lunes, 24 de diciembre de 2012

P. CERIANI: MISA DE NOCHEBUENA


MISA DE NOCHEBUENA

Si consideramos el carácter de la Navidad en la Santa Liturgia, vemos que este tiempo está especialmente dedicado al júbilo de la Iglesia por el Advenimiento del Verbo divino, y especialmente consagrado a las congratulaciones debidas a la Purísima Virgen por su divina Maternidad.

Este doble pensamiento de una Madre Virgen y de un Niño Dios se expresa a cada momento en las oraciones y ritos de la Liturgia.

Todo es misterioso en los días en que nos encontramos. El Verbo de Dios, cuya generación es anterior a los siglos, nace en el tiempo; un Niño es Dios, una Virgen es Madre y permanece Virgen; las cosas divinas se mezclan con los asuntos humanos…
Esta antítesis inefable y sublime es expresada por el discípulo amado en el Evangelio: El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros.
Esta frase se repite en todos los tonos y bajo todas las formas en las oraciones de la Iglesia: porque resume maravillosamente el gran evento de la unión, en una sola Persona divina, de la naturaleza humana y la naturaleza divina.
Misterio deslumbrante para la inteligencia humana, pero suave y dulce misterio para el corazón de los fieles. Es la consumación de los designios de Dios en el tiempo, el objeto de la admiración y el asombro de los Ángeles y Santos en su eternidad, al mismo tiempo que el principio y el medio de su bienaventuranza.
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Veamos de qué manera la Santa Iglesia lo propone a sus hijos, bajo los símbolos de la liturgia.
Después de la espera de cuatro semanas de preparación, imagen de los cuatro mil años del mundo antiguo, hemos llegado al vigésimo quinto día del mes de diciembre, como a una estación deseada.
Jesucristo, Nuestro Salvador, la Luz del mundo, nació en el momento en que la noche de la idolatría y del delito se espesaba más profundamente en este mundo. Y he aquí que el día de la Natividad, el 25 de diciembre, es precisamente aquel en que el sol material, en su lucha con las tinieblas, repentinamente revive y prepara su triunfo.
En el hemisferio norte, el decaimiento de la luz física y el acortamiento de los días durante el Adviento es como un triste emblema de la expectativa universal de aquellos días. Hemos clamado junto con la Iglesia al Oriente, el Sol de justicia, único que puede arrancarnos de los horrores de la muerte del cuerpo y del alma.
Dios nos ha escuchado; y el mismo día del solsticio de invierno, famoso por los horrores y las alegrías en la antigüedad, nos da la luz material y la antorcha de las inteligencias.
De este modo, encontramos la confirmación de nuestra fe allí mismo donde muchos hombres creen ver su ruina.
En efecto, el misterio fundamental de nuestra alegre cuarentena de Adviento se revela en el secreto escondido en la predestinación eterna del tiempo escogido para el día del Nacimiento del Hijo de Dios en la tierra: el vigésimo quinto día de diciembre.
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Examinemos ahora con respeto un segundo misterio, el lugar donde se produce dicho nacimiento. Este lugar es Bethlehem. Es de Belén que debe salir el líder de Israel. El Profeta lo predijo, los pontífices judíos lo saben y lo declararon al rey Herodes.
Pero, ¿por qué razón se ha elegido esta ciudad oscura, con preferencia a cualquier otra, para convertirse en la escena de algo tan sublime? Estemos atentos, cristianos… El nombre de esta ciudad de David significa Casa del Pan… Por eso el Pan vivo venido del Cielo la ha elegido para manifestarse.

Hasta ahora, Dios estaba lejos del hombre; de ahora en más, será una misma cosa con ellos. El Arca de la Alianza, que contenía sólo el Maná, es reemplazada por el Arca de la Nueva Alianza; Arca más pura, más incorruptible que la antigua: la Virgen incomparable, que nos presenta el Pan de los Ángeles, el alimento que transforma al hombre en Dios; porque Jesucristo dijo: el que come mi carne permanece en mí y yo en él.

Es esta la transformación divina que el mundo esperaba durante cuatro mil años, por la que la Iglesia ha suspirado durante las cuatro semanas del tiempo de Adviento. Por fin ha llegado el momento, y Cristo entrará en nosotros, si queremos recibirlo.

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Ha llegado el momento en que el alma fiel recogerá el fruto de los esfuerzos que ha hecho en la laboriosa fase del Adviento, para preparar una morada al hijo de Dios, que quiere tener nacimiento en ella.
¿Cuáles son los deberes que la naturaleza humana y cada una de nuestras almas tienen para con el divino Niño?
Durante el Adviento, nos hemos unido a los Santos de la Antigua Alianza para implorar la venida del Mesías Redentor; ahora que ha llegado, consideremos los homenajes que debemos ofrecerle.
La Santa Iglesia, en este tiempo Santo de Navidad, ofrece al Niño Dios su adoración profunda, el transporte de alegrías inefables, el tributo de reconocimiento sin términos, la ternura de un amor sin par.
Estos sentimientos, de adoración, de alegría, de reconocimiento, de amor, forman el conjunto de deberes que cada alma fiel tiene que ofrecer al Emmanuel en su Pesebre.
Nuestro primer deber es la adoración. La adoración es el primer acto de la religión; pero se puede decir que, en el misterio de la Natividad, este deber es aún más sagrado.
En el Cielo, los Ángeles velan su rostro delante del trono de Dios; los veinticuatro Ancianos inclinan continuamente sus tiaras ante la majestuosidad del Cordero…; ¿qué haremos nosotros, pobres pecadores, indignos de miembros de la raza redimida, cuando el mismo Dios se muestra rebajado, anonadado por nosotros…, cuando, por la inversión más sublime, los deberes de la criatura para con el Creador son cumplidos por el mismo Creador…, cuando el Dios eterno se inclina, no sólo ante la infinita Majestad, sino ante el mismo pecador?
Por lo tanto, es justo que, a la vista de un espectáculo tan increíble, nos esforcemos en ofrecer nuestra profunda adoración al Dios que se inclina por nosotros. Debemos imitar en la tierra, en la medida de lo posible, los sentimientos de los Ángeles en el Cielo; y jamás acercarnos al divino Niño sin presentarle primero el incienso de una adoración sincera, la protesta de nuestra dependencia, el homenaje de nuestro anonadamiento debido a esta Majestad, tanto más digno cuanto por nosotros mismos se ha rebajado, humillado y abatido.
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El ejemplo de la Santísima Virgen María servirá poderosamente para mantenernos en esta actitud de humildad. La Virgen María fue humilde ante Dios, antes de ser Madre; convertida en Madre, Ella se vuelve incluso más humilde delante de su Dios y su Hijo.
Por lo tanto nosotros, criaturas viles, pecadores mil veces perdonados, adoremos con todas nuestras fuerzas a Aquel que, siendo el Altísimo, descendió hasta nuestra bajeza, y esforcémonos por compensar este eclipse de su gloria con nuestros actos de adoración ante el Pesebre.
Pero la Santa Iglesia no sólo ofrece al Niño Dios el homenaje de su profunda adoración; el misterio del Emmanuel, del Dios con nosotros, es para Ella fuente de un gozo inefable.
El respeto debido a Dios se concilia maravillosamente con los cánticos sublimes, con esa alegría que nos han exhortado los Ángeles y a la cual nos han invitado a participar.
La Iglesia desea imitar la alegría de los Pastores que llegaron a toda prisa a Belén y se gozan ante el Niño Dios; la misma alegría de los Reyes Magos que, al salir de Jerusalén, ven nuevamente la estrella que los condujo hasta el Rey de reyes.
De allí viene que la Cristiandad entera, habiéndolo comprendido, celebró al divino Niño con aquellos cánticos alegres y populares, conocidos como villancicos de Navidad; preciosas tradiciones, cuyos últimos restos se van borrando con otras tantas hermosas tradiciones de la fe.
Aceptemos de corazón la alegría que viene de arriba como un regalo celestial. La sabiduría divina nos dice que el corazón de los justos es una fiesta continua, porque la paz está en él. En estos días, la paz es aportada a la tierra a los hombres de buena voluntad.
A esta alegría viene unirse el sentimiento de gratitud hacia Aquel que, sin detenerse por nuestra indignidad, quiso escogerse una Madre entre las hijas de los hombres, una cuna en un Pesebre en un pobre establo.
¡Oh presente inestimable! ¿Qué gratitud podremos ofrecer que sea comparable al beneficio, cuando, desde lo más profundo de nuestra miseria, somos incapaces de evaluar incluso el valor?
Sólo Dios Padre sabe bien lo que nos ha dado en este misterio…; y el divino Niño, en el fondo de su Pesebre, guarda el secreto.
Pero si el reconocimiento está fuera de proporción con el beneficio, ¿quién pagará la deuda? Sólo el amor puede hacerlo. Es por eso que la Santa Iglesia, en presencia del Pesebre, después de haber adorado, alabado, alegrado, dado gracias, se siente presa del amor de una ternura indescriptible.
Y todas sus expresiones se cambian en palabras de amor. Sus expresiones de adoración, de alabanza, de acción de gracias, son en sus cánticos expresiones variadas e íntimas de amor que transforma todos sus sentimientos.
Nosotros también, sigamos a la Iglesia, Nuestra Madre, y llevemos nuestro corazón al Emmanuel. Los Pastores le ofrecen su simplicidad, los Reyes Magos le traen ricos presentes; unos y otros nos enseñan que nadie debe comparecer en presencia del Niño Dios sin hacerle un regalo digno de Él.
Ahora bien, es necesario tenerlo bien en cuenta: Él rechaza cualquier otro tesoro que el que vino a buscar. El amor lo ha hecho descender del Cielo. Esta es la materia de nuestros deberes para con Jesucristo en su primer Advenimiento en carne y debilidad.
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Pero tal es la grandeza del misterio de este día, que la Iglesia no se contenta con ofrecer un único sacrificio. La llegada de un regalo tan precioso y tan esperado merece ser reconocido por nuevos tributos.
Dios Padre da su Hijo a la tierra; el Espíritu de amor realiza esta maravilla: es necesario que la tierra eleve a la gloriosa Trinidad el tributo de un triple sacrificio.
Además, el que nació hoy en esta noche, ¿no se manifestó por medio de tres nacimientos? Nació esa noche de la Virgen Bendita; va a nacer, por su gracia, en los corazones de los pastores, que son las primicias de toda la cristiandad; nace eternamente en el seno de su Padre…
Este nacimiento triple debe ser honrado por un triple homenaje.
La primera Misa es en honor del Nacimiento del Verbo según la carne.
Los tres nacimientos son efusiones de la luz divina; sin embargo, este es el momento en que el pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz, y donde la aurora apareció para aquellos que vivían en la región de las sombras de la muerte.
En Belén, en la ciudad, todo es oscuridad; y los hombres que no proporcionaron un lugar para el huésped divino, reposan en una paz grosera; pero no serán despertados por el concierto de los Ángeles.
Mientras tanto, a medianoche, la Virgen Madre sintió que había llegado el momento supremo. Su corazón materno es súbitamente inundado de delicias desconocidas; se derrite en éxtasis del amor.
De repente, franqueando las barreras del seno materno por su omnipotencia, el Hijo de Dios, el Hijo de María, aparece recostado sobre paños ante los ojos de su Madre, hacia la cual extiende sus brazos.
La Virgen adora este divino Niño que le sonríe; se atreve a estrecharlo contra su corazón. Le envuelve en los pañales amorosamente preparados por Ella, y lo recuesta sobre un pesebre.
El fiel San José y los Santos Ángeles, según la profecía de David, rinden sus profundos respetos a su Creador.
El Cielo está abierto sobre el establo, y las primeras súplicas del Dios recién nacido ascienden hacia el Padre de los siglos; su primer llanto, sus suaves suspiros llegan a los oídos del Dios ofendido y ya preparan la salvación del mundo.
Finalmente apareció, en su gracia y misericordia, este Dios Salvador; único que podía arrebatarnos de las obras de la muerte y devolvernos la vida. El Apóstol San Pablo acaba de decirnos que Él es el gran Dios, el Señor, cuyo nacimiento eterno es anterior a todo tiempo. Cantemos su gloria con los Santos Ángeles y con la Iglesia.
Después del Evangelio, la Iglesia canta triunfalmente el glorioso símbolo de la fe, en el que todos los misterios del hombre-Dios son resumidos con estas palabras: et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et Homo factus est…
Adoremos profundamente al gran Dios que tomó la forma de su criatura, y rindamos los más humildes respetos a esta gloria que se despoja por nosotros. Tributemos especialmente el homenaje de nuestra inteligencia, rendida por la fe ante el misterio
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La Fe esencialmente consiste en creer una cosa sólo porque Dios nos la ha revelado.
No hay que creer porque lo entendamos o lo demostremos con evidencia, como sucede con las verdades humanas…, sino que hemos de someter nuestro juicio… y nuestro parecer… y nuestros sentidos… y nuestra razón misma a la palabra de Dios.
¡Qué humildad!…, ¡Qué sumisión!… ¡Qué confianza en Dios supone el acto de fe!
Por eso tanto agrada al Señor…, por eso también tanto le ofende el pecado de incredulidad.
¿Qué extraño, siendo esto la fe, que se encontrara en grado tan heroico en la Santísima Virgen? Dios tuvo complacencia especial en infundir esta hermosísima virtud en su Madre Santísima, para que nos sirviera de modelo.
María cree siempre… con sencillez…, con confianza…, sin vacilaciones ni dudas, en la palabra de Dios.
El Ángel de la Anunciación pone a prueba su fe; le dice de parte de Dios que concebirá y dará a luz un hijo. Ella, la Virgen, ¿podía ser Madre? Naturalmente esto es imposible. Sin embargo, no duda, no vacila. En cuanto conoce la voluntad de Dios, cree en Él y acepta todo lo que el Ángel le dice.
Si tuvierais fe, dice Cristo, traspasaríais los montes. La fe es la que hace los milagros. En María, obró el milagro de los milagros…; su fe atrajo al Hijo de Dios de los Cielos a su purísimo seno.
Dios ha querido rodear a la fe de una oscuridad en medio de su certeza e infalibilidad, que la haga más meritoria. La fe es cierta, con una certeza que se funda en el mismo Dios, que no se engaña ni puede engañarnos; pero la fe es oscura, muy oscura a veces, tanto que nunca podremos en esta vida llegar a comprender las verdades que nos enseña.
Todavía hay más. Es de tal clase la verdad revelada, que en ocasiones no sólo hemos de creer lo que no vemos, sino lo contrario de lo que vemos. Éste es, sin duda, el sacrificio más meritorio que nos exige la fe.
Pues bien, a María Santísima tampoco le faltaron las grandes oscuridades que hicieron tan meritoria su fe.
En el Nacimiento, aparece Jesús como un niño en todo igual a los demás. Sabía la Virgen que era el Hijo de Dios, pero… ¿qué pruebas tenía delante?… Más bien todo lo contrario… Un niño pobre, desvalido, llorando igual que todos…, que no sabía hablar, ni andar, ni hacer nada por sí mismo, teniendo necesidad del sustento, del cuidado, del sueño, como los demás; perseguido y abandonado por todos…, etc.
Todo esto ¿eran señales de divinidad?… ¿Pero el Hijo de Dios iba a nacer así? El pesebre, el portal, los animales que le acompañan, ¿esto es digno de un Dios? ¿Cómo es posible esto? ¿No estará equivocada? ¿No se habrá forjado una ilusión que no puede ser?
Su fe es inquebrantable. A pesar de todas estas cosas capaces de hacer vacilar a cualquiera, María no duda ni un momento, cree en la palabra del Ángel y en ella la voz de Dios que la revela quién ha de ser su Hijo.
Adora los misterios sacrosantos y profundísimos de la vida y de la muerte de Jesús, trata de sondear las enseñanzas altísimas, y aunque adornada de gracias especialísimas en el orden natural y en el orden sobrenatural, y a pesar de las revelaciones y luces tan extraordinarias que Ella sola recibió, no obstante, como criatura que es al fin, no puede llegar a comprender los insondables e infinitos abismos de la divinidad…, y humildemente se abraza con la fe ciega, que la hace admitir gustosa y alegremente todo lo que Ella no ve y no comprende, dentro de los planes de la providencia divina.
Admiremos esta humildad tan simpática y tan sobrenatural de María en sus actos de fe, dispuesta en todo momento a dejarse guiar por la voluntad de Dios, y a someter y a rendir su juicio con prontitud a la misma… y, finalmente, su confianza en Dios, que la hacía abandonarse en sus brazos, aunque no viera ni entendiera a dónde ni por dónde la llevaba.

fuente: Radio Cristiandad

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