domingo, 11 de abril de 2010

CUIDADO PSICOLOGOS SUELTOS


Testigo de cargo

¡CUIDADO,
PSICÓLOGOS SUELTOS!

Uno de mis hijos caminaba por los pasillos del Palacio del Congreso cuando vio, en un rincón y con todo el aspecto de ser material descartado, una montañita de cartas y revistas en sobres de correo sin señas aparentes de haber sido abiertos. Le preguntó por ellas a un ordenanza que pasaba y se enteró de que los padres de la Patria desechaban así muchas veces la correspondencia que les llega en exceso. Y que ya pasaría el personal de limpieza y llevaría todo eso a su destino ígneo.

Cuando mi hijo le preguntó si podía retirar algo, le contestó —con el laconismo militar de los ordenanzas— “Sírvase”. Invitación que mi hijo acogió de buen grado porque había visto, en el montón de basura, algo que despertó su curiosidad y que sabía que me interesaría.

Así llegó a mis manos —por esta curiosa vía— un cuasi folleto y como revista impresa en papel satinado de primera calidad, acompañada de un DVD, con el asombroso título de “La psiquiatría. Una industria de la muerte” confeccionada por una llamada “Comisión de Ciudadanos por los derechos humanos” que manifiesta tener su sede en 6616 Sunset Boulevard de Los Ángeles y un sitio en la web (www.cchr.org).

Ojeada que fuera la revista-folleto y contemplado el DVD puedo informar a mis lectores que se trata de un feroz ataque contra el conjunto de la psiquiatría, a la que califica de “flagelo” y de la que dice cosas tan dulces como que es “el mayor fraude de todos los tiempos y el más peligroso” y que “no sabe cómo curar ni un solo problema mental”.

Luego golpea con esos datos numéricos que tanto gustan a los norteamericanos: “En los últimos cuarenta años ha muerto casi el doble de americanos en hospitales psiquiátricos del gobierno que el número de soldados de esa nacionalidad muertos en batalla en todas las guerras en las que los Estados Unidos ha participado desde 1776”.

¡Atiza! Y todo esto sólo en la Introducción. La cual se pone interesante cuando transcribe críticamente esta declaración de Brock Chisholm, cofundador de la Federación Mundial de Salud Mental, hecha en 1945: “Para lograr el gobierno mundial hay que eliminar de la mente del hombre su individualismo, lealtad a las tradiciones familiares, el patriotismo nacional y los dogmas religiosos”. Cita que parece indicar que el origen del folleto es la derecha americana. Pero, en rigor, importa poco. Lo que importa, en cambio, son las 67 páginas de denuncias que abarcan desde los orígenes en el siglo XVIII hasta la fecha. Un dato curioso es que, aunque reserva cuatro páginas a la psiquiatría nazi omite por completo los hospitales psiquiátricos soviéticos.

El conjunto es un compendio de denuncias escalofriantes en esa curiosa mezcla que es tan común encontrar en la derecha americana datos interesantes e importantes mezclados con alegaciones poco serias y sin base aparente. Se trata de presentar a la psiquiatría como una conspiración basada en un formidable negocio. Pero uno puede concluir, por lo pronto, que si sólo el diez por ciento de lo denunciado fuera cierto, nos encontramos frente a un gravísimo problema del cual apenas hay conciencia.

Problema a cuya presentación en este folleto le falta lo que suele faltar a la derecha americana: una visión de conjunto que se elude porque pondría en cuestión las bases mismas de esa derecha.

Este asunto comenzó cuando en los siglos XVII y XVIII se puso una confianza desproporcionada y ciega en la ciencia y se supuso que ella develaría todos los enigmas del hombre y solucionaría todos sus problemas. Por eso en los albores del XIX surgieron dos nuevas disciplinas— la sociología y la psicología— que intentarían trasladar los logros de las ciencias de la naturaleza al terreno humano, estudiando al hombre como ser social y como ser individual.

(No necesito decir que la psiquis ya había sido objeto de estudios y de desarrollos dentro de lo que se llamaban humanidades, pero ahora todo esto venía envuelto en una metodología y en unas pretensiones científicas).

CIENCIAS HUMANAS

Nacían así lo que después se llamarían ciencias humanas. Pero es indispensable comprender que el programa de esas ciencias no se limitaba al estudio del hombre sino que pretendían actuar sobre su conducta, realizarse como soluciones. Así como las ciencias naturales no se conformaban con descubrir cómo funciona la naturaleza sino que deseaban deducir formas concretas de aplicar ese conocimiento al dominio de las fuerzas naturales.

En el año 1637 Descartes había escrito, en “El discurso del método”, lo que creo es el programa completo de la modernidad: la suplantación de los viejos discursos de la filosofía por los nuevos métodos de la ciencia que nos harían “dueños y poseedores” de la naturaleza.

No era una empresa de conocimiento, era una empresa de dominio. Lo mismo pasará con las ciencias del hombre: no se trataba principalmente de entender al hombre sino de dotarlo de los conocimientos que le permitirían vivir según los preceptos de la razón.

Para ello, tanto la psicología como la sociología se trazaban un programa empinado puesto que, en definitiva, venía a reemplazar a todo lo que la tradición había edificado durante milenios.

Es aquí donde las ciencias del hombre fracasaron. No pudieron construir un conjunto de conocimientos que tuvieran la aceptación que se había logrado en las ciencias de la naturaleza. Después de doscientos años, hay una matemática y una física pero sólo hay escuelas en psicología y en sociología que debaten entre sí.

Lo cual no quiere decir que se hayan abandonado los viejos sueños de dominar la conducta humana. Así debe entenderse la denuncia que glosamos en la notícula anterior. El establishment psicológico es, como allí se denuncia, un centro de poder que sólo está sujeto a la crítica de sus pares porque es Ciencia (con mayúscula) y nadie puede juzgarla sino desde ella misma. Pero es una verdad que todos sabemos que los psicólogos se equivocan a cada rato, como todos los seres humanos.

Lo malo es que los errores de ellos terminan muchas veces en desastres o en la internación de por vida de una persona inocente.

La Ciencia ya no es lo que era en el XIX. La historia de Frankenstein —el experimento científico que se escapa de las manos del hombre que lo realiza— se multiplica (recordar Jurassic Park) y ahora comienzan a pulular las advertencias del tipo de la que comentamos.

¿Recuerdas, lector, la Marujita de la que hablé en el número pasado? Expresaba una fe en la ciencia como salvadora que se ha ido marchitando sin remedio. Es que la Inquisición ha quedado muy pero muy chiquitita al lado de lo que se hizo en nombre de la razón y de la ciencia. ¿Recuerdas el socialismo “científico” de Carlos Marx? ¿Recuerdas el Gulag, los seis milones de ucranios muertos de hambre? ¿Recuerdas la democracia liberal que terminó la guerra con dos golpetazos de ciencia sobre Hiroshima y Nagasaki? ¿Recuerdas los millones de niños abortados? ¿y los crímenes de la posguerra? Pero seamos justos. También los alemanes cometieron crímenes aunque no sea en la cantidad ni forma en que lo dicen sus enemigos. ¿Y los cometieron en nombre de qué? De la ciencia racista, el elemento moderno del nacionalsocialismo.

¿Desacredita todo esto a la ciencia? Claro está que no, pero marca que sigue siendo un método de conocimiento entre otros y que puede ser usado para bien o para mal. Y que cuando se suelta del control moral puede terminar en una industria de muerte.

EL FRACASO DE UN ÍDOLO

Sí, la ciencia ha sido el instrumento o el pretexto de muchos horrores, de horrores que dejan a los anteriores muy atrás. Pero no es eso sólo lo que ha hecho perder a la ciencia su predicamento. Lo más grave fueron las defraudadas esperanzas puestas en ella a través del progresismo, esa neorreligión surgida en Europa en el siglo XVIII.

Se suponía que la ciencia tenía todas las respuestas, que proporcionaba todas las explicaciones que el hombre necesita para vivir. Y ¿qué sucedió? Pues, que la ciencia se fue por un lado (el conocimiento cada vez más minucioso de la naturaleza) y las respuestas esenciales por otro.

Mire Usted dónde estamos hoy. Los biólogos descubren el ADN que muestra más allá de toda duda razonable que desde el momento de la concepción hay en el vientre de la mujer un ser distinto y que contiene, en semilla, todas las características que lo van a distinguir en cuanto emprenda la vida transuterina. Y ¿cómo responde la “sabiduría de nuestro tiempo”? Diciendo, por boca de millones de féminas adiestradas que ellas tienen derecho sobre sus cuerpos y que ese derecho llega hasta suprimir “eso” que llevan en su seno.

Los investigadores descubren que entre hombre y mujer hay diferencias esenciales que van desde los genitales al cerebro. ¿Qué dicen los modernos? Que hombre/mujer es una construcción cultural y que, en consecuencia, uno elige su sexo como en un shopping. Y todavía peor. Todo el ancho campo del arte de vivir, el discernimiento de lo bueno y lo malo, todo ese campo en el que la ciencia nada tiene que decir ¿en qué manos cae? En los libros de autoayuda, en largas colecciones de lugares comunes o perversidades disfrazadas de sabiduría.
Todavía hay un último escalón. Los que buscan en los libros de autoayuda las respuestas que no encuentran en la ciencia son casi una aristocracia al lado de los millones que no leen ningún libro y confían entonces en los horóscopos, en el tarot o en los extraterrestres.

Cuenta Arthur Koestler, en su fascinante biografía, que su alimento espiritual, a principios del siglo XX, era un divulgador científico de moda, Haeckel, autor de “Los enigmas del Universo”.

En ese libro se sostenía que de los siete mencionados enigmas, seis estaban ya resueltos y el séptimo —el libre albedrío— era un simple dogma basado en una ilusión. Comenta Koestler: “Era muy alentador saber, a los catorce años, que todos los enigmas del universo habían sido resueltos. Sin embargo, subsistía una duda en mi mente porque, por algún descuido, la paradoja del infinito y de la eternidad no habían sido incluidas en la lista”.

DE DOCTA IGNORANCIA

En “La Nación” del 6 de marzo de 2009 leímos con sorpresa que la docta doctora Argibay, miembra (lo decimos así para que no se enoje Cristina ni nos persiga el INADI) de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, declara —a propósito del elogio de la pena de muerte que hizo la indocta Susana Giménez— “que la Constitución argentina no permie la pena de muerte, de modo que cuando se la reclama lo que se está pidiendo es que se viole la Constitución Nacional” (sic).

Caramba, hasta el momento en que habló la jueza creíamos que la constitución podía reformarse en el todo o en parte y que era un derecho de todo ciudadano peticionar a las autoridades que se modifique. Sí, pero el Pacto de San José de Cosa Rica. Sí, pero también el pacto puede denunciarse.

De modo que en la confrontación entre la pulposa actriz y la no menos pulposa (pero en otros lados) doctora, la que lleva razón es la actriz. Ella se limitó a decir que en su opinión “el que mata, debe morir”, o sea que implícitamente ha dicho: soy partidaria de que se modifique la Constitución y se permita la pena de muerte. ¿Dónde está la violación de la Constitución? Debe ser que la Argibay piensa que las cláusulas actuales de nuestra Ley Suprema son verdades dogmáticas como los pronunciamientos ex cáthedra del Sumo Pontífice. Y el Holocausto.

LA NOCHE NO QUEDÓ ATRÁS

Por una mala crítica publicada por el diario español “ABC” me entero de que se ha reeditado —por la editorial Seix Barral— el libro de Jan Valtin (cuyo verdadero nombre era Richard Krebs) titulado “La noche quedó atrás”. En la edición de Claridad lo leí en 1943, hace ya bastante más de sesenta años y lo releí infinitas veces hasta saberme de memoria muchas páginas.

Es un libro de memorias que adopta a veces una forma levemente novelada. Su autor fue un personaje importante del comunismo alemán, capturado por la GESTAPO (Geheime Staat Polizei; Policía secreta del Estado) a fines de 1933. Pocos años después logró convencer a sus carceleros que trabajaría para ellos. Lo soltaron, rompió con el comunismo y se exilió en Estados Unidos.

Pero el valor del libro está en la descripción descarnada y auténtica de lo que fue el enfrentamiento entre comunistas y nacionalsocialistas. Krebs/Valtin no oculta nada, no es un libro escrito para demostrar algo, sino que es simplemente el relato de una vida perdida en medio de la tormenta de esa lucha a muerte. Pero, en mi opinión, sin leerlo no se puede entender al nacionalsocialismo, al comunismo y —si me apuran— hasta al siglo XX.

Para los que se interesen en esos temas me permito recomendarlo muy calurosamente.

HAZTE AMIGO DEL JUEZ

En el número anterior expusimos las diez conclusiones principales que pueden extraerse de la historia del siglo XX. Ahora un recorte sin fecha de “El País” que me envía mi buen amigo ARP viene a ilustrar una de esas conclusiones. Concretamente la quinta, que recordaba que “matar se puede, pero no a judíos”.

Veamos: los europeos inventaron un disparate propio de esta época de marxismo (de Groucho Marx). Se llama nada menos que la jurisdicción universal. Durante milenios, los jueces han tenido una jurisdicción territorial acotada. Es decir, un pedazo de tierra donde ellos pueden “decir el derecho” (juris. Dictio).

Pues eso es lo que hacen los jueces: hacer que el derecho que está en las leyes generales diga lo que contiene para el caso particular que se le somete al juez. Entre otros fundamentos, porque en el territorio en que el juez decía el derecho contaba con los medios coactivos de hacer cumplir la sentencia. Un juez de Bélgica juzgaba sólo los casos sucedidos en Bélgica porque en Holanda la policía no lo obedecía y si le ordenaba detener a un sospechoso pues… se quedaba con las ganas.

Pero en la Europa actual todo eso cambió. Por vía legislativa y jurisprudencial se instauró la jurisdicción universal. Claro que en materia de delitos atroces, es decir los que comete la derecha. Ahora los jueces de varios países europeos pueden —y, consecuentemente, deben— juzgar cualquier atrocidad cometida en cualquier país de la tierra. De allí los intentos de jueces españoles, franceses e italianos de indagar los crímenes de nuestros años setenta, desde luego los atribuidos a las Fuerzas Armadas, porque los otros… se ruega volver al decálogo.

En el diario arriba mencionado, un señor José Yoldi escribe un artículo titulado “La diplomacia amordazó a la justicia” en el que relata que un juez español cometió el desatino de querer juzgar a combatientes israelíes por las atrocidades cometidas en Gaza. ¿Qué sucedió? Dejemos la palabra a Yoldi: “Lo que no pudo lograr George Bush y su todopoderosa Secretaria de Estado, Condolezza Rice, lo que no logró el Partido Comunista chino ni su gobierno de más de mil trescientos millones de habitantes… lo que no obtuvieron gobernantes y dictadores de Guatemala, Chile y Argentina, lo ha alcanzado la Ministra de Relaciones Exteriores de Israel, Tzipi Livni, con una llamada telefónica. Eso es poder”.

¿Entendiste bien, lector amigo? Lo que la Tzipi debe haberle recordado al Zapatero es el quinto punto de mi decálogo. “Oye, primer ministro, que los que matamos no son judíos sino sólo palestinos. A no amolar”.

Y en efecto, obediente, el Zapatero hizo los arreglos correspondientes y el juicio de jurisdicción universal se archivó per omnia sæcula sæculorum. Y colorín colorado…

Aníbal D'Ángelo Rodríguez

Escrito por CabildoAbierto
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