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domingo, 20 de abril de 2014

¡ HAN QUITADO A MI SEÑOR, Y YO NO SÉ DÓNDE LO HAN PUESTO !


                   

 



(Newman)  y otros                            



 No podemos hablar de los santos penitentes y amorosos sin hacer referencia a la amante Magdalena. "La mujer que era pecadora", que regó los pies del Señor con sus lágrimas, que los secó con sus cabellos, que lo ungió con un ungüento precioso. Y todo eso, ¡en qué circunstancias! Ella, que había ingresado a la sala como con propósito festivo, ¡para realizar una obra de penitencia! Ocurrió durante un banquete formal, ofrecido por un fariseo rico, para honrar, pero también para poner a prueba, a Nuestro Señor. Apareció la Magdalena, joven y bella, y "regocijándose en su juventud", "andando por los caminos de su corazón y según la contemplación de sus ojos"… Y apareció como para honrar esa fiesta, como suelen hacer las mujeres que realzan las fiestas mediante dulces perfumes y frescos ungüentos para la frente y el cabello de los invitados. Y él, el fariseo altanero, sufrió su presencia pero no permitió que ella lo tocara;
 la dejó pasar como nosotro sufriríamos el ingreso de animales inferiores a nuestros aposentos, sin prestarles mayor atención; a lo mejor aguantó eso como un embellecimiento necesario para el entretenimiento, mas como si ella no tuviese alma, o como si fuese una condenada a la perdición y en cualquier caso, alguien insignificante para él. Aquel ser arrogante y los hermanos que eran como él, bien podrían "recorrer mar y tierra para hacer un solo prosélito", mas en cuanto a contemplar el corazón de aquel prosélito, en cuanto a compadecerse de su pecado e intentar curarlo, eso sí que no pertenecía al circuito de sus pensamientos. No: sólo pensaba en las necesidades de su banquete, y la dejó ingresar a realizar su parte, sea cual fuere, indiferente respecto de su vida, de tal modo que ella hizo bien su parte y se limitó a ella. ¿Y bien? Ocurrió algo maravilloso. ¿Acaso fue resultado de una súbita inspiración o bien, quizás, de una madurada determinación? ¿Fue un arranque del momento o la resolución de un largo conflicto? Pues, ¡prestad atención! Mirad cómo aquella pobre creatura culpable, vestida con muchos colores, se aproxima para coronar con su dulce ungüento la cabeza de Aquel a quien se lo honra con una fiesta; y ved cómo permanece su mano.  Ha contemplado y discierne al Inmaculado, al Hijo de la Virgen, al "resplandor de la Luz Eterna y el inmaculado espejo de la majestad de Dios". Contempla y reconoce al Anciano de los Días, al Señor de la vida y de la muerte, a su Juez; y luego vuelve a mirar, y ve en su rostro y en su apostura una belleza y una dulzura tremenda, serena, majestuosa, mucho más allá de la de los hijos de los hombres, una belleza que empalidecía todo el esplendor de aquella sala de fiesta. Y luego mira una vez más,
tímida pero sin embargo solícitamente, y discierne en su ojo, y en su sonrisa, el amor benévolo, la ternura, la compasión, la misericordia del Salvador de los hombres. Luego se mira a sí misma y ¡Dios mío!, se ve vil, horrible, ella que hasta este momento se había dejado llevar por la vanidad de sus atractivos… y ahora, ¡cómo se ha marchitado esa hermosura que constituía la alabanza de la boca de sus admiradores! ¡Cuán odioso se ha vuelto su aliento que hasta entonces creyó tan fragante y que ahora sólo tiene el sabor de aquellos siete espíritus que habitan en su interior! Y allí se habría quedado, allí se habría enterrado, envuelta en su confusión y desesperación, si no fuese que volvió a dirigir su mirada una vez más  hacia aquel Rostro enteramente amoroso, todo-perdón. Él la está mirando: es el Pastor contemplando a sus ovejas perdidas y las ovejas perdidas que se rinden ante Él. No habla, pero la mira; y ella se le acerca aun más. ¡Oh ángeles del cielo, regocijaos, que ella se acerca, no viendo otra cosa sino a Él solo, sin importarle nada el desprecio de los orgullosos, ni las bromas de los disolutos! Se acerca más, sin saber si será salvada o no, sin saber si será recibida ni qué será de ella; sólo sabiendo una cosa: que Él es la Fuente de la santidad y de la verdad, como de la misericordia, y al que ella debe recurrir, pues ¿quién otro tiene palabras de vida eterna? "Tu ruina, oh Israel, viene de ti, y sólo de Mí tu socorro. (Oseas XIII:9) "Conviértete y no os miraré con rostro airado, porque soy misericordioso, no me airaré para siempre." "He aquí que volvemos a Ti; porque Tú eres Yahvé, nuestro Dios. De veras, eran embustes los collados y el bullicio en los montes; sólo en Yahvé, nuestro Dios, está la salvación de Israel." (Jer. III: 12, 22-23) ¡Qué admirable
encuentro entre lo que era más bajo y lo que es más puro! Aquellas manos concupiscentes, aquellos labios contaminados, han tocado, han besado los pies del Eterno y Él no se ha retraído del homenaje que se le tributa. Y mientras se inclinaba sobre sus pies, y mientras los humedecía con sus ojos lacrimosos, ¡cómo su amor por Uno tan grande, y con todo, tan gentil, se encendió vehementemente en su interior, prendiendo una llama que nunca moriría desde aquel mismo momento y por siempre jamás! ¡Y qué excesos no alcanzó ese amor cuando Él registró delante de todos los hombres su perdón, y cuál era la causa! "Se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho; mas a quien se perdone poco, ama poco. Tus pecados se tan perdonado; tu fe te ha salvado, ve hacia la paz." (Lc. VII:47-50). Y desde entonces, mis hermanos, el amor sería para ella, como luego para San Agustín y para San Ignacio de Loyola (los grandes penitentes de su tiempo) como una herida en el alma, tan llena de deseo estaba como para convertirse en una suerte de angustia. Ya no podía vivir sin la presencia de Aquel en quien tenía puesto todo su gozo: su espíritu languidecía por Él cuando ya no podía verlo; y ni bien contó son su bendita Presencia lo sirvió con reverencia, con añoranza, con empeño. De ella (si era ella) leemos que en una ocasión, estaba sentada a sus pies para oír sus palabras y allí se oyó el testimonio de las palabras de Él en el sentido de que ella había elegido la mejor parte que no le sería quitada. Y después de su resurrección, ella, por su perseverancia, mereció verlo incluso antes que los Apóstoles. Se negaba a dejar el sepulcro cuando Pedro y Juan se retiraron, sino que, María se había quedado afuera, junto al sepulcro, y lloraba. Mientras lloraba, se inclinó hacia el sepulcro, y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". Díjoles: "Porque han quitado a mi Señor, y yo no sé dónde lo han puesto." Dicho esto se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: "Mujer ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?" Ella, pensando que era el jardinero, le dijo: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré." Jesús le dijo: "Mariam". Ella, volviéndose, dijo en hebreo: "Rabbuní", es decir: "Maestro." Jesús le dijo: "No me toques más, porque no he subido todavía al Padre; pero ve a encontrar a mis hermanos, y diles: voy a subir a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios." María Magdalena fue, pues, a anunciar a los discípulos: "He visto al Señor" y lo que Él le había dicho. 
 

                                                                 


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