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jueves, 12 de agosto de 2010

MI AMIGO

                                    

ASÍ ES MI AMIGO
Te diré cómo le conocí:
Había oído hablar mucho de El, pero no hice
caso.
Me cubría constantemente de atenciones y
regalos, pero nunca le di las gracias.
Parecía desear mi amistad, y yo me mostraba
indiferente.
Me sentía desamparado, infeliz, hambriento y en

  peligro, y El me ofrecía refugio, consuelo, apoyo
y serenidad; pero yo seguía siendo ingrato.
Por fin se cruzó en mi camino y, con lágrimas en
los ojos, me suplicó: ven y mora conmigo.
Te diré cómo me trata ahora:
Satisface todos mis deseos.
Me concede más de lo que me atrevo a pedir.
Se anticipa a mis necesidades.
Me ruega que le pida más.
Nunca me reprocha mis locuras pasadas.
Te diré ahora lo que pienso de El
Es tan bueno como grande.
Su amor es tan ardiente como verdadero.
Es tan pródigo en Sus promesas como fiel en
cumplirlas.
Tan celoso de mi amor como merecedor de él.
Soy su deudor en todo, y me invita a que
le llame amigo


CRISTO EN EL INTERIOR
DEL ALMA

1. LA AMISTAD DE CRISTO
(En general)
No es bueno que el hombre esté solo.
(Gen 2, 18)

Uno de los instintos humanos más destacados y misteriosos es el sentimiento de la amistad. Los filósofos materialistas suelen relacionar las más elevadas emociones —arte, religión, amor— con impulsos meramente animales, con los instintos de perpetuación y conservación de la especie. Y aun en esta sencilla cuestión —al clasificar las distintas relaciones entre hombres y hombres, mujeres y mujeres, y hombres y mujeres, bajo el título común de amistad-

— los filósofos materialistas yerran completamente. Cuando David dice a Jonatán: «Tu amor era para mí dulcísimo, más que el amor de las mujeres», no es una expresión del sexo; tampoco es un sentimiento nacido de intereses comunes, porque la amistad entre un sabio y un loco puede ser tan profunda como la de dos sabios o dos locos; ni es tampoco una relación basada en el intercambio de ideas, pues la amistad más íntima se expresa lo mismo con el silencio que en la conversación. «Ningún hombre es realmente mi amigo, dice Maeterlinck, hasta que no hemos aprendido a guardar silencio en nuestra mutua compañía».

Y este hecho presente en la amistad es tan importante como misterioso. Obedeciendo a las leyes de su propio desarrollo, hay en la amistad un matiz pasional distinto al de las relaciones habituales entre los sexos. Al ser independiente de los elementos físicos necesarios para el amor entre marido y mujer, en ciertos aspectos la amistad se sitúa misteriosamente en un piano más elevado. Es la sal del matrimonio perfecto, pero puede existir sin el sexo. No pretende ganar nada, ni producir nada... sino sacrificarse en todo. Aun cuando estén absolutamente ausentes los motivos sobrenaturales, en el plano natural puede reflejar —con mayor claridad que el amor conyugal sacramental— las características de la caridad divina. También en su ámbito «todo lo sufre... todo lo cree... todo lo espera... no busca su propio interés... no es jactanciosa».

Por otra parte, existen pocas experiencias humanas más sujetas a la decepción. La amistad deifica al otro y se siente defraudada al comprobar que, después de todo, es humano. No hay amargura más amarga que la que siento si mi amigo me defrauda o si yo le defraudo a él. Y, aunque la amistad tiene unos visos de eternidad que parecen trascender los límites naturales, no existe otro sentimiento tan profundamente afectado por los avatares del tiempo. Hacemos amigos y los perdemos. Podría decirse que no podemos conservar esta capacidad de la amistad a menos que estemos haciendo amigos nuevos continuamente.

La amistad es, pues, una de las pasiones más importante que, al alimentarse de lo terreno, se siente continuamente insatisfecha... que, al rojo vivo, nunca se consume..., una de las pasiones que hacen historia y, por lo tanto, siempre mira al futuro y no al pasado... una pasión que, quizá más que cualquier otra, apunta a la eternidad como fuente de satisfacción, y al amor divino como respuesta a las inquietudes humanas. Luego no hay más que una explicación para los deseos que provoca, aunque nunca los satisfaga; no hay más que una Amistad suprema a la que se orientan todas las amistades humanas; un Amigo ideal en quien hallamos, perfecto y completo, a Aquél cuya sombra y modelo buscamos en nuestros amores humanos.
***

Los católicos tienen el privilegio y la carga de saber mucho de Jesucristo. Privilegio, porque un conocimiento profundo de la persona, de los atributos y de las actuaciones del Dios hecho carne supone una sabiduría mucho mayor que la de todas las ciencias juntas. Conocer al Creador es incalculable- mente más valioso que conocer su creación. Pero también es una carga, porque el resplandor de este conocimiento puede impedirnos apreciar el valor de los detalles. El brillo de la divinidad puede ser tan poderoso que desoriente con respecto a la humanidad. La unidad del bosque se desvanece ante la perfección de los árboles.

Gracias a su conocimiento de los misterios de la fe, gracias a su completa percepción de Jesucristo como su Dios, su Sacerdote, su Víctima, su Profeta y su Rey, el católico —más que nadie— tiende a olvidar que las delicias del Señor son estar con los hijos de los hombres mejor


que en el círculo de los serafines; que, mientras Su majestad ocupa el trono con Su Padre, Su
amor le conduce a una peregrinación que transformaría a Sus siervos en amigos.

Hay almas piadosas que se quejan frecuentemente de su soledad en la tierra. Rezan, reciben los sacramentos, hacen todo lo posible por cumplir los preceptos cristianos y, aún así, se encuentran solas. Sería difícil hallar una prueba más evidente de que esto supone no comprender al menos uno de los grandes motivos de la Encamación. Adoran a Cristo como Dios, se alimentan de El en la comunión, se lavan con Su preciosa Sangre y esperan el momento de encontrarle en el Juicio. Pero tienen escasa o nula experiencia de la íntima relación y la compañía que constituyen la amistad divina. Dicen que suspiran por tener a su lado a alguien que no sólo les evite el sufrimiento sino que sufra con ellos; alguien a quien manifestar en silencio los pensamientos que las palabras no pueden expresar. Y parecen no comprender que ese es el puesto que Jesús desea ocupar; que Su supremo anhelo es el de ser admitido, no en el trono del corazón o en el tribunal de la conciencia, sino en el rincón más oculto del alma, donde un hombre es más él mismo y donde, por lo tanto, se encuentra más profundamente solo.

El Evangelio rebosa de ejemplos de este deseo de Jesucristo: momentos realmente formidables en los que Dios resplandeció de gloria en su humanidad, momentos en los que sus vestiduras irradiaban su divinidad; cuando los ojos ciegos se abrían a la luz creada por el Creador; cuando los oídos, sordos a las voces de la tierra, escuchaban la voz divina; cuando los muertos salían de sus tumbas para mirar al que les había dado —y después devuelto— la vida. Y hubo momentos grandiosos y tremendos en los que Dios se reunió con Dios en la soledad del huerto, en los que Dios, a través de Su desolada humanidad, gimió: «¿Por qué me has desamparado?».

Pero sobre todo, el Evangelio nos habla de Su humanidad: una humanidad que clamaba por los suyos; una humanidad no sólo tentada, sino también centrada en las mismas cosas que nosotros: «Jesús amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro», «Jesús, mirándolo, lo amó». «Lo amó» con una emoción diferente a la del amor divino que ama todas las cosas que ha hecho. «Lo amó» como yo amo a mi amigo y como mi amigo me ama.

Es sobre todo en estos momentos cuando Jesús se nos hace cercano. Y nos atrae hacia El cuando se muestra como uno de nosotros; cuando es «elevado», no en la gloria de la divinidad triunfante, sino en la humillación de la humanidad vencida. Leemos sobre Sus hechos poderosos y caemos rendidos de temor y adoración; pero cuando lo vemos sentado junto al pozo, mientras sus amigos van en busca de comida, cuando hace un dolorido reproche a los que hubieran debido consolarle —« ¿Qué, no habéis podido velar conmigo una hora?»—, cuando por última vez se dirige al que le había perdido para siempre —«Amigo, ¿para qué has venido?»—, somos conscientes de que El desea más la ternura, el amor y la compasión — sentimientos a los que solamente tiene derecho la amistad— que toda la adoración de los ángeles de la gloria.

En varias ocasiones nos habla Jesús en la Escritura —y no sólo indirecta o veladamente, sino con afirmaciones concretas— de Su deseo de ser nuestro amigo. Nos describe la casa solitaria y a El mismo llamando a la puerta en mitad de la noche y solicitando alimento: «Si alguien me abre —¡cualquier hombre!— entraré y cenaré con él y él conmigo». En otra ocasión dice a aquellos que sufren por culpa de una aflicción repentina: «No os llamaré siervos, sino amigos». También promete su presencia continua: «Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos», «mirad, yo estoy con vosotros» y «lo que hiciereis a uno de vuestros hermanos a Mí me lo hacéis».
Si algo hay patente en los evangelios es esto:




Jesús desea en primer lugar y sobre todo, nuestra amistad. No reprocha al mundo que su Salvador viniera a buscar lo que estaba perdido y lo perdido se alejara aún más de El. Lo que le reprocha es que el Creador se acercara a Su criatura y ésta le rechazara: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron».

La vivencia de la amistad de Jesús es el auténtico secreto de los santos. La gente corriente puede vivir una vida corriente tratando de guardar los mandamientos, pero por cientos de motivos de segunda categoría. Confesamos los pecados para escapar del infierno; luchamos contra nuestros defectos para conservar el respeto del mundo. Pero no hay nadie capaz de avanzar tres pasos por la vía de la santidad a menos que Jesús camine a su lado. Esto es, pues, lo que distingue el camino del santo, y le da también su carácter grotesco, porque, a los ojos de un mundo sin fe, ¿hay algo más grotesco que el arrebato del que ama? El sentido común, al que se considera propio de la salud mental, jamás ha vuelto loco a un hombre. Sin embargo, el sentido común nunca ha movido montañas y mucho menos las ha arrojado al mar. Ha sido el gozo fascinante de la compañía consciente de Jesucristo lo que ha dado paso a los enamorados, a los gigantes de la historia. En su torpe visión, el mundo califica de anormal la amistad con Jesucristo y la pasión que despierta en quienes la viven, en tanto que la Iglesia la considera sobrenatural. «Este cura, exclamaba Santa Teresa en un momento de gran intimidad con su Señor, es la persona adecuada para ser uno de nuestros amigos».

Es importante recordar que esta amistad entre Cristo y el alma no es comparable en todos sus extremos a la amistad común entre los hombres. Ciertamente es una amistad entre su alma y las nuestras, pero su alma está unida a la divinidad. Una simple amistad personal con El no agota su capacidad. Es hombre, pero no meramente hombre: es el Hijo, más que el hijo del hombre. Es el Verbo eterno por el cual fueron hechas y se conservan todas las cosas...

Se nos acerca por incontables caminos; advertimos su presencia en situaciones muy diversas, pero no podemos descubrirle sólo en algunas de estas ocasiones ignorándole en otras.No podemos aceptarle como caminante junto a nosotros en las luchas de cada día y no
adorarle en el Santísimo Sacramento.
Nuestro corazón arde mientras nos habla en el camino, pero debe descubrirle también al
partir el pan.
Si le sabemos presente en la Eucaristía, debemos reconocer igualmente su presencia en la
Iglesia, su Cuerpo Místico.

Es propio de sus amigos reconocerle en la madre y en el hermano, pero también en quienes no le comprenden, y bajo la velada apariencia del pecador... Si sólo le descubrimos en quienes humanamente nos agradan, pasaremos la vida sin llegar a la intimidad que El quiere tener con nosotros.

Consideremos la amistad de Cristo a esta luz. Realmente no podemos vivir sin El porque El es la Vida. Es imposible llegar al Padre excepto a través de El, que es el Camino. Es inútil esforzarse por alcanzar la Verdad a menos que antes la poseamos. Incluso las más sagradas experiencias de la vida son estériles si la amistad de Cristo no las santifica. El amor más santo es oscuro si no arde en Su fuego. El afecto más puro —ese afecto que me une al amigo más querido— es falso y traicionero a menos que ame a mi amigo en Cristo... a menos que El, el amigo ideal y absoluto, sea el lazo personal que nos una.




2. LA INTIMIDAD CON CRISTO
No es bueno que el hombre esté solo.
(Gen 2, 18)

A primera vista nos parece inconcebible que pueda existir una auténtica amistad entre Cristo y el alma. Admitimos la adoración, la dependencia, la obediencia, el servicio e, incluso, la imitación: todas esas cosas son imaginables, pero no la amistad. Y por otra parte, cuando recordamos que Jesucristo asumió un alma humana como la nuestra, un alma capaz de alegrías y tristezas, abierta a las acometidas de la pasión y a las tentaciones, un alma que experimentó la angustia y el gozo, el sufrimiento de la oscuridad y la alegría de la luz; cuando a través de nuestra fe aceptamos todo esto, la posibilidad de entablar amistad —un hecho vital que conocemos por experiencia—, pero ahora con Cristo, nos parece incuestionable.

En el plano humano la amistad supone siempre la unión de las almas. Pues bien, lo mismo sucede en el caso del hombre con Cristo, cuya alma es el punto de unión entre Su Divinidad y nuestra humanidad. Recibimos Su Cuerpo en la boca, rendimos totalmente nuestro ser ante Su Divinidad, pero solamente a través de la amistad abrazamos Su Alma con la nuestra.
***

La amistad humana se inicia generalmente por algún detalle externo. Captamos una frase, percibimos una inflexión de voz, advertimos una forma de mirar o un modo de caminar. Y estas leves impresiones nos parecen el comienzo de un mundo nuevo. Consideramos estos detalles como la señal de todo un universo que se oculta tras ellos; creemos haber descubierto al alma que coincide exactamente con la nuestra, al temperamento que, por su semejanza o por su armoniosa diferencia, es perfectamente adecuado para ser el compañero del nuestro. Así comienza el proceso de la amistad: nos damos a conocer y conocemos al otro; encontramos, paso a paso, lo que habíamos esperado, y comprobamos lo que imaginábamos. Y el amigo, por su parte, sigue el mismo itinerario, hasta que llega el momento en que, por una crisis o tras un período de prueba, podemos descubrir que nos hemos equivocado, que hemos defraudado al otro o que el proceso ha seguido un curso diferente. Y como ocurre con el paso de las estaciones, ya no hay más frutos que esperar por ninguna de las dos partes.

Pues bien, la amistad divina suele comenzar del mismo modo. Puede surgir en el momento de recibir algún sacramento —un hecho repetido miles de veces—, al arrodillamos delante del nacimiento en Navidad o acompañando al Señor en un Vía Crucis. Hemos hecho esos gestos o hemos participado en esas ceremonias frecuentemente, unas veces con indiferencia y otras con fervor. De repente, un día surge en nosotros un sentimiento nuevo. Por primera vez comprendemos que el Divino Niño que abre sus brazos en el pesebre, no sólo desea abrazar al mundo (¡tendría que ser tan pequeño!), sino a nuestra propia alma en particular. Contemplamos a Jesús, ensangrentado y exhausto, alzándose tras su tercera caída, y sentimos que nos pide ayuda para soportar su carga. La mirada de sus divinos ojos se cruza con la nuestra transmitiéndonos un sentimiento o un mensaje que nunca habíamos asociado a nuestras relaciones con El.

Y fueron sólo unos detalles en apariencia insignificantes. Golpeó en nuestra puerta y le abrimos; nos llamó y le contestamos. De ahora en adelante, pensamos, El es nuestro y nosotros somos suyos; por fin hemos encontrado al amigo que buscábamos hace tanto tiempo; aquí está el alma que se compenetra perfectamente con la nuestra; la única personalidad que puede dominarnos. Jesucristo ha dado un salto de dos mil años y está a nuestro lado: se ha salido del fresco; se ha levantado del pesebre... «Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado».
***
Así se inició la amistad. Ahora comienza el proceso.
La clave de una perfecta amistad consiste en que los amigos se den a conocer
mutuamente, dejando a un lado las reservas y mostrándose tal y como cada uno es.

La primera etapa, pues, de la amistad divina es la revelación del mismo Jesucristo. En nuestra vida espiritual, haya sido tibia o fervorosa, se ha dado un elemento predominante de inconsistencia. Es cierto que hemos sido dóciles, que nos hemos esforzado por evitar el pecado, que hemos recibido la gracia, la hemos perdido y la hemos recuperado, que hemos adquirido méritos o los hemos desperdiciado, que hemos intentado cumplir con nuestros deberes y procurado mejorar y amar. Todo ello es cierto delante de Dios, pero no ha calado en nuestro propio ser. ¿Hemos rezado? Sí, aunque escasamente. Hemos hecho meditación: nos planteamos un tema, reflexionamos sobre él, hacemos un propósito y terminamos, siempre con el reloj a la vista para no alargarla demasiado.

Pero después de aquella nueva y maravillosa experiencia todo cambia. Jesús empieza a mostramos no sólo las maravillas de su pasado, sino la gloria de su presencia. Comienza a vivir con nosotros, rompe el molde en el que le había metido nuestra imaginación: vive, se mueve, habla, actúa, toma un camino u otro, y todo ante nuestra mirada. Comienza a revelamos los secretos que se ocultan en Su humanidad. Hemos oído hablar de sus obras desde que éramos niños, rezamos el Credo, conocemos el Evangelio... Y sin embargo, ahora pasamos del conocimiento de sus hechos al conocimiento de El. Empezamos a comprender que la Vida Eterna comienza en el momento presente, porque consiste en «conocerte a Ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo Tu enviado». Nuestro Dios se ha convertido en nuestro Amigo.

Jesús, por su parte, nos pide lo mismo que nos ofrece. Se nos manifiesta abiertamente y exige que hagamos lo mismo. Como nuestro Dios, conoce cada fibra de los seres que ha creado, y como nuestro Salvador, cada circunstancia pasada en la que fuimos infieles a sus mandatos; pero como nuestro Amigo, espera que se lo contemos.

Podríamos decir que la diferencia entre el trato con un conocido y el que establecemos con un amigo radica en que, en el primer caso, tratamos de disimular para presentar una imagen agradable y atractiva; empleamos el lenguaje como un disfraz y la conversación como un camuflaje. En el segundo caso, dejamos a un lado los convencionalismos y las «presentaciones» e intentamos mostrarnos tal y como somos, abriéndole nuestro corazón.

Esto es, pues, lo que la amistad divina requiere de nosotros. Hasta ahora el Señor se ha contentado con muy poco. Ha aceptado el diezmo de nuestro dinero, una hora de nuestro tiempo, unos cuantos pensamientos y algunos sentimiento demostrados en ceremonias religiosas y de culto. El ha aceptado todo lo que le hemos dado,en lugar de darnos nosotros mismos.


A partir de ahora nos pide que acabemos con todo eso, que nos abramos a El completa y rendidamente, que nos mostremos tal y como somos en una palabra, que dejemos a un lado esos ingenuo cumplidos y seamos profundamente auténticos.

Cuando un alma cree sentirse desilusionada o defraudada de la amistad divina no suele ser porque haya traicionado u ofendido a su Señor, o porque no haya estado a la altura de las circunstancias en otros aspectos, sino porque nunca le ha tratado como a un amigo, ni ha sido lo bastante valiente como para cumplir la condición imprescindible en una auténtica amistad: la total sinceridad con El. Es menos ofensivo decir rotundamente «No puedo hacer lo que me pides porque soy cobarde», que esgrimir unas razones excelentes para no hacerlo.
***

En pocas palabras, este debe ser el camino de la amistad divina. En adelante iremos estudiando con detalle algunos aspectos que la caracterizan. Nos debe alentar el pensamiento de que vamos a emprender un camino que han recorrido ya muchas almas antes que nosotros. Con todo, la historia de nuestra amistad con Jesucristo será algo que rompe todos los esquemas preconcebidos, una experiencia irrepetible.

Hay momentos de fascinante felicidad —en la comunión o en la oración—, momentos que se nos antojan experiencias imborrables en la vida, y ciertamente lo son; momentos en los que todo el ser se siente invadido e inundado por el amor: cuando el Sagrado Corazón no es ya un mero objeto de adoración sino algo vibrante que late en nosotros; cuando nos rodean los brazos del esposo y nos besa en los labios...

Hay también momentos de tranquilidad y placidez, de un cariño sereno y profundo al mismo tiempo, de un afecto y un entendimiento mutuo que satisfacen todos los anhelos de nuestra mente y de nuestro corazón.

Pero hay también períodos —meses o años— de miseria y aridez, en los que nos parece necesario tener paciencia con nuestro divino Amigo; ocasiones en las que creemos sentir su desdén o frialdad. Y habrá realmente momentos en los que tendremos que recurrir a toda nuestra lealtad para no abandonarle decepcionados. Habrá incomprensión, sombras, tinieblas...

Después, con el transcurso del tiempo y según vayamos superando la crisis, volveremos a confirmar la convicción que nos unió a nuestro Amigo. Porque realmente la suya es la única amistad en la que no cabe decepción posible, y El, el único amigo que no puede fallar. Es la única amistad en la que nuestra humildad y nuestra entrega nunca serán suficientes, nuestras confidencias nunca demasiado íntimas, ni nuestros sacrificios lo bastante grandes. Este Amigo y su amistad justifican plenamente las palabras de uno de sus íntimos: «...porque todo lo considero basura ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.


Robert H. Benson

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