martes, 15 de marzo de 2011

LA MUERTE DE ADÁN

Cuando murió el más antiguo de los hombres, conoció que Dios había condonado su culpa; y también que en cierto modo esa culpa era irreparable; de lo cual sacó la forzosa y oscura consecuencia, la cual estaba allí delante de él como un muro de sombra.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, que rompieron a correr horas y horas, hilo a hilo. Sobre su rimero de pieles bravas, frente a su última tarde que caía inmensa y clara, en medio de sus hijos de todas edades venidos de todas partes, el que había puesto sus nombres a todas las cosas, callaba.
En una tremenda locución sin palabras, el Hombre Caído pedía a Dios la re-creación del Hombre. Todas las cosas se le hacían lejanas, y sentía a Dios como algo más resistente y duro que todas las cosas.

Eva, inclinada, reclinó su cabeza sobre sus rodillas y dijo: Adán. Y él la sintió extraña y lejana; sus hijos le eran ya extraños y lejanos.
Calladamente lo miraban todos los hirsutos patriarcas: Set, el segundo Abel y su hijo Enós, los que inventaron el culto externo; Mahalahil, el que inventó el carro con ruedas; Jared, el constructor de chozas; el segundo Enoc, el que caminó con Dios, y su hijo el dócil Matusalén, hombre parecido a un niño; Kainán, Lamec y Noé. Algunos hijos de Caín habíanse allegado, recelosos: Jahel, padre de los que viven en tiendas, y Túbal, el inventor del arpa y del cuerno, con Naamah, hermana de Túbal-caín. Faltaba Caín, el vagabundo y negro patriarca, padre de los que no tienen tierra.
Toda carne corrompía su camino.

Novecientas treinta veces habían pasado sobre su cabeza cana las cuatro estaciones; había visto nacer al hijo del duodécimo hijo de su segundo hijo segundo, el Primer Muerto, desde que el Señor lo había vestido de pieles y él había caído en las convulsiones terríficas de la enfermedad que no lo abandonó nunca.
Adán repasaba con inmenso dolor en su cabeza la bajada vertiginosa de la humanidad, de esos enjambres humanos que pululaban ya por todas partes hasta perdérsele de vista; y sus pensamientos en turbión lo torturaban a semejanza de los espasmos insoportables de su vieja enfermedad.
Vio muerto a sus pies a su hijo segundo, y conoció el abominable pecado de Lamec. Contempló las extrañas vías de los hijos de Caín y sus precipitadas invenciones; ellos habían comenzado a matar ovejas y comer sus carnes, en vez de solamente tundir la lana y ofrecerlas en sacrificio humeante al Creador; obteniendo con ello una vida más breve, agresiva y tumultuosa; sabía que un grupo de ellos se mantenía del caer en gavilla sobre los bienes de sus hermanos, pillando y matando con afilados bastones de bronce.
Una maldición nueva había surgido en la tierra espinosa, que estaba sin embargo contenida en la maldición de la mujer: Multiplicaré tus preñeces, y en la suya propia: La tierra te dará abrojos; un horrible fratricidio colectivo que él había nombrado guerra.

Vio a los hombres locos a causa de ella, descuidando el conocimiento de Dios, aguzar sus intelectos para crear instrumentos de dominio.
Sintió su corazón desfallecer de angustia, porque él, su misión divina desviada, era la causa de todo.
El Hombre quería de todos modos ser señor del universo. Sus hijos pretendían sin Dios reconquistar el Paraíso.
La negra tierra, joven ardiente, cedía con una sonrisa ambigua a sus esfuerzos como una amada fecunda y traidora.
Hablaban ya de hacer una torre que llegase al cielo, incitados por Lamec, el constructor de muros de piedra, hijo de Tabal, que lo fue de Zillah, que lo fue de Methusael, que lo fue de Mehujalhá, que lo fue de liad, que lo fue del primer Enoc, que lo fue de Caín en el país de Enoc, al este del Edén.
Hablaban ya de hacer una sola inmensa ciudad con puertas de bronce que reuniera de grado o por fuerza a todos los hombres.
Tenían muchas mujeres y luchaban hasta la muerte por ellas.
Construían en ritmos torpes imitaciones de la Ley.
Era imposible ya parar todo eso, las consecuencias de un solo pecado, los desarrollos infalibles de su soberbia infinita de querer ser como Dios sin Dios.

Sabía también cómo se sostenía milagrosamente la Ley; sabía que en docenas de vivaques se repetía cada noche a la luz de la hoguera patriarcal la ceremonia que él había inaugurado la noche de la muerte de Abel: la repetición ritual y fiel hecha por el Padre y musitada por los oyentes del Relato del Origen, las Genealogías, los Cuatro Grandes Mandatos, las Cuatro Grandes Verdades y las Siete Cosas que odiaba el Señor.
Pero esa larga melopea sacra, conservada tal como un río en su cauce pétreo, dentro de las cadenetas danzarinas de las estrofas del estilo oral, ¡cuán dormidos corazones encontraba en muchos!
Y ya aparecían las torpes imitaciones o temerarias innovaciones que llamaban las Pequeñas Leyes.
Sólo él podía inventar libremente en los graciosos collares del lenguaje sacro; pero ya lo repetían mal, suprimían perícopas, y después lo comentaban libremente en interpretaciones opuestas.
El sabía empero que allí se contenía al animal modo humano la palabra del Señor.

Quiso ver a Dios. Su dolor llegó a lo sumo. Era la noche, la verdadera noche, la noche sin sueño y sin despertar, desde la cual había de poner la planta temerosa en un umbral ignoto, igual que se paró en el umbral solemne del Paraíso, el día que surgió de un salto de la tierra-. Recordó su primera exclamación: ¡Yo soy!; su segunda exclamación: ¿De dónde?; su tercera inmensa exclamación, que lo envolvió como un ala de fuego: ¡Oh Creador!, después de la cual oyó a Dios y recibió las Tres Preseas.
¿Cuál sería, dentro de un momento, la Nueva Revelación?
Las Tres Preseas estaban perdidas para siempre, la inmortalidad, la santidad esencial, la integridad regia.
Eran como tres joyas gratuitas de una corona, como tres capas de barniz celeste, como una triple trasparente túnica de luz supraterrena; pero cuando se le arrancaron, sintió que se llevaban con ellas la piel misma, quedó más que desnudo, descorlicado.

Desde entonces espió con avidez la aparición de su primer hijo, concebido en el tumulto, en el frenesí y en la ira. Quería ver si Dios creaba un nuevo Adán, si renovaba su extraña apuesta.
Sabía que no podía ser. No lo fue, en efecto.
Cuando recibió de rodillas al lado de la hembra gimiente aquel gusano informe, ensangrentado, todavía no separado de ella; cuando contempló el lamentable boceto del animal más desvalido, más impotente que un topo enfermo, apenas más que una planta, conoció que las Tres Preseas divinas eran un don único y caprichoso, no hecho a él mismo, sino a la especie en él; y que no se repetirían nunca, porque todo lo Sumo es siempre Uno.

Delante de aquella miniatura ridícula de la humanidad, torpemente móvil, sintió la punzada de la pérdida irreparable y desafió a Dios que hiciera un nuevo Adán, mayor que él mismo, no por él, sino porque la serpiente inmunda no prevaleciera; mientras la mujer vuelta a la vida recogía con celo y amparaba en su seno al engendro.

Adán repitió ahora su desafío vuelto ruego. Sentía que Dios no lo rechazaba, reconocía las señas augustas de la Adoración.
Habiendo sido la obra perfecta y lujosa de las manos de Dios ahora rota, sabía que no se podía hacer nada igual, y no sabía cómo era posible hacer algo mejor; pero sabía también que la Sierpe debía ser vencida.
Sube la música y baja 
Recogió todos los dolores que había sufrido y los que había visto sufrir; y con un inmenso esfuerzo los puso sobre su cabeza y se ofreció con ellos a Dios. Extendió a lo largo sobre la tierra los dos brazos en gesto de ruego, juntó los pies, gimió. Recorriendo todo el tiempo futuro, se ofreció al Omnipotente con todas las penas de la humanidad, varón de dolores, sabedor de lo que es enfermedad.

Como la noche inmensa llena de estrellas, como la calma augusta y amarga del mar, como una montaña humeante inmóvil en su ancho solio, el Primer Hombre hablaba con Dios; y sus hijos oían solamente sus sollozos en lo oscuro.
De repente los sollozos se torcieron en un único estertor. Y se hizo un gran silencio.

Recogieron los restos del que nunca había nacido, sino simplemente sido, y los soterraron profundamente en la tierra su madre, conforme a su voluntad, en el lugar por él designado; en el lugar que algún día otro Ser que siempre había sido, dos veces nacido, debía derramar toda su sangre por todos los nacidos.


Adán en su Muerte
 P. Leonardo Castellani, Doctor Sacro Universal.

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