JUEVES SANTO
En
esta nueva conmemoración solemne del Jueves Santo, quiero hacer
referencia a un aspecto muy particular, que nos sirva de tema de
reflexión, de meditación, para prolongar durante la noche nuestra
adoración a la Sagrada Eucaristía y al Sagrado Corazón de Jesús: quiero
atraer vuestra atención sobre el hecho del Sacrificio de Jesús en el
Monte de los Olivos, en el Jardín de Getsemaní.
La
Santa Misa fue instituida al anochecer del Jueves Santo. Esa primera
Misa, que se rezó en el Cenáculo, está en íntima relación con los
sucesos que acaecieron después de instituida la Sagrada Eucaristía.
Antes de dejar el Cenáculo, Jesús y sus discípulos dieron gracias entonando a coro un himno, que fue como el Ite Missa est de la ceremonia desarrollada allí.
Sin embargo, esta despedida preparaba el sacrificio del Huerto de Getsemaní.
Jesús
marcha hacia el Monte de los Olivos para continuar el acto de suprema
caridad que iniciase en el Cenáculo y que pronto iba a coronar sobre el
Calvario.
En
el Cenáculo, ese acto es sacrificio de amor; en Getsemaní y en el
Gólgota, termina en el más profundo dolor. Porque el dolor es el crisol
del verdadero amor; en el dolor se purifica y resplandece el amor.
Horas
más tarde desgarrarán bárbaramente a Nuestro Señor; su Sangre divina
correrá por un infame patíbulo en la cumbre del Calvario. Allí pondrá
remate al sacrificio, aniquilándose por completo para salvar al hombre.
Allí exhalará el último suspiro y la muerte concluirá su obra.
En el Huerto de Getsemaní también ofreció Nuestro Salvador un Sacrificio, el Sacrificio de Medianoche, con oblación, consagración y comunión; transición sublime del Cenáculo al Calvario.
Getsemaní
es como un altar en que Jesús oficia un Sacrificio, puesto que allí se
ofrece, sufre, suda sangre y se inmola al pasar por las congojas de la
agonía.
Getsemaní tiene parte del Cenáculo y parte del Calvario: preludio del Calvario, es al mismo tiempo el complemento del Cenáculo.
Lo
que sacramentalmente se efectuó en el Cenáculo, comienza a tener
realidad sensible en el Monte de los Olivos, con el mismo Sacerdote y la
misma Víctima…
Getsemaní es el corazón de la Pasión, porque es la pasión del Corazón…
Entonces fue Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.
Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.
Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: ¡Padre mío!, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya.
Volvió entonces donde los discípulos y los encontró dormidos; y dijo a Pedro: ¿Ni
siquiera has podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no
caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es
débil.
Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: ¡Padre mío!, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.
Volvió
otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los
dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Y
cayó en agonía y su oración se hizo más apretada. Y le vino un sudor
como de gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo. Y apareció en
Ángel del cielo, confortándole.
Vino entonces donde los discípulos y les dijo: Ahora
ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo
del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!,
¡Vamos! Mirad que el que me va a entregar está cerca.
Consideremos la Oblación, la Consagración y la Comunión de este Sacrificio de Medianoche.
La Oblación
En el Monte de los Olivos Jesús se ofrece a la Justicia divina como víctima de expiación.
La Justicia de Dios estaba airada; exigía satisfacción; los culpables, los hombres, no podían aplacarla…
Para
presentar a Dios una ofrenda adecuada, era preciso ser santo; y para
apaciguar equitativamente a un Dios justamente irritado, era necesario
ser infinito como Él.
Sólo Jesús reunía estas dos condiciones; sólo Él, por consiguiente, podía templar la cólera de Dios.
Por esta razón, en el altar de Getsemaní fue el Sacerdote aceptable y al mismo tiempo la Víctima de infinita propiciación.
¡Divino Sacerdote!, Él mismo se presenta como Víctima, encorvada por peso de los padecimientos…
¡Padre!, no se haga mi voluntad, sino la tuya…
¡Padre!, me ofrezco a Ti Fiat.
Te doy mi cuerpo, mi alma, mi corazón, todas las facultades de mi
espíritu, todo mi ser, para que, atormentado, expíe los pecados de los
hombres. Fiat.
Contemplemos la grandiosa ofrenda de este Sacrificio del Corazón de Cristo Sacerdote: ¡Padre!, no se haga mi voluntad, sino la tuya... ¡Padre!, me ofrezco como víctima. Acéptame por tal….
Son las oraciones del Ofertorio: Suscipe, sancte Pater… Offerimus tibi, Domine…
Recibe,
Padre Santo, Dios Todopoderoso y Eterno, esta hostia inmaculada, que
yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, Dios mío, vivo y verdadero,
por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias…
No
nos parezca exagerada la apropiación de esta oración. En efecto,
escribe el Apóstol San Pablo que cuando Dios envió a su Hijo a que
expiara con su Sangre las penas merecidas por nuestros pecados, quiso
con ello patentizar la grandeza de su justicia: Al cual (a Cristo Jesús) exhibió Dios como monumento expiatorio, mediante la fe, en su sangre, para demostración de su justicia.
Y comenta San Alfonso María de Ligorio: nótese la expresión para demostración de su justicia.
Para darse una idea de lo que Jesús padeció en su vida y especialmente
en su muerte hay que tener en cuenta lo que el mismo Apóstol trae en su
Carta a los Romanos: Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en
semejanza, de carne de pecado y como víctima por el pecado, condenó al
pecado en la carne.
Al
ser enviado Jesucristo a redimir al hombre, se revistió de nuestra
carne, inficionada por el pecado de Adán, y, aun cuando no contrajo la
mancha del pecado, con todo, cargó con las miserias contraídas por la
naturaleza humana en pena del pecado y se ofreció al Padre Eterno a
satisfacer con sus penalidades a la divina justicia por todas las deudas
del género humano.
Y el Padre, como escribe Isaías, hizo que le alcanzara la culpa de todos nosotros.
Contemplemos, por ende, a Jesús cargado con todas las blasfemias, todos
los sacrilegios, obscenidades, hurtos, crueldades y con todas las
maldades cometidas y que aún pueden cometer los hombres. Contemplémoslo,
en una palabra, hecho objeto de todas las divinas maldiciones que se
habían acarreado los hombres por sus crímenes: Cristo nos rescató de la maldición de la ley, hecho por nosotros objeto de maldición.
La maldición se trocó en beneficio cuando Jesucristo se hizo responsable de nuestros pecados y satisfizo a la justicia divina.
La Consagración
El
sacrificio se ofrece a Dios por la Consagración, es decir, por la
destrucción de la víctima, aunque fuera esto sacramentalmente, como en
la Santa Misa, o místicamente, como lo estamos considerando.
Esta simbólica consagración la llaman los teólogos reducción de la víctima a un estado que se asemeja a la destrucción.
Es
comprensible la necesidad de destruir la víctima, puesto que el
sacrificio intenta rendir a Dios un acto de suprema adoración y
testimonio a su divinidad.
En
el Calvario, la consagración consistirá en la real inmolación llevada a
cabo por la separación del alma y del cuerpo: la muerte. En esta
inmolación Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, reconoce a su Padre como
soberano Señor; y como tal lo adora y le paga un tributo de expiación
por el pecado de los hombres.
En
el Cenáculo, la consagración de la primera Misa de Jesús consistió en
una inmolación sacramental por el simbolismo y por el modo de
realizarse, puesto que, considerando la fuerza intrínseca de las
palabras de la Consagración, vemos el Cuerpo de Cristo y su Sangre
separados.
Pero
en Getsemaní, el Salvador se ve reducido a un estado que no dista del
aniquilamiento. Si no es víctima de la muerte que lo hiere, lo es de la
agonía que lo despedaza.
Santo Tomás enseña que Jesucristo, al redimirnos, no
sólo tuvo en cuenta la virtud y el mérito infinito que tenían sus
dolores, sino que quiso sufrir un dolor que bastara para satisfacer
plena y rigurosamente por todos los pecados del linaje humano.
Y San Buenaventura añade: Quiso padecer tantos dolores como si Él hubiera cometido todos los pecados.
El
mismo Dios cargó a Jesucristo con penalidades proporcionadas a la deuda
contraída por nuestras culpas, verificándose así lo que escribía Isaías
en capítulo LIII de su Libro: A Yahveh le plugo destrozarle con padecimiento.
Todo esto estaba predicho en breves palabras, cuando el rey David, hablando de Cristo, escribía: Sobre mí tu furor está pesando… Sobre mí han pasado tus furores.
De manera que toda la ira divina, excitada por nuestros pecados, descargó sobre la persona de Jesucristo.
Entiéndase de igual manera lo que de Él dice San Pablo: Cristo hecho por nosotros objeto de maldición. Jesús se trocó en la maldición —como se lee en el texto griego— esto es, en el objeto de todas las maldiciones merecidas por nuestros pecados.
Todo
el ser de Jesús se inmola y se ofrece a Dios. Es la hora del supremo
anonadamiento. Y esta situación, penosa para el Cuerpo y para el Alma,
tan próxima a la muerte, mi alma está triste hasta la muerte…, puede ser considerada como la consagración del Sacrificio de Medianoche de Jesús.
En
el templo grandioso de la naturaleza reina un silencio augusto de
consagración. Quietud bajo las pesadas coronas del olivar. Silencio de
muerte el de Getsemaní. Se adivinan tan sólo unos latidos desconcertados
del Corazón en agonía. Se entreoyen gemidos: ¡Padre!… ¡Padre mío!…
¡Fiat! ¡Fiat! ¡Hágase! Y las gotas de Sangre divina cayendo sobre el
húmedo césped…
En
el solemne silencio de la consagración, hemos de considerar nosotros lo
que fue esta inmolación del Cordero divino en el altar de Getsemaní…
¿Quién
será capaz de explicar, ni siquiera comprender, los dolores interiores
de su alma, que excedieron con mucho a los dolores corporales? Tales
fueron estas penalidades internas, que en el huerto de Getsemaní le
hicieron sudar sangre de todos sus poros, forzándole a exclamar que
bastaban ellas para causarle la muerte: Triste en gran manera está mi alma hasta la muerte.
La Comunión
Hecha
la ofrenda, inmolada la víctima, debe consumirse; de ella se alimenta
el sacrificador y aquellos por quienes se hizo la oblación. Este acto se
llama Comunión.
La
justicia del Padre Eterno es quien en primer lugar inmola a su Propio
Hijo a su gloria y por la salvación de las almas. Jesús debe satisfacer a
su Eterno Padre y ha de saturar las almas en una Comunión que las hará
participar del Sacrificio de Medianoche en el Huerto de los Olivos.
Sobre
el altar de la roca de Getsemaní Nuestro Redentor da al Padre su
Corazón desgarrado; y esa entrega aplaca la sed de justicia.
Y
habiéndose satisfecho, refluye sobre la Víctima divina la infinita
misericordia, trayéndole la calma después de tan espantosa tormenta.
La
agonía y la oración de Nuestro Señor han hecho reconciliar la Justicia y
la Misericordia: el tributo de expiación que debía la humanidad
culpable lo ha pagado el Cordero que quita el pecado del mundo.
En
representación del género humano ofreció al Padre el homenaje de
adoración, de gratitud, de expiación y de súplica debido a sus infinitas
perfecciones.
Y
el irritado Juez, al inmolarlo como Víctima, se aplacó; nuevamente se
acerca a la humanidad lleno de amor misericordioso y nos recibe otra vez
con el dulce nombre de hijos.
La
ofrenda del sacrificio debe sustentar también a aquellos por quienes se
ha hecho la inmolación. Ciertamente que Jesús contempló la larga hilera
de almas hambrientas venidas para saciar su hambre en los frutos de su
inmolación, en la Comunión de cada Misa hasta el fin de los tiempos.
Pero
el Ángel del Consuelo señaló, a la mirada agónica de la atormentada
Víctima, otra hilera, menos numerosa, mucho más corta: la de la Comunión
de los fieles durante el Sacrificio nocturno de Jesús en el Huerto de
los Olivos… la de las almas que comulgan y participan de las tristezas
de Jesús, de sus amarguras, de sus soledades…
El
Ángel Consolador las ve partir satisfechas y serenas, retirándose del
altar de Getsemaní para acometer con nuevos bríos la lucha de la vida en
las agonías de su propio Getsemaní, que las introduce en el camino que
lleva al Calvario…
Pero,
ya que esas almas sedientas de dolores, de sufrimientos, de deshonras,
de humillaciones, de persecuciones, iban a ser tan pocas… ya que sería
tan reducida la hilera de las almas que vendrían a comulgar al altar del
Sacrificio de la Agonía, Jesús rogó a Santa Margarita María que
invitase de nuevo y con más empeño a la humanidad creyente para que
acudiese a saciarse con la Sangre del Sudor de Getsemaní.
Primero dirigió estas palabras a su sierva desde el misterioso Tabernáculo de Paray-le-Monial: Todas
las noches del jueves al viernes te haré participar de la mortal
tristeza que quise padecer en el Huerto de los Olivos; tristeza que te
reducirá a una especie de agonía, más difícil de soportar que la muerte.
Y para acompañarme en aquella humilde plegaria, que entonces presenté a
mi Padre, te postrarás con la faz en tierra, deseosa de aplacar la
cólera divina y en demanda de perdón.
Luego hizo la siguiente revelación que debe sacudir nuestra apatía y tibieza; así lo relata Santa Margarita María: Se me presentó Jesús bajo la figura de un “Ecce Homo”, cargado
con su Cruz, cubierto de llagas y de heridas. Su Sangre adorable
brotaba de todas ellas; y luego, con voz desgarradora y triste, me dijo:
«
¿No habrá, por ventura, nadie que se compadezca de Mí y que, teniéndome
piedad, comparta el dolor que sufro en este estado lamentable en que me
tienen sumido tantos pecadores?
Aquí
tienes el Corazón que ha amado tanto a los hombres, y que no ha
perdonado medio alguno de probarles su amor, hasta el extremo de
agotarse y consumirse por ellos.
Y,
en retorno, no recibo de la mayor parte sino ingratitud y menosprecio,
lo que me amarga mucho más que todo cuanto he sufrido en mi pasión.
Si
los hombres me correspondieran, siquiera en parte, consideraría poco lo
que hecho, y desearía, si posible fuera, sufrir más todavía… Pero,
¡ay!, no tienen sino frialdad y rechazos para cada una de las
solicitudes de mi amor.
Al
menos tú, hija mía, concédeme el consuelo de verte reparar, en cuanto
puedas y de ti dependa, esa ingratitud. Participa de mis congojas, y
llora la insensibilidad culpable de tantos corazones.
Tengo
sed devoradora de ser amado de los hombres, pero no encuentro casi a
nadie que tenga voluntad de aplacarla con retorno de amor cumplido y
generoso. No hallo quien me ofrezca en este estado de abandono, un lugar
de reposo. ¿Quieres tú consagrarme tu alma para que en ella descanse mi
amor crucificado, que el mundo entero menosprecia? Quiero que tu
corazón me sirva de asilo, en el que me cobije para solazarme, cuando
los pecadores me persigan y me arrojen de los suyos. Entonces, con los
ardores de la tu caridad, repararás las injurias que recibo ».
El mismo Jesús enseñó, pues, el ejercicio de la Hora Santa como medio de atraer las almas; y en ella se afana en saciarlas con la Sangre de Getsemaní.
Ite, Missa est
Al
concluir el Sacrificio de Medianoche en el Huerto de los Olivos, Jesús
ya no tiembla ni gime, sino que, fortalecido y reanimado, reúne a sus
Apóstoles y les dice: Levantaos, vamos; he aquí que el que me ha de entregar llega ya…
Esta palabras constituyeron el Ite, Missa est del Sacrificio de Getsemaní.
El
Corazón de Jesús se derrama de gozo, no porque la Pasión haya
terminado, sino porque confortado por la Comunión del Huerto, acomete el
último sacrificio, marcha al altar del Calvario, coronamiento necesario
de los sacrificios que precedieron… Surgite, eamus!
Conclusión
En este Jueves Santo, tomemos la resolución de oficiar solemnemente nuestro sacrificio de la vida.
A ejemplo de Jesús recemos cada día por la mañana la Misa del Cenáculo, y, unidos a Él, hagamos ofrecimiento, entrega e inmolación de nuestras vidas por la gloria de Dios.
Tomemos luego el camino que conduce al Sacrificio de Getsemaní,
que será todo el día y, acaso, la noche; y allí, ofrezcamos un lugar de
reposo a la divina Víctima; consagremos nuestra alma para que en ella
descanse el Amor crucificado; que nuestro corazón sirva de asilo al
peregrino del Amor.
En Getsemaní esta el Altar de nuestro sacrificio…
¡Es
cierto! Uno se acerca tembloroso de espanto a las gradas que preceden
esa Ara, sangrante el corazón… Y sube, desfallecido, bajo el peso de
aplastante dolor…
¡Es cierto! Allí se padece una sensible agonía…
Pero…,
¡feliz quien hallare en ese altar a Jesucristo!, para mezclar sudor y
sangre, sollozos y lágrimas a las de Dios en agonía, más ensangrentado
acaso, pero rehecho por milagro de un divino vigor…
Alma cristiana y devota, tu altar es Getsemaní… ¡Sube a él!
Y así cada mañana, cada día y cada noche, hasta que Nuestro Señor nos indique Ite, Missa est… tu sacrificio del Cenáculo y de Getsemaní se ha terminado; ya puedes ir de frente al sacrificio de la muerte, la Misa de tu Calvario.
Pidamos la gracia de
que al llegar a la cima de nuestro Gólgota, en la hora definitiva de
nuestra vida, María Santísima, la Madre del Redentor, la Corredentora,
Ella que estuvo de pie junto a la Cruz de su Hijo, también esté junto a
nosotros para que podamos ofrecer, entregar e inmolar nuevamente nuestro
ser para que tengamos la gracia y la dicha de oír, al finalizar nuestra
agonía, el Ite, Missa est… el Consummatum est… todo está consumado, la Misa de nuestro Calvario concluida, aurora de la eterna Pascua que celebraremos con cánticos de alabanza y de amor en compañía del Corazón agonizante de un día y hoy, y por siempre, glorificado.