Síntesis Tomada del libro (de la gran Santa) María Magdalena
por Raymond Leopold Bruckberger
La civilización recoge su cosecha de muchos sembradíos: distintos encuentros
y muchos debates; se trata de una cosecha de conversaciones diversas que se han
mantenido durante el tiempo y el espacio. Aquellos elegidos para mantener vivo
el debate y la conversación alumbran las líneas principales de la civilización.
No sabemos qué le hubiera dicho Cristo a Platón: San Agustín apareció sobre
el escenario y escribió los diálogos entre Cristo y Platón. No sabíamos qué le habría
dicho Cristo a Aristóteles: para saberlo tuvimos que esperar un poco más, pues
en este caso tal vez el diálogo resultara un tanto más difícil. Pero en el
siglo trece Tomás de Aquino compuso con todo rigor ese diálogo. Aún no sabemos
que le habría dicho Cristo a Confucio, pues aún no ha habido un filósofo de
tanta envergadura que fuera cristiano y chino a la vez.
Pero no tuvimos que esperar nada para saber qué le habría dicho Cristo a
Friné. Él mismo, durante los tres años de su vida pública, se encontró con
Friné. Cristo convirtió a Friné e hizo de ella una cristiana, y una de las
santas más grandes de la Cristiandad.
Una biografía de Santa María Magdalena suscita numerosos y serios
problemas en los variados planos de la historia, de la exégesis, de la
psicología y de la teología
por lo tanto esta es una primera parte sintetizada del libro el cual lo veremos en varias partes.
parte 1
Durante casi cuatro siglos desde la muerte de Alejandro, la cultura griega
no había cesado de ganarse amigos a lo largo del Mediterráneo Oriental. En
todas partes se hablaba en griego: en las clases altas, en las escuelas y en
los círculos intelectuales, en los gimnasios y en los talleres de artistas; e
incluso en el comercio. El dominio romano no había debilitado la influencia
helénica sino que más bien la había extendido.
En el mundo judío, a pesar de ser tan nacionalista, esta influencia había calado
hondo. En tiempos de Antíoco Epifanio, con la complicidad de los sumos
sacerdotes, había llegado demasiado lejos a punto tal que se había convertido
en una amenaza para la pureza del culto al Dios Único. En Judea, la reacción de
los Macabeos había causado la retirada del helenismo, por lo menos por un
tiempo.
Pero más allá de eso, el helenismo no había sido derrotado y se mostraba
triunfante por doquier. Los judíos no eran sólo nacionalistas; también eran
mercaderes y en algunos casos amigos de las letras y de las artes. A lo largo
del Imperio se habían asentado colonias judías y a su debido tiempo sus
sinagogas servirían de postas para la propagación del cristianismo. En estas
colonias se hablaba griego y hacía mucho ya, que—con el patrocinio de los
grandes Ptolemitas—los judíos de Egipto habían traducido la Biblia al griego.
Estas colonias mantenían estrechos vínculos familiares, de religión y de
comercio con Palestina. Cuando acudían en peregrinación a Jerusalén para las
Pascuas, estos judíos de la diáspora, siendo los más ricos y los más
cultivados, naturalmente eran los más honrados y festejados entre la gente de
la sociedad. Mantenían excelentes relaciones con los procónsules y los
oficiales romanos, además de ciertas notables familias saduceas, ganadas,
quieras que no, si no por las nuevas ideas, al menos por la cultura griega.
Estas grandes familias hacían las veces de puente. Muy ricas y poderosas, amigas
de Roma, estas familias se hallaban representadas por algunos de sus miembros
entre los Sumos Sacerdotes y el Sanedrín, y dentro de la nación judía hacían
las veces de lo que hoy daríamos en llamar "colaboracionistas". Aquí,
por intransigente que fuera su nacionalismo, el celo por la fe de Israel se
hallaba un tanto debilitada. Con todo, conservaban la mejor de las relaciones
con todo el mundo, prestaban servicios indiscriminadamente, se mezclaban con la
más alta sociedad en todos los bandos y se mostraban sumamente hospitalarios
con los parientes y familiares venidos de Roma o de Alejandría, tanto en sus
lujosas casas de campo como en la propia Jerusalén.
En estos círculos, sin apostatar formalmente de su fe en el Dios de
Abrahán, en verdad se tenía una percepción de Israel como una cosa de poca
monta frente al poder de Roma; y su literatura profética parecía muy pobre
cuando se la comparaba con las obras maestras de los griegos. La mentalidad
local parecía terriblemente "provinciana" y regionalista en medio de la
burbujeante actividad que centelleaba a lo largo de todas las costas del
Mediterráneo, allí donde los Misterios Orientales se incorporaban a la
filosofía griega para conformar uno de los esnobismos más notables de toda la
historia de la cultura. Comparada con esta influencia, la difusión de la lengua
y cultura francesas a lo largo y ancho de Europa durante el siglo dieciocho no sería
más que un modesto pastizal ardiendo al lado de un bosque en llamas.
En tales circunstancias, si eras una joven rica, hermosa y dotada en las
artes y la danza, inteligente y receptiva, ¿cómo no ibas a ser
"griega" por entonces?
De hecho, la de María Magdalena era una de esas notables familias saduceas
que contaba con una casa de campo sobre las costas del lago de Genesareth en
Galilea, además de una residencia a las puertas de Jerusalén. Su hermana,
Marta, tenía un nombre sirio. Se trataba de una familia afortunada y poderosa
que seguía las modas y gustos de su tiempo. La joven María había sido criada
según el estilo griego; era "griega" hasta la médula. A los trece o
catorce años de edad, habiendo alcanzado ya una radiante belleza y
encontrándose plenamente desarrollada (como sucede con las mujeres jóvenes de
aquellas regiones), esta niña pícara y sensual, vivía rodeada de músicos y pretenciosos
y perfumados jóvenes, y contaba con un maestro de baile que habría venido de
Éfeso o de Eleusis. Cuando se cansaba de practicar sus pasos, le hacía leer en
voz alta el discurso de Diótima de El
Banquete de Platón, aquel discurso en
que postula el amor libre como el mejor camino para adquirir la
sabiduría, o se
hacía contar acerca de las andanzas de Friné la cortesana. Cuando
arribaba un primo
joven y guapo procedente de Alejandría, venido a Jerusalén para las
Pascuas, ella
le hacía contarle la muy reciente historia de Cleopatra—la maga, la
encantadora
de serpientes, la Reina de Egipto, y, su belleza mediante, la querida de
los
dueños del mundo. De noche, esta joven, segura ya de su espléndido
cuerpo,
revolviéndose en su cama, cerrando los puños se decía en su corazón:
"Seré
como la reina Cleopatra, seré como Friné la cortesana". De la cual
hablaremos más adelante, solo diremos brevemente de ella que:
Friné Debe de haber sido
exactamente contemporánea de Alejandro Magno; puede que incluso haya conocido a
Aspasia, la famosa cortesana amiga de Pericles. Aún muy joven, había servido de
modelo para Praxíteles.
(Friné era la modelo de los escultores para representar a la diosa del
amor, fertilidad y belleza femenina se considera que la escultura
llamada la Venus de Cnido es una representación de Friné) .
Se trataba de una mujer libre que aspiraba a ocupar su
lugar en el mismo estamento que los héroes, los filósofos, los artistas y los
poetas. Se trataba de una cortesana.
Por entonces Platón estaba en la cúspide de su fama. Que Friné no hubiese
conocido a Platón habría sido sorprendente. Y si no era ella misma, ciertamente
se trataba de alguien como ella la que él introdujo en su Banquete, una mujer ante
la cual el mismísimo Sócrates prefería quedar en el trasfondo, y a la que
Platón le dio la tarea de exponer las más altas enseñanzas referidas al amor, a
la belleza y a los medios de adquirir la contemplación. Así, el más famoso
entre los sabios griegos pagaba tributo a la sabiduría superior de una mujer
cuya notable belleza y experiencia de amor servía para todos como testimonio
irrefutable de su amistad con los dioses.
Sin embargo, no entenderíamos nada acerca del paganismo griego si
quisiéramos representárnoslo como una inmensa puesta en escena al aire libre de
las "Folies Bergères", o
como el lanzamiento en una plaza pública de un monstruoso show burlesco. Allí
donde para nosotros la belleza corporal antes que nada se halla enteramente
saturada con connotaciones sexuales, los griegos le asignaban el carácter de
una revelación religiosa. Y esta es la razón por la que nos resulta tan difícil
comprender el significado de aquel espectáculo ocurrido en Eleusis durante las
festividades en honor del dios Poseidón. En la presencia del pueblo todo, en un
transporte de entusiasmo, Friné se quitó la ropa, se deshizo el pelo y dio unos
pasos enteramente desnuda, sus manos extendidas hacia el mar. Desde luego, en
esto no había la menor indecencia. Friné desempeñaba su rol como profetiza del
dios del mar. La revelación de su belleza le traía al pueblo todo la comunión
con la deidad.
Quizá este incidente en la vida de Friné constituye el mejor para hacernos
entender qué cosa era el paganismo, el paganismo griego en particular. El
paganismo griego estaba transido de esta profunda nostalgia por el Primer
Paraíso, por su inocencia, por la entera libertad que suponía. Entre los
espíritus más grandes—y Friné era uno de estos—se trataba de un gigantesco
esfuerzo por redescubrirlo, franquear nuevamente el umbral prohibido ante el
cual está de guardia un ángel de espada flamígera. Por supuesto que ella no lo
sabía, pero con la fuerza de todo su ser y su asombrosa belleza, Friné quería
convertirse en Eva antes de la Caída. La tierra toda, y el mar, y el cielo
ático no eran para ella sino el paraíso terrenal, el Primer Jardín de la
Inocencia.
Los hombres se aferran al sueño del paraíso perdido. Ni bien nos dormimos,
esto es lo que despierta en nuestros corazones. Pone en movimiento todos
nuestros deseos corporales. Se trata del sueño infantil de la raza humana; ni
bien se siente demasiado desgraciada, la humanidad vuelve una y otra vez sobre
este mismo sueño, hasta el hartazgo, generación tras generación.
Pero, después de todo, no es sino un sueño, peligroso como todos los sueños
cuando los confundimos con la realidad. Entre el día de Eva y nosotros ha
ocurrido un acontecimiento siniestro que ha restringido la libertad
humana—aquel acontecimiento que nuestros catecismos llaman la Caída Original,
el primer pecado por el que hemos sido anoticiados con el melancólico
conocimiento del bien y del mal que condujo a Eva, inmediatamente después de la
desobediencia, a esconderse para no sentir el ojo de Dios sobre ella,
"porque estaba desnuda" como lo quiere el Génesis.
Y con todo, Friné era hija, ella también, de Eva, y no se escondió… El
gesto de Friné resultó posible sólo en virtud de su ignorancia y debido quizás a
una cierta desesperación, algo así como la de un hombre quebrado que no quiere
creer en su quiebra y que aún sueña mientras duerme que es rico y poderoso y
que realiza gestos magníficos. Friné era la Eva de este jardín de ensueños y
Platón su jardinero.
El Evangelio nos dice que María Magdalena estaba poseída por siete demonios. Y aquí es
donde empieza la gran aventura. Este pequeño y soberbio animal habría de
comenzar con su zarabanda, y siete ángeles de las tinieblas le insuflarían sus
genios: genios de lujuria y de jactancia, genios de melancolía y de crueldad,
genios de curiosidad, glotonería y falsedad.
Sólo la gente que ha vivido en un país cristiano puede desconocer qué
cosa es habitar una tierra abandonada al demonio. No que no haya demonios entre
nosotros; sino que normalmente se esconden en lo profundo de la tierra y no se
apartan de sus escondrijos sin considerar primero los reglamentos de la policía
y las reglas de los psiquiatras. No se sienten enteramente en casa, y, para que
los exorcistas se olviden de ellos, se toman el trabajo de cumplir con la ley
del país y las convenciones sociales establecidas. Cuando asesinan, corrompen a
una niña, o ensucian el alma de un joven, lo más frecuente es que los diarios
no se ocupen del tema, o si no hablan de accidentes en la carretera, trata de
blancas, o el problema del narcotráfico.
Pero el diablo mismo nunca es agarrado con las manos en la masa.
*Una joven de Oriente, tal como lo era María
Magdalena, lo bastante bella como para conmover a las esferas y sabiéndolo, una
niña que vivía de día y de noche en complicidad con los siete demonios que
incendiaron su sangre—una niña así sería capaz de montar una producción teatral,
escénica y acrobática, unos efectos especiales, que avergonzarían a todos los
directores de películas de Hollywood por junto. En efecto, el propio Evangelio
nos suministra un buen ejemplo de esto en el caso de otra hija de una gran familia, llamada a ser leal compañera de María Magdalena—Salomé, la hija de Herodías. Ella lo sabía todo acerca del
horror, esa joven, y todo sobre la lujuria y la crueldad.Ella también seguramente albergaba siete demonios en su
cuerpo, demonios de un calibre no menor a los de María Magdalena. El maestro de baile que le leía Platón y que le contó la
historia de Friné la cortesana; un apuesto primo contándole las hazañas de
Cleopatra; el ejemplo de Esther, la hija de su raza, que ingresó al harén de un
rey pagano y que allí ascendió en eminencia; los atractivos de la corte de
Herodes; la influencia de Herodías y la amistad de Salomé—habitualmente no hace
falta tanto para corromper a una joven.
Y luego, los siete demonios… no olvidemos los siete
demonios. Ahora les tocaría el turno a ellos.
María Magdalena abandonó la corte de Herodes porque ya no
le resultaba posible seguir allí. Había contraído una peste horrible, de esas
que vienen acompañadas con el flagelo del cuerpo y que horroriza a los demás,
tanto como a quien la padece: la lepra por ejemplo, tan común por aquellos
días, una de esas enfermedades que bien puede describirse como inexorable.
Herodes y todos sus allegados se mostraron muy contrariados por su desgracia,
pues ella había sido una amiga muy alegre y uno de los ornamentos más hermosos
de la corte. Pero al final, continuaron con sus gozos y fue olvidada.
Ahora, ella ¿cómo podía olvidar? Estaba de vuelta en su
casa en Magdala, abandonada de todos, sola con los siete demonios que
inspiraban su alma con la más violenta desesperación y a la noche en sueños se
veía atormentada por la espantosa imagen de una cabeza sangrienta. Entonces se
quería morir y matarse, como lo había hecho Cleopatra y como la dialéctica de
Satán suele sugerirle a las grandes almas. ¿Acaso no se había terminado todo
para ella con su ése su cuerpo que muy pronto se pudriría? Allí estaba,
atormentada, al cabo de sus fuerzas, flagelada por la angustia y presa de la
desesperación. Tanto en su carne como en su corazón experimentaba la vanidad
del sueño platónico, la imposibilidad de convertirse otra vez en Eva en el
primer jardín, la cruel y llameante prohibición claramente inscripta en el
umbral del Paraíso perdido, conciente de la horrible mentira implícita en la
promesa antigua: "Seréis como dioses, conociendo el bien y el mal".
En verdad, había conocido el mal… ¿pero, el bien? ¿Por ventura existiría para
ella en algún lugar, en cualquier lugar, el solaz, un bien hacia el cual
todavía podría extender su mano? Pues ella había deseado cruzar como fuera el
umbral prohibido y extender su mano para tomar el fruto prohibido, cuando
resultó atravesada por una espada flamígera.
¿Qué le pasaba? Todo lo que el profeta asesinado le había
dicho a esta mujer, hasta entonces tan frívola, y que ella creyó que ni siquiera
había escuchado, volvía a su memoria. Había despertado de su sueño, y eso era
exactamente lo que él había querido. Se había descubierto como en verdad era y
había comprendido que su alma estaba incluso más enferma que su cuerpo.
Recordaba los temibles vaticinios del Bautista: "Ya el hacha está a la
raíz de los árboles; y todo árbol que no produce buen fruto será cortado y
arrojado al fuego". El fruto de su vida era malo. Y de aquí que se hallaba
cortada de los vivientes y arrojada al fuego del castigo. Afortunadamente
también recordaba que el profeta no se había limitado a estas amenazas, pues
también había hablado de Aquel que vendría, que ya estaba entre ellos, en algún
lugar, cuyas sandalias ningún hombre merecía desatar y del cual, él, Juan, no
era sino un precursor. Es más, había hablado misteriosamente sobre Él como el
Cordero que quita los pecados del mundo. ¡Oh! Si pudiera encontrar a este Otro,
se dirigiría a Él, se arrojaría a sus pies y, puesto que ya no podía pedirle
perdón a Juan, sería a este Otro a quién le suplicaría que la perdone.
La esperanza le salió al encuentro. Una de sus amigas de
la corte de Herodes no la había olvidado. Se trataba de Juana, la mujer de Cuzá,
el intendente de Herodes. Cuando se enteró de que María Magdalena estaba
enferma y abandonada de todos, fue a verla y le habló sobre Jesús. Cuando
volvió a verlo, le pidió que curase a su amiga y que la librara de sus siete
demonios.
Así hubo un momento, a determinada hora del día, en
que María Magdalena fue librada del maligno. Sus demonios la dejaron para
siempre. E inmediatamente recuperó la salud. Se miró en el espejo y vio un
cuerpo sano, un nuevo rostro, ojos purificados. Desde entonces vio claro. Vio
hasta qué punto se había engañado. Se supo pecadora, lo reconoció, y al mismo
tiempo supo que había sido perdonada. Toda su vida—tan arrogante que había sido
hasta entonces, aparentemente tan libre hasta ese bendito momento—se le
aparecía ahora como una horrible esclavitud y también supo que desde ahora en
más quedaba libre. Su soledad quedaba hecha añicos. Supo que no era una
huérfana, puesto que era hija de Dios. El mundo entero se le aparecía como
fraternal. Sería reconciliada. Inmediatamente olvidó el Paraíso perdido, puesto
que en su corazón comenzaba a irradiar el amanecer de otro Paraíso, más hermoso
y más radiante. Había hallado la sabiduría, la senda de la verdadera belleza,
en el que no hay sombra ninguna y sobre la cual el sol no se pone jamás.
Un fariseo llamado Simón invitó a Cristo a comer a su casa. El encuentro de
Cristo y Friné la cortesana habría de tener lugar en un banquete del cual el
Simposio de Platón no sería más que una imagen profética. Cristo aceptó la
invitación y, según la costumbre de los antiguos, tomó su lugar a la mesa
reclinándose sobre un lecho o colchoneta. Aún hoy en día, en Oriente, los que
comparten una comida se sientan o reclinan sobre almohadones o alfombras, y la
costumbres exigen que uno se quite el calzado antes de tomar su lugar. Eso no
es tan difícil, considerando que casi todo el mundo usa sandalias.
Así, los que iban a compartir el pan se hallaban descalzos y posiblemente
no hubiese mesa: la bandeja se colocaba en el medio y cada cual se servía con
las manos. Ni hay por qué creernos mejor criados porque esta gente carecía de
platos y cubiertos. La etiqueta de esta gente antigua, especialmente la
asociada a la hospitalidad, era infinitamente más refinada que la nuestra.
Tenían una sensibilidad por lo ritual que hemos perdido. Su código de
costumbres era tan meticuloso como sutil, repleto de convenciones, y por lo
mismo, resultaba ser sumamente expresivo de la vida y el sentido que tiene.
Ni bien se enteró de que Jesús estaba en esa casa, María Magdalena se hizo
de un jarro de perfume y acudió presurosa. Aquellos jarros de perfumes eran
pequeñas obras de arte de escultura y pintura. Se hallaban de tal modo sellados
que resultaba necesario quebrarlos a la altura del cuello para poder verter su
contenido. El jarro que trajo María
Magdalena era especialmente hermoso, de alabastro, reservado para un perfume de
gran precio, uno de esos perfumes de Oriente que penetra hasta la misma sangre.
Quizás se trataba de uno de esos perfumes destinados al culto de Dios y cuyo
derrame estaba prohibido si se trataba de una creatura.
Y aquí venía ella, magníficamente vestida, como si fuera al encuentro de un
rey, adornada con la belleza que irradia una mujer joven, sus ojos aun más
agrandados como consecuencia de la enfermedad y la ansiedad que la aquejaban,
llevando en sus agraciadas manos la frágil y preciada ánfora. Cualquier mujer
bella y segura de sí vacila por un instante en el umbral de una habitación
repleta de hombres, un poco deslumbrada por la sombra, después de la
enceguecedora luz de la calle. Por fin, reconoció a su Señor sin jamás haber
puesto los ojos sobre Él antes, su benefactor y maestro, que ocupaba el lugar
de honor. Todavía no se adelantó, sintiendo sobre sí las miradas de todos los
presentes concentradas sobre su persona—el asombro en esas miradas, mezcla de
admiración por su belleza y reprobación por su presencia. Entonces, sin temor
alguno, avanzó hacia el costado y con solemne humildad, se adelantó y se
arrodilló ante los pies de Cristo.
Postrada a los pies del Señor, los besó. De repente se puso a sollozar.
Rompió el vaso y derramó el perfume sobre los pies de Cristo y sus lágrimas se
mezclaron con la unción. Luego, desatando su cabello, lo dejó caer y con las
mechas enjugó los pies de su Señor. A su modo, y con un estilo incomparable,
sin una palabra, acababa de retomar el testimonio de Juan allí mismo donde él
lo había dejado: "He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del
mundo." Del mismo modo que Friné en Eleusis, que en sueños había dado
testimonio de la divinidad. Y así rindió un homenaje digna de ella: el más
público, el más suntuoso, el más callado y el más elocuente de los testimonios
posible.
Un homenaje que para un fariseo no podía ser más escandaloso. El dueño de
casa contempló la escena diciéndose: "Si este tipo fuera un profeta,
sabría perfectamente quien es esta mujer que lo toca, y que es una pecadora."
Lo cierto es que esta mujer, con su sola presencial y actitud, suscitaba un
interrogante. Una cuestión que el fariseo no podía resolver. Ni siquiera la
podía entender.
El fariseo prefirió creer que Jesús no sabía quien era esta mujer.
Obviamente, Cristo sabía perfectamente lo que pasaba por la cabeza del
fariseo. Tampoco hacía falta ser profeta para adivinarlo. Su rostro debe de
haberlo traicionado; seguramente era el rostro de uno que sabe que debería
golpearse la cabeza contra una pared. Y como era su costumbre, Cristo armó un
escándalo mayor todavía. En sustancia, lo que dijo fue: "Conozco
perfectamente a esta mujer como la pecadora que es y que el contacto con ella
puede manchar a otros hombres. Sé muy bien que hasta ahora se ha pasado la vida
atrayendo a los hombres hacia la impureza. Pero eso carece de importancia para mí. A raíz de este contacto no fui
yo el manchado, sino que ella es la que resultó purificada. Puesto que yo soy la fuente de toda pureza. Y
la prueba de esto es que a esta mujer Yo le perdono los pecados…"
"Tú te imaginas, Simón, que no sé quien es esta mujer. Mas eres tú,
Simón, quien no sabes quien soy Yo. A diferencia de esta pecadora que ha
comprendido quien soy Yo, y que Yo soy el cordero que quita los pecados del
mundo. Mírala: entré a tu casa y no has lavado mis pies; pero ella lavó mis
pies con sus lágrimas y los secó con su cabello. No me besaste; pero ella,
desde el momento que ingresó a esta sala, no ha cesado de besar mis pies. No me
ungiste la cabeza con aceite; mas ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso,
te lo digo, se le han perdonado muchos pecados porque ha amado mucho. Uno que
tiene poco que perdonar, ama menos. Y es precisamente sobre el amor, de ahora
en más, que todos vosotros seréis juzgados. No sobre la Ley, ni sobre lo que
esta mujer llamaba sabiduría, sino sobre el amor, sin el cual la ley y la
sabiduría no son más que jactancia y locura."
Y volviéndose hacia esta mujer, le dijo: "Tus pecados te son
perdonados." Los que estaban a la mesa comenzaron a decirse unos a otros:
"¿De qué se las da este tipo, que se anima incluso a perdonar los pecados?".
Mas Él hizo caso omiso a lo que decían y le dijo a la mujer: "Tu fe te ha
salvado. Vete en paz."
¡Qué escena maravillosa, quizás una escena única en la historia de la
humanidad! ¡Qué trasporte de pasión se vio expresada en todas las acciones de
esta mujer! Tenía ojos sólo para Él, oídos sólo para Él, se ocupó de sólo Él y
cumplió a su respecto con los ritos de una veneración que posiblemente ninguna
otra mujer jamás había hecho incluso en la intimidad más privada. Y Él, ¡con qué
sencillez real acepta el sorprendente tributo de este amor!
El genio de María Magdalena se abre paso ardientemente subvirtiendo todo el
ceremonial tradicional al improvisar uno para sí, la ceremonia del amor. Aquí
lo que tanto nos conmueve. Aquí lo que conmovió al mismo Cristo y que Él
destacó para su honra. Esto es lo que la ubica muy por encima de Friné, en la
revelación que nos trae de la divinidad haciéndonos entender además que es
posible comulgar con la divinidad. Colocándose en el lugar del dueño de casa
para cumplir con los deberes de la hospitalidad que se le habían negado al
Cristo, anticipa el mensaje de que Dios no ha venido a los hombres por razón de
los justos, sino de los pecadores, para que se salven. En rigor Él no se halla
entre nosotros salvo cuando se encuentra en medio de pecadores; sólo se lo
puede acoger debidamente con lágrimas de arrepentimiento, besando los pies de
Aquel que trae la buena nueva, el perfume precioso de nuestra pobre sabiduría.
¿Y qué soberano en el mundo entero contó con una toalla más magnífica que el
glorioso cabello de la Magdalena para secar la unción real? Vino a convertir a
los pecadores, pero sólo los convertía haciéndose amar. Esto es lo que, sin
abrir la boca, nos enseña esta mujer.
Cuando escuchaba a Cristo, se veía arrancada de sí misma y de todo lo que
la rodeaba. Nada podía distraerla de su discurso.
*Las vueltas de su viaje y probablemente la ocasión de una fiesta por
celebrarse, atrajo a la caravana más cerca de Jerusalén. A las puertas de la
ciudad, la familia de María Magdalena contaba con una estancia y una casa
grande, y naturalmente Jesús paró allí, en esta casa en la que vivían Marta y
Lázaro, la hermana y hermano de María Magdalena. El lugar se llamaba Betania,
cerca de Jerusalén, así como Magdala quedaba cerca de Tiberíades. Este lugar y
esta familia jugarían un papel importante en la vida de Cristo, la parte de sus
amistades.
Cristo estaba en la casa y María estaba sentado a sus pies, oyéndolo
hablar. Mientras tanto, Marta se hallaba absorbida por las urgentes tareas de
la casa, ocupándose de las numerosas visitas. De repente, Marta se detuvo en
sus menesteres, se paró solemnemente y parecía como si el sol fuera a quedarse
quieto en los cielos. "Señor," dijo ella, "¿acaso no te importa
que mi hermana me haya dejado sola en el servicio? Díle que me ayude." Y
Jesús respondió: "Marta, Marta, tú te afanas y te agitas por muchas cosas.
Una sola es necesaria. María eligió la buena parte, que no le será
quitada." (Lc. X:38-42).
Así como sirve de modelo para penitentes y conversos, la Iglesia ha hecho a
María Magdalena la patrona de las almas consagradas a la contemplación. Y con
toda razón: siempre había añorado contemplar. En verdad, es precisamente estribando
en esta escena en Betania en la que Marta se afana con los menesteres
domésticos mientras María permanece sentada a los pies del Señor escuchando sus
palabras, que para la Cristiandad cada una de las hermanas se ha convertido en
el símbolo de las dos clases de vida, la vida activa y la vida contemplativa.
"Marta se esforzó, María estaba de fiesta", dijo San Agustín,
subrayando con una frase pintoresca el contraste entre las dos vocaciones.
Continua