Cómo Cristo se
escondió del mundo
“La luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no
la recibieron.”
Jn. I:5
De todos las ideas que se nos
ocurren al contemplar la estadía de Nuestro Señor Jesucristo entre nosotros,
tal vez ninguna tan conmovedora y seductora como ésta sobre la oscuridad que lo
envolvió. No me refiero a su condición oculta por lo de su humildad, sino a la
oscuridad en que El se envolvió y el secreto que prefirió observar. La Escritura refiere
frecuentemente a esta nota de su Primera Venida como en el texto que dice “la
luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron”, lo que contrasta
notablemente con lo que se ha profetizado acerca de su Segunda Venida. Entonces
“todos lo verán”, lo que implica que todos lo reconoceremos. En cambio, cuando
estuvo entre nosotros la primera vez, aunque muchos lo vieron, en verdad muy
pocos supieron discernir Quién era. Había sido profetizado que no tendría
“apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto para que nos
agrade” (Is. LIII: 2) y al final de su vida pública El le dijo a uno de Sus
doce amigos, sus elegidos, “Felipe, ¿tanto tiempo he estado contigo y aún no me
conoces?” (Jn. XIV:9).
desarrollaremos una o dos
ideas a propósito de tan notable
circunstancia y que, Dios mediante, podrían ser de provecho.
1.- Y en primer lugar, pasemos
revista a algunas de las circunstancias que caracterizaron Su estadía entre
nosotros.
Su condescendencia a bajar del
cielo, a dejar la gloria de Su Padre y encarnarse son cosas que de tal manera
exceden el poder de las palabras y de los pensamientos que uno creería de
buenas a primeras que importa bien poco que viniese como príncipe o mendigo. Y
con todo, no por eso deja de ser más admirable que haya venido como alguien de
baja condición en razón de lo que sigue: en efecto, tal vez se podría pensar
que si bien El condescendió a bajar a la tierra, a lo mejor no habría querido
someterse a esa condición en la que se lo ignoraría y despreciaría. Porque,
como se sabe, los ricos no son despreciados por el mundo a diferencia de los
pobres que siempre lo son. Si hubiese venido como un gran príncipe o un noble,
el mundo, sin adivinar siquiera que era Dios, de todos modos al menos lo habría
tratado con consideración y honra, como corresponde a un príncipe. Pero cuando
adoptó un estado tan humilde cargó con una humillación adicional la de ser objeto de desprecio, de
befa, se expuso a la humillación de ser brutalmente ignorado y torpemente
profanado por Sus creaturas.
¿Cuáles fueron las reales
circunstancias de Su venida? Su Madre es una mujer pobre; viene a Belén para
ser censada, obligada a viajar cuando hubiera preferido quedarse en su casa.
Descubre que no hay lugar en la posada; se ve obligada a instalarse en un
establo; trae a luz a su Hijo primogénito y lo acuesta en un pesebre. Aquel
pequeño bebé, así nacido, así acostado, no es otro que el Creador del cielo y
de la tierra, el Hijo Eterno de Dios.
Pues bien, El había nacido de una
mujer pobre, lo habían acostado en un pesebre, criado para un oficio bajo, el
de carpintero. Y cuando comenzó a predicar el Evangelio no tenía dónde reclinar
su cabeza: por fin, condenado a muerte, es a una muerte infamante y odiosa, la
muerte que correspondía a los criminales.
Durante los últimos tres años de
su vida predicó el Evangelio, digo, tal como se lee en la Escritura; mas no
comenzó a hacerlo hasta que cumplió treinta años de vida. Durante los primeros
treinta años de su vida parece ser que vivió de manera exactamente igual a como
vive un hombre pobre en nuestros días. Día tras día, estación tras estación del
año, invierno y verano, un año tras otro, y luego otro, pasaban, como le puede
pasar a cualquier de nosotros. Pasó de ser un bebe en brazos a ser un niño, y
luego un joven, y así creció como “una planta tierna”, creciendo en sabiduría y
estatura. Y luego, parece haber adoptado el oficio de José, su padre putativo,
continuando así una vida de lo más ordinaria, sin sobresaltos, hasta que
cumplió los treinta. ¡Qué cosa admirable todo esto! Que haya estado viviendo
aquí sin hacer nada notable, tantos años; viviendo aquí entre nosotros como si
fuera por el sólo gusto de vivir entre nosotros; sin predicar, ni asociar
discípulos, ni promover en modo alguno la causa por la que en primera lugar
había bajado del Cielo. Seguramente hay profundas y sabias razones que Dios en
su consejo tenía para que siguiera tanto tiempo en perfecta oscuridad. Sólo
quiero señalar que nosotros no
sabemos cuáles son esas razones.
Y es muy de notar que aquellos
que contemporizaban con El parecen haberlo tratado como a un igual. Sus
hermanos, esto es, sus parientes próximos, sus primos, no creían en El. Y se
nos refiere que cuando comenzó a predicar y se agolpó una muchedumbre para
oírlo “los suyos salieron para apoderarse de El, porque decían «Ha
perdido el juicio»” (Mc. III:21). Lo trataban como
uno se inclinaría a tratar y
con alguna razón a cualquier conocido nuestro que
se pusiera en nuestros días a predicar por las calles. Digo “con alguna razón”
porque generalmente tales sujetos predican un nuevo Evangelio, y por tanto deben estar equivocados. De igual
manera, predican sin haber sido enviados y contra la autoridad lo cual está mal
también. Por tanto, frecuentemente nos sentimos tentados de decir que tales
sujetos “están fuera de sí” o que están locos, y eso sin ser injustos. Muchas
veces resulta caritativo decir tales cosas pues sigue siendo cierto que “loco”
siempre será acusación menos seria que la de desobediente. Pues bien, eso que
diríamos de tales personas fue lo que sus amigos dijeron de Nuestro Señor.
Habían vivido tanto tiempo a su lado y aún nada sabían acerca de El: no
entendían Quién era. Nada veían que marcara una diferencia entre El y los
demás. Vestía como los demás, comía y bebía como cualquiera, entraba y salía,
hablaba, caminaba y dormía como todo el mundo. Era, en todos los sentidos de la
palabra, un hombre; excepto en que no tenía pecado. Y esta última diferencia no
era fácil de detectar para los más puesto que ninguno de nosotros entiende a
aquellos que son muchos mejores que nosotros. De tal modo que Cristo, el santo
Hijo de Dios, podría vivir cerca nuestro, y nosotros no darnos cuenta.
2.- Sostengo que Cristo, el santo Hijo de Dios,
podría estar viviendo ahora en el mundo como el vecino de al lado y que sería
posible que no nos diéramos cuenta. Y esta es consideración en la que
deberíamos detenernos. No digo que no haya una cantidad de personas que
sabríamos de cierto que no eran el Cristo; desde luego, ninguno que llevara una
vida mala o irreligiosa. Mas hay una serie de personas que en ningún sentido
son irreligiosas o que puedan estar expuestas a acusaciones graves que a nuestros ojos se parecen a
cualquier otra y que sin embargo Dios tiene en
particular consideración. Me refiero a la gran masa de aquellos que llamamos
gente respetable, entre los cuales hay gran variedad: algunos son meramente
decentes, gente exteriormente correcta, que no tiene mucho sentido de la
religión, que no se niegan, que no tienen un ardiente amor a Dios y que aman al
mundo: gente que, si bien se empeña en una vida regular y ordenada, ya porque
carecen de pasiones fuertes, ya porque adquirieron estos hábitos a una edad
temprana y se han acostumbrado a una
vida prolija, correcta y decente poco más se puede decir de ellos. Pero hay otros
que vistos desde el exterior son exactamente iguales y que sin embargo en sus
corazones son muy distintos. No se distinguen por su exterior, no hacen grandes
despliegues de su interioridad, se comportan de la misma manera apacible y
ordenada que los demás. Y sin embargo en realidad se están entrenando para ser
Santos en el Cielo. Hacen todo lo posible por cambiarse, por ser como Dios, por
obedecer a Dios, se disciplinan y renuncian al mundo; pero lo hacen en secreto,
tanto porque así se los manda Dios como porque no les gusta que esto se sepa.
Mas aún, hay un buen número de otros que se encuentran entre estos dos tipos,
con más o menos mundanidad y más o menos fe. Y sin embargo a los ojos de la
mayoría todos se parecen bastante puesto que la verdadera religión se vive
escondidamente en el corazón; y si bien tal religión no puede existir sin
hechos y buenas acciones, la mayor parte de sus hechos y acciones permanecen
ocultas: caridades secretas, oraciones secretas, secretas negaciones, secretas
luchas, secretas victorias.
Por supuesto, en la medida en que
como personas aparecen a la luz de la vida pública serán vistos y examinados, y
en cierto sentido serán más conocidos; pero aquí me refiero a la condición
ordinaria de los más en su vida privada, tal como la de Nuestro Salvador durante
treinta años; y todas estas vidas se parecen mucho. Y son tantas que a menos
que nos acerquemos mucho, no advertiremos la diferencia que hay entre unas y
otras: no tenemos cómo hacerlo y no es cosa de nuestra incumbencia. Y sin
embargo, aunque no tenemos derecho alguno a juzgar a los demás sino que hemos
de dejarle eso a Dios, podemos estar perfectamente seguros de que un hombre
realmente santo, un santo vedadero, aunque se parezca a los demás hombres,
tiene con todo una suerte de poder secreto dentro suyo que atrae a los que son
de su condición una atracción sobre los que
piensan de manera semejante y así ejercen influencia sobre todos los que se le
parecen. De manera que frecuentemente esto se transforma en un test: el de ver
si tenemos una “forma mentis” análoga a la de los Santos de Dios, ver si acaso
ejercen influencia sobre nosotros.
Y a pesar de que muy pocas veces
disponemos de los medios para saber quiénes son los Santos de Dios mientras
somos sus contemporáneos, cuando ya no están entre nosotros, quizá cuando ya
han muerto y se han ido, podemos, retrospectivamente, examinarnos y establecer
si, cuando estábamos en su compañía, ejercían poder sobre nosotros, si sentimos
entonces su atracción, si su influencia nos hizo más humildes, si acaso su
presencia no hacía arder nuestros corazón.
¡Helás! Demasiadas veces
encontraremos que estuvimos cerca de ellos durante mucho tiempo y que aun
cuando disponíamos de los medios de conocerlos sin embargo no los conocimos; y
este es un cargo grave que pesa sobre nosotros. Ahora bien, todo esto sucedió
de manera ejemplar en el caso de Nuestro Salvador, sobre todo porque era tan
santo.
Cuanto más santo es un hombre,
menos comprendido es por los hombres del mundo. Todos quienes conservan algún
destello de fe en alguna medida lo comprenderán, y cuanto más santo sea, mayor
será el poder de su atracción. Mas aquellos que sirven al mundo serán como
ciegos a su respecto, lo menospreciarán y les producirá disgusto cuanto más
santo sea. Esto, sostengo, ocurrió con Nuestro Señor. Era Todo-santo, pero “la
luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.” Sus parientes más
cercanos no creían en El. Y si esto fue realmente así por las razones que he
dicho, seguramente podemos preguntarnos si acaso nosotros lo habríamos
entendido mejor que ellos: si aunque hubiéramos sido sus vecinos, los moradores
de al lado, o si hubiésemos sido alguno de sus parientes, si entonces lo
habríamos identificado como alguien Distinto, a El que se comportaba de manera
tan apacible y correcta; o si más bien, aún cuando lo respetáramos (¡Dios mío,
qué palabreja! ¡Qué lenguaje para referirnos al Altísimo!), aun cuando
llegáramos a tanto, si acaso no lo habríamos hallado un tanto extraño,
excéntrico, extravagante y soñador. Mucho menos habríamos detectado alguno de
los destellos de aquella gloria que tenía cuando estaba con su Padre antes de
la creación del mundo, gloria que estaba escondida pero no anulada por Su
tabernáculo terreno. En verdad que éste es un pensamiento terrible: puesto que si El hubiese estado cerca nuestro durante tanto tiempo y
nosotros sin advertir en El nada admirable, podemos tener por seguro que ésta
habría sido una clara prueba de que no éramos de los Suyos, puesto que “las
ovejas oyen su voz, y él llama por su nombre a sus ovejas y las saca fuera”.
Podríamos entonces colegir que si se nos admitiera a Su presencia en el cielo
no lo conoceríamos, no admiraríamos su grandeza, no adoraríamos su gloria, ni
amaríamos su excelencia.
3.- Y aquí arribamos a otro pensamiento
muy grave sobre el que quiero decir alguna cosa. Ocurre que somos muy
inclinados a desear haber nacido en los días de Cristo y con tales deseos
solemos excusarnos por nuestra mala conducta cuando la conciencia nos lo
reprocha. Decimos que si hubiésemos contado con la ventaja de estar con Cristo
habríamos tenido motivos más sólidos y restricciones más eficaces contra el
pecado. Contesto diciendo que, lejos de admitir que la presencia de Cristo
habría bastado para reformarnos de nuestra vida pecaminosa, lo más probable es
que, por el contrario, justamente esos hábitos pecaminosos nos habrían impedido
reconocerlo. Ni siquiera nos habríamos dado cuenta de que El estaba allí,
presente; y aun cuando El nos hubiese dicho Quién era, no le habríamos creído. Todavía
más: incluso si hubiésemos presenciado Sus milagros (así, increíble como
suena), aun entonces no nos habrían dejado una impresión demasiado duradera.
Sin entrar demasiado en esta materia, considerad solamente la posibilidad de un
Cristo cerca nuestro, incluso cuando no hiciera ningún milagro y nosotros ignorando Quién era.
Pues bien, creo que eso es exactamente lo que le ocurrió a la mayor parte de
sus contemporáneos. Pero basta con esto. A lo que quiero referirme es a lo
siguiente: deseo que tomen nota acerca de cuán temible luz arroja todo esto
sobre lo que nos espera en el otro mundo. Creemos que el cielo ha de ser un
lugar de felicidad para nosotros, con tal de que lleguemos allí; y sin embargo,
si tenemos presente lo que sucede aquí abajo, en el improbable caso de que un
hombre malo llegara al cielo, ni siquiera caería en la cuenta de que
precisamente allí había llegado. Tampoco deseo profundizar sobre el hecho de
que, por el contrario, el hecho mismo de que aquel hombre con toda su
pecaminosidad estuviese allí constituiría para él un terrible tormento y que se
le encenderían dentro suyo las llamas del infierno. En verdad que éste sería un
modo horrible de descubrir dónde estaba. Pero supongamos un caso menos grave:
pongamos por caso que pudiese permanecer en el cielo sin mayor daño. Con todo,
parecería que ni siquiera sabría que estaba allí. No podría vislumbrar cosa
alguna gloriosa en aquel lugar. ¿Acaso podría concebirse una mayor cercanía al
Cristo que la de aquellos que lo atraparon, le pegaron, lo escupieron,
extendieron sus miembros sobre la cruz, lo clavaron, levantaron aquel madero,
se mantenían de pie burlándose de El, le dieron vinagre, se acercaron a
cerciorarse si estaba muerto y luego le atravesaron un costado con una lanza?
¡Terrible cosa ésta, el sólo pensar que la más próxima cercanía del hombre a
Dios sobre la tierra ha sido con espíritu de blasfemia! En efecto, ¿quién Se le
acercó más? ¿Santo Tomás a quien se le permitió extender su mano y
reverentemente tocar Sus heridas, o acaso San Juan que recostó su cabeza sobre
su pecho, o más bien los brutales soldados que lo profanaron, miembro tras
miembro torturándolo nervio sobre nervio? Seguramente su Bendita Madre se
acercó todavía más que éstos; y nosotros, si verdaderos creyentes, estamos
incluso más cerca aun, puesto que espiritualmente ingresa dentro nuestro; mas
éste es otro modo de cercanía, una especie de aproximación interior.
De entre aquellos que se le
acercaron externamente, los que lograron aproximarse más a El no sabían nada de
El. Y así sucede con los pecadores: si caminaran cerca del trono de Dios lo
contemplarían con mirada estúpida; lo tocarían; se entrometerían con las cosas
más santas; seguirían como bobalicones intrusos, no por deseo de malas cosas,
sino por razón de una brutal y torpe curiosidad hasta que los vengadores relámpagos los
destrozaran. Todo por falta de sentidos
para guiarlos en el asunto.
En nuestra condición terrestre
nuestros sentidos corporales nos advierten sobre la cercanía o aproximación del
mal y del bien. Por medio del sonido, a través del olfato, incluso por los
sentimientos sabemos qué nos pasa. Sabemos que nos estamos exponiendo demasiado
a la intemperie o que nos esforzamos en demasía. Recibimos advertencias que
creemos que no debemos ignorar. Ahora
bien, los pecadores carecen de sentidos espirituales; nada pueden presagiar; no
saben qué les va a pasar de un momento a otro. De modo que proceden sin temor
alguno, adentrándose más y más entre precipicios hasta que de repente caen o
son derribados y perecen. ¡Seres miserables! Y esto es lo que hace el pecado a
las almas inmortales convertirlos
en algo así como ganado que inconscientemente camina hacia el matadero para ser
degollado y que sin embargo olfatea y huele las armas que lo han de destruir.
4.- Mas uno podría preguntarse,
¿de qué modo esto nos concierne? Nosotros
no hemos de insultar así, ni de ningún otro modo a Su Majestad. ¿Estamos tan
seguros de que no? Ciertamente, seríamos incapaces de blasfemar de un modo tan
desfachatado: pero no es imposible que seamos capaces de blasfemar de un modo u
otro. Es que muchas veces los pecados más grandes son menos notables; hay
insultos menos rimbombantes y que sin embargo resultan más amargos, y males más
sutiles que resultan más profundos. ¿No recordamos aquel terrible pasaje: “Si
alguno habla contra el Hijo del hombre, esto le será perdonado, pero al que
hablare contra el Espíritu Santo, no le será perdonado ni en este siglo ni en
el venidero” (Mt. XII:32)? Pues bien, no
estoy juzgando aquí si esta tremenda advertencia de Cristo puede cumplirse en
los cristianos de esta dispensación, aunque al recordar que justamente ahora estamos bajo el ministerio de aquel
Espíritu al que se refiere Nuestro Señor, la cuestión se las trae. Como fuere,
traigo a colación este pasaje para señalar que puede haber pecados peores que
incluso el insulto y la injuria proferidos directamente contra la Persona de Cristo, por más
que hubiésemos creído que no era posible algo peor, y por más que esos pecados
no fueran tan flagrantes y notables. Con tal pensamiento en la mente,
consideremos lo que sigue.
En primer lugar, que Cristo
todavía permanece sobre la tierra. Dijo expresamente que volvería. La venida
del Espíritu Santo es tan realmente Su propia venida que antes podríamos negar
que estuvo entre nosotros en los días en que estaba revestido de carne, cuando
se lo podía ver en este mundo, que negar que ahora esta aquí, con la presencia
de su Santo Espíritu. En verdad que esto es un misterio, cómo Dios Hijo y Dios
Espíritu Santo, ambas Personas, pueden ser una sola, cómo puede estar en el
Espíritu y el Espíritu en El; mas así es.
Por lo demás, si El está todavía
sobre la tierra y sin embargo esto de manera invisible (lo cual no puede
negarse), está claro que permanece en la misma condición que eligió para sí en
los días de Su carne. Quiero decir que El es un Salvador escondido y (si nos
descuidamos) podemos acercarnos a El sin la debida reverencia y temor. Digo,
donde quiera que esté (pues esa es otra cuestión), aún está aquí y aún
permanece escondido; y cualesquiera sean los signos de Su Presencia,
seguramente siguen siendo de tal naturaleza que admiten dudas. Y si algunos
quieren argumentar con sutileza y agudeza pueden producir dudas y perplejidades
en sí mismos y en los demás, tal como lo hicieron los judíos en los días de Su
carne, hasta incluso llegar a pensar que El no está en ninguna parte. Y
entonces, en la convicción de que El está muy lejos, desde luego que pueden
creer que resulta imposible insultarlo como lo hicieron antaño los judíos. De
modo que si acaso El está ahí, aun así pueden acercarse a El e insultarlo
aunque no se den cuenta de lo que están haciendo. Precisamente así ocurrió con los judíos que
eran demasiado ignorantes para darse cuenta de lo que estaban haciendo. Resulta
probable entonces que nosotros podemos ahora cometer semejantes blasfemias
contra El tal y como originalmente lo hicieron los judíos puesto que estamos bajo la
dispensación del Espíritu Santo contra el cual se pueden cometer pecado
aun más odiosos. Y en segundo lugar, porque Su presencia es tan poco notable
ahora como lo fue cuando se paseaba revestido en carne en tiempo de los judíos.
Hay más: cuando consideramos
cuáles y cómo son los signos de Su presencia advertimos razones suplementarias
para andar con tiento toda vez que esos signos fácilmente inducen a la
irreverencia a menos que nos comportemos con humildad y seamos muy atentos. Por
ejemplo, la Iglesia
es llamada “Su Cuerpo”: lo que era su cuerpo material cuando permanecía visible
sobre la tierra, tal es la
Iglesia ahora. Es el instrumento de su Divino Poder; a ella
debemos acercarnos para adquirir los bienes que El dispensa; y al insultarla,
despertamos Su ira. Ahora bien, ¿qué cosa no es la Iglesia sino, como si
dijéramos, un cuerpo humillado que casi provoca el insulto y la profanación,
sobre todo cuando los hombres de Iglesia no viven de la fe? Un vaso terreno,
mucho más aun que el de Su cuerpo de carne, pues ese era por lo menos
impecable, en tanto que la
Iglesia es ensuciada por sus propios miembros. Sabemos que,
en el mejor de los casos, sus ministros son imperfectos y yerran, con pasiones
afines a las de su grey. Y sin embargo de ellos El ha dicho, no sólo referido a
sus Apóstoles sino también a los setenta discípulos (a cuya altura seguramente
están los ministros cristianos en su oficio), “El que a vosotros oye, a Mí me
oye, y el que os desprecia, a Mí me desprecia, y el que Me desprecia, desprecia
a Aquel que me envió”. (Lc. X:16).
De nuevo: El hizo a los pobres, a
los débiles, a los afligidos signo e instrumento de Su Presencia; y aquí
también, como está harto claro, aparece la misma tentación de negligencia o
profanación. Así como El era, así son los que El eligió por discípulos. Y así
como su estado oscuro e indefenso indujo a los hombres a insultarlo y
maltratarlo, así en cuanto los que se le asemejan y siguen son efectivamente
signos de Su presencia, así también reciben los mismos insultos ahora. Que
tales son sus signos, los signos de Su presencia, surge a las claras de muchos
pasajes de la Escritura:
por ejemplo cuando dice, “Quién recibe un solo niño en Mi Nombre, a Mí me
recibe” (Mt. XVIII:5). Y en otro lugar le dijo a Saulo que perseguía a sus
discípulos: “¿Por qué Me persiges?” (Hechos IX:4). Y nos advierte que en el
Ultimo Día les dirá a los justos “Tuve hambre y Me dieron de comer; tuve sed y
Me disteis de beber; era forastero y Me acogisteis; estaba desnudo y Me
vestisteis; estaba enfermo y Me visitasteis; estaba preso y vinisteis a verMe”.
Agregando luego: “En verdad os digo: en cuanto le hicisteis a uno solo, al más
pequeño de estos mis hermanos, a Mí lo hicisteis”. (Mt. XXV: 35-40). Por lo
demás, establece igual conexión entre Su persona y Sus discípulos cuando se
dirige a los malos. Lo más notable de este pasaje¾¾y lo que lo hace más terrible¾¾es aquello que ya ha sido notado
antes por Pascal, que ni los justos ni los pecadores supieron lo que habían hecho; aun los buenos son aquí representados
como absolutamente ignorantes de que se habían aproximado al Cristo. Ellos
preguntan, “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento
y te dimos de beber?” Por tanto, en todas las épocas Cristo está en el mundo, y
sin embargo no de manera tan visible cómo en los días de Su carne.
E igual observación se puede
hacer respecto de Sus mandatos, que son a la vez lo más sencillos y que sin
embargo están íntimamente conectados con El. En su primera carta a los
Corintios, San Pablo muestra simultáneamente cómo resulta tan fácil cuanto
temible la posibilidad de que profanemos la Cena del Señor toda vez que mientras denuncia
cuán graves han sido los excesos de los Corintios, también señala que es porque
“no han discernido el Cuerpo del
Señor” (I Cor. XI:29).
Cuando nació en el mundo, el
mundo no lo conoció. Se lo acostó en un pesebre, entre ganado, mas entonces
todos los ángeles de Dios lo adoraron (Lc. II:13-14). Ahora también, está
presente sobre una mesa, no muy llamativa quizá y tal vez deshonrada en sus
circunstancias; pero mientras la fe adora, el mundo sigue de largo.
Oremos pues pidiendo que El nos
ilumine los ojos de la inteligencia, que podamos pertenecer al Húesped de los
Cielos y no a este mundo. Y que así como los hombres carnales no podrían
percibirlo aun en el Cielo, que los de corazón espiritual puedan acercársele,
poseerlo, verlo incluso en este mundo.
tomado de como Cristo se escondió del mundo de Newman
* Aquí Newman recurre a ese vocablo religioso de tanto ímpetu
cuánto perfectamente intraducible:
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