sábado, 31 de julio de 2010

Malogrados, fracasados, vencidos.

En muchos lugares el cristianismo ha sido contaminado
 con la idea occidental de producción.
(Catherine Hueck de Doherty)
  
Si solamente para esta vida tenemos esperanza en Cristo,
somos los más miserables de los hombres.
 (I Cor. XV:19)
Mis queridos pelmazos:
Esto lo dice San Pablo, a propósito de la Resurrección de Cristo… y de la nuestra. En efecto, miren cómo lo dice el Apóstol:
Si los muertos no resucitan, tampoco ha resucitado Cristo.
Ahora, dirán ustedes, y todo esto ¿a cuenta de qué? Bueno, de lo que el mismo San Pablo dice a continuación:
Si cristo no resucitó vana es nuestra fe (I Cor. XV:16)
Fe vana, vanidad de la fe, fe en vano, vana fe… ¿les suena esto, aunque más no sea un poquito? O como dicen ahora, ¿no les hace un poquitín de “ruido”? A mí me parece un estrépito, como un rumor de muchedumbre, como una enorme y continua explosión, como una tormenta en el mar o un huracán desatado… ¿Qué cosa? Se los diré de una, antes de que se me queden dormidos, ahí sentaditos como chorlitos que son: la fe vana, la vana fe de los que en verdad no creen que Cristo Resucitó. Está lleno, están alrededor de nosotros, muchísimos son clérigos, muchísimas monjas, católicos de acción católica o de no sé qué Instituto Secular, laicos a montones, cientos, miles, cientos de miles de cristianos que en verdad no creen que Cristo Resucitó. Y por tanto su fe es vana. Por supuesto que todos ellos celebran la Pascua, desde luego que todos ellos profesan creer en la Resurrección de Cristo, y lo dicen quizá todos los domingos cuando recitan más o menos automáticamente el “Credo”… pero no es cierto, ché, mentira, se nota a la legua… creyesen ellos en semejante Portento, y no dirían lo que dicen, no se comportarían como lo hacen. Aquello de la Resurrección en sus labios no es más que formulismo mecánico, hábito inveterado a fuerza de repetición, atavismo que les viene de la niñez… pero no es, ni por pienso, verdad.
Y como prueba, en primerísimo lugar pondría yo la estrecha vinculación que estos cristianos establecen entre la acción y el resultado, entre la obra y sus frutos, entre los esfuerzos y los triunfos mensurables, entre el empeño y su recompensa (aquí Fray Bilisnegra me pide que inserte una nota erudita, protesté que es al cuete, pero como no me interesan los resultados, aquí va: hay que releer la Disgresión sobre la moral de la caridad en “El Ruiseñor Fusilado” de nuestro querido Castellani).
Por eso, desde hace unos cuatrocientos años, más o menos, el cristianismo retrocede, en todos los órdenes, en todas partes donde esta peste arraigó, llámenla si quieren semi-pelagianismo, voluntarismo, o simple estupidez, me da igual. Es lo que explicó Maritain hace tantos años: si la Iglesia usa “medios ricos” estamos perdidos (después, él, el muy salame, quiso usar del medio más “rico” de todos, la mundanización completa, ja).
Pero dejemos al franchute en paz. Una vez, una señora me preguntó por qué compraba velas. Le dije que era para ponerle a la imagen de Nuestra Santísima Patrona y entonces me preguntó, con toda ingenuidad, si a mi “me daba resultado” también, como la devoción por San Expedito, la Virgen Desatanudos o no sé qué otra superstición de las tantas que andan por ahí. ¿Si me da resultado? Pues…
Es una pregunta bárbara, oscurantista, mágica, espiritista, masónica, judaica, calvinista, tonta, enferma, digna de reprensión y de nuestra parte, en lo que a nosotros nos concierne, no admite respuesta ninguna. Contestar esa pregunta, si la religión “me da resultado” denotaría irreverencia hacia Dios, impudicia hacia el prójimo, y locura para conmigo mismo. “Resultado”, ya te voy a dar a vos.
Y sin embargo, como digo, es lo más común entre los cristianos. Están los que cuentan sus devociones, están los que miden su estado espiritual, están los que sacan la cuenta o calculan, en base al número de almas reclutadas, en base a la repercusión que tuvieron, cuando no en base al dinero recaudado, je, je.
Quieren resultados, y resultados ¡ya! Y cuando no hay resultados a la vista concluyen que han fracasado, los muy imberbes. Y luego, ¿no van y tildan de fracasados a la distinguida legión de “fracasados” que no vieron los frutos, las consecuencias benéficas, los magníficos “resultados” de vidas frustradas, donde todo salió mal, cuando nadie les hizo caso, cuando nadie los entendió, cuando no obtuvieron ni un solo discípulo.
Los ejemplos se me agolpan en el magín de tal modo que no sabría por dónde empezar. Pero nuestro Castellani no es mal ejemplo de eso, que apenas si sus libros se vendían, que murió desacreditado, pobre, sin verdaderos discípulos a la vista, sin que supiera si acaso algún argentino había llegado a entender lo que quería decir. El caso de Newman es más significativo aún, si cabe: Faber y Manning lo acusaban de no contar con “conversiones” a su favor; y efectivamente, en vida, no se vieron muchas “conversiones” que pudieran vincularse de algún modo (las conversiones sólo las hace Dios) a su prédica, libros, ejemplo y santidad personal.
¡Cuántos tipos no tenemos de ejemplo de vidas fracasadas, sin resultados a la vista, o, peor aun, con resultados desastrosos! Casi todos los grandes, casi sin excepción, los grandes cristianos que han pasado por este mundo no han disfrutado, en vida, de la recompensa de “cosechar entre cantares” lo que habían “sembrado con lágrimas” (Salmo CXXV:5). Quizás le fuera dado atisbar algo de eso, en unos pocos momentos de consuelo, pero no es el modo habitual de la Providencia.
Mirando hacia atrás, considerando las cosas con el beneficio de la retrospectiva, esto que digo está clarísimo: pero en vida, contemporáneamente a los sucesos, no se ve tan claro. Consideremos por un instante las conversiones “de” Newman: Gerard Manley Hopkins, Edward Elgar, Hugh Benson, Ronald Knox, Gilbert Keith Chesterton, Frank Sheed, Malcolm Muggeridge, recientemente A. N. Wilson, son sólo algunos de los nombres que se me ocurren al voleo (insisto, las conversiones son de Dios solo, pero Él se vale de la obra, del esfuerzo, del sacrificio de otros hombres, y en este caso, Newman tuvo mucho que ver en lo que digo).
La deuda que tenemos con Castellani por haber conservado la fe en este turbulento s. XXI, es inmensa. (No somos muchos y bastante zopencos, ya sé, pero, bueno, aquí estamos, tratando de aprender de él alguna cosa más).
Tengo muchos más ejemplos de gente arruinada, gente aparentemente derrotada, menospreciada, humillada, olvidada, cuya obra fructificó tiempo después de modos increíbles, notables, feraces. (Y permítanme mencionarlo aquí a Kierkegaard, porque tengo ganas, nomás).
Les pido además que no hagan trampa, pues vendrá alguno a decirme que San Luis Rey de Francia, que San Ignacio de Loyola, que San Francisco de Asís murieron satisfechos por la enorme obra realizada, etc. Hagan sus deberes, consulten las buenas biografías, relean sus cartas, y verán que no es así, que no, que no, que ni parecido… Lean los últimos escritos de la Madre Teresa de Calcutta, el final de Santa Teresita de Jesús, de la Gran Santa Teresa y sabrán lo que es canela.
Y vamos entonces a los que sacan la cuenta y se mueven en base a resultados a la vista: la enorme leva de jóvenes para el instituto tal, un éxito rotundo, indiscutible… ¿Ah sí? Vamos a ver todavía. La cantidad de dinero, casas, vocaciones, monasterios, iglesias y poder acumulado por los jesuitas y sus sucedáneos contemporáneos, los Legionarios de Cristo, y el Opus Dei, y los jesuitas, y los bue… ¡bueh! … dejémos eso, todo eso, a los ojos de Dios, ¿cuánto vale?
No nos toca el decirlo, pero algo podemos decir, no vayan a creer.
Nuestro supremo ejemplo es Cristo, que durante los días que pasó en este mundo, no tuvo mayor éxito, como Él mismo puso elocuentemente de manifiesto al llorar, ¡llorar!, sobre Jerusalén. Eso sí que es fracasar para quien confesó que no había sido enviado sino para rescatar “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt. XV:24).  
Y por eso le advierte a sus discípulos:
No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos (Lc. X:20).
Así que, háganme el favor de terminarla con las estúpidas fanfarronerías del “estamos ganando”, “somos muchos más” y a poner las barbas en remojo.
Pues nada más verdadero que lo de T. S. Eliot (que traduciré para mayor inteligencia de mi empobrecida audiencia):
                                               Para nosotros está el intentarlo…
                                               El resto no es asunto nuestro.
Es asunto, claro está, del Cristo Resucitado.
Y de nadie más.
Posteado por: Fray Rabieta | 31 Julio 2010 
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