Para mí, cuando veo a un cristiano
         abandonarse al dolor en las penas que Dios le envía,
         digo en primer lugar: «He aquí un hombre que se
         aflige de su dicha; ruega a Dios que le libre de la
         indigencia en que se encuentra y debería darle
         gracias de haberle reducido a ella. Estoy seguro que nada
         mejor podría acaecerle que lo que hace el motivo de
         su desolación; para creerlo tengo mil razones sin
         réplica. Pero si viera todo lo que Dios ve, si
         pudiera leer en el porvenir las consecuencias felices con
         las que coronará estas tristes aventuras,
         ¿cuánto más no me aseguraría en mi
         pensamiento?
En efecto, si pudiéramos descubrir cuales son los
         designios de la Providencia, es seguro que
         desearíamos con ardor los males que sufrimos con
         tanta repugnancia.
¡Dios mío!, si tuviéramos un poco
         más de fe, si supiéramos cuánto nos
         amáis, cómo tenéis en cuenta nuestros
         intereses, ¿cómo miraríamos las
         adversidades? Iríamos en busca de ellas ansiosamente,
         bendeciríamos mil veces la mano que nos hiere.
«¿Qué bien puede proporcionarme esta
         enfermedad que me obliga a interrumpir todos mis ejercicios
         de piedad?», dirá tal vez alguien.
         «¿Qué ventaja puedo obtener de la
         pérdida de todos mis bienes que me sitúa en el
         desespero, de esta confusión que abate mi valor y que
         lleva la turbación a mi espíritu?» Es
         cierto que estos golpes imprevistos, en el momento en que
         hieren acaban algunas veces con aquellos sobre quienes caen
         y les sitúan fuera del estado de aprovecharse
         inmediatamente de su desgracia: Pero esperad un momento y
         veréis que es por allí por donde Dios os
         prepara para recibir sus favores más insignes. Sin
         este accidente, es posible que no hubierais llegado a ser
         peor, pero no hubierais sido tan santo. ¿No es cierto
         que desde que os habéis dado a Dios, no os
         habíais resuelto a despreciar cierta gloria fundada
         en alguna gracia del cuerpo o en algún talento del
         espíritu, que os atraía la estima de los
         hombres? ¿No es cierto que teníais aún
         cierto amor al juego, a la vanidad, al lujo? ¿No es
         cierto que no os había abandonado el deseo de
         adquirir riquezas, de educar a vuestros hijos con los
         honores del mundo? Quizá incluso cierto afecto,
         alguna amistad poco espiritual disputaba aún vuestro
         corazón a Dios. Sólo os faltaba este paso para
         entrar en una libertad perfecta; era poco, pero, en fin, no
         hubierais podido hacer aún este último
         sacrificio; sin embargo, ¿ de cuántas gracias no
         os privaba este obstáculo? Era poco, pero no hay nada
         que cueste tanto al alma cristiana como el romper este
         último lazo que le liga al mundo o a ella misma;
         sólo en esta situación siente una parte de su
         enfermedad; pero le espanta el pensamiento de su remedio,
         porque el mal está tan cerca del corazón que
         sin el socorro de una operación violenta y dolorosa,
         no se le puede curar; por esto ha sido necesario
         sorprenderos, que cuando menos pensabais en ello, una mano
         hábil haya llevado el hierro adelante en la carne
         viva, para horadar esta úlcera oculta en el fondo de
         vuestras entrañas; sin este golpe, duraría
         aún vuestra languidez. Esta enfermedad que se
         detiene, esta bancarrota que os arruina, esta afrenta que os
         cubre de vergüenza, la muerte de esta persona que
         lloráis, todas estas desgracias harán en un
         instante lo que no hubieran hecho todas vuestras
         meditaciones, lo que todos vuestros directores hubieran
         intentado inútilmente.
SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE:
SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE:

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