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miércoles, 5 de febrero de 2014

MARÍA MAGDALENA parte 1



Síntesis Tomada del libro (de la gran Santa) María Magdalena
 por Raymond Leopold Bruckberger


La civilización recoge su cosecha de muchos sembradíos: distintos encuentros y muchos debates; se trata de una cosecha de conversaciones diversas que se han mantenido durante el tiempo y el espacio. Aquellos elegidos para mantener vivo el debate y la conversación alumbran las líneas principales de la civilización.
No sabemos qué le hubiera dicho Cristo a Platón: San Agustín apareció sobre el escenario y escribió los diálogos entre Cristo y Platón. No sabíamos qué le habría dicho Cristo a Aristóteles: para saberlo tuvimos que esperar un poco más, pues en este caso tal vez el diálogo resultara un tanto más difícil. Pero en el siglo trece Tomás de Aquino compuso con todo rigor ese diálogo. Aún no sabemos que le habría dicho Cristo a Confucio, pues aún no ha habido un filósofo de tanta envergadura que fuera cristiano y chino a la vez.
Pero no tuvimos que esperar nada para saber qué le habría dicho Cristo a Friné. Él mismo, durante los tres años de su vida pública, se encontró con Friné. Cristo convirtió a Friné e hizo de ella una cristiana, y una de las santas más grandes de la Cristiandad.
Una biografía de Santa María Magdalena suscita numerosos y serios problemas en los variados planos de la historia, de la exégesis, de la psicología y de la teología por lo tanto esta es una primera parte sintetizada del libro el cual lo veremos en varias partes.


parte 1
Durante casi cuatro siglos desde la muerte de Alejandro, la cultura griega no había cesado de ganarse amigos a lo largo del Mediterráneo Oriental. En todas partes se hablaba en griego: en las clases altas, en las escuelas y en los círculos intelectuales, en los gimnasios y en los talleres de artistas; e incluso en el comercio. El dominio romano no había debilitado la influencia helénica sino que más bien la había extendido.
En el mundo judío, a pesar de ser tan nacionalista, esta influencia había calado hondo. En tiempos de Antíoco Epifanio, con la complicidad de los sumos sacerdotes, había llegado demasiado lejos a punto tal que se había convertido en una amenaza para la pureza del culto al Dios Único. En Judea, la reacción de los Macabeos había causado la retirada del helenismo, por lo menos por un tiempo.
Pero más allá de eso, el helenismo no había sido derrotado y se mostraba triunfante por doquier. Los judíos no eran sólo nacionalistas; también eran mercaderes y en algunos casos amigos de las letras y de las artes. A lo largo del Imperio se habían asentado colonias judías y a su debido tiempo sus sinagogas servirían de postas para la propagación del cristianismo. En estas colonias se hablaba griego y hacía mucho ya, que—con el patrocinio de los grandes Ptolemitas—los judíos de Egipto habían traducido la Biblia al griego.
Estas colonias mantenían estrechos vínculos familiares, de religión y de comercio con Palestina. Cuando acudían en peregrinación a Jerusalén para las Pascuas, estos judíos de la diáspora, siendo los más ricos y los más cultivados, naturalmente eran los más honrados y festejados entre la gente de la sociedad. Mantenían excelentes relaciones con los procónsules y los oficiales romanos, además de ciertas notables familias saduceas, ganadas, quieras que no, si no por las nuevas ideas, al menos por la cultura griega. Estas grandes familias hacían las veces de puente. Muy ricas y poderosas, amigas de Roma, estas familias se hallaban representadas por algunos de sus miembros entre los Sumos Sacerdotes y el Sanedrín, y dentro de la nación judía hacían las veces de lo que hoy daríamos en llamar "colaboracionistas". Aquí, por intransigente que fuera su nacionalismo, el celo por la fe de Israel se hallaba un tanto debilitada. Con todo, conservaban la mejor de las relaciones con todo el mundo, prestaban servicios indiscriminadamente, se mezclaban con la más alta sociedad en todos los bandos y se mostraban sumamente hospitalarios con los parientes y familiares venidos de Roma o de Alejandría, tanto en sus lujosas casas de campo como en la propia Jerusalén.
En estos círculos, sin apostatar formalmente de su fe en el Dios de Abrahán, en verdad se tenía una percepción de Israel como una cosa de poca monta frente al poder de Roma; y su literatura profética parecía muy pobre cuando se la comparaba con las obras maestras de los griegos. La mentalidad local parecía terriblemente "provinciana" y regionalista en medio de la burbujeante actividad que centelleaba a lo largo de todas las costas del Mediterráneo, allí donde los Misterios Orientales se incorporaban a la filosofía griega para conformar uno de los esnobismos más notables de toda la historia de la cultura. Comparada con esta influencia, la difusión de la lengua y cultura francesas a lo largo y ancho de Europa durante el siglo dieciocho no sería más que un modesto pastizal ardiendo al lado de un bosque en llamas.
En tales circunstancias, si eras una joven rica, hermosa y dotada en las artes y la danza, inteligente y receptiva, ¿cómo no ibas a ser "griega" por entonces?
De hecho, la de María Magdalena era una de esas notables familias saduceas que contaba con una casa de campo sobre las costas del lago de Genesareth en Galilea, además de una residencia a las puertas de Jerusalén. Su hermana, Marta, tenía un nombre sirio. Se trataba de una familia afortunada y poderosa que seguía las modas y gustos de su tiempo. La joven María había sido criada según el estilo griego; era "griega" hasta la médula. A los trece o catorce años de edad, habiendo alcanzado ya una radiante belleza y encontrándose plenamente desarrollada (como sucede con las mujeres jóvenes de aquellas regiones), esta niña pícara y sensual, vivía rodeada de músicos y pretenciosos y perfumados jóvenes, y contaba con un maestro de baile que habría venido de Éfeso o de Eleusis. Cuando se cansaba de practicar sus pasos, le hacía leer en voz alta el discurso de Diótima de El Banquete de Platón, aquel discurso en que postula el amor libre como el mejor camino para adquirir la sabiduría, o se hacía contar acerca de las andanzas de Friné la cortesana. Cuando arribaba un primo joven y guapo procedente de Alejandría, venido a Jerusalén para las Pascuas, ella le hacía contarle la muy reciente historia de Cleopatra—la maga, la encantadora de serpientes, la Reina de Egipto, y, su belleza mediante, la querida de los dueños del mundo. De noche, esta joven, segura ya de su espléndido cuerpo, revolviéndose en su cama, cerrando los puños se decía en su corazón: "Seré como la reina Cleopatra, seré como Friné la cortesana". De la cual hablaremos más adelante, solo diremos brevemente de ella que: 
Friné Debe de haber sido exactamente contemporánea de Alejandro Magno; puede que incluso haya conocido a Aspasia, la famosa cortesana amiga de Pericles. Aún muy joven, había servido de modelo para Praxíteles.
 (Friné era la modelo de los escultores para representar a la diosa del amor, fertilidad y belleza femenina se considera que la escultura llamada la Venus de Cnido es una representación de Friné) .
 Se trataba de una mujer libre que aspiraba a ocupar su lugar en el mismo estamento que los héroes, los filósofos, los artistas y los poetas. Se trataba de una cortesana.
Por entonces Platón estaba en la cúspide de su fama. Que Friné no hubiese conocido a Platón habría sido sorprendente. Y si no era ella misma, ciertamente se trataba de alguien como ella la que él introdujo en su Banquete, una mujer ante la cual el mismísimo Sócrates prefería quedar en el trasfondo, y a la que Platón le dio la tarea de exponer las más altas enseñanzas referidas al amor, a la belleza y a los medios de adquirir la contemplación. Así, el más famoso entre los sabios griegos pagaba tributo a la sabiduría superior de una mujer cuya notable belleza y experiencia de amor servía para todos como testimonio irrefutable de su amistad con los dioses.
Sin embargo, no entenderíamos nada acerca del paganismo griego si quisiéramos representárnoslo como una inmensa puesta en escena al aire libre de las "Folies Bergères", o como el lanzamiento en una plaza pública de un monstruoso show burlesco. Allí donde para nosotros la belleza corporal antes que nada se halla enteramente saturada con connotaciones sexuales, los griegos le asignaban el carácter de una revelación religiosa. Y esta es la razón por la que nos resulta tan difícil comprender el significado de aquel espectáculo ocurrido en Eleusis durante las festividades en honor del dios Poseidón. En la presencia del pueblo todo, en un transporte de entusiasmo, Friné se quitó la ropa, se deshizo el pelo y dio unos pasos enteramente desnuda, sus manos extendidas hacia el mar. Desde luego, en esto no había la menor indecencia. Friné desempeñaba su rol como profetiza del dios del mar. La revelación de su belleza le traía al pueblo todo la comunión con la deidad.
Quizá este incidente en la vida de Friné constituye el mejor para hacernos entender qué cosa era el paganismo, el paganismo griego en particular. El paganismo griego estaba transido de esta profunda nostalgia por el Primer Paraíso, por su inocencia, por la entera libertad que suponía. Entre los espíritus más grandes—y Friné era uno de estos—se trataba de un gigantesco esfuerzo por redescubrirlo, franquear nuevamente el umbral prohibido ante el cual está de guardia un ángel de espada flamígera. Por supuesto que ella no lo sabía, pero con la fuerza de todo su ser y su asombrosa belleza, Friné quería convertirse en Eva antes de la Caída. La tierra toda, y el mar, y el cielo ático no eran para ella sino el paraíso terrenal, el Primer Jardín de la Inocencia.
Los hombres se aferran al sueño del paraíso perdido. Ni bien nos dormimos, esto es lo que despierta en nuestros corazones. Pone en movimiento todos nuestros deseos corporales. Se trata del sueño infantil de la raza humana; ni bien se siente demasiado desgraciada, la humanidad vuelve una y otra vez sobre este mismo sueño, hasta el hartazgo, generación tras generación.
Pero, después de todo, no es sino un sueño, peligroso como todos los sueños cuando los confundimos con la realidad. Entre el día de Eva y nosotros ha ocurrido un acontecimiento siniestro que ha restringido la libertad humana—aquel acontecimiento que nuestros catecismos llaman la Caída Original, el primer pecado por el que hemos sido anoticiados con el melancólico conocimiento del bien y del mal que condujo a Eva, inmediatamente después de la desobediencia, a esconderse para no sentir el ojo de Dios sobre ella, "porque estaba desnuda" como lo quiere el Génesis.
Y con todo, Friné era hija, ella también, de Eva, y no se escondió… El gesto de Friné resultó posible sólo en virtud de su ignorancia y debido quizás a una cierta desesperación, algo así como la de un hombre quebrado que no quiere creer en su quiebra y que aún sueña mientras duerme que es rico y poderoso y que realiza gestos magníficos. Friné era la Eva de este jardín de ensueños y Platón su jardinero. 
El Evangelio nos dice que María Magdalena estaba poseída por siete demonios. Y aquí es donde empieza la gran aventura. Este pequeño y soberbio animal habría de comenzar con su zarabanda, y siete ángeles de las tinieblas le insuflarían sus genios: genios de lujuria y de jactancia, genios de melancolía y de crueldad, genios de curiosidad, glotonería y falsedad. Sólo la gente que ha vivido en un país cristiano puede desconocer qué cosa es habitar una tierra abandonada al demonio. No que no haya demonios entre nosotros; sino que normalmente se esconden en lo profundo de la tierra y no se apartan de sus escondrijos sin considerar primero los reglamentos de la policía y las reglas de los psiquiatras. No se sienten enteramente en casa, y, para que los exorcistas se olviden de ellos, se toman el trabajo de cumplir con la ley del país y las convenciones sociales establecidas. Cuando asesinan, corrompen a una niña, o ensucian el alma de un joven, lo más frecuente es que los diarios no se ocupen del tema, o si no hablan de accidentes en la carretera, trata de blancas, o el problema del narcotráfico.  Pero el diablo mismo nunca es agarrado con las manos en la masa.
 *Una joven de Oriente, tal como lo era María
Magdalena, lo bastante bella como para conmover a las esferas y sabiéndolo, una niña que vivía de día y de noche en complicidad con los siete demonios que incendiaron su sangre—una niña así sería capaz de montar una producción teatral, escénica y acrobática, unos efectos especiales, que avergonzarían a todos los directores de películas de Hollywood por junto. En efecto, el propio Evangelio nos suministra un buen ejemplo de esto en el caso de otra hija de una gran familia, llamada a ser leal compañera de María Magdalena—Salomé, la hija de Herodías. Ella lo sabía todo acerca del horror, esa joven, y todo sobre la lujuria y la crueldad.Ella también seguramente albergaba siete demonios en su cuerpo, demonios de un calibre no menor a los de María Magdalena. El maestro de baile que le leía Platón y que le contó la historia de Friné la cortesana; un apuesto primo contándole las hazañas de Cleopatra; el ejemplo de Esther, la hija de su raza, que ingresó al harén de un rey pagano y que allí ascendió en eminencia; los atractivos de la corte de Herodes; la influencia de Herodías y la amistad de Salomé—habitualmente no hace falta tanto para corromper a una joven.
Y luego, los siete demonios… no olvidemos los siete demonios. Ahora les tocaría el turno a ellos. 

María Magdalena abandonó la corte de Herodes porque ya no le resultaba posible seguir allí. Había contraído una peste horrible, de esas que vienen acompañadas con el flagelo del cuerpo y que horroriza a los demás, tanto como a quien la padece: la lepra por ejemplo, tan común por aquellos días, una de esas enfermedades que bien puede describirse como inexorable. Herodes y todos sus allegados se mostraron muy contrariados por su desgracia, pues ella había sido una amiga muy alegre y uno de los ornamentos más hermosos de la corte. Pero al final, continuaron con sus gozos y fue olvidada.
Ahora, ella ¿cómo podía olvidar? Estaba de vuelta en su casa en Magdala, abandonada de todos, sola con los siete demonios que inspiraban su alma con la más violenta desesperación y a la noche en sueños se veía atormentada por la espantosa imagen de una cabeza sangrienta. Entonces se quería morir y matarse, como lo había hecho Cleopatra y como la dialéctica de Satán suele sugerirle a las grandes almas. ¿Acaso no se había terminado todo para ella con su ése su cuerpo que muy pronto se pudriría? Allí estaba, atormentada, al cabo de sus fuerzas, flagelada por la angustia y presa de la desesperación. Tanto en su carne como en su corazón experimentaba la vanidad del sueño platónico, la imposibilidad de convertirse otra vez en Eva en el primer jardín, la cruel y llameante prohibición claramente inscripta en el umbral del Paraíso perdido, conciente de la horrible mentira implícita en la promesa antigua: "Seréis como dioses, conociendo el bien y el mal". En verdad, había conocido el mal… ¿pero, el bien? ¿Por ventura existiría para ella en algún lugar, en cualquier lugar, el solaz, un bien hacia el cual todavía podría extender su mano? Pues ella había deseado cruzar como fuera el umbral prohibido y extender su mano para tomar el fruto prohibido, cuando resultó atravesada por una espada flamígera.
¿Qué le pasaba? Todo lo que el profeta asesinado le había dicho a esta mujer, hasta entonces tan frívola, y que ella creyó que ni siquiera había escuchado, volvía a su memoria. Había despertado de su sueño, y eso era exactamente lo que él había querido. Se había descubierto como en verdad era y había comprendido que su alma estaba incluso más enferma que su cuerpo. Recordaba los temibles vaticinios del Bautista: "Ya el hacha está a la raíz de los árboles; y todo árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego". El fruto de su vida era malo. Y de aquí que se hallaba cortada de los vivientes y arrojada al fuego del castigo. Afortunadamente también recordaba que el profeta no se había limitado a estas amenazas, pues también había hablado de Aquel que vendría, que ya estaba entre ellos, en algún lugar, cuyas sandalias ningún hombre merecía desatar y del cual, él, Juan, no era sino un precursor. Es más, había hablado misteriosamente sobre Él como el Cordero que quita los pecados del mundo. ¡Oh! Si pudiera encontrar a este Otro, se dirigiría a Él, se arrojaría a sus pies y, puesto que ya no podía pedirle perdón a Juan, sería a este Otro a quién le suplicaría que la perdone.
La esperanza le salió al encuentro. Una de sus amigas de la corte de Herodes no la había olvidado. Se trataba de Juana, la mujer de Cuzá, el intendente de Herodes. Cuando se enteró de que María Magdalena estaba enferma y abandonada de todos, fue a verla y le habló sobre Jesús. Cuando volvió a verlo, le pidió que curase a su amiga y que la librara de sus siete demonios.
Así hubo un momento, a determinada hora del día, en que María Magdalena fue librada del maligno. Sus demonios la dejaron para siempre. E inmediatamente recuperó la salud. Se miró en el espejo y vio un cuerpo sano, un nuevo rostro, ojos purificados. Desde entonces vio claro. Vio hasta qué punto se había engañado. Se supo pecadora, lo reconoció, y al mismo tiempo supo que había sido perdonada. Toda su vida—tan arrogante que había sido hasta entonces, aparentemente tan libre hasta ese bendito momento—se le aparecía ahora como una horrible esclavitud y también supo que desde ahora en más quedaba libre. Su soledad quedaba hecha añicos. Supo que no era una huérfana, puesto que era hija de Dios. El mundo entero se le aparecía como fraternal. Sería reconciliada. Inmediatamente olvidó el Paraíso perdido, puesto que en su corazón comenzaba a irradiar el amanecer de otro Paraíso, más hermoso y más radiante. Había hallado la sabiduría, la senda de la verdadera belleza, en el que no hay sombra ninguna y sobre la cual el sol no se pone jamás.

Un fariseo llamado Simón invitó a Cristo a comer a su casa. El encuentro de Cristo y Friné la cortesana habría de tener lugar en un banquete del cual el Simposio de Platón no sería más que una imagen profética. Cristo aceptó la invitación y, según la costumbre de los antiguos, tomó su lugar a la mesa reclinándose sobre un lecho o colchoneta. Aún hoy en día, en Oriente, los que comparten una comida se sientan o reclinan sobre almohadones o alfombras, y la costumbres exigen que uno se quite el calzado antes de tomar su lugar. Eso no es tan difícil, considerando que casi todo el mundo usa sandalias.
Así, los que iban a compartir el pan se hallaban descalzos y posiblemente no hubiese mesa: la bandeja se colocaba en el medio y cada cual se servía con las manos. Ni hay por qué creernos mejor criados porque esta gente carecía de platos y cubiertos. La etiqueta de esta gente antigua, especialmente la asociada a la hospitalidad, era infinitamente más refinada que la nuestra. Tenían una sensibilidad por lo ritual que hemos perdido. Su código de costumbres era tan meticuloso como sutil, repleto de convenciones, y por lo mismo, resultaba ser sumamente expresivo de la vida y el sentido que tiene.
Ni bien se enteró de que Jesús estaba en esa casa, María Magdalena se hizo de un jarro de perfume y acudió presurosa. Aquellos jarros de perfumes eran pequeñas obras de arte de escultura y pintura. Se hallaban de tal modo sellados que resultaba necesario quebrarlos a la altura del cuello para poder verter su contenido.  El jarro que trajo María Magdalena era especialmente hermoso, de alabastro, reservado para un perfume de gran precio, uno de esos perfumes de Oriente que penetra hasta la misma sangre. Quizás se trataba de uno de esos perfumes destinados al culto de Dios y cuyo derrame estaba prohibido si se trataba de una creatura.
Y aquí venía ella, magníficamente vestida, como si fuera al encuentro de un rey, adornada con la belleza que irradia una mujer joven, sus ojos aun más agrandados como consecuencia de la enfermedad y la ansiedad que la aquejaban, llevando en sus agraciadas manos la frágil y preciada ánfora. Cualquier mujer bella y segura de sí vacila por un instante en el umbral de una habitación repleta de hombres, un poco deslumbrada por la sombra, después de la enceguecedora luz de la calle. Por fin, reconoció a su Señor sin jamás haber puesto los ojos sobre Él antes, su benefactor y maestro, que ocupaba el lugar de honor. Todavía no se adelantó, sintiendo sobre sí las miradas de todos los presentes concentradas sobre su persona—el asombro en esas miradas, mezcla de admiración por su belleza y reprobación por su presencia. Entonces, sin temor alguno, avanzó hacia el costado y con solemne humildad, se adelantó y se arrodilló ante los pies de Cristo.
Postrada a los pies del Señor, los besó. De repente se puso a sollozar. Rompió el vaso y derramó el perfume sobre los pies de Cristo y sus lágrimas se mezclaron con la unción. Luego, desatando su cabello, lo dejó caer y con las mechas enjugó los pies de su Señor. A su modo, y con un estilo incomparable, sin una palabra, acababa de retomar el testimonio de Juan allí mismo donde él lo había dejado: "He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo." Del mismo modo que Friné en Eleusis, que en sueños había dado testimonio de la divinidad. Y así rindió un homenaje digna de ella: el más público, el más suntuoso, el más callado y el más elocuente de los testimonios posible.
Un homenaje que para un fariseo no podía ser más escandaloso. El dueño de casa contempló la escena diciéndose: "Si este tipo fuera un profeta, sabría perfectamente quien es esta mujer que lo toca, y que es una pecadora."
Lo cierto es que esta mujer, con su sola presencial y actitud, suscitaba un interrogante. Una cuestión que el fariseo no podía resolver. Ni siquiera la podía entender.
El fariseo prefirió creer que Jesús no sabía quien era esta mujer.
Obviamente, Cristo sabía perfectamente lo que pasaba por la cabeza del fariseo. Tampoco hacía falta ser profeta para adivinarlo. Su rostro debe de haberlo traicionado; seguramente era el rostro de uno que sabe que debería golpearse la cabeza contra una pared. Y como era su costumbre, Cristo armó un escándalo mayor todavía. En sustancia, lo que dijo fue: "Conozco perfectamente a esta mujer como la pecadora que es y que el contacto con ella puede manchar a otros hombres. Sé muy bien que hasta ahora se ha pasado la vida atrayendo a los hombres hacia la impureza. Pero eso carece de importancia para mí. A raíz de este contacto no fui yo el manchado, sino que ella es la que resultó purificada.  Puesto que yo soy la fuente de toda pureza. Y la prueba de esto es que a esta mujer Yo le perdono los pecados…"
"Tú te imaginas, Simón, que no sé quien es esta mujer. Mas eres tú, Simón, quien no sabes quien soy Yo. A diferencia de esta pecadora que ha comprendido quien soy Yo, y que Yo soy el cordero que quita los pecados del mundo. Mírala: entré a tu casa y no has lavado mis pies; pero ella lavó mis pies con sus lágrimas y los secó con su cabello. No me besaste; pero ella, desde el momento que ingresó a esta sala, no ha cesado de besar mis pies. No me ungiste la cabeza con aceite; mas ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso, te lo digo, se le han perdonado muchos pecados porque ha amado mucho. Uno que tiene poco que perdonar, ama menos. Y es precisamente sobre el amor, de ahora en más, que todos vosotros seréis juzgados. No sobre la Ley, ni sobre lo que esta mujer llamaba sabiduría, sino sobre el amor, sin el cual la ley y la sabiduría no son más que jactancia y locura."
Y volviéndose hacia esta mujer, le dijo: "Tus pecados te son perdonados." Los que estaban a la mesa comenzaron a decirse unos a otros: "¿De qué se las da este tipo, que se anima incluso a perdonar los pecados?". Mas Él hizo caso omiso a lo que decían y le dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado. Vete en paz."
¡Qué escena maravillosa, quizás una escena única en la historia de la humanidad! ¡Qué trasporte de pasión se vio expresada en todas las acciones de esta mujer! Tenía ojos sólo para Él, oídos sólo para Él, se ocupó de sólo Él y cumplió a su respecto con los ritos de una veneración que posiblemente ninguna otra mujer jamás había hecho incluso en la intimidad más privada. Y Él, ¡con qué sencillez real acepta el sorprendente tributo de este amor!
El genio de María Magdalena se abre paso ardientemente subvirtiendo todo el ceremonial tradicional al improvisar uno para sí, la ceremonia del amor. Aquí lo que tanto nos conmueve. Aquí lo que conmovió al mismo Cristo y que Él destacó para su honra. Esto es lo que la ubica muy por encima de Friné, en la revelación que nos trae de la divinidad haciéndonos entender además que es posible comulgar con la divinidad. Colocándose en el lugar del dueño de casa para cumplir con los deberes de la hospitalidad que se le habían negado al Cristo, anticipa el mensaje de que Dios no ha venido a los hombres por razón de los justos, sino de los pecadores, para que se salven. En rigor Él no se halla entre nosotros salvo cuando se encuentra en medio de pecadores; sólo se lo puede acoger debidamente con lágrimas de arrepentimiento, besando los pies de Aquel que trae la buena nueva, el perfume precioso de nuestra pobre sabiduría. ¿Y qué soberano en el mundo entero contó con una toalla más magnífica que el glorioso cabello de la Magdalena para secar la unción real? Vino a convertir a los pecadores, pero sólo los convertía haciéndose amar. Esto es lo que, sin abrir la boca, nos enseña esta mujer.
Cuando escuchaba a Cristo, se veía arrancada de sí misma y de todo lo que la rodeaba. Nada podía distraerla de su discurso.
*Las vueltas de su viaje y probablemente la ocasión de una fiesta por celebrarse, atrajo a la caravana más cerca de Jerusalén. A las puertas de la ciudad, la familia de María Magdalena contaba con una estancia y una casa grande, y naturalmente Jesús paró allí, en esta casa en la que vivían Marta y Lázaro, la hermana y hermano de María Magdalena. El lugar se llamaba Betania, cerca de Jerusalén, así como Magdala quedaba cerca de Tiberíades. Este lugar y esta familia jugarían un papel importante en la vida de Cristo, la parte de sus amistades.
Cristo estaba en la casa y María estaba sentado a sus pies, oyéndolo hablar. Mientras tanto, Marta se hallaba absorbida por las urgentes tareas de la casa, ocupándose de las numerosas visitas. De repente, Marta se detuvo en sus menesteres, se paró solemnemente y parecía como si el sol fuera a quedarse quieto en los cielos. "Señor," dijo ella, "¿acaso no te importa que mi hermana me haya dejado sola en el servicio? Díle que me ayude." Y Jesús respondió: "Marta, Marta, tú te afanas y te agitas por muchas cosas. Una sola es necesaria. María eligió la buena parte, que no le será quitada." (Lc. X:38-42).
Así como sirve de modelo para penitentes y conversos, la Iglesia ha hecho a María Magdalena la patrona de las almas consagradas a la contemplación. Y con toda razón: siempre había añorado contemplar. En verdad, es precisamente estribando en esta escena en Betania en la que Marta se afana con los menesteres domésticos mientras María permanece sentada a los pies del Señor escuchando sus palabras, que para la Cristiandad cada una de las hermanas se ha convertido en el símbolo de las dos clases de vida, la vida activa y la vida contemplativa. "Marta se esforzó, María estaba de fiesta", dijo San Agustín, subrayando con una frase pintoresca el contraste entre las dos vocaciones.
Continua

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