Tratado del purgatorio
Introducción
¿Pensamos en el purgatorio?...
Mucho menos de lo que convendría a nuestros hermanos que están en él, y
que debieran recibir de nosotros más frecuentes y mayores ayudas. Y
mucho menos de lo que nos convendría a nosotros mismos, pues
guardaríamos nuestra fidelidad al Señor con mucho más cuidado, si
fuéramos conscientes en la fe de que aquello que en este mundo no
hayamos llegado a purificar de nuestros pecados con la ayuda de la
gracia, habrá de ser purificado en nosotros sólamente por Dios en la
otra vida, mediante las penas del purgatorio.
¿Pero se cree en el purgatorio?...
Cualquiera que va a pasar una temporada en un país suele interesarse en
leer previamente informaciones sobre el mismo. ¿Cómo es posible, pues,
que tantos cristianos muestren tan poco interés por conocer la
misteriosa realidad del purgatorio, estado por el que probablemente
pasarán muchos, antes de gozar plenamente de Dios en el cielo?... Será
que apenas creen en él; pues decir en tema tan grave «ya nos enteraremos
cuando estemos en él» no pasa de ser una burla cínica.
¿Y qué sabemos del purgatorio?... Sabemos poco, pero ese poco tiene extraordinaria importancia, y podemos conocerlo con la certeza de la fe, con la fe de la Iglesia católica.
Culpa y pena
Una última observación antes de comenzar la lectura del Tratado del Purgatorio. Santa Catalina da en él por conocidos los conceptos de culpa y de penas,
y no los explica. Anticiparé, pues, yo aquí por mi cuenta una breve
explicación, que más abajo veremos también enseñada por el Catecismo de la Iglesia (1472-1473).
En todo pecado hay una culpa que hace caer sobre el pecador dos penas: una pena ontológica, es decir, una consecuencia dejada por el pecado como huella negativa en el alma y el cuerpo del pecador, y una pena jurídica,
por la que por justicia se hace acreedor a un castigo. Los hombres, en
efecto, al pecar contraemos muchas culpas, y atraemos sobre nosotros
muchas penas ontológicas, al mismo tiempo que nos hacemos merecedores de
no pocas penas jurídicas, castigos que nos vendrán impuestos por Dios,
por el confesor, por el prójimo o por nosotros mismos en la
mortificación penitencial.
El bautismo
quita del hombre toda culpa y toda pena jurídica, pero no elimina la
pena ontológica (p.ej., un borracho lujurioso, bautizado, sigue con su
dolencia hepática y venérea). La penitencia, sea en la ascesis o
en el sacramento, borra del cristiano toda culpa, pero no necesariamente
toda pena, ontológica o jurídica; por eso el ministro impone al
penitente una pena, un castigo jurídico, procurando que éste tenga
también sentido medicinal; es decir, que venga a sanar la pena
ontológica, las malas huellas dejadas en la persona por los pecados
cometidos.
Pues bien, según esto, el alma que está en el purgatorio ha sido ya liberada de sus culpas,
pero como de ellas no hizo en la tierra una penitencia suficiente, debe
padecer ahora la pena del purgatorio, que elimine en su ser «toda
herrumbre o mancha de pecado», disponiéndole así para la perfecta y
beatífica unión con Dios.
Imaginemos un
enamorado, que aunque desea de todo corazón unirse con su amada,
viéndose a sí mismo lleno de miserias en el alma y en el cuerpo, en
forma alguna quiere realizar su unión conyugal en tanto no recupere una
salud perfecta que le haga digno de ella. La misma fuerza del amor le
lleva, pues, sin vacilar, a someterse en una clínica a tratamientos muy
severos y dolorosos, psíquicos y somáticos, con tal de librarse cuanto
antes de todas las miserias personales que hacen la unión indigna e
imposible. Pues bien, después de la muerte, el alma enamorada de Dios,
que todavía ve en sí muchas miserias no purificadas, siente la necesidad del purificatorio, y a él se somete, agradecida a la misericordia divina, para disponerse cuanto antes a la perfecta unión con el Señor.
Tratado del Purgatorio
Cómo
Santa Catalina, por comparación con el fuego divino que sentía en su
corazón y que purificaba su alma, veía interiormente y comprendía cómo
están las almas en el purgatorio, para purificarse antes de poder ser
presentadas ante Dios en la vida celestial [Capítulo 41 del Ms. Dx].
Experiencia del purgatorio en la tierra
18.
Y veo más todavía. Veo proceder de aquel amor divino hacia el alma
ciertos rayos y fulguraciones ígneas, tan penetrantes y tan fuertes, que
parecieran ser capaces de aniquilar no sólo el cuerpo, sino también el
alma, si esto fuera posible.
Dos operaciones realizan estos tales rayos en el alma: primero la purifican, y segundo la aniquilan.
Sucede
en esto como con el oro que, cuanto más lo funden, de mejor calidad
resulta; y tanto podría ser fundido, que llegara a verse aniquilado en
toda su perfección. Éste es el efecto del fuego en las cosas materiales.
El alma, en cambio, no puede ser aniquilada en Dios, pero sí en ella
misma; y cuanto más sea purificada, tanto más viene a ser aniquilada en
sí misma, mientras que permanece en Dios como alma purificada.
El
oro, cuando es purificado hasta los veinticuatro quilates, ya después
no se consuma más, por mucho fuego que le apliquen, pues no puede
consumarse sino la imperfección de ese oro. Así es, pues, como obra en
el alma el fuego divino. Dios le aplica tanto fuego, que consuma en ella
toda imperfección y la conduce a la perfección de veinticuatro quilates
-cada uno en su grado de perfección-.
Y cuando el
alma está purificada, permanece toda en Dios, sin nada propio en sí
misma, ya que la purificación del alma consiste precisamente en la
privación de nosotros en nosotros. Nuestro ser está ya en Dios. El cual,
cuando ha conducido a Sí mismo el alma de este modo purificada, la deja
ya impasible, pues no queda ya en ella nada por consumar.
Y
si entonces fuese esta alma purificada mantenida al fuego, no le sería
ya penoso, sino que sólo vendría a ser para ella fuego de divino amor,
que le daría vida eterna, sin contrariedad alguna, como las almas
bienaventuradas, pero ya en esta vida, si esto fuera posible estando en
el cuerpo. Aunque no creo que nunca Dios tenga en la tierra
almas que
estén así, como no sea para realizar alguna gran obra divina.
1.
Esta alma santa, viviendo todavía en la carne, se encontraba puesta en
el purgatorio del fuego del divino Amor, que la quemaba entera y la
purificaba de cuanto en ella había para purificar, a fin de que, pasando
de esta vida, pudiese ser presentada ante la presencia de su dulce Dios
Amor. Y comprendía en su alma, por medio de este fuego amoroso, cómo
estaban las almas de los fieles en el lugar del purgatorio para purgar
toda herrumbre y mancha de pecado, que en esta vida no hubiesen purgado.
Y así como ella, puesta en el purgatorio amoroso
del fuego divino, estaba unida a ese divino Amor, y contenta de todo
aquello que Él en ella operaba, así entendía acerca de las almas que
están en el purgatorio.
Almas ajenas a todo, absortas en el amor de Dios
2.
Y decía: Las almas que están en el purgatorio, según me parece
entender, no pueden tener otra elección que estar en aquel lugar; y esto
es por la ordenación de Dios, que ha hecho esto justamente.
Ellas,
reflexionando sobre sí mismas, no pueden decir: «Yo, cometiendo tales y
tales pecados, he merecido estar aquí». Ni pueden decir: «No quisiera
yo haberlos cometido, pues ahora estaría en el Paraíso». Y tampoco
pueden decirse: «Aquéllas salen del purgatorio antes que yo», o bien «yo
saldré antes de aquél».
Y es que no pueden tener
memoria alguna, en bien o en mal, ni de sí ni de otros, sino que, por
el contrario, tienen un contento tan grande de estar cumpliendo la
ordenación de Dios, y de que Él obre en ellas todo lo que quiera y como
quiera, que no pueden pensar nada de sus cosas. Lo único que ven es la
operación de la bondad divina, que tiene tanta misericordia del hombre
para conducirlo hacia Sí; y nada reparan en sí mismas, ni de penas ni de
bienes. Si en ello pudieran fijarse, no estarían viviendo en la pura
caridad.
Por lo demás, tampoco pueden ver a sus
compañeras que allí penan por sus propios pecados. Están lejos de
ocuparse en esos pensamientos. Eso sería una imperfección activa, que no
puede darse en aquel lugar, donde los pecados actuales no son ya
posibles.
La causa del purgatorio que sufren la
conocieron de una sola vez, al partir de esta vida; y después ya no
piensan más en ella, pues otra cosa sería un apego de propiedad
desordenada.
3. Estas almas, viviendo en la
caridad, y no pudiendo desviarse de ella con defectos actuales, por eso
ya no pueden querer ni desear otra cosa que el puro querer de la
caridad. Estando en aquel fuego purgatorio, están en la ordenación
divina, que es la pura caridad, y ya no pueden desviarse de ella en
nada, pues ya no pueden actualmente ni pecar ni merecer.
Contentas de adelantar en la purificación
4.
No creo que sea posible encontrar un contento comparable al de un alma
del purgatorio, como no sea en el que tienen los santos en el Paraíso. Y
este contentamiento crece cada día por el influjo de Dios en esas
almas; es decir, aumentado más y más a medida que se van consumiendo los
impedimentos que se oponen a ese influjo.
La
herrumbre del pecado es impedimento, y el fuego lo va consumiendo. Así
es como el alma se va abriendo cada vez más al divino influjo. Si una
cosa que está cubierta no puede corresponder a la reverberación del sol
-no por defecto del sol, que continuamente ilumina, sino por la
cobertura que se le opone-, eliminada la cobertura, queda la cosa
descubierta al sol. Y tanto más corresponderá a la irradiación luminosa,
cuanto más se haya eliminado la cobertura.
Pues
así sucede con la herrumbre del pecado, que es como la cobertura de las
almas. En el purgatorio se va consumiendo por el fuego, y cuanto más se
consuma, tanto más puede recibir la iluminación del sol verdadero, que
es Dios. Y tanto crece el contento, cuanto más falta la herrumbre, y se
descubre el alma al divino rayo. Lo uno crece y lo otro disminuye, hasta
que se termine el tiempo. Y no es que vaya disminuyendo la pena; lo que
disminuye es el tiempo de estar sufriéndola.
Y
por lo que se refiere a la voluntad de esta alma, jamás ella podrá decir
que aquellas penas son penas; hasta tal punto está conforme con la
ordenación de Dios, con la cual esa voluntad se une en pura caridad.
Son penas indecibles
5.
A pesar de lo dicho, sufren estas almas unas penas tan extremas, que no
hay lengua capaz de expresarlas, ni entendimiento alguno las puede
comprender mínimamente, a no ser que Dios lo mostrase por una gracia
especial. Yo creo que a mí la gracia de Dios me lo ha mostrado, aunque
después no sea yo capaz de expresarlo. Y esta visión que me mostró el
Señor nunca más se ha apartado de mi mente. Trataré de explicarlo como
pueda, y me entenderán aquéllos a quienes el Señor se lo dé a entender.
Penas causadas por los pecados
6.
El fundamento de todas las penas es el pecado, sea el original o los
actuales. Dios ha creado el alma pura, simple, limpia de toda mancha de
pecado, con un cierto instinto que le lleva a buscar en Él la felicidad.
Pero el pecado original le aleja de esa inclinación, y más aún cuando
se le añaden los pecados actuales. Y cuanto más se desvía así de Dios,
se va haciendo más maligna, y menos se le comunica Dios.
Son penas de amor
Toda
la bondad que pueda haber en el hombre es por participación de Dios. Él
se comunica a las criaturas irracionales, según su voluntad y
ordenación, y nunca les falta. En cambio, al alma racional se le
comunica más o menos, según la halla purificada del impedimento del
pecado.
Por eso, cuando un alma se aproxima al
estado de su primera creación, pura y limpia, aquel instinto beatífico
hacia Dios se le va descubriendo, y se le acrecienta con tanto ímpetu y
con tan vehemente fuego de caridad -el cual la impulsa hacia su último
fin- que le parece algo imposible ser impedida. Y cuanto más contempla
ese fin, tanto más extrema le resulta la pena.
7.
Siendo esto así, como las almas del purgatorio no tienen culpa de pecado
alguno, no existe entre ellas y Dios otro impedimento que la pena del
pecado, la cual retarda aquel instinto, y no le deja llegar a
perfección. Pues bien, viendo las almas con absoluta certeza cuánto
importen hasta los más mínimos impedimentos, y entendiendo que a causa
de ellos necesariamente se ve retardado con toda justicia aquel impulso,
de aquí les nace un fuego tan extremo, que viene a ser semejante al del
infierno, pero sin la culpa. Ésta es, la culpa, la que hace maligna la
voluntad de los condenados al infierno, a los cuales Dios no se comunica
con su bondad. Y por eso ellos permanecen en aquella desesperada
voluntad maligna, contrarios a la voluntad de Dios.
Infierno
8.
Aquí se ve claramente que la voluntad perversa enfrentada contra la
voluntad de Dios es la que constituye la culpa y, perseverando esa mala
voluntad, persevera la culpa.
Los que están en el
infierno han salido de esta vida con la mala voluntad, y por eso su
culpa no ha sido perdonada, ni puede ya serlo, pues una vez salidos de
esta vida, ya no puede cambiarse su voluntad. En efecto, al salir de
esta vida el alma queda fija en el bien o en el mal, según se encuentra
entonces su libre voluntad. Está escrito, Ubi te invenero, es decir, en la hora de la muerte, según haya voluntad de pecado o arrepentimiento del pecado, ibi te iudicabo [donde te encuentre, allí te juzgaré; cf.
aprox. Eclesiastés 11,3]. Este juicio es irrevocable, pues más allá de
la muerte ya no hay posibilidad de cambiar la posición de la libertad,
que ha quedado fijada tal como se hallaba en el momento de la muerte.
Los
del infierno, habiendo sido hallados en el momento de la muerte con
voluntad de pecado, tienen consigo infinitamente la culpa, y también la
pena. Y la pena que tienen no es tanta como merecerían, pero en todo
caso es pena sin fin. Los del purgatorio, en cambio, tienen solo la
pena, pero como están ya sin culpa, pues les fue cancelada por el
arrepentimiento, tienen una pena finita, y que con el paso del tiempo va
disminuyendo, como ya he dicho.
¡Oh, miseria mayor que toda otra miseria, tanto mayor cuanto más ignorada por la humana ceguera!
Penas moderadas por la misericordia de Dios
9.
La pena de los condenados no es ya infinita en la cantidad, ya que la
dulce bondad de Dios hace llegar el rayo de su misericordia hasta el
infierno. Es cierto que el hombre, muerto en pecado mortal, merece pena
infinita, y padecerla en tiempo infinito. Pero la misericordia de Dios
ha hecho que sólo sea infinito el tiempo de la pena, y ha limitado la
pena en la cantidad. Podría sin duda haberles aplicado una pena mayor
que aquella que les ha dado.
¡Oh, qué peligroso
es el pecado hecho con malicia! El hombre difícilmente se arrepiente de
él, y no arrepintiéndose de él, permanece en la culpa. Y persevera el
hombre en la culpa en tanto persiste en la voluntad del pecado cometido o
de cometerlo.
Conformidad en el purgatorio con la voluntad de Dios
10.
En cambio, las almas del purgatorio tienen su voluntad totalmente
conforme con la voluntad de Dios. Por eso Dios, a esa voluntad conforme,
corresponde con su bondad, y ellas permanecen contentas, en cuanto a la
voluntad, ya que es purificada del pecado original y actual.
Y
en cuanto a la culpa, aquellas almas permanecen tan puras como cuando
Dios las creó, ya que han salido de esta vida arrepentidas de todos los
pecados cometidos, y con voluntad de nunca más cometerlos. Con este
arrepentimiento, Dios perdona inmediatamente la culpa, y así no les
queda sino la herrumbre y la deformidad del pecado, las cuales se
purifican después en el fuego con la pena.
Y así,
purificadas de toda culpa y unidas a Dios por la voluntad, estas almas
ven a Dios claramente, según el grado en que Él se les manifiesta; y ven
también cuánto importa gozar de Dios, y entienden que las almas han
sido creadas para este fin. Esta conformidad atrae el alma hacia Dios
por instinto natural con tal fuerza, que no pueden expresarse razones,
ni figuras o ejemplos que sean suficientes para decirlo, tal como la
mente siente en efecto y comprende por sentimiento interior.
No obstante, yo intentaré con un ejemplo expresar algo de lo que mi mente entiende.
El ejemplo del pan único
11.
Imaginemos que en todo el mundo no hubiera sino un solo pan; supongamos
que con él hubiese de quitarse el hambre a todos los hombres, y que
éstos, sólamente con verlo, quedaran saciados. Pues bien, habiendo el
hombre por naturaleza, cuando está sano, instinto de comer, si no
comiese, y no pudiese enfermar ni morir, tendría cada vez más hambre;
pues el instinto de comer nunca se le quita. Y si el hombre supiera
entonces que sólo aquel pan puede saciarle, al no tenerlo, no podría
quitársele el hambre.
Y esto es el infierno que
sienten los que tienen hambre, ya que cuanto más se acercan a este pan
sin poder verlo, tanto más se les enciende el deseo natural; pues éste,
por instinto, se dirige a este pan en el que consiste todo su
contentamiento. Y si estuviese cierto de no ver más ese pan, en eso
consistiría el infierno que tienen todas las almas condenadas, privadas
de toda esperanza de nunca jamás ver ese pan, que es el verdadero Dios
Salvador.
Las almas del purgatorio, en cambio,
padecen esa hambre, porque no ven el pan que podría saciarles, pero
tienen la esperanza de verlo y de saciarse de él completamente; y así
padecen tanta pena cuando de ese pan no pueden saciarse.
El alma que se va al infierno
12.
Otra cosa que veo claramente es que así como el espíritu limpio y puro
no encuentra otro lugar sino Dios para su reposo, pues para ello ha sido
creado, del mismo modo el alma en pecado no tiene para sí otro lugar
que el infierno, que Dios le ha asignado como su lugar propio. Por eso,
en el instante en que el espíritu se separa de Dios, el alma va a su
lugar correspondiente, sin otra guía que la que tiene la naturaleza del
pecado. Y esto sucede cuando el alma sale del cuerpo en pecado mortal.
Y
si el alma en aquel momento no encontrara aquella ordenación que
procede de la justicia de Dios, sufriría un infierno mayor de lo que el
infierno es, por hallarse fuera de aquella ordenación que participa de
la misericordia divina, que no da al alma tanta pena como merece. Y por
eso, no hallando lugar más conveniente, ni de menores males para ella,
se arrojaría allí dentro, como a su lugar propio.
El alma que se va al purgatorio
13.
Así sucede por lo que se refiere al purgatorio. El alma separada del
cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la que fue creada,
viéndose con tal impedimento, que no puede quitarse sino por medio del
purgatorio, al punto se arroja en él, y con toda voluntad.
Y
si no encontrase tal ordenación capaz de quitarle ese impedimento, en
aquel instante se le formaría un infierno peor de lo que es el
purgatorio, viendo ella que no podía unirse, por aquel impedimento, a
Dios, su fin. Este fin le importa tanto que, en comparación de él, el
purgatorio le parece nada, aunque ya se ha dicho que se parece al
infierno.
El alma que se va al cielo
Y
todavía he de decir que, según veo, el paraíso no tiene por parte de
Dios ninguna puerta, sino que allí entra quien allí quiere entrar,
porque Dios es todo misericordia, y se vuelve a nosotros con los brazos
abiertos para recibirnos en su gloria.
Y veo
también perfectamente que aquella divina esencia es de tal pureza y
claridad, mucho más de lo que el hombre pueda imaginar, que el alma que
en sí tuviera una imperfección que fuera como una mota de polvo, se
arrojaría al punto en mil infiernos, antes de encontrarse ante la
presencia divina con aquella mancha mínima.
Y
entendiendo que el purgatorio está precisamente dispuesto para quitar
esa mancha, allí se arrojaría, como ya he dicho, pareciéndole hallar una
gran misericordia, capaz de quitarle ese impedimento.
Importancia del purgatorio
15.
La importancia que tiene el purgatorio es algo que ni lengua humana
puede expresar, ni la mente comprender. Yo veo en él tanta pena como en
el infierno. Y veo, sin embargo, que el alma que se sintiese con tal
mancha, lo recibiría como una misericordia, como ya he dicho, no
teniéndolo en nada, en cierto sentido, en comparación de aquella mancha
que le impide unirse a su amor.
Me parece ver que
la pena de las almas del purgatorio consiste más en que ven en sí algo
que desagrada a Dios, y que lo han hecho voluntariamente, contra tanta
bondad de Dios, que en cualesquieras otras penas que allí puedan
encontrarse. Y digo esto porque, estando ellas en gracia, ven la
verdadera importancia del impedimento que no les deja acercarse a Dios.
Conocimientos inexpresables
16.
Y así me ratifico en esto que he podido comprender incluso en esta
vida, la cual me parece de tanta pobreza que toda visión de aquí abajo,
toda palabra, todo sentimiento, toda imaginación, toda justicia, toda
verdad, me parece más mentira que verdad. Y de cuanto he logrado decir
me quedo yo más confusa que satisfecha. Pero si no me expreso en
términos mejores, es porque no los encuentro.
Todo lo que aquí se ha dicho, en comparación de lo que capta la mente, es nada. Yo
veo una conformidad tan grande de Dios con el alma, que, cuando Él la
ve en aquella pureza en que la creó, le da en cierto modo atractivo un
amor fogoso, que es suficiente para aniquilarla, aunque ella sea
inmortal. Y esto hace que el alma de tal manera se transforme en el Dios
suyo, que no parece sino que sea Dios.
Él
continuamente la va atrayendo y encendiendo en su fuego, y no le deja ya
nunca, hasta que le haya conducido a aquel su primigenio ser, es decir,
a aquella perfecta pureza en la que fue creada.
El tormento de un amor retardado
17.
Cuando el alma, por visión interior, se ve así atraída por Dios con
tanto fuego de amor, que redunda en su mente, se siente toda derretir en
el calor de aquel amor fogoso de su dulce Dios. Y ve que Dios,
sólamente por puro amor, nunca deja de atraerla y llevarla a su total
perfección.
Cuando el alma ve esto, mostrándoselo
Dios con su luz; cuando encuentra en sí misma aquel impedimento que no
le deja seguir aquella atracción, aquella mirada unitiva que Dios le ha
dirigido para atraerla; y cuando, con aquella luz que le hace ver lo que
importa, se ve retardada para poder seguir la fuerza atractiva de
aquella mirada unitiva, se genera en ella la pena que sufren los que
están en el purgatorio.
Y no es que hagan
consideración de su pena, aunque en realidad sea grandísima, sino que
estiman sobre todo la oposición que en sí encuentran contra la voluntad
de Dios, al que ven claramente encendido de un extremado y puro amor
hacia ellos. Él les atrae tan fuertemente con aquella su mirada unitiva,
como si no tuviera otra cosa que hacer sino esto.
Por
eso el alma que esto ve, si hallase otro purgatorio mayor que el
purgatorio, para poder quitarse más pronto aquel impedimento, allí se
lanzaría dentro, por el ímpetu de aquel amor que hace conformes a Dios y
al alma.
Amor divino que purifica y aniquila
Purificación pasiva última, obra de Dios
19.
El alma ha sido creada con toda la perfección de que ella era capaz,
viviendo según la ordenación de Dios, sin contaminarse de mancha alguna
de pecado. Pero una vez que ella se ha contaminado por el pecado
original, y después por los pecados actuales, pierde sus dones y la
gracia, queda muerta, y no puede ser resucitada sino por Dios.
Ya
resucitada por el bautismo, queda en ella la mala inclinación, que la
inclina y conduce, si ella no se resiste, al pecado actual, y vuelve así
a morir.
Dios vuelve a resucitarla con otra
gracia especial, pero ella queda tan ensuciada y convertida hacia sí
misma, que para volverla a su primer estado, a aquel en el que Dios la
creó, serán precisas todas estas operaciones divinas, sin las que el
alma nunca podría volver a la perfección del estado primero, en el que
Dios la creó.
Y cuando esta alma se halla en
trance de recuperar su primer estado, es tal la inflamación de su deseo
para transformarse en Dios, que ése es su purgatorio. Y no es que ella
vea el purgatorio como purgatorio, sino que aquella inclinación
encendida e impedida es lo que resulta para ella purgatorio.
Este
último estado del amor es el que hace esta obra sin el hombre, porque
se encuentran en el alma tantas imperfecciones ocultas, que si el hombre
las viese, se hundiría en la desesperación. Pero este último estado del
amor las va consumando todas, y Dios le muestra ésta su operación
divina, la cual es la que causa en ella aquel fuego de amor que le va
consumando todas aquellas imperfecciones que deben ser eliminadas.
Imperfección congénita de todo lo humano
20.
Aquello que el hombre juzga como perfección, ante Dios es deficiencia.
En efecto, todas aquellas cosas que el hombre realiza, según como él las
ve, las siente, las entiende y las quiere, incluso aquéllas que tienen
apariencia de perfección, todas ellas están manchadas. Para que esas
obras sean completamente perfectas, es necesario que dichas operaciones
sean realizadas en nosotros sin nosotros, y que la operación divina sea
en Dios sin el hombre.
Y éstas tales operaciones
son aquéllas que Dios, Él solo, hace en esa última operación del amor
puro y limpio. Y son estas obras para el alma tan penetrantes e
inflamadas que el cuerpo, que está con ella, parece que está enrrabiado,
como si estuviese puesto en un gran fuego, que no le dejase nunca estar
tranquilo, hasta la muerte.
A la vez, gran gozo y gran dolor
Verdad
es que el amor de Dios, que redunda en el alma, según entiendo, le da
un gozo tan grande que no se puede expresar; pero este contentamiento,
al menos a las almas que están en el purgatorio, no les quita su parte
de pena. Y es aquel amor, que está como retardado, el que causa esa
pena; una pena que es tanto más cruel cuanto es más perfecto el amor de
que Dios la hace capaz. Así pues, gozan las almas del purgatorio de un
contento grandísimo, y sufren al mismo tiempo una grandísima pena; y una
cosa no impide la otra.
Hasta el último céntimo
21.
Si las almas del purgatorio pudieran purificarse por la sola
contrición, en un instante pagarían la totalidad de su deuda. En efecto,
el ímpetu de su contrición es grande, por la clara luz que les hace ver
la importancia de aquel impedimento. Pero éste ha de ser pagado
íntegramente, y Dios no lo condona ni en una mínima parte, pues así
viene exigido por su justicia.
Olvidadas de sí, abandonadas en Dios
Por
parte del alma, ésta no tiene ya elección propia, y ya no alcanza a ver
sino lo que Dios quiere; y no quiere tampoco ver más, sino lo que así
está establecido.
22. Y esas almas, si los que
están en el mundo ofrecen alguna limosna para que disminuya el tiempo de
su prueba, no están en condiciones de volverse hacia ellas con afecto,
sino que dejan en todo hacer a Dios, el cual responde como quiere. Si
ellas pudieran volverse, esto sería un apego desordenado, que les
quitaría del querer divino, lo que para ellas sería un infierno.
Están,
pues, las almas del purgatorio completamente abandonadas a todo lo que
Dios les dé, sea de gozo o de pena; y ya nunca más pueden volverse hacia
sí mismas, tan profundamente están las almas transformadas en la
voluntad de Dios, y lo que ésta disponga eso es lo que les contenta.
Toda la pena que sea precisa
23.
Y si fuera presentada ante Dios un alma que aún tuviera una hora por
purgar, se le infligiría con ello un gran daño, todavía más cruel que el
purgatorio, pues no podría soportar aquella suprema justicia y suma
bondad. Y además sería algo inconveniente por parte de Dios.
Esta
pena intolerable afligiría al alma cuando viese que la satisfacción
suya ofrecida a Dios no era plena, aunque sólo le faltara un abrir y
cerrar de ojos de purgación. En efecto, antes que estar en la presencia
de Dios no del todo purificada, preferiría arrojarse al instante en mil
infiernos, si pudiera tomar esta elección.
Miseria de la ceguera humana ante estas verdades
24.
Ahora que veo claramente estas cosas en la luz divina, me vienen ganas
de gritar con un grito tan fuerte, que pudiera espantar a todos los
hombres del mundo, diciéndoles: ¡Oh, miserables! ¿por qué os dejáis
cegar así por las cosas de este mundo, que para una necesidad tan
importante, como en la que os habéis de encontrar, no tomáis previsión
alguna? Estáis todos amparados bajo la esperanza de la misericordia de
Dios, que ya dije es tan grande; pero ¿no véis que tanta bondad de Dios
va a seros juicio, por haber actuado contra su voluntad? Su bondad
debería obligaros a hacer todo lo que Él quiere, pero no debe daros la
esperanza de cometer el mal impunemente. La justicia de Dios no puede
fallar, y es preciso que sea satisfecha de un modo u otro plenamente.
No
te confíes, pues, diciendo: yo me confesaré y conseguiré después la
indulgencia plenaria, y al momento me veré purificado de todos mis
pecados. Piensa que esta confesión y contrición, que es precisa para
recibir la indulgencia plenaria, es cosa tan difícil de conseguir que,
si lo supieras, tú temblarías con gran temor, y estarías más cierto de
no tenerla que de poderla conseguir.
Paz y gozo en la purificación
25.
Yo veo que las almas del purgatorio entienden estar sujetas a dos
operaciones. La primera es que padecen voluntariamente aquellas penas,
conscientes de que Dios ha tenido con ellas mucha misericordia, teniendo
en cuenta lo que merecían, siendo Dios quien es. Si su inmensa bondad
no atemperase con la misericordia la justicia, que se satisface con la
sangre de Jesucristo, un solo pecado hubiera merecido mil infiernos
perpetuos. Y por eso padecen esa pena con tanto voluntad, que no
quisieran les fuera reducida ni en un gramo, tan convencidos están de
que la merecen justamente, y de que está bien dispuesta. Así que, en
cuanto a la voluntad, tanto se pueden quejar de Dios como si estuvieran
en la vida eterna.
La otra operación es la del
gozo que experimentan al ver la ordenación de Dios, dispuesta con tanto
amor y misericordia hacia las almas. Y estas dos visiones las imprime
Dios en aquellas mentes en un instante. Ellas, como están en gracia,
pueden entenderlas según su capacidad; y ello les da un gran
contentamiento que no viene a faltarles nunca, sino que va
acrecentándose a medida que se acercan a Dios.
Y
estas visiones no las tienen las almas en sí mismas, ni por sus propias
fuerzas, sino que las ven en Dios, en el cual tienen su atención mucho
más fija que en las penas que están padeciendo, y de las que no hacen
mayor caso. Y la razón es que por mínima que sea la visión que se tenga
de Dios, ella excede a toda pena o gozo que el hombre pueda captar; y
aunque exceda, no le quita sin embargo nada en absoluto de ese
contentamiento.
Yo vivo en la tierra el purgatorio
26.
Esta forma purificativa que veo en las almas del purgatorio, es la
misma que estoy sintiendo yo en mi mente, sobre todo desde hace dos
años; y cada día la siento, y cada vez más claramente. Veo que mi alma
está en su cuerpo como en un purgatorio, de modo semejante al verdadero
purgatorio, en la medida, sin embargo, en que el cuerpo lo pueda
soportar sin morir; y esto siempre va creciendo hasta la muerte.
Yo
veo al espíritu abstraído de todas aquellas cosas, incluso de las
espirituales, que le podrían dar alimento, como sería alegría y
consolación. Y es que ya no está en disposición de gustar alguna cosa
espiritual, ni por voluntad, ni por inteligencia, ni por memoria, de
modo que pueda decir: «me da más contento esto que aquello otro».
Ayuno en el interior
Mi
interior se encuentra de tal modo asediado, que todas aquellas cosas
que mantenían la vida espiritual y corporal le han sido quitadas poco a
poco. Al serle quitadas ha conocido que no eran sino unas ayudas, y al
reconocerlas como tales, de tal modo las va menospreciando que todas
ellas se van desvaneciendo, sin que nada las retenga. Y es que el
espíritu tiene ya en sí el instinto de quitar todo lo que pueda impedir
su perfección, y está dispuesto a obrar con tal crueldad que se dejaría
poner en el infierno con tal de conseguir su intento.
Y
así va quitándole al hombre interior todas las cosas que podrían
alimentarle, y lo asedia tan sutilmente que no le deja pasar la más
mínima imperfección, sin que al punto sea descubierta y aborrecida.
Y
ese mismo asedio hace que mi espíritu tampoco pueda soportar que
aquellas personas que me son próximas, y que van al parecer hacia la
perfección, se sustenten en criatura alguna. Cuando los veo cebados en
cosas que yo he menospreciado ya, no puedo sino apartarme para no verlo,
y más aún cuando son personas especialmente próximas a mí.
Ayuno en el exterior
28.
El hombre exterior, por su parte, se ve tan desasistido por el
espíritu, que ya no encuentra cosa sobre la tierra que pueda recrearle,
según su instinto humano. Ya no le queda otra confortación que Dios, que
va obrando todo esto por amor y con gran misericordia para satisfacer
su justicia. Y entender que esto es así le da una gran alegría y una
gran paz.
Sin embargo, no por esto sale de su
prisión, ni tampoco lo intenta, hasta que Dios haga lo que sea
necesario. Su alegría está en que Dios esté satisfecho, y nada le sería
más penoso que salir fuera de la ordenación de Dios, tan justa la ve, y
tan misericordiosa.
Todas estas cosas las veo y
las toco, pero no sé encontrar las palabras convenientes para expresar
lo que querría decir. Lo que yo he dicho, lo siento obrar dentro de mí
espiritualmente.
Mundo-cárcel, cuerpo-cadena
29.
La prisión en la cual me parece estar es el mundo, y la cadena que a él
me sujeta es el cuerpo. Y el alma, iluminada por la gracia, es la que
conoce la importancia de estar privado, o al menos retardado, por algún
impedimento que no le permite conseguir su fin. Ella es tan delicada, y
recibe ciertamente tal dignidad de Dios por la gracia, que viene a
hacerse semejante y participante de Él, que la hace una cosa consigo por
la participación de su bondad.
Y así como es
imposible que venga Dios a sufrir alguna pena, así les sucede a aquellas
almas que se aproximan a Él, y tanto más cuanto más se le aproximan,
pues más participan de sus propiedades. Ahora bien, el retardo que el
alma sufre le causa una pena, y esta pena y retardo le hacen disconforme
de aquella propiedad que ella tiene por naturaleza.
Y
no pudiendo gozar de ella, siendo de ella capaz, sufre una pena tan
grande cuanto en ella es grande el conocimiento y el amor de Dios. Y
cuanto está más sin pecado, más le conoce y estima, y el impedimento se
hace más cruel, sobre todo porque el alma permanece toda ella recogida
en Dios y, al no tener ningún impedimento externo, conoce sin error.
La santa ordenación de Dios
30.
Así como el hombre que se deja matar antes que ofender a Dios, siente
el morir y le da sufrimiento, pero la luz de Dios le da un celo seguro
que le hace estimar el honor de Dios más que la muerte corporal; así el
alma que conoce la ordenación de Dios, tiene más en cuenta esa
ordenación que todos los tormentos, por terribles que puedan ser,
interiores o exteriores. Y esto es así porque Dios, por el que se hacen
estas obras, excede a toda cosa que pueda imaginarse o sentirse.
Todas
estas cosas que he ido exponiendo, el alma no las ve, ni de ellas
habla, ni conoce de ellas con propiedad o daño; sino que las conoce en
un instante, y no las ve en sí misma, porque aquella atención que Dios
le da de sí mismo, por pequeña que sea, de tal modo absorbe al alma que
excede a todas las cosas, de las que ya no hace caso.
En fin, Dios hace perder aquello que es del hombre, y en el purgatorio lo purifica.
Síntesis de la doctrina de Santa Catalina.
1.- En la muerte, al verse el alma separada del cuerpo, se arroja
allí donde le corresponde estar: cielo, infierno o purgatorio.
Concretamente, si todavía queda en ella algo que purificar, experimenta la necesidad del purgatorio, es decir, del purificatorio.
2.- Al purgatorio va el alma que carece ya de culpa,
pero que todavía no ha eliminado totalmente las huellas malas dejadas
en su ser por el pecado. Éstas, al no estar suficientemente borradas en
esta vida por la penitencia, constituyen la pena temporal que debe ser purgada, pues son el impedimento que retarda, que hace aún imposible, la unión con Dios en el cielo.
3.- Aunque con relativa frecuencia alude Catalina a la necesidad de que se cumpla la justicia divina, el purgatorio, en su descripción, se manifiesta más como una exigencia ontológica del propio ser del alma, que como una pena jurídica, merecida a causa de los pecados.
4.-
El alma pierde toda atención de sí misma o de sus compañeras de
purificación, absorta en el amor de Dios y, ajena a todo valor de tiempo
o espacio, vive abandonada a las operaciones divinas que la van
purificando. Más abajo precisaremos este punto con ayuda del Catecismo.
5.-
El fuego del amor de Dios es lo que precisamente va consumiendo en el
alma toda herrumbre o mancha de pecado. El sufrimiento del purgatorio
es, pues, ante todo la pena de daño, mucho más que la pena de sentido, es decir, mucho más que «cualesquiera otras penas
que allí puedan encontrarse» (15b). En efecto, lo más terrible para el
alma es el desgarramiento interior producido por un amor que, a causa de
esos impedimentos aún no del todo aniquilados, se ve retardado
en el ansia de su perfecta posesión de Dios. Y cuanta más purificación,
más intenso el amor y más cruel el dolor. Amor y dolor parecen crecer
así en el purgatorio en acelerada progresión. El purgatorio es, pues, un
crescendo de amor y dolor que conduce al cielo, a la felicidad perfecta.
6.- Hay en las almas del purgatorio un gozo inmenso, parecido al del cielo, y un dolor inmenso, semejante al del infierno; y el uno no quita el otro.
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