sábado, 18 de septiembre de 2010

AHORA YA SABÉIS QUÉ ES LO QUE LE DETIENE

Fray Rabieta

 (2 Tes. II:6)
 Pedazos de brutos:
Lo que lo detiene” al Anticristo, nada menos. Y, en rigor, lo que lo retrasa. En el versículo que hemos leído, hay un obstáculo en neutro, “lo que” lo detiene. Pero en el versículo siguiente es “el que” lo detiene, con lo que la cosa se complica aún más. Se trata del famoso katejón, (en neutro, el “obstáculo”) o el “obstaculizante” (katejoón) que impide, o detiene, o demora, la plena manifestación del Anticristo. San Pablo nos dejó un dolor de cabeza con este texto, pues nadie sabe de cierto qué cosa es este famoso “katejón” (y el versículo anterior en el que el Apóstol nos informa que ya se los explicó a los Tesalonicenses parece una mala broma: muchas gracias).
Total que pasaron veinte siglos y nadie atina a decir mucho sobre el particular y tampoco nos consuela la nota que aquí pone Straubinger:
Hemos de pensar que si Dios ha querido dejar este lugar en la penumbra, ello es sin duda porque hay cosas que sólo se entenderán a su hora.
Sí, bueno, de nuevo, muchas gracias. Pero lo cierto es que hay bastante consenso entre los Padres, quienes relacionan este texto con la Profecía de Daniel sobre los cuatro sucesivos reinos indicando que esto tiene relación con el reinado de Roma. Como lo explica Castellani:
El mismo Agustín y el grueso de los Santo Padres conjeturaron que “lo que obsta” era el Imperio Romano y “el que obsta” era el Emperador y que mientras ese Obstáculo no fuera removido, no podía manifestarse el Anticristo. Pero el Imperio, ¿no estaba persiguiendo cruelmente a los cristianos? Sí, pero con su disciplina, su ejército y su sólido cuerpo jurídico, mantenía el orden civil. Y así San Juan no ve a Nerón como el Anticristo, sino como una figura o tipo del Anticristo. Mas cuando cayó el Imperio Romano en Occidente en el año 475 y el último emperador, Rómulo Augústulo fue decapitado por el bárbaro Genserico, no apareció el Anticristo: los doctores quedaron desconcertados, pero pronto se reincorporaron diciendo que el Imperio Romano en su esencia no había desaparecido, pues se continuaba el Orden Romano sostenido por la Iglesia, el ejército y los reyes cristianos...
¿El orden romano? ¿Queda algo de eso? Bueno, un poquitín, decía Castellani, hace casi medio siglo:
Santo Tomás en el s. XIII dice tranquilamente que el Imperio Romano “no ha perecido”, y así lo creo yo también. El Orden Romano consiste en cuatro columnas: la Familia, la Propiedad, el Ejército y la Religión.
De manera, que ahí tienen, mis perezosos feligreses de cuarta. Ahora, medio siglo después de Castellani no será excesivo afirmar que las cuatro columnas se han derrumbado―o deteriorado de tal modo que ya no sostienen nada. Y que ya no hay orden posible. De Roma queda bien poco, pero ¿del orden? Sólo confusión, tinieblas y las primeras tentativas de instaurar un Nuevo Orden Mundial Antirromano (el movimiento anticrístico comanda la intentona).
De modo que alguno pensará que el katejón ya ha sido quitado de en medio y que ya nada impide que aparezca el Gran Tirano, la Bestia profetizada que iría a venir sobre el luctuoso fin de los tiempos.
Bueno, ¡alto ahí! Ni tan pelado ni tan peludo. En cualquier caso, la aparición del Anticristo bien puede ser cosa repentina, pero vendrá precedida de un lento, penoso, progresivo, inflexible, sistemático y continuo deterioro de la cristiandad en todos los frentes, en todos los aspectos, en todas sus manifestaciones. Primero debe venir la Gran Apostasía. La entropía de occidente, su decadencia, la ruina de la cristiandad, la gran apostasía, es cosa que sólo los imbéciles pueden negar, pero es también cosa progresiva: hay centenares de indicios de eso y no los voy a cansar enumerándolos una vez más. El que no lo ve es el típico progre de la Iglesia de Laodicea, el “progresista” que trabaja y se desvela para que todo esto progrese. Y no sabe que es
desdichado y miserable y mendigo y ciego y desnudo. (Apoc. III:17).
No saben… no saben lo evidente. Quizá Lewis lo explicó mejor que nadie:
Nuestra civilización fue fundada sobre la moral cristiana y alimentada por la Fe de los Apóstoles. Era algo así como una enorme cuenta bancaria a la que muchos contribuyeron depósitos y de la que todos sacaron fondos. Ahora bien, sabemos bien que uno no puede seguir librando cheques sobre una cuenta indefinidamente sin efectuar nuevos depósitos. El problema del mundo moderno está en que, sin hacer contribución alguna a esa cuenta, sigue librando cheques. Un día se va a acabar el capital.
Pero quiero volver a lo del katejón, si me permiten. Por de pronto, siempre regirá el mandato final de San Pablo a Timoteo:
Guarda el depósito (I Tim. VI:20).
Sí, incluso
consolidando lo restante, lo que está a punto de morir (Apoc. III:2).
¿Lo restante? Pregúntense amigos míos, qué cosas son las que restan, las que deberíamos intentar defender, aunque a su debido tiempo también tengan que perecer. Me veo con mis contemporáneos en una isla, después de un naufragio. Se han rescatado algunas cosas, pero muchas deterioradas y otras que aparentemente no sirven para nada, y otras más allá que nadie recuerda para qué sirven ni qué uso darle: como si hubiesen llegado a estas costas un piano por la mitad (y entre los sobrevivientes nadie sabría cómo reconstituirlo, y uno sólo sabe tocarlo, a medias), y un par de anteojos, y tres libros escritos en alemán, y un encendedor sin bencina, y una silla con sólo tres patas, y un disco de vinilo… Quizá con el tiempo se puede reconstruir algunas de esas cosas, darle buen uso, etcétera, pero no todas y hay cosas más urgentes que otras. Aquel farol a kerosene, por ejemplo, nos sería útil a la noche, y ese botiquín de primeros auxilios no tiene precio, ahora, no sé qué nos haríamos con aquel tarro de bótox ni esta teléfono celular oxidado y roto, ni menos que menos con aquel disfraz de arlequín...
Así en el mundo post-1945. Quedan restos de un enorme naufragio. Buenas maneras, viejas fórmulas de cortesía, algo de poesía, el hábito del buen vestir, el decoro, la lengua, la sintaxis, la hospitalidad, la compasión con los pobres, el concepto del salario justo, el menosprecio de los bienes terrenales, la primacía de la contemplación, el valor del silencio, el desprecio de la masificación, un infinito desdén de las riquezas, de la solicitación terrena, una liturgia grave y bien compuesta, el estudio serio de las cosas serias, el buen humor, la buena música, el sentido del pudor, de la vergüenza, de la honra, del buen nombre, el valor de la oración, la necesidad de los sacramentos… como ven, la lista sería infinita, estas cosas (o lo que queda de ellas) que hemos de guardar, de proteger en la medida en que podamos, de conservar aunque tengan que perecer. Y sobre todo, la amistad, gran katejón si los hay. Aquí hay que recordar a Castellani, otra vez:
                                         La amistad es muy grande cosa
                                         Fuerzas consuelo y abrigos—
Aunque eso tenga que perecer también:
                                        Hoy más que los enemigos
                                        Nos daña un amigo tonto—
                                        Perdonen si los afronto—
                                        Oh amigos, ya no hay amigos.
 Y a este noble empeño, a este sutil arte de preservar el depósito, lo llamaría con un neologismo verbalizado, si me lo permiten: “katejear”, que con lo que ya les expliqué, incluso ustedes, mis queridos palurdos, me entienden, a ver si se ponen a “katejear” con máximo empeño y… máxima inteligencia.
Porque esto de katejear cuando no hay orden, tiene serios inconvenientes y acarrea graves peligros. No olvidemos, además, que aquellos que produjeron el naufragio están entre nosotros y también tienen interés en completar su obra de destrucción. Por eso aquí se impone una seria cautela, no vaya a ser que por katejear mal, desordenadamente, terminemos haciéndole el juego al Enemigo, apresurando su reinado.
¿A que me refiero con katejear mal? Pues, es simple: cuando se guardan las cosas sin orden ni concierto, cuando se olvida la jerarquía de las cosas, cuando se sacrifican cosas mejores en pos de salvar las menos importantes. De estos, de los “katejeadores” mal trazados, conozco demasiados. Se los reconoce con facilidad: como si uno se aferrara a un viejo par de zapatos y dejara de lado el rosario que le regaló su abuela, o, mejor todavía, que guardara cuidadosamente un álbum de fotos mientras desatiende a sus hijos. Hay que intentar salvarlo todo, cómo no. Pero no vaya a ser que por priorizar el rescate de una cosa menor, pongamos en peligro las cosas más importantes.
¿Katejeadores malos, estúpidos, romos, desesperados? Conozco demasiados e insisto: le hacen el juego al enemigo, sobre todo porque con eso contribuyen al desorden generalizado.
Pero hay una regla de oro, una regla que permite al verdadero katejeador no engañarse nunca, ni hacer macanas, y es regla fácil: jamás subordinar los intereses de la “guerra santa chica” a los de la “guerra santa grande”.
Conocerán la distinción, pertenece a los musulmanes del tiempo de las cruzadas. La guerra santa chica consistía en la conquista de los lugares santos, imponerse en las batallas, vencer a los cruzados, asegurar las ciudadelas, etcétera. En cambio, para ellos, la guerra santa grande consistía en asegurarse el cielo, cumplir con el Corán, etcétera. La distinción no nos viene mal, qué nos va a venir: también nosotros tenemos prioridades, también nosotros tenemos que llegar al cielo, ser santos, complacer a Nuestro Dios que es una “guerra santa” inmensa. No vaya a ser que por empeñarnos en la guerra santa chica, desatendamos o comprometamos la principal, que es definitiva la única que importa. Claro que tampoco es cuestión de no katejear cosas pequeñas por un afán espiritualista y desencarnado (de estos también hay unos cuantos).
Todo lo demás, el bien común político, la restauración de un orden económico justo, la justicia social, e vía dicendo, todo eso está subordinado, depende de cosas considerablemente más importantes, más urgentes e imprescindibles: sin ellas no se puede hacer nada. Y, par contre, con ellas, todo lo es: incluso nuestra salvación.
Insisto, no quita que habrá que katejear como buenamente se pueda todo el inmenso legado que cada cual ha recibido. Pero subordinado al primer Obstáculo, al primer Obstaculizante que tenemos que defender a rajatabla: como decía Castellani, tenemos que hacer que Dios exista, aprender a adorarlo, amarlo, servirlo y hacerle reverencia. Comparado con esto, lo demás no es sino basura.
Pero entiéndame bien. No es basura.
Por eso, dedíquense a la política si les parece para salvar lo que allí se puede salvar. Pero jamás olviden la primacía de la contemplación. O entréguense a cuestiones de justicia social. Pero nunca dejen de tener presente los novísimos, en especial la cuestión del Juicio Final (y ahí sí que veremos lo que es la vera justicia social).
Y claro, todo lo demás. El que quiera rescatar la buena poesía, bien hace, y es menester tan necesario como quién pica leña en previsión del invierno. Y hay lugar también, cómo no, para el coleccionista de sellos postales, para el que quiera hacer una buena película, o preparar una buena comida. Hay lugar todavía para el que quiera mantener las reglas del “fair play” en el deporte, o conservar las costumbres populares, las fiestas folklóricas o el antiguo arte de cebar mate comme il faut. Hay lugar para katejear cientos de miles de cosas, y está muy bien. Constituye parte del enorme esfuerzo de resistir este proceso de destrucción de la Tradición que sufrimos hace tantos siglos ya, y siempre será encomiable.
Con tal de que… con tal de que los katejeadores recuerden en todo tiempo que finalmente son todas batallas perdidas―menos una. Y que hay que poner toda nuestra esperanza en la gracia que se nos traerá…
 cuando aparezca Jesucristo (I Pet. I:13).
Total, no falta mucho.
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