P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN DEL TERCER DOMINGO DE CUARESMA
DOMINGO TERCERO DE CUARESMA
Jesús
estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el
demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron.
Pero algunos de ellos dijeron: Por Belcebú, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios.
Otros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo. Pero Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: Todo
reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae.
Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a
subsistir su reino? Porque decís que yo expulso los demonios por
Belcebú. Si yo expulso los demonios por Belcebú, ¿por quién los expulsan
vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces.
Pero
si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a
vosotros el Reino de Dios. Cuando el fuerte y bien armado custodia su
palacio, sus bienes están en seguro. Pero cuando llega uno más fuerte
que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y
reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que
no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale de un
hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no
encontrarlo, dice: “Me volveré a mi casa, de donde salí.” Y
al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma consigo
otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y el
final de aquel hombre viene a ser peor que el principio.
Sucedió que, estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él dijo: Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan.
El Evangelio de este Domingo contiene grandes misterios y saludables lecciones.
Le presentaron a Jesucristo un hombre
oprimido por tres grandes males: estaba poseído del demonio, era
sordomudo y, según San Mateo, también ciego.
El demonio causa siempre en las almas que posee la ceguera, la sordera y mudez.
El hombre poseído no era sordomudo ni
ciego por naturaleza, era el demonio el que le quitaba el uso de la
audición, de la palabra y de la visión.
Su estado era digno de compasión, y se
necesitaba la acción divina para librarle; y justamente era el milagro
lo que esperaba de Jesucristo el pueblo, presentándole este miserable.
He aquí uno de los misterios anunciados.
Este endemoniado es figura del pecador.
El estado de este infeliz nos representa el de un pecador: pertenece el
miserable al demonio, es su esclavo, lo tiene bajo su poder, lo posee…; y
es tanto más funesta esta posesión que es cierto que, si el miserable
pecador muriese en este estado, la misma sería eterna y sin remedio.
Además, el pecador es ciego… Ciego sobre
el estado horrible de su conciencia y sobre los peligros de este estado…
Ciego sobre la enormidad de los pecados que ha cometido; sobre los
excesos a que le arrastra su pasión, a la que siempre más y más se
abandona… Ciego sobre los daños temporales que le ocasionan sus pecados,
es decir, en los bienes del cuerpo, en la reputación y hasta en los
bienes materiales.
El pecador es sordomudo… Sordo para
escuchar las exhortaciones, y mudo para pedir, para suplicar, para orar,
para acusarse, y para pedir consejo. Si escucha, sólo es para lo que la
pasión le dicta… Si habla, lo hace sólo con los confidentes de su
pasión para mantenerse en ella, y para suministrarse los medios de
conservarla y de satisfacerla. Pero después emplea toda su industria
para encubrirla a la persona sabia y con poder sobrenatural que podría
descubrirle las asechanzas del engaño y el abismo de perdición a que le
van arrastrando…
La enseñanza es que conoce bien el
demonio la ventaja y el consuelo que se encuentra en descubrir uno sus
faltas, tentaciones, dudas y flaquezas a un director ilustrado. Por esto
pone todo su empeño en fomentar una falsa vergüenza, que cierra la boca
y venda los ojos. Esto mismo es lo que debe animarnos a abrir todo
nuestro corazón a aquellos que Dios nos ha puesto para que sean nuestra
guía en los caminos de la salvación.
∗∗∗
La muchedumbre queda llena de admiración, y esos hombres se preguntaban: por ventura, ¿no será este el hijo de David?
El pueblo simple, que no estaba prevenido
con algún prejuicio farisaico, ni ciego por algún interés, y que veía
las maravillas inauditas que Jesucristo obraba delante de sus ojos, no
podía menos que reconocer en Él al Mesías, y preguntarse si acaso no era
el hijo de David, el Salvador prometido que esperaban.
Pero los fariseos, oyendo la exclamación del pueblo, dijeron: por poder de Belcebú arroja los demonios.
Presenciaron los fariseos el milagro
obrado en favor del endemoniado, ciego y sordomudo. ¿Qué había que
oponer a un hecho tan claro? ¿Negar la verdad del hecho? Esto no era
posible. Entonces dijeron que Jesús estaba de acuerdo con el demonio, y
que expulsaba los demonios en su nombre y por su virtud…
Los prodigios que Jesucristo obraba,
según estos fariseos eran obras diabólicas… Confundían al pueblo, y le
decían que para quedar enteramente convencidos sobre la mesianidad de
Jesús serían necesarios verdaderos milagros del Cielo.
Pedían esta señal para tentarle, para ver
si acaso tenía esta complacencia, esta vanidad…; o, si Jesús no
condescendía con ellos, como debían esperar, lo atribuirían a debilidad,
y harían ver al pueblo que era falta de poder…
Espíritus frívolos, que preferían
prodigios vanos, inútiles y acaso funestos, a aquellos verdaderos
milagros tan útiles y tan provechosos que hacía Jesucristo, y que
caracterizaban al verdadero Salvador.
Pero Jesús hace ver cómo los fariseos se
contradicen. Aunque la acusación es del todo absurda, hace en la
multitud alguna impresión siniestra. Por eso creyó Jesucristo que debía
descubrir la contradicción en que caían sus enemigos…
La acusación de los fariseos, con la
contradicción que en sí contiene, no tiene ya lugar ahora; pero, ¿quién
podrá contar las muchas contradicciones en que, aun hoy en día, caen los
modernos fariseos, enemigos de Jesucristo y de su Iglesia, los impíos y
los herejes?
Los impíos acusan a la religión de tener misterios incomprensibles; como
si los misterios no fueran una señal cierta de las obras de Dios; como
si la naturaleza misma no estuviera llena de ellos; y como si lo que
ellos mismos esparcen con seguridad y sin tener apoyo en autoridad
alguna no estuviera lleno de paradojas, que contienen muchas cosas más
que incomprensibles…, siendo absurdas…
Los herejes reciben de la Iglesia la
Santa Escritura, pero no quieren recibir el sentido; desechan las
decisiones de la Iglesia como palabras de hombres, y ellos mismos
deciden y fulminan anatemas contra los que no los creen…
¿Y qué sucedería si se opusiese impío a
impío, hereje a hereje? Se dan tantos sistemas cuantos son los impíos o
herejes…, tantas contradicciones cuantos son los sistemas…
¡Cuánta fatiga padece el hombre por huir
de la Verdad, mientras que Jesucristo se la presenta de una manera tan
evidente y tan accesible!
Jesucristo hace ver que los fariseos son
parciales en sus juicios: justifican y condenan a un mismo tiempo y por
una misma acción a dos personas diferentes. En aquel que no aprecian, el
bien es mal; aquello que vituperan en ésta, lo alaban en los otros.
Pero un juicio en que hay tanta parcialidad, es la defensa de aquél que ellos atacan, y condena a los que hacen tal juicio…
Los malvados y envidiosos fariseos nada
tienen que oponer contra la doctrina y las costumbres de Jesucristo. No
podían, en particular, vituperar la acción de haber echado al demonio. Y
con todo eso decían que el mismo que le echaba estaba poseído del
demonio, y que los milagros que hacía eran obras del infierno…
Sacad consecuencias justas, les dijo
Jesucristo… O dad por bueno el árbol, y por bueno sus frutos; o dad el
árbol por malo, y por malo sus frutos; porque por el fruto se conoce el
árbol…
Vosotros queréis juzgar de mi conducta; para hacerlo con equidad, es necesario atender a las obras.
∗∗∗
Jesucristo declara luego que Él es el verdadero autor del milagro que ha dado ocasión a la blasfemia de los fariseos: Mas,
si por el dedo de Dios…, si por el Espíritu de Dios yo echo los
demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el Reino de Dios…
Jesucristo expulsaba los demonios para
establecer entre los hombres el Reino de Dios. También por el Espíritu
de Dios echa al demonio del alma de los pecadores, destruyendo en ella
el pecado para establecer en su corazón el Reino de Dios, reino de la
gracia.
El que se abstiene del pecado por sólo un
motivo humano, el que renuncia a una pasión sólo por abandonarse a
otra, el que rompe con un vicio antiguo para contraer otro nuevo, no
hace otra cosa que mudar demonio… No es Jesucristo el que le libra, es
el demonio que le engaña…
Nuestro Salvador, más fuerte que el demonio, es el objeto de nuestra esperanza…
El demonio, aquel fuerte armado, había
sujetado la tierra, y gozaba en paz de su victoria, reinaba en el
corazón de los hombres, le habían estos consagrado templos, levantado
altares con sus manos…; extendía su dominio hasta sobre el Pueblo de
Dios, poseyendo los cuerpos de los hijos de Abraham, y los atormentaba…
Pero vino otro más fuerte que él,
Jesucristo; Nuestro Redentor le ha vencido, le ha encadenado, le ha
arrojado de las almas y de los cuerpos, y ha echado por tierra sus
templos y sus altares.
Como Soberano Señor de todas las criaturas, todo hombre debe declararse abiertamente por Él: El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama…
No hay medio entre Jesucristo y el mundo,
entre la felicidad de ser todo suyo, como su discípulo, y la desgracia
de ser contrario a Él, como aliado del demonio.
∗∗∗
Finalmente, el Evangelio nos hace ver la gravedad de la recaída de un alma en el pecado.
Las causas de la recaída se hallan en la
conducta que tiene el demonio, y en la que tenemos nosotros mismos
después que ha sido arrojado de nuestro corazón.
En primer lugar, el demonio confuso por
haber sido vencido, no puede sufrir la afrenta; siente la pérdida y
queda turbado y agitado. Nosotros, al contrario, estamos tranquilos.
Después de algún tiempo que nos hemos
dado a la piedad, ya no pensamos ni en los favores de que gozamos para
dar gracias a Dios, ni en el enemigo furioso que no nos pierde de vista…
Nos adormecemos en una seguridad fatal, cuando no debiéramos tomar
reposo, sino temer, velar y orar incesantemente.
El demonio toma una resolución firme, y
nosotros hacemos resoluciones débiles… Entonces, dice el demonio,
volveré a mi casa, de donde salí.
Nosotros no procuramos que nuestras resoluciones tengan esta firmeza y esta seguridad.
Se necesitaría oponer al demonio firmeza, seguridad y decisión.
El estado último de este hombre viene a ser peor que el primero…
El estado de un alma en la recaída es peor que su primer estado en el
pecado: por la gravedad de su nuevo pecado, que se hace mucho mayor por
la ingratitud al beneficio recibido, por el quebrantamiento de los
propósitos hechos, y por el desprecio de las gracias recibidas.
En vez de un demonio tiene luego siete: en vez de un vicio y de una pasión se abandona a todas sus inclinaciones desordenadas…
Por la dificultad de volverse a levantar,
los demonios establecen su habitación en esta alma con la mayor
solidez… Se forma el hábito del pecado, y se multiplican las cadenas: el
alma cada día está más débil, la luz de la fe se va obscureciendo, los
remordimientos ya son raros y menos vivos, la conversión parece muy
difícil… y al fin se renuncia a ella del todo.
∗∗∗
Pero también es muy grave y lamentable la recaída de un pueblo en la infidelidad…
Lo que ha dicho Jesucristo se aplica tanto a un alma en particular como a un pueblo entero: Así sucederá a esta generación perversa…
El pueblo judaico había caído
frecuentemente en la idolatría, y se había vuelto a levantar. La última
la había purgado con la cautividad de Babilonia.
Este pueblo había salido de ella lleno de
religión y de fervor; y para su perfecto restablecimiento había Dios
renovado los milagros de su omnipotencia.
Cuando Jesucristo vino al mundo, ya de
mucho tiempo la nación judaica había caído de este fervor. La impiedad
de los saduceos, que negaban la otra vida, y la inmortalidad del alma;
el orgullo y la hipocresía de los fariseos, que corrompían la ley de
Dios y traían su sentido a su provecho propio; la corrupción de las
costumbres, que se extendían por todos los estados; la falsa idea que se
habían formado del Reino del Mesías que esperaban, todo esto hacía a
esta generación más perversa de cuantas le habían precedido, y disponía
la nación a aquel deicidio de que se hizo culpable…
Cometido este pecado, el cuerpo de la
nación perseveró y persiste aún sin reconocer la mano de Dios, que ya
tantos siglos hace pesa sobre ella.
De esta manera se ha verificado sobre esta nación ingrata cuanto dijo Jesucristo.
La historia de los judíos en este punto
es la de todos los pueblos que, después de haber salido de la idolatría
para entrar en la Iglesia, han abandonado esta para entrar en el cisma,
en la herejía o caer en la apostasía.
Los ha precipitado en tanta desgracia las
causas arriba señaladas, esto es, la malicia y la actividad del
demonio, el cual por entrar otra vez en su antigua habitación, lo ha
puesto todo por obra para recuperar su antiguo poder…
Todo esto prueba el mal de la recaída en
la infidelidad… El mal de un pueblo que recae en la infidelidad, después
de haber recibido la fe, es el mismo que el del pueblo judío.
Este pueblo se ha entregado a una ceguera voluntaria, que ninguna luz podrá disipar hasta que Dios disponga otra cosa.
El judío se gloría de estar exento de la
idolatría, de adorar a Dios, y de obedecer a su Ley…; pero no quiere
persuadirse que, al desechar a Jesucristo, ha desechado a Dios, Uno y
Trino, y a su Ley.
El hereje se gloría de recibir a
Jesucristo y el Evangelio…; pero no quiere entender que la fe de
Jesucristo, siendo indivisible e inalterable, solamente se halla en la
Iglesia fundada por Jesucristo, y que la pretensión de haber reformado
la fe de esta Iglesia es una blasfemia contra Jesucristo y su Evangelio.
La obstinación de judíos, herejes y
cismáticos es una maldición de Dios, es un castigo visible de su
apostasía. Su estado presente, según la palabra de Jesucristo, es peor
que el primero, porque su mal es más grande, y parece un mal sin remedio
y sin esperanza.
Comentando la Lección del libro del Deuteronomio (XXVI, 12-19), que trae la Misa del Sábado de Témporas, Dom Gueranger dice:
Nos enseña el Señor en este paso de
Moisés que una nación fiel en guardar todas las proposiciones del
servicio divino, será bendita entre todas las demás.
Testigo abonado es la historia para
confirmar la verdad de este oráculo. De cuantas naciones han perecido no
hay una sola que no lo haya merecido por haber olvidado la ley de Dios;
y así debe suceder.
Aguarda a veces el Señor antes de descargar el golpe, pero es para que el castigo sea más solemne y ejemplar.
¿Queremos darnos cuenta de la firmeza de
los destinos de un pueblo? Paremos mientes en su grado de fidelidad a
las leyes de la Iglesia. Si su derecho público se asienta en los
principios e instituciones del cristianismo, esa nación podrá abrigar
algunos gérmenes de enfermedad, pero su temperamento es robusto; la
agitarán las revoluciones pero sin disolverla. Si la masa de los
ciudadanos es fiel en la observancia de los preceptos exteriores, si
guarda por ejemplo el día del Señor, las prescripciones de la Cuaresma,
hay en esto un fondo de moralidad que preservará a dicho pueblo de los
peligros de la ruina.
Tal vez los economistas vean en esto una
superstición pueril y tradicional, útil sólo para mantenerla al margen
de todo progreso; no importa.
Dejad que esa nación hasta la fecha dócil
y fiel a los mandatos divinos, tenga la desgracia de dar oídos a esas
soberbias y necias teorías; no pasará un siglo sin tener que deplorar
que, emancipándose de la ley de Cristo, baje el nivel de la moral
pública y privada y sus destinos comiencen a bambolearse.
Puede el hombre decir, puede escribir lo
que quiera; Dios quiere ser servido y honrado por su pueblo y quiere Él
mismo dar sus normas de servicio y adoración.
Todo atentado contra el culto exterior,
que es el verdadero nexo social, recaerá con la mole de su peso sobre el
edificio de los intereses humanos. Y aunque la palabra del Señor no
estuviera en ello empeñada es de estricta justicia que así sea.
∗∗∗
Demos a Dios infinitas gracias, pero roguemos, temamos, y estemos siempre en vela.
Defendedme con vuestra gracia, Jesús;
Salvadme, Dios mío, y no permitáis que me pierda con recaer, y que a
todas las otras infidelidades pasadas añada la ingratitud de una
voluntaria recaída.
Preservadme de un mal tan funesto en sus consecuencias.
Haced que no tenga menos atención para salvarme que furor el demonio para perderme.
Haced que viva y muera en vuestra gracia y en vuestro santo amor. Amen.
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