BENEDICTO XIII (ORSINI), UN PAPA SIN TACHA NI DOLO
RODOLFO VARGAS RUBIO
El nombre de Benedicto XIII se presta a alguna confusión, ya que lo llevaron dos papas: el aragonés don Pedro de Luna, famoso por su resistencia a toda prueba, contra todo y contra todos, en su castillo de Peñíscola, y el italiano Pietro Francesco Orsini, en religión fra Vincenzo Maria. Trescientos años separaban al primero del segundo, pero cuando éste fue elegido, aún ardían los últimos rescoldos del Gran Cisma en el ánimo de muchos a pesar del tiempo transcurrido. El cardenal Orsini quiso tomar el nombre de Benedicto XIV por respeto al aragonés, pero fue disuadido de ello por los cardenales italianos, fieles a la vieja tradición de reconocimiento de la obediencia urbaniana de la Curia Romana (que, por consiguiente considera antipapas a los pontífices de la aviñonesa). Fue así como hubo un segundo Benedicto XIII en la Historia del Papado y es de éste de quien nos vamos a ocupar en estas líneas.
El primogénito de Fernando III, duque de Gravina en el Reino de Nápoles, nació el 2 de febrero de 1649. Su familia era una rama segundogénita de los Orsini de Bracciano, que constituían a su vez una de las líneas descendientes de Matteo Rosso el Grande (1178-1246), primero en llevar el apellido Orsini (de domo filiorum Ursi) junto con su hermano Napoleone, ambos hijos de Giangaetano Bobone, primo del papa Celestino III, el primer pontífice en seguir una política nepotista planificada (lo cual era hasta cierto punto natural en los tiempos que corrían, en los que los Papas necesitaban rodearse de gente de su confianza). Matteo Rosso, senador de Roma, fue amigo de San Francisco de Asís (se hizo terciario) y padre del segundo pontífice de la dinastía: Nicolás III, que reinó de 1277 a 1280 y siguió el ejemplo de su tío y predecesor Celestino III, favoreciendo grandemente a sus parientes, para los que quiso crear un feudo con la Toscana y la Romaña (en lo que fue precursor de Alejandro VI, que quiso algo parecido para su hijo César Borgia).
Los Bobone eran de antiguo origen romano y, ya conocidos como Orsini, se distinguieron por su apoyo al Papado, abrazando el partido güelfo en la lucha de aquél contra el Imperio, lo que los opuso a los Colonna (descendientes de los Teofilactos y Crescencios, señores de Roma en la época de la pornocracia), los cuales eran gibelinos, es decir partidarios del Emperador. Orsini y Colonna se enfrentaron durante mucho tiempo por el control de la Ciudad Eterna, llegando al enfrentamiento armado. De esta rivalidad quedó un vestigio testimonial hasta época reciente: el desempeño por turno anual del cargo honorífico de Príncipe Asistente al Solio, vinculado de modo hereditario a ambas dinastías, como representantes del patriciado romano (esta medida sería adoptada precisamente por Benedicto XIII para evitar disputas de precedencia). La supresión de la Corte Pontificia por Pablo VI sepultó para siempre el recuerdo de una histórica enemistad.
El abuelo y homónimo de nuestro biografiado, Pietro Francesco Orsini, conde de Muro Lucano (+ 1641), que sería conocido como el Ducapatre, recibió el ducado de Gravina de su prima Felicia Maria, viuda de Enrique II de Montmorency (ejecutado por orden de Richelieu) y descendiente, por su madre Giovanna Borgia, de Alejandro VI (de quien también procedía por línea materna Inocencio X, el papa reinante cuando nació el futuro Benedicto XIII). Fernando III Ferrante, hijo y sucesor del Ducapatre, murió cuando su primogénito contaba apenas nueve años. Dejaba seis hijos de su esposa donna Giovanna Frangipane della Tolfa, de la nobleza napolitana. Pietro Francesco había sido bautizado el mismo día de su nacimiento en la catedral de Gravina por el obispo, su tío Attilio Orsini. Fueron sus padrinos el príncipe don Marzio Pignatelli di Spinazzola (hermano del futuro papa Inocencio XII) y donna Teresa Mannaini, duquesa de Acerno. Le seguían en orden de nacimiento: Domenico (1652), Fulvia, Aurelia, Scolastica Maria y Dorotea. Su único hermano varón estaba destinado, según las costumbres señoriales de la época, a la prelatura en tanto que segundón.
La duquesa Giovanna se hizo cargo de la tutela de Pietro Francesco, convertido en nuevo duque de Gravina y titular de varios feudos más. Procuró que su educación y la de su hermano Domenico fueran las más esmeradas. Por eso los confió a los Padres Dominicos de la iglesia de San Tommaso (hoy San Domenico) de Gravina. A los 15 años, el joven duque dominaba el latín y versificaba en esa lengua clásica. Su madre comenzó entonces a proponerle insistentemente buenas ocasiones de casarse para perpetuar la dinastía y ensanchar sus dominios. Pero Pietro Francesco no sentía inclinación por el estado del matrimonio ni por los negocios del ducado. Entre los frailes predicadores había aprendido a amar la orden de Santo Domingo, así que un día confió al obispo de Gravina, Mons. Domenico Cennini, su voluntad de abrazar la vida religiosa como dominico. El prelado apoyó su vocación y le sugirió alejarse de su feudo para evitar presiones, indicándole ir a un convento de la orden en Venecia.
El heredero de los Orsini obtuvo de su madre el permiso de viajar bajo el pretexto que quería conocer Italia, partiendo en 1667 con rumbo a la Serenísima República. Allí, el 12 de agosto de 1668, en el convento de San Domenico di Castello, visitó el hábito dominico. Cuando la familia se enteró, procuró por todos los medios de disuadirlo. Acudieron incluso al mismísimo Papa, pero ni siquiera Clemente IX fue capaz de quitarle la idea de consagrarse a Dios para siempre. Al final, la madre cedió y el novicio resignó todos sus derechos temporales en su hermano Domenico, que quedó convertido en nuevo duque de Gravina. Donna Giovanna recordaría entonces un episodio de cuando se hallaba encinta de su primogénito. Pasó por el palacio ducal de visita un bachiller dominico que encontró a la duquesa bordando una casulla. El religioso le dijo que el hijo que esperaba estaba destinado a revestirse con ella.
De Venecia pasó a Roma, donde hizo la profesión religiosa con el nombre de fra Vincenzo Maria, el 13 de febrero de 1669, en el convento de Santa Sabina en el Aventino, habiéndosele dispensado unos meses de noviciado debido a su fervor y adelantamiento espiritual. Cursó la Filosofía y la Teología sucesivamente en Nápoles, Bolonia y Venecia. Recibió el diaconado el 22 de febrero de 1671, siendo ordenado sacerdote dos días más tarde por el cardenal Emilio Altieri (futuro papa Clemente X). Su primera misa la cantó en Gravina para consuelo y regocijo de los suyos, especialmente de su madre. Acabados sus estudios se le destinó al convento dominico de Brescia como lector de Filosofía. Allí se distinguió por su cultura y piedad, componiendo el elogio fúnebre del cardenal Antonio Barberini, nepote de Urbano VIII, y una carta laudatoria del hábito religioso.
Al poco tiempo fue trasladado al convento de Bolonia, donde le llegó la inesperada nueva de su creación cardenalicia, a tan sólo veintitrés años. Clemente X le había otorgado la sacra púrpura en el consistorio del 22 de febrero de 1672. Quiso oponerse, pero sus superiores le obligaron a plegarse a la voluntad del Papa en virtud de santa obediencia. Recibió solemnemente el capelo y el título de San Sixto el 16 de mayo siguiente en Roma. Clemente X quiso retenerlo en la Curia Romana y el 4 de enero de 1673 lo nombró prefecto de la Sagrada Congregación del Concilio. En ella permaneció dos años hasta que, habiendo mostrado grandes dotes pastorales, fue preconizado obispo. Se le dio a elegir entre las diócesis de Salerno y Manfredonia, eligiendo esta última por ser la más pobre y necesitada del celo paternal de su prelado. Elegido el 28 de enero de 1675, fue consagrado el 3 de febrero siguiente en la iglesia dominica de los Santos Domingo y Sixto por el cardenal Paluzzo Paluzzi Altieri degli Albertoni, nepote de Clemente X y prefecto de la Propaganda Fide. Fueron los co-consagrantes Mons. Stefano Brancaccio, arzobispo-obispo de Viterbo y Toscanella, y Dom Costanzo Zani, obispo benedictino de Imola.
En Manfredonia organizó la caridad, fundando el Monte de Piedad y el Monte de la Annona, así como un hospital para peregrinos y enfermos pobres; también dotó a la diócesis de un seminario conciliar y creó nuevas prebendas eclesiásticas. Hubo de viajar a Roma para participar en el cónclave de 1676, que siguió a la muerte de Clemente X y del que salió elegido Inocencio XI. Después de regresar, reunió un sínodo diocesano en 1677, que dio buenos frutos. El 22 de enero de 1680 fue trasladado a Cesena, en el Estado Pontificio, pero no logró habituarse ni al clima ni a la gente, deseando volver a los dominios napolitanos. Sin embargo, hubo de pasar allí casi siete años de pontificado, los cuales aceptó como una penitencia. Finalmente, el 8 de diciembre de 1686 fue nombrado arzobispo de Benevento, sede que amó desde el mismo momento en que la pisó y que no dejaría ni siquiera al ser elegido papa. Allí introdujo la práctica de convocar cada año un sínodo diocesano para mantener la disciplina eclesiástica. Como había hecho en Manfredonia, también se prodigó en obras de beneficencia, cuyo recuerdo aún perdura. Tuvo ocasión de demostrar su gran temple las dos veces que Benevento fue sacudida por sendos terremotos: el del 5 de junio de 1688 (en el cual salvó la vida milagrosamente, saliendo indemne de las ruinas de su palacio bajo las cuales había quedado sepultado) y el del 14 de marzo de 1702. La reconstrucción de la ciudad se debió en gran parte a la iniciativa de su arzobispo, que mereció ser llamado “el segundo fundador de Benevento”.
Su actividad pastoral no le impidió el cumplimiento de sus deberes como cardenal de la Santa Iglesia Romana, participando en los cónclaves de 1689 (elección de Alejandro VIII), 1691 ( elección de Inocencio XII), 1700 (elección de Clemente XI) y 1721 (elección de Inocencio XIII). El 3 de junio de 1701 optó al orden de los cardenales-obispos, recibiendo la diócesis suburbicaria de Frascati, aunque reteniendo la administración de Benevento. El 18 de marzo de 1715, optó a la diócesis suburbicaria de Porto y Santa Rufina, siempre reteniendo Benevento, archidiócesis que amaba verdaderamente. El cardenal Lambruschini (futuro Benedicto XIV), hizo el elogio del celo apostólico del cardenal Orsini: “Visitar cada año una parte de la diócesis; edificar o restaurar iglesias magníficas; consagrar altares para la celebración de los sagrados misterios; establecer piadosas cofradías; fundar hospitales públicos y hospicios para enfermos; aliviar a los pobres, no sólo con las rentas eclesiásticas sino más frecuentemente con dinero propio; partir el pan delicioso de la palabra evangélica para las almas hambrientas; reunir tanto concilios provinciales como sínodos diocesanos; publicar las leyes surgidas en unos y otros; administrar él mismo los sacramentos de la confirmación; practicar las ceremonias de la Iglesia; ser asiduo en todos los oficios divinos y realizar sin nunca cansarse todas las funciones del sagrado ministerio; tal era su plan de vida, tal fue siempre su práctica. Por todo esto, finalmente, se distinguió tanto que pueden encontrarse pocos con los cuales compararlo, tal vez ninguno que haya igualado su gran piedad y celo en todo lo que respecta al culto y servicio divino” (De servorum Dei Beatificatione, t. III; Bolonia, 1737).
Muerto Inocencio XIII, fue clausurado el cónclave el 20 de marzo de 1724, participando en él cincuenta y tres de los sesesnta y seis cardenales que contaba el Sacro Colegio. Entre los electores estaba el arzobispo de Benevento. El 29 de mayo siguiente, habiendo obtenido los votos necesarios, el cardenal Vincenzo Maria Orsini se convirtió en el nuevo Papa. En un principio rehusó la elección, de modo que los cardenales tuvieron que hacer entrar en el cónclave al maestro general de los dominicos para convencerlo de aceptar la tiara, lo cual hizo bajo santa obediencia. Como ya hemos dicho quiso tomar el nombre de Benedicto XIV, pero le dijeron que no era posible porque equivaldría reconocer la legitimidad del Papa Luna. Fue coronado por el cardenal proto-diácono Benedetto Pamphilij el 4 de junio de 1724, y tomó posesión de la basílica patriarcal de San Juan de Letrán el 24 de septiembre del mismo año. A los 76 de su edad, Benedicto XIII era un hombre fatigado, aunque ni aún sobre el trono de Pedro quiso desentenderse de Benevento, que visitó en 1727 y 1729, reteniéndola hasta su muerte, caso rarísimo en la Historia de los Papas. Como Romano Pontífice hubo de sufrir las disputas teológicas entre jansenistas y jesuitas en torno a la famosa bula Unigenitus (1713) de Clemente XI. Llamado el Papa a dirimir la cuestión, usó de moderación y discreción, pero no contentó a ninguno de los bandos. Los jansenistas le acusaban de favorecer a los jesuitas y éstos de que, siendo dominico, debido a la tradicional rivalidad existente entre las dos órdenes, era un juez parcial.
Ni aun sobre el solio abandonó su ascetismo dominico, mostrándose humilde en medio de los fastos de la corte pontificia, que procuró limitar. Se preocupaba seriamente del estado del clero romano, no tan mundano ni aseglarado como el de los tiempos renacentistas aunque tibio y conformista. Quiso aplicar el mismo método empleado en Benevento de reunir sínodos y convocó uno de toda la provincia romana. El concilio se inauguró el 15 de abril de 1725 y duró un mes, constituyendo uno de los mayores acontecimientos en los anales de la Iglesia de la Edad Moderna. Las deliberaciones se recogieron en 32 capítulos, que contenían puntos dogmáticos y medidas disciplinares acordes con la época. Aunque el Papa quería que este tipo de reuniones fuera periódico, no se volvió a reunir un sínodo romano hasta 1960 (convocado por el beato Juan XXIII como un ensayo del Concilio Vaticano II). En todo ese lapso, la provincia eclesiástica romana se gobernó por las sabias disposiciones del sínodo de 1725. Ese mismo año fue de jubileo ordinario, el cual fue muy concurrido y constituyó para el Santo Padre un gran reconforto en medio de las dificultades del gobierno de la Iglesia universal, en el cual no tuvo tanta fortuna como en el de su arquidiócesis beneventana.
Benedicto XIII reunió doce consistorios a lo largo de su pontificado, creando en total veintinueve cardenales, la mayoría de ellos prelados dignos y observantes. Pero hizo una elección desgraciada al dar la púrpura a Niccoló Coscia, a quien había conocido y favorecido en Benevento, llevándolo consigo como conclavista en 1724. Coscia abusó de la confianza ciega que había depositado en él el Pontífice, engatusado por la astucia del favorito. Usó de su preeminencia en la Curia Romana para satisfacer sus ambiciones y puso en entredicho el buen juicio de su favorecedor con sus escándalos, a los que éste permanecía ciego. Ni siquiera la protesta abierta de los demás cardenales pudo desengañar al anciano Benedicto, de quien se decía que “tenía la simplicidad de la paloma, pero no la astucia de la serpiente”. El poder otorgado al cardenal Coscia es un baldón del pontificado, pero, como muy bien ha declarado recientemente el cardenal Angelo Amato: “No se pueden imputar al Papa Orsini, totalmente absorbido por su acción pastoral, eventuales culpas de sus colaboradores, en los cuales había puesto su confianza”. Y es que el buen pontífice desconocía los manejos políticos y carecía de malicia.
Benedicto XIII canonizó a Toribio de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima y artífice del Concilio III Limense (por el que se gobernó la Iglesia en la América Española durante tres siglos), tan afín al Papa; a Jácome de la Marca, compañero de San Bernardino de Siena; a la mística dominica Inés de Montepulciano; al fraile seráfico Francisco Solano, apóstol de las Indias; al Pellegrino Laziosi di Forti, a Juan de la Cruz, el compañero de andanzas de Santa Teresa de Jesús; a Luis Gonzaga y Estanislao de Kostka, jesuitas propuestos como modelo de la juventud; a la penitente Margarita de Cortona; a Juan Nepomuceno, el mártir del sigilo sacramental; a Wenceslao de Bohemia, y a Gregorio VII, el gran defesnor de los derechos de la Iglesia. Beatificó a Jacinta de Mariscotis, Fidel de Sigmaringa y Pedro de Bethancourt. En 1726 introdujo el nombre de San José en las Letanías de los Santos, contribuyendo así a extender el culto al glorioso patriarca. En el plano cultural, coronó con el laurel en el Capitolio al poeta Bernardino Perfetti, habilísimo improvisador, miembro de la Arcadia. La ceremonia no se veía desde los tiempos de Petrarca.
El papa Orsini era devotísimo y amante de la sagrada liturgia. No faltaba nunca a una función sacra, especialmente si se trataba del culto al Santísimo Sacramento, que, contrariamente a la costumbre de llevarlo arrodillado mientras era transportado por los sediarios, prefería hacerlo a pie con la máxima humildad. Era exacto en el cumplimiento de las rúbricas y con más de 80 años se mostraba infatigable en el desempeño de su oficio de liturgo. Solía decir que “un papa debería morir con el pluvial puesto”. La muerte casi lo sorprende de esta manera, pues saliendo de una ceremonia se sintió mal y, tras guardar sólo dos días de cama, murió el 21 de febrero de 1730, siendo sepultado en la cripta de la Basílica Vaticana el día 25. Tres años más tarde, se trasladaron sus restos a la iglesia dominica de Santa Maria sopra Minerva, donde su familia hizo erigir un monumento fúnebre –obra de Pietro Bracci sobre diseño de Carlo Marchioni– tan suntuoso como humilde había sido aquel a quien estaba dedicado. El proceso de su beatificación fue abierto en Tortona en 1755, pero se estancó. Volvió a revivir en 1931, pero la consideración de la inmoralidad del cardenal Coscia hizo que se cerrara en 1940. El 17 de enero de 2004 fue reabierto y, como anuncia el excelente blog La Buhardilla de Jerónimo, parece que esta vez avanza. Dios quiera que podamos pronto invocar a Benedicto XIII (el italiano), aunque el aragonés también es “santo de nuestra devoción”.