perfecciones; y de esta contemplación nacía en ella una adoración y un tributo no interrumpido de alabanzas a la gloria del Padre. Por su Encarnación, Cristo asocia, en principio, todo el género humano a la práctica de esta alabanza, y al subir de nuevo a la gloria, confía a la Iglesia el cuidado de perpetuar en su nombre estos cánticos que suben hasta el Padre. En torno del sacrificio de la Misa, centro de toda nuestra religión, la Iglesia organiza el culto público, que ella sola tiene derecho a ofrecer en nombre de Cristo su Esposo, y, de hecho, establece todo un conjunto de oraciones, de fórmulas, de cánticos, que engastan su sacrificio; en el curso del ciclo litúrgico, ella es quien distribuye la celebración de los misterios de su divino Esposo, de modo que sus hijos puedan cada año vivir de nuevo aquellos misterios, y dar por ellos gracias a Jesús y a su Padre, y beber en ellos la vida divina que iluye de ellos por haber sido vividos antes por Jesús. Todo su culto converge en Cristo. Apoyandose en las satisfacciones infinitas de Jesús, en su calidad de mediador universal y siempre vivo, la Iglesia termina sus plegarias: «Por Jesucristo Nuestro Señor que contigo vive y reina», y del mismo modo, pasando por Cristo, toda adoración y toda alabanza de la Iglesia sube al Padre Eterno y es acogida con agrado en el santuario de la Trinidad: «Por El, y con El y en El, te tributamos a Ti, Dios Padre omnipotente, juntamente con el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria» (Ordinario de la Misa).

Tal es, pues, el modo con que la Iglesia fundada por Jesús prosigue acá abajo su obra divina.- La Iglesia es la depositaria auténtica de la doctrina y de la ley de Cristo, la dispensadora de sus gracias entre los hombres, la esposa, en fin, que en nombre de Cristo ofrece a Dios por todos sus hijos la alabanza perfecta.

Y así, la Iglesia está tan unida a Cristo, posee de tal modo la abundancia de sus riquezas, que bien puede decirse que ella es el mismo Cristo viviente en el transcurso de los siglos. Cristo vino a la tierra no ya sólo por los que en su tiempo moraban en Palestina, sino por todos los hombres de todas las edades. Cuando privó a los hombres de su presencia sensible, les dio la Iglesia, con su doctrina, su jurisdicción, sus sacramentos, su culto, cual si quedara El mismo: en la Iglesia, por consiguiente, encontramos a Cristo. Nadie va al Padre -y en el ir al Padre consiste toda la salvación y la santidad- sino por Cristo (Jn 14,6). Pero grabad bien en vuestra memoria esta verdad no menos capital: nadie va a Cristo sino por la Iglesia, no somos de Cristo si no somos, de hecho o por deseo, de la Iglesia; no vivimos la vida de Cristo sino en cuanto estamos unidos a la Iglesia.

2. Verdad que pone de relieve el carácter particular de la visibilidad de la Iglesia: Dios quiere gobernarnos por los hombres: importancia de esta economía sobrenatural, resultante de la Encarnación. Por ella se glorifica a Jesús y se ejercita nuestra fe.- Nuestros deberes con la Iglesia
La Iglesia es visible, como sabéis.

La constituye en su jerarquía el Sumo Pontífice, sucesor de Pedro, los Obispos y los Pastores, que, unidos al Vicario de Cristo y a los Obispos, ejercen sobre nosotros su jurisdicción en nombre de Cristo, pues Cristo nos guía y nos santifica por medio de los hombres.
Hay en esto una verdad profunda que debemos considerar detenidamente.
Desde la Encarnación, Dios, en sus relaciones con nosotros, obra por medio de hombres; hablo de la economía normal ordinaria, no de excepciones en las que Dios demuestra su soberano dominio, en esto como en todas las cosas.- Dios, por ejemplo, podría revelarnos por sí y directamente lo que hemos de hacer para llegar a El; pero no lo hace, no son esos sus caminos, sino que nos envía a un hombre infalible, es verdad, en materia de fe, pero al fin, un hombre como nosotros -y de él nos manda recibir toda la doctrina.- Supongamos que uno cae en pecado; se arrodilla delante de Dios, se duele y se desgarra con todo género de penitencias. Dios dice entonces: «Bien está, pero si quieres alcanzar perdón, has de arrodillarte ante un hombre, que mi Hijo ha constituido ministro suyo, a él has de declarar tu pecado».

Si no se declara el pecado a ese hombre que Cristo ha constituido ministro, o en otros términos, sin confesión, no hay perdón; la contrición más viva y profunda, las más espantables maceraciones no bastan para borrar un solo pecado mortal, si no existe intención de someterse a la humillación que supone el manifestar la falta al hombre que hace las veces de Cristo.
Veis, pues, cuál es la economía sobrenatural. Desde toda eternidad, el pensamiento divino se fijó en la Encarnación, y, después que su Hijo se unió a la humanidad y salvo al mundo tomando carne en el seno de una Virgen, Dios quiere que, por medio de hombres como nosotros, como nosotros débiles, se difunda la gracia por el mundo. He aquí un prolongamiento, una como extensión de la Encarnación. Dios se acercó a nosotros en la persona de su Hijo hecho hombre, y desde entonces se sirve de los miembros de su Hijo para ponerse en comunicación con nueslras almas. Dios quiere con ello enaltecer en cierto modo a su Hijo, cifrándolo todo en su Encarnación, y vinculando a El de un modo bien visible, hasta el fin de los tiempos, toda la economía de nuestra salud y santificación.


Pero ha establecido igualmente esta economía para hacer que vivamos de la fe, pues hay en la Iglesia un doble elemento el elemento humano y el divino.
El elemento humano es la fragilidad personal de los hombres autorizados por Cristo para dirigirnos.- Mirad, por ejemplo, cuán flaco es San Pedro: la voz de una mozuela hasta para hacerle renegar de su Maestro horas después de su ordenación sacerdoial. No se le ocultaba al Señor tamaña flaqueza, ya que, después de su Resurrección, exige de su Apóstol una triple protesta de amor en recuerdo de su triple negación. Sin embargo de ello, Cristo funda sobre él su Iglesia. «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas». Los sucesores de Pedro son flacos también; la infalibilidad que poseen en materia de fe no les confiere el privilegio de no pecar. ¿Acaso nuestro Señor no hubiera podido concederles la impecabilidad? -Sin duda qne sí; mas no lo quiso, para que nuestra fe pudiera ejercitarse.

¿Cómo se ejercita? A través del elemento humano el alma fiel vislumbra el elemento divino; la indefectibilidad de la doctrina conservada en el transcurso de los siglos y a despecho de todos los asaltos de cismas y herejías; la unidad de esta misma doctrina garantizada por el ministerio infalible; la santidad heroica e ininterrumpida que se manifiesta por tan diversos modos en la Iglesia; la sucesión continua por la cual, de eslabón en eslabón, la Iglesia de hoy enlaza con las instituciones establecidas por los Apostoles; la fuerza de expansión universal que la caracteriza; todo esto son otras tantas señales ciertas por las que se conoce que nuestro Señor está «con la Iglesia hasta el fin de los siglos» (Mt 28,20).

Tengamos, pues, gran confianza en la Iglesia que Jesús nos dejó: Ella es cual otro Jesús. Tenemos la dicha de pertenecer a Cristo perteneciendo a esta sociedad, una, católica, apostólica y romana. Debemos alegrarnos de ello y tributar sin cesar gracias a Dios, pues que nos hizo «entrar en el reino de su Hijo amado» (Col 1,13). ¿No es una inmensa seguridad el poder, por nuestra incorporación a la Iglesia, extraer la gracia y la vida de sus fuentes auténticas y oficiales?
Más aún; prestemos a los que tienen jurisdicción sobre nosotros la obediencia que de nosotros reclama Cristo, esta sumisión de inteligencia y de voluntad debe rendirse a Cristo en la persona de un hombre, porque si no, Dios no la acepta. Ofrezcamos a los que nos gobiernan, y ante todas las cosas al Sumo Pontífice, Vicario de Cristo, a los Obispos que están unidos a él y que poseen, para guiarnos, las luces del Espíritu Santo (Hch 20,28), esa sumisión interior, esa reverencia filial, esa obediencia práctica, que hacen de nosotros hijos verdaderos de la Iglesia.
La Iglesia es la Esposa de Cristo; es nuestra Madre; debemos amarla porque nos lleva a Cristo y con El nos une; debemos amar y acatar su doctrina, porque es la doctrina de Jesucristo; debemos amar su oración y asociarnos a ella, porque es la oración misma de la Esposa de Cristo; no hay otra que nos ofrezca tanta garantía y, sobre todo, que sea tan agradable a nuestro Señor, debemos, en una palabra, unirnos a la Iglesia, a todo cuanto de ella procede, cual nos hubiéramos adherido a la persona misma de Jesús y a todo lo relacionado Con ella, si nos hubiera cabido la dicha de poderle seguir durante su vida mortal.

Esa es la Iglesia como sociedad visible.- San Pablo la compara a «un edificio cimentado sobre los Apóstoles, y cuya piedra angular es el mismo Cristo». «Unidos en Cristo Jesús, piedra angular y fundamental» (Ef 2, 19-22). Vivimos en esta casa de Dios, «no cual extranjeros o huéspedes que están de paso, sino como conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Sobre Cristo se eleva todo el edificio perfectamente ordenado, para formar un templo santo en el Señor».

3. La Iglesia, cuerpo místico; Cristo es la cabeza, porque tiene toda primacía. Profundidad de esta unión; formamos parte de Cristo, todos una cosa en Cristo. Permanecer unidos a Jesús y entre nosotros mismo por la caridad
Hay otro símil muy frecuente en la pluma de San Pablo, y, si cabe, todavía más expresivo, ya que lo toma de la vida misma, y, sobre todo, porque nos ofrece un concepto más profundo de la Iglesia, manifestando las relaciones íntimas que existen entre ella y Cristo. Estas relaciones se resumen en la frase del Apóstol: «La Iglesia es un cuerpo y Cristo es su cabeza» (1Cor 12,12 ss.). [El Apóstol emplea también otras expresiones. Dice que estamos unidos a Cristo como ramas al tronco (Rm 6,5), como los materiales al edificio (Ef 2, 21-22); pero hace sobre todo resaltar la idea del cuerpo unido a la cabeza].

Cuando habla de la Iglesia como sociedad visible y jerárquica, San Pablo nos dice cómo Cristo, fundador de esta sociedad, «ha hecho: de unos, apóstoles; de otros, profetas, de otros, evangelistas; de otros, por fin, doctores y pastores». ¿Con que objeto? «Con el fin, dice, de que trabajen en la perfección de los Santos, en las funciones del ministerio y en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta tanto que llcguemos todos a la unidad de fe y de conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13). ¿Qué significan estas palabras?

Formamos con Cristo un cuerpo que va desarrollándose y debe llegar a su plena perfección. Como veis, no se trata aquí del cuerpo natural, físico, de Cristo, nacido de la Virgen María; ese cuerpo alcanzó mucho ha el desarrollo completo; desde que salió vivo y glorioso del sepulcro, el cuerpo de Cristo no es ya capaz de crecimiento, pues posee la plenitud de perfección que le compete.
Pero, como dice San Pablo, hay otro cuerpo que Cristo se va formando al correr de los siglos; ese cuerpo es la Iglesia, son las almas que, por la gracia, viven la vida de Cristo.- Esas almas constituyen juntas con Cristo un cuerpo único, un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo. [Místico no se opone a real, sino a físico, como acabamos de ver. Se le llama místico, no sólo para distinguirlo del cuerpo natural de Cristo, sino para indicar el carácter sobrenatural e íntimo a la vez de la unión de Cristo con la Iglesia; unión que está fundada y mantenida por misterios perceptibles tan sólo a la fe. La Iglesia es un organismo vivo, con la vida de la gracia de Cristo que el Espíritu Santo le va inoculando]. «Cristo se va formando en nosotros» (Gál 4,19), y «nosotros debemos crecer en El» (Ef 4,15). Esta es una de las ideas con las que más encariñado vemos al gran Apóstol, que la hace resaltar al comparar la unión de Cristo y de la Iglesia con la que media en el organismo humano entre la cabeza y el cuerpo. [Esta idea la expone con mayor viveza, sobre todo, en la primera carta a los de Corinto (12, 12-30)]. Oídle: «Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, así también, no obstante ser muchos los bautizados, formamos un solo cuerpo en Cristo...» (Rm 12, 4-5). La Iglesia es el cuerpo y Cristo la cabeza» (1Cor 12,12). En otra parte llama a la Iglesia «complemento de Cristo» (Ef 1,23), como los miembros son complemento del organismo; y concluye: «Sois todos uno en Cristo» (Gál 3,28).


La Iglesia forma, pues, un solo ser con Cristo. Según la bella expresión de San Agustín, eco fiel de San Pablo, Cristo no puede concebirse cumplidamente sin la Iglesia: son inseparables, del mismo modo que la cabeza es inseparable del cuerpo vivo. Cristo y su Iglesia forman un solo ser colectivo, el Cristo total. «El Cristo completo está formado por la cabeza y el cuerpo: el Hijo Unigénito de Dios es la cabeza, la Iglesia es su cuerpo» [totus Christus caput et corpus est: caput Unigenitus Dei Filius, et corpus eius Ecclesia. De unitate Ecclesiæ, 4. Nadie como San Agustín ha expuesto esta doctrina, que el santo Doctor desarrolla sobre todo en las Enarr. in Psalmos]. ¿Por qué es Cristo cabeza y jefe de la Iglesia? -Porque el Hijo de Dios posee la primacía.- En primer lugar, la primacía de honor: «Dios otorgó a su Hijo un nombre sobre todo nombre para que toda rodilla se le doble» (Fil 2,9); además, la primacía de autoridad: «Todo poder me ha sido dado» (Mt 28,18); pero sobre todo una primacía de vida, de influencia interior: «Dios se lo ha sometido todo, e hizo de El cabeza de la Iglesia» (Ef 1,22).


Todos estamos llamados a vivir la vida de Cristo, y sólo de El la hemos de recibir. Cristo conquistó con su muerte esa preeminencia, esa facultad soberana de poder conferir la gracia «a todo hombre que viene a este mundo»; ejerce una primacía de influencia divina, siendo para todas las almas en diversa medida la fuente única de la gracia que las vivifica35 [La influencia divina y del todo interior de Cristo en las almas que integran su cuerpo místico, distingue esa unión de aquella otra meramente moral, que existe entre la autoridad suprema de una sociedad humana y los miembros de esa misma sociedad; en el último caso, la influencia de la autoridad es exterior, y sólo llega a coordinar y mantener las energías desparramadas de los miembros hacia un fin común; pero la acción de Cristo en la Iglesia es más íntima, más penetrante, concierne a la vida misma de las almas, y es una de las razones por las que el cuerpo místico no es mera abstracción lógica, sino realidad muy profunda]. «Cristo, dice Santo Tomás, ha recibido la plenitud de la gracia, no tan sólo como individuo, sino en cuanto es cabeza de la Iglesia» (III, q.48, a.1).


Sin duda que Cristo dispensará desigualmente entre las almas los tesoros de su gracia; pero, añade Santo Tomás, todo esto lo hace para que de esa misma gradación resulte mayor hermosura y perfección en la Iglesia, su cuerpo místico (I-II, q.112, a.4); ésa es también la idea de San Pablo. Después de enseñar que la gracia le ha sido dada a cada cual «según la medida de la donación de Cristo» (Ef 4,7), el Apostol enumera las diversas gracias que hermosean a las almas y concluye diciendo que «son dadas para la edificación del cuerpo de Cristo». Hay gran diversidad entre los miembros, mas esa misma variedad contribuye a la armonía del todo.

Cristo es, pues, nuestra cabeza, y la Iglesia no forma con El más que un solo cuerpo místico de que El es cabeza. [«Así como un organismo natural reúne en su unidad miembros diversos, del propio modo la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se considera como formando con su cuerpo una sola persona moral». Santo Tomás, III, q.99, a.1]. Mas esta unión entre Cristo y sus miembros es de tal naturaleza, que llega hasta convertirse en unidad. Poner la mano en la Iglesia, en las almas, que por el Bautismo y la vida de la gracia son miembros de la Iglesia, es poner la mano en el mismo Cristo. Mirad, si no, a San Pablo cuando perseguía a la Iglesia y caminaba hacia Damasco con ánimo de encarcelar a los cristianos. En el camino es derribado del caballo, y oye una voz que le dice: «Saulo, ¿por qué me persigues? -Pablo responde: «¿Quién sois, Señor?» -Y el Señor le replica: «Soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 4-5).- Notaréis que Cristo no le dice por qué persigues a mis discípulos, lo que hubiera podido decir con tanta verdad, puesto que El había subido al cielo, y San Pablo sólo perseguía a los cristianos; sino que le dice: «¿Por qué me persigues?... A es a quien persigues.- ¿Por qué habla Cristo de este modo? Porque sus discípulos son algo suyo, porque su sociedad forma su cuerpo místico; por eso, perseguir a los que creen en Jesucristo es perseguirle a El mismo.


¡Qué bien comprendió San Pablo esta lección! ¡Con qué viveza, con qué palabras tan expresivas la expone! «Nadie, dice el Santo, pudo jamás aborrecer su propia carne, antes la nutre y la mima, como Cristo lo hace con la Iglesia; pues somos miembros de su cuerpo, formados de su carne y de sus huesos» (Ef 5, 29-30). Por eso, por estarle tan estrechamente unidos, formando con El un solo y único cuerpo místico, quiere Cristo que toda su obra sea nuestra.
He ahí una verdad profunda que debemos traer a menudo a la memoria.- Ya os dije que por Cristo Jesús, Verbo Encarnado, todo el género humano ha recobrado, mediante la unión con su sacratisima persona, constituida en Cabeza de la gran familia humana, la amistad con Dios. Santo Tomás escribe que, a consecuencia de la identificación establecida por Cristo entre El y nosotros desde el instante mismo de su Encarnación, el hecho de que Cristo padeció voluntariamente, por nosotros y en nombre nuestro, nos ha reportado tales beneficios, que, aplacado Dios al contemplar a la naturaleza humana embellecida con los méritos de su Hijo, olvida todas las ofensas de aquellos que se incorporan a Cristo [III, q.99, a.4]. Las satisfacciones y méritos de Cristo nos pertenecen desde ahora. [Caput et membra sunt quasi una persona mystica et ideo satisfactio Christi ad omnes fideles pertinet sicut ad sua membra. Santo Tomás, III, q.98, a.2. ad 1].

Desde este momento estamos unidos a Cristo Jesús con nexo indisoluble. [En su libro, sobre la Teología de San Pablo, el P. Prat, S. J., aduce (t. II, pág. 52) «una larga serie de palabras extrañas que casi no se pueden trasladar a ninguna otra lengua sino con un barbarismo o una perífrasis. El Apóstol las ha creado o las vuelve a poner en usa para dar expresión gráfica a la inefable unión de los cristianos con Cristo. Tales como: padecer con Jesucristo; ser crucificado con El; morir con El; ser vivificado con El; resucitar con El; vivir con El; compartir su forma; compartir su gloria; estar sentado con El; reinar con El; asociarse a su vida; coheredero, coparticipante, concorporal, coedificado, y algunas otras por el estilo que no expresan directamente la unión de los cristianos entre sí en Cristo].
Somos una misma cosa con Cristo en el pensamiento del Padre celestial. «Dios, dice San Pablo, es rico en misericordia; porque cuando estábamos muertos, a consecuencia de nuestras culpas, nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con El, nos ha hecho sentar juntamente con El en los cielos, a fin de mostrar en los siglos venideros los infinitos tesoros de su gracia en Jesucristo» (Ef 2, 4-7.- +Rm 6,4; Col 2, 12-13); en una palabra, nos ha hecho vivir con Cristo, en Cristo, para hacernos coherederos suyos. El Padre, en su pensamiento, no nos separa nunca de Cristo. Santo Tomás dice que por un mismo acto eterno de la divina sabiduría «hemos sido predestinados Cristo y nosotros» [cum uno et eodem actu Deus prædestinaverit ipsum et nos. III, q.24, a.4]. El Padre hace, de todos los discípulos de Cristo que creen en El y viven en su gracia, un mismo y único objeto de sus complacencias. Nuestro Señor mismo es quien nos dice: «Mi Padre os ama porque me habéis amado y creído que soy su Hijo» (Jn 14-27).

De ahí que San Pablo escriba que Cristo, cuya voluntad estaba tan íntimamente unida a la del Padre, se ha entregado por su Iglesia: «Amó a su Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5,25). Como la Iglesia debía formar con El un solo cuerpo místico, se entregó por Ella, a fin de que ese cuerpo «fuera glorioso», sin arruga ni mancha, santo e inmaculado (ib. 27). Y después de haberla rescatado, se lo ha dado todo. ¡Ah! ¡Si tuviéramos más fe en estas verdades! ¡Si comprendiéramos lo que supone para nosotros el haber entrado por el Bautismo, en la Iglesia, lo que es ser miembro del cuerpo mistico de Cristo por la gracia!. «Felicitémonos, deshagámonos en hacimiento de gracias, dice San Agustín». [Christus facti sumus; si enim caput ille, nos membra, totus homo, ille et nos... Trat. sobre San Juan, 21, 8-9.- Y en otra parte: Secum nos faciens unum hominem caput et corpus.- Enarrat. in Ps. LXXXV, c. I. Y también: Unus homo caput et corpus, unus homo Christus et Ecclesia, vir perfectus. Enarrat in Ps. XVIII, c. 10], porque no sólo hemos sido hechos cristianos, sino parte de Cristo. ¿Comprendéis bien, hermanos míos, la gracia que Dios nos hizo? Admirémonos, saltemos de júbilo, porque formamos parte de Cristo; El es la cabeza, nosotros los miembros; El y nosotros, el hombre total. ¿Quién es la cabeza? ¿Quiénes los miembros? -Cristo y la Iglesia». «Sería esto pretensión de lm orgullo insensato, continúa el gran Doctor, si Cristo mismo no se hubiera dignado prometernos tal gloria, cuando dijo por boca de su apóstol Pablo: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros».

Demos, pues, gracias a Jesús, que se dignó asociamos tan estrechamente a su vida; todo nos es común con El: méritos, intereses, bienes, bienavenluranzas, gloria. No seamos, por tanto, miembros de esos que se condenan, por el pecado, a ser miembros muertos; antes bien, seamos por la gracia que de El recibimos, por nuestras virtudes, modeladas en las suyas, por nuestra santidad, que no es sino participación de su santidad, miembros pletóricos de vida y de belleza sobrenaturales, miembros de los cuales Cristo pueda gloriarse, miembros que formen dignamente parte de aquella sociedad que quiso «no tuviera arruga ni mancha, sino que fuera santa e inmaculada». Y como quiera que «somos todos uno en Cristo», puesto que vivimos todos la misma vida de gracia bajo nuestro capitán, que es Cristo, por la acción de un mismo Espíritu, unamonos todos íntimamente, aun cuando seamos miembros distintos y cada cual con su propia función; unámonos tambicn con todas las almas santas que -en el cielo miembros gloriosos, en el purgatorio miembros doloridos- forman con nosotros un solo cuerpo [ut unum sint]. Es el dogma tan consolador de la comunión de los santos.

Para San Pablo, «santos» son aquellos que pertenecen a Cristo, los que habiendo recibido la corona ocupan ya su sitial en el mundo eterno, y los que luchan aún en este destierro. Mas todos esos miembros pertenecen a un solo cuerpo, porque la Iglesia es una; todos son entre sí solidarios, todo lo tienen común; «si un miembro padece, los otros le compadecen; si uno es honrado, los otros comparten su alegría» (1Cor 12,26); el bienestar de un miembro aprovecha al cuerpo entero y la gloria del cuerpo trasciende a cada uno de sus miembros [Sicut in corpore naturali operatio unius membri cedit in bonum totius corporis, ita et in corpore spirituali, scilicet Ecclesia, quia omnes fideles sunt unum corpus, bonum unius alteri communicatur. Santo Tomás, Opus. VII.- Expositio Symboli., c. XIII. +I-II, q.30, a.3]. ¡Qué luz más clara sobre nuestra responsabilidad proyecta este pensamiento!... ¡Qué fuente más viva de apostolado!... San Pablo nos exhorta a todos a que cada cual trabaje hasta tanto que «lleguemos a la común perfección del cuerpo místico»: «Hasta que todos alcancemos la unidad de la fe cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

No basta que vivamos unidos a Cristo, la Cabeza; es menester, además, que «cuidemos muy mucho de guardar entre nosotros la unidad del Espíritu, que es Espiritu de amor, ligados por vínculos de paz» (ib. 3).
Ese fue el voto supremo que hizo Cristo en el momento de acabar su divina misión en la tierra: «Padre que sean uno como Tú y yo somos uno; que sean consumados en la unidad» (Jn 17, 21-23). Porque, dice San Pablo: «sois todos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gál 3,26). «No hay ya judío ni griego, esclavo o libre -todos sois uno en Cristo Jesús» (Col 3,2).- La unidad en Dios, en Cristo y por Cristo, es ia suprema aspiración: «y Dios será todo en todos» (1Cor 15,28).
San Pablo, que supo hacer resaltar tanto la unión de Cristo con su Iglesia, no podía menos de decirnos algo sobre la gloria final del cuerpo místico de Jesús; y nos dice, en efecto (ib. 24-28), «que en el día fijado por los divinos decretos, cuando ese cuerpo místico haya alcanzado la plenitud y medida de la estatura perfecta de Cristo» (Ef 4,13), entonces surgirá la aurora del triunfo que debe consagrar por siempre jamás la unión de la Iglesia y de su Cabeza. Asociada hasta entonces tan íntimamente a la vida de Jesús, la Iglesia, ya perfecta, va a «compartir su gloria» (2Tim 2,12; Rm 8,17). La resurrección triunfa de la muerte, último enemigo que ha de ser vencido; después, reunidos todos los elegidos con su jefe divino, Cristo (son expresiones de San Pablo) presentará a su Padre, en homenaje, esta sociedad, no ya imperfecta ni militante, rodeada de miserias, de tentaciones, de luchas, de caídas; no ya padeciendo el fuego de la expiación, sino transfigurada para siempre y gloriosa en todos sus miembros.

¡Oh, qué espectáculo tan grandioso no será ver a Jesús ofreciendo a su Eterno Padre esos trofeos gloriosos e innumerables que proclaman el poderio de su gracia, ese reino conquistado con su sangre, que entonces despedirá por todas partes destellos de esplendor inmaculado, fruto de la vida divina que circula vigorosa y embriagadora por cada uno de los Santos!

Así se comprende que en el Apocalipsis, después de haber vislumbrado San Juan algo de aquellas maravillas y regocijos, los compare, siguiendo al mismo Jesús (Mt 22,2) a unas bodas: a las «bodas del Cordero» (Ap 19,9). Así se comprende finalmente por qué motivo, al dar digno remate a las misteriosas descripciones de la Jerusalén celestial, el mismo Apóstol nos deja oír los amorosos requiebros que Cristo y la Iglesia, el Esposo y la Esposa, se dirigen desde ahora, sin cesar, en espera de la consumación final y unión perfecta: « Ven» (Ap 22, 16-17).

De 
Dom Columba Marmion
La Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo



 
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