DECIMOSEXTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Y aconteció que entrando Jesús un sábado en casa de uno de los principales fariseos a comer pan, ellos le estaban acechando. Y he aquí un hombre hidrópico estaba delante de Él. Y Jesús dirigiendo su palabra a los doctores de la ley y a los fariseos les dijo: ¿Es lícito curar en sábado? Mas ellos callaron. Él entonces le tomó, le sanó y le despidió. Y les respondió y dijo: ¿Quién hay de vosotros, viendo su asno o su buey caído en un pozo, no le saca al instante en día de sábado? Y no le podían replicar a estas cosas.
Y observando también cómo los convidados escogían los primeros asientos en la mesa, les propuso una parábola, y dijo: Cuando fueres convidado a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que haya allí otro convidado más honrado que tú, y que venga aquel que te convidó a ti y a él y te diga: Da el lugar a éste; y que entonces tengas que tomar el último lugar con vergüenza; mas cuando fueres llamado, ve y siéntate en el último puesto. Para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces serás honrado delante de los que estuvieren contigo a la mesa. Porque todo aquél que se ensalza humillado será: y el que se humilla será ensalzado.
Jesús entra un sábado en casa de uno de los principales fariseos…
Ellos le estaban acechando…
¿Es lícito curar en sábado?…
He
aquí, en tres pinceladas, planteada la constante disputa de los
fariseos contra Nuestro Señor acerca del precepto de guardar el Sábado y
cumplir los otros mandatos de la Ley.
Siete
veces aparece en los Evangelios la acusación que hicieran a Jesús de no
respetar el día de reposo… Y Jesucristo les respondió que el Sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el Sábado, y que el Hijo del hombre es Señor del Sábado.
Un día, el jefe de la Sinagoga, indignado de que Jesús hubiese hecho una curación en sábado, decía a la gente: Hay seis días en que se puede trabajar; venid, pues, esos días a curaros, y no en día de sábado. Replicóle el Señor: ¡Hipócritas! ¿No desatáis del pesebre todos vosotros en sábado a vuestro buey o vuestro asno para llevarlos a abrevar?
En otra oportunidad, luego de una prédica de Jesús, se acercaron los discípulos y le dijeron: ¿Sabes que los fariseos se han escandalizado al oír tu palabra? Él les respondió: Dejadlos; son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.
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Todo esto no lleva a meditar hoy sobre el escándalo y el fariseísmo, temas por demás actuales e importantes…
Según expone San Jerónimo, lo que en griego se llama escándalo lo podemos traducir por tropiezo o ruina.
Sucede,
en efecto, que en el camino material se pone a veces un obstáculo, y
quien tropieza en él corre el riesgo de caer; ese obstáculo se llama escándalo.
Acontece,
igualmente, en la vida espiritual que las palabras y acciones de otro
inducen a ruina espiritual en cuanto que con su solicitación o ejemplo
arrastran al pecado. Esto es, propiamente, el escándalo.
Por eso se define el escándalo como: Dicho o hecho menos recto que ofrece ocasión de ruina.
La expresión menos recto
significa falta de rectitud, bien sea porque se trata de algo en sí
mismo malo; bien sea porque ofrezca alguna apariencia de mal.
En
efecto, aunque tal hecho no sea en sí mismo pecaminoso, sin embargo,
por el hecho de tener cierta semejanza o parecido de mal, podría ofrecer
a otro ocasión de ruina. De ahí que San Pablo amoneste: Huid de toda mala apariencia.
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Lo es de suyo
cuando alguien, con lo que dice o lo que hace, intenta inducir a otro a
pecar; o también, aun en el caso de que no lo intente, cuando lo que
hace es de tal naturaleza que induzca a pecar; por ejemplo, pecando
públicamente o haciendo algo que tiene apariencia de pecado.
Quien realiza una acción de ese tipo ofrece propiamente ocasión de caída; por eso se llama
escándalo activo.
escándalo activo.
Por otra parte, las palabras o acciones de uno pueden convertirse accidentalmente
en causa de pecado, cuando, incluso sin intención del autor, y aparte
de las circunstancias de la acción, se ve alguien inducido a pecar por
estar mal dispuesto.
En este caso, el que hace esa acción recta, en cuanto está de su parte, no da ocasión, sino que el otro la toma.
Este es
escándalo pasivo, y no escándalo activo, ya que, quien obra con rectitud, en cuanto está de su parte, no da ocasión de la ruina que padece el otro.
escándalo pasivo, y no escándalo activo, ya que, quien obra con rectitud, en cuanto está de su parte, no da ocasión de la ruina que padece el otro.
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Hay,
pues, un doble escándalo: el pasivo, de quien sufre el escándalo; y el
activo, de quien lo provoca ofreciendo ocasión de caída.
Sucede,
pues, que a veces se conectan el escándalo activo de uno y el pasivo de
otro; por ejemplo, cuando uno peca por instigación de otro.
A
veces, en cambio, hay escándalo activo sin el pasivo, como en el caso
de quien, de palabra o de obra, induce a pecar a otro y éste no
consiente.
Otras veces se da el escándalo pasivo sin el activo.
El
escándalo pasivo es siempre pecado en quien lo sufre, ya que nadie se
escandaliza sino en cuanto que de algún modo sufre ruina espiritual, la
cual es pecado.
Pero
puede darse, pues, el escándalo pasivo, sin pecado por parte de quien
fue autor del hecho por el que otro se escandaliza; tal es el caso de
quien se escandaliza por el bien que otro hace.
El
escándalo pasivo siempre es causado por algún escándalo activo, mas no
siempre por el escándalo activo ajeno; a veces, el sujeto se escandaliza
a sí mismo.
Respecto
del escándalo activo, este es siempre pecado por parte de quien lo
provoca. En efecto, la acción o es pecado o tiene apariencia de pecado.
En este caso, la caridad hacia el prójimo obliga a esforzarse en velar
por su salvación; no hacerlo implica atentado contra la caridad.
Puede darse el escándalo activo sin pecado por parte de aquel a quien escandaliza.
Respecto del escándalo pasivo, se debe considerar ¿qué hay que dejar de lado para que otro no se escandalice?
Pues bien, entre los bienes espirituales hay que distinguir.
Algunos
son necesarios para la salvación, y éstos no se pueden omitir sin
pecado mortal; ya que es evidente que nadie puede pecar mortalmente para
impedir el pecado de otro, porque el orden de la caridad exige que la
salud espiritual propia prevalezca sobre la ajena.
Por lo tanto, lo necesario para la salvación no debe omitirse a efectos de evitar el escándalo.
En cuanto a los bienes espirituales no necesarios para la salvación se impone, a su vez, establecer una distinción.
En efecto, el escándalo a que dan lugar proviene, a veces, de la malicia; tal es el caso de quien quiere impedir ese tipo de bienes espirituales provocando escándalo.
Ese era el escándalo de los fariseos, que se escandalizaban de la doctrina del Señor. Ese tipo de escándalo debe desdeñarse, como enseña el Señor.
Como
los bienes espirituales pertenecen de forma muy especial al plano de la
verdad, por eso, no se deben abandonar los bienes espirituales por el
escándalo.
Pero el escándalo proviene, a veces, de la debilidad y de la ignorancia; es el escándalo de los pusilánimes.
En ese caso se deben ocultar y a veces incluso diferir las obras
espirituales, si puede hacerse sin inminente peligro, hasta que,
explicado el tema, se desvanezca el escándalo.
Pero
si, una vez explicado el tema, continúa el escándalo, parece que éste
proviene entonces de la malicia, en cuyo caso no hay razón para omitir
las obras espirituales a causa de él.
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Sobre la doctrina hay que tener en cuenta dos cosas: la verdad que se enseña y el acto mismo de enseñarla.
De estas dos cosas, la verdad que se enseña,
es necesaria para la salvación, es decir, no enseñar lo contrario a la
verdad; antes bien, aquel a quien incumbe el oficio de enseñarla, debe
proponer la verdad teniendo en cuenta las circunstancias de tiempo y de
las personas.
De ahí que, cualquiera que sea el escándalo a que pueda dar lugar, jamás se debe renunciar a la verdad y enseñar el error.
El acto mismo de enseñar,
por su parte, se considera entre la limosna espiritual. Por eso es
necesario tratar la doctrina de la misma manera que las otras obras de
misericordia.
Otro
tanto ocurre cuando se trata de cosas anexas al cargo, como es el caso
de los prelados, o cuando lo exija la necesidad del indigente.
En estos supuestos vale exactamente la misma razón para estos casos que para lo que es necesario para la salvación.
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¿Y en cuanto a los bienes temporales?
Entre
los bienes temporales se impone una distinción, ya que o son nuestros o
nos han confiado su conservación en favor de otros.
La
conservación de los bienes entregados en depósito, incumbe por
necesidad a quienes les han sido confiados. Por eso no se deben
abandonar por el escándalo.
En
cambio, los bienes temporales de que somos dueños, por el escándalo
debemos dejarlos unas veces sí y otras no: dándolos, si están en nuestro
poder, o no reclamándolos, si los tienen otros.
En efecto, si se produce el escándalo por flaqueza o por ignorancia ajenas,
entonces o hay que abandonarlos del todo, o hay que desvanecer de
alguna manera el escándalo, por ejemplo, con alguna explicación.
Pero el escándalo nace a veces de la malicia,
como el escándalo de los fariseos. En este caso no se deben abandonar
los bienes temporales por consideración hacia quien provoca tales
escándalos, ya que esto, por una parte, redundaría en perjuicio del bien
común, ofreciendo a los malos ocasión de rapiña; y por otra, causaría
perjuicio a los mismos ladrones, que permanecerían en pecado reteniendo
lo ajeno.
Por eso dice San Gregorio:
A algunos de los que nos quitan lo temporal tan solamente se les debe
tolerar, pero hay otros a quienes hay que impedírselo justamente, no por
la única preocupación de que no nos roben lo nuestro, sino para que los
raptores no se pierdan reteniendo lo ajeno.
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Sobre el tema concreto del fariseísmo, consideremos lo enseñado por el Padre Leonardo Castellani.
El
fariseísmo es esencialmente homicida y deicida, es decir, da muerte a
un hombre por lo que hay en él de Dios… odio deicida al prójimo; odio a
lo santo, a lo virtuoso…
Es
el drama de Cristo y de su Iglesia. Si en el curso de los siglos una
masa enorme de dolores y de sangre no hubiese sido rendida por otros
cristos en la resistencia al fariseo, la Iglesia hoy no subsistiría.
Y
al final será peor. En los últimos tiempos el fariseísmo triunfante
exigirá para su remedio la conflagración total del universo y el
descenso en Persona del Hijo del Hombre, después de haber devorado
insaciablemente innúmeras vidas de hombres.
San
Pablo, cuando habla del Anticristo, da como señal el sacrilegio
religioso; es decir, se apoderará en forma aún más nefanda de la
religión para sus fines, como habían hecho los fariseos.
Si
creemos a Jesucristo y a San Pablo de que en los últimos tiempos habrá
una gran apostasía y que no habrá ya casi fe en la tierra, sólo el
fariseísmo es capaz de producir ese fenómeno.
Solo
el fariseísmo puede devastar la religión por dentro; sin lo cual
ninguna persecución externa le haría mella. Si la Iglesia está pura y
limpia, es hermosa y atrae, no repele. Solamente cuando la Iglesia tenga
la apariencia de un sepulcro blanqueado, y los que manden en ella
tengan la apariencia de víboras, y lo sean, el mundo entero se asqueará
de Ella y serán poquísimos los que puedan mantener, no obstante, su fe
firme; un puñado heroico de escogidos que, si no se abreviara el tiempo,
ni ellos resistirían.
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El
engreimiento religioso trajo el mesianismo político. Los fariseos
necesitaban ser vengados de sus quemantes humillaciones, de sus
derrotas. La religión era humillada en ellos y el Mesías debía vindicar
la religión. Y si el Mesías había de ser político, naturalmente había
que preparar su venida haciendo política.
Cuando
la política entra dentro de la religión, se produce una corrupción
extraña. En esas condiciones el poder se vuelve temible, porque puede
obligar en conciencia.
La
corrupción llega al máximo cuando lo religioso se ha reducido a un
instrumento y pretexto de lo político. La crueldad, cuya condición y
primer grado es la dureza de corazón, es infalible consecuencia de la
soberbia religiosa.
Si un superior premia la virtud y castiga el vicio, es un hombre religioso.
Si no premia nada ni castiga nada, es un nulo.
Si
castiga la virtud y premia el vicio, es un fariseo; si persigue la
santidad, es un fariseo; si odia la verdad, es un fariseo… Y no tiene
remedio…
La
levadura de los fariseos consiste en la palabrita que hace levantar
toda la masa, pero para volverla agria y venenosa. El fariseo
ordinariamente no miente del todo, se contenta con decir media verdad y
callar la otra. Esas medias verdades, que son a veces peores que las
mentiras, penetran y fermentan la mente colectiva, contaminando
imperceptiblemente incluso los ánimos buenos y bienintencionados, que
las repiten inocentemente.
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El fariseísmo tiene siete grados:
1°) la religión se vuelve exterior y ostentadora.
2°) la religión se vuelve rutina, oficio y profesión, medio de ganar la vida.
3°) la religión se vuelve negocio, instrumento de ganancia de honores, de poder o de dinero.
4°) la religión se vuelve pasivamente dura, insensible, desencarnada; se vuelve poder o influencia, medio de dominar al prójimo.
Hasta aquí el fariseísmo se ha mostrado corruptor de la fe y de la piedad, convertidas en carrera, artimaña, política, negocio.
Pero
la soberbia religiosa va más allá del uso de la religión para
instalarse en el mundo y quedarse con los bienes de la tierra.
Es
como la esclerotización de lo religioso, un endurecimiento o
decaimiento progresivo. Y después una falsificación, hipocresía, dureza
hasta la crueldad…
Los
otros grados son ya diabólicos. El corazón del fariseo primero se
vuelve corcho, después piedra, después se vacía por dentro, después lo
ocupa el demonio. Entonces, el fariseísmo se muestra claramente como el
pecado contra el Espíritu Santo pues lleva a cabo:
5°)
aversión a los que son auténticamente religiosos. La religión se vuelve
hipocresía: el “santo” hipócrita empieza a despreciar y aborrecer a los
que tienen religión verdadera.
6°) persecución de los verdaderamente religiosos. El corazón de piedra se vuelve cruel, activamente duro.
7°)
sacrilegio y homicidio. El falso creyente persigue de muerte a los
verdaderos creyentes, con saña ciega, con fanatismo implacable… y no se
calma ni siquiera ante la cruz ni después de la cruz.
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El
fariseísmo abarca, pues, desde la simple exterioridad hasta la
crueldad, pasando por todos los escalones del fanatismo y de la
hipocresía.
La religión suprimiendo la misericordia y la justicia; ¿puede darse algo más monstruoso?
La
última corrupción de la Iglesia, es decir, el fariseísmo generalizado y
entronizado, traerá consigo lo que San Pablo llama la Gran Apostasía y
la Gran Tribulación.
Cuando
en la Iglesia ha salido un ramo de fariseísmo, Dios lo ha curado, pero
alguien lo ha pagado con su sangre, desde Cristo hasta Juana de Arco, y
hasta nuestros días…
Se
entabla una lucha trágica entre la moral viva y la moral desecada,
entre la mística real y la “mística convertida en política”. Vence la
moral viva; pero sucumbe el que la lleva en sí como una vida y una
pasión…
En el principio de la Iglesia,
el fariseísmo había plagado de tal manera la Sinagoga, que Jesucristo
se dio como misión principal de su vida el combatirlo, y fue su víctima.
Al fin de la Iglesia, el fariseísmo se volverá de nuevo tan espeso, que demandará para su remedio la segunda Venida de Cristo…
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El fariseo es esencialmente homicida, aunque tenga las manos enteramente limpias de sangre.
Y
éste es el grado supremo del fariseísmo, los sacrificios humanos; no a
Dios, que no los quiere, sino a un Diablo disfrazado y llamado con
distintas nombres.
“Llegará un tiempo en que os matarán, creyendo hacer servicio a Dios.”
Esta es una de las señales que dio Cristo de la Parusía; y en efecto, eso hizo Caifás exactamente con Él.
Dar
muerte a un hombre por religión… Y la religión, dando la muerte a un
hombre no por sus vicios sino por sus virtudes, es la señal siniestra.
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Señales del fariseísmo, más que claras hoy en día:
- la hipertrofia de la “disciplina”,
- los medios convertidos en fines,
- la tortuosidad y disimulo en el obrar,
- la rigidez implacable,
- el chantaje por medio de las cosas sacras,
- la ignorancia completa de la persona humana,
- la falta de misericordia y de justicia substituidas por “mandatos de hombres” muertos y metálicos.
Como conclusión, las palabras de Jesucristo: Dejadlos; son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.
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