martes, 11 de marzo de 2014

SAN GREGORIO MAGNO





SAN GREGORIO MAGNO

(540 - 604)



Nació en Roma, de una familia patricia y cristiana. Su bisabuelo, ya viudo, había recibido las órdenes y luego fue Papa bajo el nombre de Félix lll, que fue canonizado. Su madre, Silvia, y dos de sus tías paternas, las monjas Tarsilia y Emiliana, son igualmente honradas como santas.

Habiendo entrado primero en la carrera administrativa, a la edad de 30 años Gregorio era Prefecto de Roma. Apasionado de las grandezas terrenas, tras de prolongadas y penosas luchas se decidió a renunciar a ellas. Enamorado entonces del ideal monástico realizado desde hacía medio siglo por San Benito, fundó de una sola vez seis monasterios en sus dominios de Sicilia, luego un séptimo dedicado a San Andrés en su propio palacio en Roma,donde él mismo, después de haber vendido sus bienes y distribuido su precio entre los pobres, conforme al precepto evangélico, abrazó la regla benedictina (año 573). Al estudio intensivo de la Biblia y de los escritos de los Padres, unió la penitencia, con tal rigor que su salud, que ya era delicada, se puso en grave peligro.

Sin embargo, el Papa Benedicto I no tardó en arrancarlo de su soledad para crearlo cardenal-diácono regional, encargado de una de las siete circunscripciones de la ciudad (año 577). Y dos años más tarde el Papa Pelagio ll lo enviaba con el título de apocrisiario, o nuncio, a Constantinopla, donde estuvo seis años.

De nuevo en Roma, fue electo abad de su monasterio (año 585). En esa época es cuando el encuentro con jóvenes esclavos anglo-sajones en el marcado le inspiró el designio de ir a evangelizar a Inglaterra. Hacia allá se marchó; pero una sublevación popular obligó al Papa a llamarlo. A la muerte de Pelagioll, Gregorio fue aclamado Papa unánimemente por el senado, el clero y el pueblo; y luego, tras de una vana tentativa de fuga, confirmado por el emperador Mauricio.

El mismo compró a la Iglesia de su tiempo “con una barca vieja y carcomida, suspendida sobre el abismo y crujiendo como a la hora del naufragio” (Ep. l, 4). Calamidades públicas, de peste, el hambre, la guerra, desolaban a Italia a continuación de inundaciones catastróficas y de la invasión de los lombardos. La provincia de Aquilea se obstinaba en el cisma desde la condenación de los “tres capítulos”. Y el emperador de Constantinopla, al igual que sus predecesores, trataba de usurpar la autoridad del Romano Pontífice. Aparte de su inagotable caridad para socorrer a las desdichadas víctimas de los desastres, el Papa, ante la inercia de los poderes civiles, medió para negociar con los jefes bárbaros, y al menos en dos ocasiones, en 598 y en 603, logró obtener una tregua. Llegó un día en que la gente se preguntaba “si el Papa era un jefe espiritual o un rey temporal”. Y un epitafio lo llama “el Cónsul de Dios”. Por otra parte, supo poner en sus lugares, al mismo tiempo que al monarca mismo, a los patriarcas de Antioquía y de Alejandría, que se apropiaban el título de “Patriarca Ecuménico”.

Con la más alta idea de su cargo y de sus responsabilidades, buen cuidado tuvo en la elección de obispos y en controlar su administración; afirmó la supremacía del sucesor de Pedro no sólo sobre los representantes de la autoridad eclesiástica, sino también sobre los príncipes temporales, en particular en las naciones jóvenes que nacían entonces, tales como Francia, España, Inglaterra. Gracias a él, la Roma de los Papas iba a relevar a la Roma Imperial decadente.

Inmovilizado la mayor parte del tiempo por la enfermedad durante los últimos años de su pontificado, no por eso dejó de gobernar a la Iglesia, gracias a su genio luminoso, a su indomable energía y a su esplendente santidad. El aun preparó uno de los movimientos de expansión que había de ser de los más fecundos de su historia: la conversión de las masas germánicas que desde hacía algunos siglos habían suplantado a las legiones romanas en Occidente.

Proclamado Grande y Santo aún en vida, desde el día de su muerte fue el objeto de un verdadero culto que desde Roma se extendió rápidamente en la catolicidad entera. Y desde entonces es el modelo más acabado de los Soberanos Pontífices.
Figura en el número de los “cuatro más grandes” entre los Padres y Doctores de la Iglesia, junto a San Ambrosio, San Jerónimo, y San Agustín.Y la antorcha de su doctrina en relieve en el candelero (Evangelio), brilla en todo el mundo.

Inglaterra debe su conversión a él: él le envió una compañía de monjes benedictinos bajo cuya dirección él esperaba que los anglos se convertirían en ángeles.

A él pertenece principalmente el honor de haber recogido y publicado las formas bellas y castas de la oración litúrgica y esas melodías armoniosas llamadas para siempre, según él "Gregonan Chant".

"El gregoriano Ghant, dice Pío X, posee en grado sumo el único canto que ha heredado de los antiguos Padres, el que ha guardado celosamente a través de los siglos en sus manuscritos litúrgicos, que ella propone directamente a los fieles como la suya, y que, en ciertas partes de la liturgia ella prescribe exclusivamente.


"Por estas razones, el canto gregoriano siempre ha sido considerado como el modelo supremo de música sacra. Por tanto, el canto tradicional antiguo se debe hacer un buen uso de las funciones de la iglesia, todo está bien seguro de que una función eclesiástica no pierde nada de su solemnidad cuando no hay otra música acompaña. Y especial cuidado se debe tomar para restablecer el canto gregoriano en la práctica popular, a fin de que los fieles puedan volver a tomar un papel más activo, en la celebración de los oficios eclesiásticos, como lo fue una vez la costumbre " (Motu proprio, 22 de noviembre 1903).

San Gregorio murió el 12 de marzo, 604. En esta temporada, consagrada a la penitencia, pidamos a Dios, por intercesión de este santo, para librarnos del peso de nuestros pecados.

Sacerdotes Dei, benedicite Dominum: sancti et humiles corde, Laudate Deum. * Benedicite, ópera omnia Domini, Domino: laudate et superexaltate eum en saecula.
 
(Daniel 3:84,87,85 del Introito de la Misa)

Deus, qui animae fámulos tui Gregorii aeternae beatitudinis Praemia contulisti, conceden propitius; ut, qui peccatorum nostrorum pondera premimur, ejus apud te precibus sublevemur.

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