sábado, 3 de abril de 2010

SANTURIO DIRIA " que lindo que es eso"

Un sacerdote argentino casará a su propio hijo

En la provincia de Córdoba, lo conocen como "el Padre Pepe". Su nombre completo es José Alberto Cruchinho y, a los 64 años, celebrará el matrimonio de su propio hijo, el viernes próximo.

A comienzos de los años setenta, Pepe decidió abandonar el seminario porque la Iglesia adoptó una línea con la que no comulgaba y, unos años más tarde, conoció a la que en 1976 se convirtió en su mujer y madre de Pablo Andrés, su único hijo.

La muerte de su esposa en 1987, víctima de cáncer, lo llevó a mudarse a Villa María, una pequeña localidad de Córdoba, donde se reencontró con sacerdotes que lo motivaron para retomar el seminario. Nuevamente dentro del clero católico, José Alberto podrá oficiar la boda de su descendiente.

"Así como bauticé a mis nietos, ahora casaré a mi hijo", dijo el padre "Pepe". El sacerdote reconoce que su situación es poco común, pero a la vez recuerda que "hay varios curas que se casaron, tuvieron su familia y luego se ordenaron sacerdotes, tras distintas circunstancias de la vida".

CRISTO CRUCIFICADO Y RESUCITADO


CRISTO CRUCIFICADO Y RESUCITADO

Este capítulo presentará algunos acentos de la cristología de San Pablo, sin pretender abarcar y comentar la totalidad de ellos. (20)

La cristología paulina, como toda su teología, tiene un crisol propio para entenderse: su encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco. Este acontecimiento fue para San Pablo, la experiencia deslumbrante de Dios y la salvación. Para él Dios lleva en adelante el nombre de "Dios que resucita a Jesucristo"; a ese Jesús, "su Hijo", que convirtió a Pablo en "nueva creatura", es preciso anunciarlo porque en él Dios realiza la salvación del mundo (21). A Cristo Crucificado y Resucitado, Hijo, Creador de una nueva humanidad es al que se referirá este capítulo.

1. Cristo crucificado y Resucitado: Principio de Salvación

a. "De rico que era se hizo pobre" (2Cor 8,9)

Según San Pablo la situación del hombre sin Cristo es inextricable: ha pecado, y por ello se ve reducido a la debilidad de la carne; carece de fuerza, y por eso mismo se entrega al pecado que le solicita. Se encuentra preso en un círculo vicioso de condenación. El mundo entero comparte su pecado (Rom 8,20) y se cierra sobre él como una cárcel (cf. Gál 3,22; Rom 11,32) sellada y custodiada por la ley, el pecado, la muerte, poderes cósmicos personificados en el dramático pensamiento del Apóstol. El hombre se ve cercado por la muerte: "¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rom 7,24). (22)

En la tierra, Cristo comparte la existencia de los hombres que viene a salvar con toda su pobreza (Heb 2,14). El despojo, la humillación, la obediencia, se confunden con la existencia adoptada, la de la carne débil, privada de la gloria de Dios y cuyo signo distintivo y culminación es la muerte. Escribe F.X. Durrwell:

"Cristo vive bajo una forma que no responde a su entera verdad filial (Flp 2,6-8). Aunque de condición divina, Cristo al contrario de Adán, no reivindicó el rango que podía igualarle a Dios. Escogió la servidumbre, condición del hombre terreno, hasta el punto de dejarse tomar por un hombre semejante a cualquier otro. Y una vez hecha esta opción asume todas las consecuencias, hasta la última de ellas: la muerte." (23)

Pablo va más lejos todavía: "Envió a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado" (Rom 8,3). "A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros" (2Cor 5,21). Dios le hizo pecado por el hecho de revestirle de una existencia de carne, servidumbre (Flp 2,7) y pobreza (2Cor 8,9). (24)

Cristo no se halla solamente revestido de una condición servil; la sujeción es parte de su mismo ser: un ser de carne. Se ve sometido a leyes físicas que encadenan la libertad del hombre; la última de ellas es la muerte. Se somete, por fin, a la servidumbre propia del pueblo judío "del que nació según la carne" (Rom 1,3; 9,5): "Nacido de mujer, nacido bajo la ley" (Gál 4,4). La obediencia de la ley se le imponía.

La muerte de Cristo, es según el Apóstol, el acontecimiento que expresa y sintetiza su vida terrestre, el límite de su humillación, el último efecto de su debilidad (2Cor 13,4). Es una recapitulación tan perfecta de los años vividos en la tierra, que la teología paulina permite silenciarlos: le basta con resumirlos en la mención de la muerte.

Escribe F.X. Durrwell:

«"Muerto por la carne" (1Pe 3,18), "crucificado en razón de su flaqueza" (2Cor 13,4) Pero su muerte es liberadora. Anula precisamente lo que ella misma rubrica. Al morir por razón del pecado, de la debilidad de la carne, de las exigencias de la ley, Cristo muere a todo eso: al pecado (Rom 8,3; Rom 6,6, Rom 6,10; Heb 9,28), a la debilidad (Rom 6,10) y a la ley (Gál 2,19; Rom 7,4; Ef 2,15; Col 2,14).» (25)

Es la cruz lo que evoca el Apóstol cuando escribe: "Dios le hizo pecado". En esa humillación de Cristo había un motivo: "... para que viniésemos a ser justicia de Dios" (2Cor 5,21); "por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais" (2Cor 8,9); "sometido a la Ley para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley" (Gál 4,4ss). Cristo acepta la condición carnal en su extrema y última debilidad, y el Padre le resucita para que, con Cristo, los hombres pasen de la muerte a la vida. (26)

Más allá de toda expiación o conversión moral, la salvación consistirá en una transformación, en una "nueva creación" del hombre, puesto que su mal radica en no ser más que "carne". "La ley del Espíritu de vida me liberó de la ley del pecado y la muerte" (Rom 8,2). El mal reside en el pecado y la muerte, la salvación es resurrección en la santidad del Espíritu. (27)

b. "Resucitado para nuestra justificación" (Rom 4,25)

Para Pablo, la muerte hace merecer la resurrección (Flp 2,6-11). La resurrección es el término de la kenosis, su fruto paradójico, el efecto de su mérito. Merecer es aceptar. La muerte es la obediencia absoluta (Rm 5,19; Flp 2,8), el consentimiento ilimitado de Jesucristo frente a Dios Padre. Al asumir Jesús una total debilidad, queda por completo en manos de la omnipotencia. La muerte pone, pues fin a la vida carnal, porque introduce a Cristo en la gloria. El punto de arranque es el misterio filial que transforma la muerte en lo contrario de lo que ella es para el pecador, en una apertura a Dios y a la vida.

En su muerte, Jesús fue hecho Señor para la salvación del mundo. Pero para él como para todo hombre, la muerte tiene primero un sentido personal: a través de ella se consuma el misterio de la filiación.

"La redención que se realiza enteramente en Cristo, no es otra cosa que la realización de su propio ser filial." (28), se lee en F.X. Durrwell.

A partir de aquí se revela en Jesús un nuevo ser. Antes "aparecido en la carne", adoptando la condición de los hombres que venía a salvar, es ahora "constituido Hijo de Dios con poder según el espíritu de santidad" (Rom 1,4), es decir, de acuerdo a la santidad original. A quien se despojó hasta la muerte, Dios otorga el nombre soberano, el poder y la gloria divinos, de modo que el universo proclama: "Cristo Jesús es Señor" (Flp 2,9-11). (29)

Dice F.X. Durrwell:

«La redención se realiza en una transformación de Cristo cuyo estado de carne pecadora y de santidad vivificante constituyen términos opuestos. La pascua de la salvación se identifica con una persona: "Cristo nuestra pascua" (1Cor 5,7).» (30)

Antes "hecho pecado", ahora "convertido en justicia"; antes sometido a la ley, ahora resucitado en el Espíritu que es libertad a fin de dar a los hombres "el Espíritu de filiación" (Gál 4,1-7). Los hombres quedan justificados cuando entran en comunión con Aquel que ha muerto a la carne y es glorificado en Dios (2Cor 5,21).

En Cristo el fiel toma parte en el misterio del Resucitado: "Todos serán vivificados en Cristo" (1Cor 15,22; cf. Ef 2,6); "el que está en Cristo es una nueva creación" (2Cor 5,17). El pecado se perdona por inserción en la vida del Resucitado: "Hallamos la redención, el perdón de los pecados", en el reino luminoso del Hijo amantísimo, al que hemos sido trasladados (Col 1,13s); "Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. La ley del Espíritu de vida te ha liberado" (Rom 8,1s). Cristo glorioso es, por consiguiente, el lugar existencial donde la redención alcanza al fiel. Fuera de él, que "resucitó para nuestra justificación", no hay acceso posible a la justicia. Cristo glorioso constituye el medio vital en que se elabora la justificación.

El Apóstol lleva su afirmación todavía más lejos. La misma acción divina que resucita a Cristo vivifica a los fieles. La fórmula "con Cristo" precisa que dicha justificación es efecto de la acción misma del Padre que glorifica al Hijo. "A nosotros, muertos por nuestros pecados, nos dio vida juntamente con Cristo... nos resucitó con él" (Ef 2,5ss; Col 2,12ss; Col 3,1). Toda gracia es otorgada en el acción de Dios que glorifica a Cristo.

Los fieles quedan englobados en la acción vivificante única, de la que se beneficia el propio Cristo (31). Unidos a Cristo en la fe, los hombres resucitan con él.

"La resurrección es la irrupción, - expresa F.X. Durrwell - en Cristo y en el mundo, de la justicia vivificante de Dios. Es el Padre quien resucita a Cristo y justifica a los hombres; los justifica en Cristo y por la acción resucitante que ejerce con él." (32)

La justicia de los hombres es el misterio personal de Cristo en su muerte al pecado, en su resurrección gloriosa. A los hombres toca ahora pasar por ese mismo crisol de su muerte y resurrección. (33)

2. Cristo resucitado: "constituido Hijo de Dios" (Rom 1,4)

a. "Yo te he engendrado hoy" (Hch 13,33)

La cristiandad primitiva reconoció en el Resucitado al Hijo de Dios. No ignoraba la identidad filial del Jesús terreno, y sin embargo lo proclama Hijo en su calidad de Resucitado. El título de Hijo de Dios está reservado al Resucitado (34). Los cristianos sintieron la gloria pascual como una realidad filial (Gál 1,16).

En el pensamiento paulino, la Resurrección es un comienzo absoluto para Jesús y para la salvación. Ahí es donde Jesús se constituye en su verdad filial: "Constituido Hijo de Dios con poder... por su resurrección de entre los muertos" (Rom 1,4). No sólo es proclamado, sino constituido Hijo, engendrado en ese día (35). Esta fórmula adoptada por San Pablo, es comentada por él mismo, según Hch 13,32s como sigue: "Os anunciamos la buena nueva de que la promesa hecha a nuestros padres Dios la ha cumplido a nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, cómo está escrito en el salmo segundo: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy»".

Esta resurrección reveló e iluminó la relación de Cristo con el Dios al que había dado el nombre de "Abba, Padre querido". Puso de manifiesto que la vida de Jesús había sido la vida humana del Hijo de Dios. Por medio de su resurrección entre los muertos, se llegaba a conocer ahora que Cristo había sido declarado "Hijo de Dios" (Rom 1,3-4). De aquí, que para Pablo, encontrar a Jesús resucitado supuso recibir una revelación personal y especial del Hijo, que hizo de Pablo el gran apóstol de los gentiles (Gál 1,16). (36)

En la revelación de Jesús, Pablo hizo el descubrimiento de que Dios es Padre, y precisamente de aquel Jesús a quien, como fariseo, perseguía por defender el honor de Dios. Es Padre por acción resucitante, "Dios Padre, que lo resucitó" (Gál 1,1), caracterizado por ese acto, como Jesús se caracteriza por la resurrección.

F.X. Durrwell expresa:

"La resurrección es a la vez filiación realizada y filiación revelada. Por lo demás no parece que Dios haya revelado nunca su misterio en el mundo de otro modo que realizándolo en él." (37)

En su gloria, Jesús es totalmente de origen divino: "ha sido resucitado", "Dios lo resucitó". Esta acción de Dios en Cristo, aún sin dejar de ejercerse sobre un ser ya existente, es totalmente creadora. La resurrección es un comienzo absoluto, a partir de la muerte en que el hombre no es nada para sí mismo. La resurrección de Cristo se debe a una intervención inmediata de Dios: "Yo te he engendrado" (Hch 13,33; Heb 1,5).

La resurrección no se halla encerrada en la historia, en la sucesión terrena de causas y efectos. Rompe por el contrario esa monótona cadena y desfataliza la historia, atestiguando que el mundo no es algo cerrado en sí mismo, sino que se ofrece al Espíritu creador de Dios precisamente en ese punto de sí mismo que es Cristo. (38)

b. Resurrección: Nacimiento pascual por el Espíritu

El nacimiento pascual de Jesús se debe al Espíritu. Sólo por Él es posible convertirse en hijo de Dios (Rom 8,14ss; Gál 4,6). Según el relato evangélico, Jesús es Hijo de Dios desde el comienzo de su vida terrena porque el Espíritu mora en Él. Podría decirse que el Espíritu es el seno de Dios. Resucitado por el Espíritu, trasformado en Él, Jesús nace "Hijo de Dios... según el espíritu de santidad" (Rom 1,4). A las múltiples paradojas del misterio pascual ya encontradas, viene a añadirse esta otra: Jesús nace al acabarse su vida. Este nacimiento es eterno. Si la resurrección es a la vez comienzo y plenitud. Cristo jamás la superará, permanecerá para siempre en su resurrección. (39)

Si un hombre, en cualquier época de la historia, pasa a compartir, por la fe y el sacramento, la herencia de Cristo, "resucita-con" él (Ef 2,6; Col 2,12). Ahí es pues, donde encuentra a Cristo, en su resurrección. Unido a él se beneficia de la idéntica acción que resucita a Cristo, es "vivificado-con" (Ef 2,5), arrebatado por "la fuerza de su resurrección" (Flp 3,10). Los residuos de vetustez, que el bautismo no hizo desaparecer, se reabsorben poco a poco; el fiel se renueva (1Cor 4,16), se reviste del "Hombre nuevo" (Col 3,10) a medida que progresa en la comunión con Cristo.

Ello significa que el nacimiento pascual de Cristo es superabundante -puesto que todo hombre puede regenerarse en él- y siempre actual, que Cristo es eterno en el frescor de primero de ese instante, siempre recién nacido en el Espíritu, que Dios pronuncia en él la palabra eterna por la que es Padre: "Yo te he engendrado hoy".

F.X. Durrwell afirma lo siguiente:

"Así, pues, la resurrección no pertenece al pasado, ni al orden de los hechos sucesivos. Ninguna causa terrestre la precede, porque la intervención de Dios es creadora, inmediata. Nada tampoco viene después porque ella es plenitud. La resurrección es el misterio escatológico, final y original. Tras el hombre viejo que, en nosotros, va haciéndose cada vez más decrépito (2Cor 4,16), he aquí Adán eskathos (1Cor 15,45), es decir, el Adán totalmente nuevo y último: Cristo para siempre en su nacimiento." (40)

Ni el cristianismo ni el hombre se comprenderán jamás fuera de ese "Hijo muy amado" que, en su muerte, resucitó por obra de Dios. Es ahí, en ese hombre y en esa acción, donde Dios revela su presencia en el mundo; es ahí donde lo salva al crearlo. (41)

3. Cristo Resucitado: nueva CREACIÓN

San Pablo divide la existencia de Cristo en dos fases, separadas por la muerte y resurrección: una según la carne, otra según el Espíritu. En su sentido original, habla de dos modos de ser sucesivos y complementarios, de una vida primero terrestre, pero ya mesiánica, y de un estado de vida celeste vivido en el plano de Dios. (42)

En el pensamiento paulino, la muerte no se opone tanto a la vida natural como a la vida de resurrección, ahora oculta pero más tarde gloriosa, que es la vida del Espíritu (Rom 5,15.17.21; Rom 6,23; 8,1-4). (43)

En Él y con Él, el mundo, sometido al pecado y dividido a causa de la Ley (Gal 3,23-28; 6,15) porque se replegó sobre sí mismo se apartó de Dios, murió en la cruz (2Cor 5,21; Gal 6,14). En el cuerpo del Resucitado, Dios creó un mundo nuevo (2Cor 5,19), el Padre inaugura otra creación, la esperada por los profetas "en la plenitud de los tiempos" (2Cor 5,17; Gal 4,4): el tiempo de las promesas dio paso al tiempo de las nuevas realidades (Gal 3,16; 2Cor 5,17), la humanidad pecadora encuentra de nuevo la intimidad de su Creador (Gal 6,16; 2Cor 5,19). (44)

Como coronación de esta dimensión universalista, San Pablo muestra cómo la Resurrección se convierte en principio de nueva creación del cosmos entero: todo el cosmos -no solo el hombre- es llamado a participar en esta renovación: "Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por Aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto" (Rm 8,19-22).

En resumen, la resurrección es experimentada y comprendida por la Iglesia apostólica no sólo como glorificación de Cristo; no sólo como la convocación de la comunidad mesiánica; no sólo como el unir en uno los dos troncos de la historia de la humanidad; no sólo como el renovar desde dentro a cada hombre, dándole la medida plena de la libertad y de la unidad en el Espíritu; sino también como inicio de la transfiguración gloriosa. En Cristo resucitado es glorificado un fragmento de corporeidad, de historia, de cosmos, y esto, en la esperanza de la Iglesia primitiva, es el signo y el inicio de lo que es el destino de toda la humanidad y de todo el cosmos. Si -como dice Pablo- es verdad que la comunidad es el cuerpo de Cristo, todo el cosmos está llamado a convertirse en el gran cuerpo de la humanidad resucitada en Cristo resucitado. (45)

a. "Primogénito de toda criatura" (Col 1, 14) y "Primicia de los que mueren" (1Cor 15,20)

Jesús entró tarde en la historia. Como hombre, no vivió antes de su nacimiento. Y sin embargo se le atribuye, antes de su devenir terrestre, una presencia y una acción que se remontan a los orígenes.

Por eso, cuando Pablo comprende que Cristo es la plenitud (Col 1,19; 2,9) escatológica, entiende fácilmente que toda realidad terrena sea proyección, aun antes de existir, de dicha plenitud (Col 2,17); que Cristo exista antes que toda cosa, porque la plenitud precede a toda participación. En su misterio pascual, Cristo es "el primogénito de toda criatura", por ser la plenitud final de todo lo creado. (46)

En varias ocasiones, "el primogénito" es llamado imagen de Dios. Este título pertenece al Hijo en su plena revelación es decir en su resurrección, es un título lleno de gloria (2Cor 4,4; Col 1,13.15). En la tradición bíblica, la imagen salida de Dios es por sí misma un comienzo. La sabiduría, esplendor de Dios, es inseparable de la obra creadora (Prov. 8,22-31); la creación de Adán a imagen de Dios es el principio de la humanidad. Instintivamente el Apóstol une los títulos "imagen de Dios" y "primogénito" (Rom 8,29; Col 1,15.18). Al igual que la sabiduría. Cristo-imagen es principio de creación, de la nueva creación (1Cor 15,49; Col 3,10) y de la creación sin más (Col 1,15ss). Esto también caracteriza la acción paterna que resucita a Jesús: es creadora en Cristo y para el mundo.

La resurrección de Cristo implica pues, la resurrección de todos. "Cristo ha resucitado como primicia de los que mueren" (1Cor 15,20). De una vez, sin más, afirma Pablo la relación que une a Cristo con los muertos.

«Cristo es primicia - escribe B. Rey - porque la obra de su vida que se realizó en El la mañana de la Pascua compromete el futuro. Lo que se ha cumplido en su persona no afecta solamente a su ser "individual"; tanto su abatimiento como su glorificación no tienen sentido más que en función de la salvación de los hombres, por la cual fue enviado por el Padre (Rom 1,3-4). El es "primicia" porque su resurrección es un acto de Dios que compromete el destino de todos aquellos que le han de estar orgánicamente unidos.» (47)

La palabra "primicia" implica, en realidad, un lazo necesario con la "masa" de los otros muertos de la que Jesús ha salido primero para que los demás le sigan. El es el primero, no solamente en el orden cronológico sino a título de principio: porque El es "primicia", seguirán necesariamente las demás resurrecciones; El es "primicia de la muchedumbre" de fieles, a la manera como se ofrecía en el templo al día siguiente de la Pascua la primera gavilla del año como primicia de toda la recolección a la que pertenecía (cfr. Ex 22,28; Lev 23,10-11). (48)

b. Cristo resucitado: Nuevo Adán

"Henchid la tierra y sometedla" (Gen 1,28). Este dominio de toda la creación no había podido realizarse a causa del pecado de Adán; la rebelión del hombre contra Dios implicaba, en cierto sentido, la rebelión del mundo contra el hombre. He aquí, pues, por qué por su obediencia el Mesías va a hacer posible el cumplimiento del designio de Dios sobre la humanidad y su morada, el mundo. Todas las cosas eran solidarias de Adán, todas las cosas serán solidarias del Hijo, ese hombre por quien viene la vida: El obtendrá la sumisión de todas las cosas y las remitirá al Padre. Por El los planes de Dios sobre el hombre y su creación serán llevados a la práctica, a su realización acabada, a su culminación perfecta. La nueva creación será una restauración y cumplimiento del orden primero vinculado a Adán. (49)

En Rom 5,12-21, Cristo se contrapone al primer Adán en nombre de su muerte; el contraste se sitúa en el plano moral: el pecado y la obediencia. Pero sólo la obediencia no hace aún de Cristo el principio de una nueva humanidad. Para convertirse en Padre de una humanidad pecadora, además de ser desobediente, el pecador Adán tuvo que engendrar. Cristo, además de ser obediente, debe propagar una vida llena de Espíritu, la que se ganó por la muerte (Rom 5,15), su vida de gloria.

En cambio en 1Cor 15, 20-22.45, la antítesis no contrapone ya dos actos morales, pecado y obediencia, sino dos principios de vida. El último Adán es el hombre celestial, el Cristo de gloria que prolifera en el Espíritu Santo. (50)

Pablo halla la explicación de este hecho en Gn 2,7, introduciendo en dichas palabras una distinción entre el "espíritu que da la vida" y "ser animado". Adán es un ser animado; no tiene, pues, la vida en sí: la recibe de fuera, del exterior; Cristo, por el contrario, es el "espíritu vivificante"; posee la vida en sí mismo, y en adelante será el principio divino en el que todos los hombres serán vivificados o reanimados. Dios crea otra humanidad cuyo prototipo es Cristo resucitado, porque "está escrito: fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida" (1Cor 15, 45). (51)

Por su resurrección se escapa de la condición terrena del primer Adán y queda constituido en su humanidad glorificada, fuente y origen de la vida para todos los que constituirán la raza o descendencia del segundo Adán (52). Escribe F.X. Durrwell:

«Su paternidad es más íntima que la de su antepasado terrestre, "alma viviente", que vive para Él sólo, que fuera de Él enciende focos de vida, que comunica una existencia semejante a la suya y no la suya misma, que es un simple primer eslabón de generaciones sucesivas. Cristo "espíritu vivificante" cuyo ser se irradia, engendra a los hombres englobándolos en su propia gracia (Rom 5,15) y animándolos con su propia vida.» (53)

Por su paso de la muerte a la resurrección, Cristo, en su propio cuerpo, ha arrancado al mundo de su autoesclavitud para establecerle en una relación existencial nueva con su Creador, relación que se funda en un nuevo don que viene de Dios, que es de Dios: el Espíritu. Sin duda el mundo antiguo de Adán persiste, permanece; pero los hombres al unirse e identificarse con Aquel que se ha hecho para ellos "Espíritu vivificante", adquieren una sobreexistencia que no pertenece a este mundo, sino al cielo, sobreexistencia que se manifestará en la epifanía de la resurrección de los cuerpos (54). Cristo sustituye el reino de la muerte, instaurado por Adán, por el reino de la vida; actualmente los dos reinos coexisten, pero "al final" sólo permanecerá el reino de la vida (55).

4. Cristo Resucitado: Espíritu Vivificante

La muerte de Jesús señala el fin de una existencia según la carne y la entrada en la vida según el Espíritu. Eso es precisamente la resurrección de Cristo, y ahí reside su poder de salvación universal: es la plenitud del Espíritu que invade a un hombre para la salvación de todos.

El Espíritu es resurrección. Esto se sabía ya en Israel (Ez 37,1-14). Él es causa de toda resurrección, en Cristo y en los fieles: "Si el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rom 8,11) El Padre es el origen de la acción resucitadora, el Espíritu su agente. El Espíritu se manifiesta como poder actuante de Dios en su obra, a la vez de creación y salvación (56).

Por la acción resucitante del Espíritu, el cuerpo de Cristo es "espiritual". Su espiritualización ha llegado a ser tan sustancial que obliga a afirmar que Cristo ha sido "hecho espíritu" y que permite intercambiar, sin notable diferencia de sentido, las fórmulas "en Cristo" y "en el Espíritu". En uno y en otro somos santificados (1Cor 1,2; 1Cor 6,11) y justificados (Gál 2,17; 1Cor 6,11); porque la vida de Cristo es la vida misma del Espíritu, y "el que se une a Cristo se hace un sólo espíritu con Él" (1Cor 6,17) (57).

La resurrección que transforma a Jesús en el Espíritu, es totalmente divinizadora. Confiere a Cristo lo que Dios mismo es: principio y dador de sentido. Todo en Él es ya realidad de espíritu. Se ha convertido en "cuerpo espiritual"’. La carne que ocultaba la santidad, ha quedado abolida; las leyes físicas no pesan ya sobre él, el tiempo y el espacio no lo circunscriben, porque el poder y la eternidad del Espíritu suprimen toda flaqueza y toda limitación (58).

"Cuando el Espíritu espiritualiza a un hombre, - escribe B. Forte - anula en él la carne, lo libera de todo repliegue sobre sí mismo, derriba hasta la última de sus murallas: de Cristo ha hecho, pues, un ser en total apertura, en comunión y don de sí. Vivificado en el Espíritu, Cristo es irradiación del espíritu, un Resucitado semilla de resurrección." (59)

Hecho espíritu, propaga el Espíritu por comunicación de sí mismo. es un "alimento espiritual" que espiritualiza (1 Cor 10,3); pone a los fieles en comunión con su cuerpo para hacer de ellos "un espíritu" con Él (1Cor 6,17). En esta comunión los fieles son "resucitados-con", "vivificados-con", arrebatados por esa única acción de Dios, la que glorifica a Cristo en el Espíritu. Dios no repite con cada fiel su intervención pascual, resucita sólo a Cristo, y con Él a quienes están en Él.

A partir de ahora el Espíritu transforma a los fieles, como en el día de la resurrección, a la vez santidad, poder y gloria (2Cor 3,18-4,6). Cuando el fiel se vuelve a contemplar la faz de Cristo, es transfigurado de gloria en gloria en esa misma imagen. Y a su vez, Cristo irradia esa fuerza porque, penetrado del Espíritu hasta lo más hondo, Él mismo ha quedado convertido en Espíritu (2 Cor 3,17ss). El Espíritu es la gloria de Dios en Cristo y su fuerza santificante (60).

Lo que opera en Cristo resucitado como "espíritu vivificante" es obra de Dios, que se opone a lo que es obra de hombre: en el cuerpo glorificado de Cristo halla acceso el hombre a la misma vida divina, se libera de sí mismo para arrojarse en las manos de su Creador (Ef 2, 17) (61).

Afirma G. Rossé:

"Convertido en Espíritu Vivificante, Jesús es capaz, en el don de sí mismo, de comunicar el Espíritu, la potencia creadora de Dios que vivifica y reúne, porque es el amor mismo de Dios comunicado. Y viceversa, solamente el Espíritu transforma la sociedad de los que se reúnen en el nombre de Jesús en Iglesia, por incorporación a Cristo." (62)

Cristo es ahora un ser-fuente que se realiza multiplicándose, sin dejar por ello de ser él mismo, que vivifica y reúne a los hombres recibiéndolos en El, en su mismo Cuerpo. La Iglesia es entonces el Cuerpo de Cristo Resucitado.

¿ SE LOS PUEDE LLAMAR SACERDOTES?

Con sacerdotes así ¿Quién necesita herejes?

¿Se lo puede llamar sacerdote?

Luis Farinello (Basado en un artículo de Santa iglesia Militante)

Junto al piquetero D´Elia
Participó de partidos políticos de izquierda
Su firma acompañó a la de cientos de sacerdotes que adhirieron al Manifiesto de los Obispos del Tercer Mundo en aquella primera etapa de la Iglesia postconciliar, el que fue el acto fundacional del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo en su mayoría de orientación marxista.
La organización política que el creó: Polo Social, es de extrema izquierda
Recomienda en sus programas radiales y televisivos “leer el catecismo holandés”, o bien sale en la tapa de una publicación anti católica manifestándose contra el celibato sacerdotal.
En una entrevista armó un seleccionado con Jesús como 10, acompañado por “el curita Chingolo, de Solano, Francisco de Asís, Gandhi, Einstein, Freud, Marx, Da Vinci, Mozart, Borges y Belgrano”

Payaseando con otras religiones o sectas en el “parlamento Argentino de las religiones”


Algunas de sus "imperdibles" frases que lo pintan de cuerpo entero– y lamentablemente también de espíritu:


“…..Después con el Papa hay cosas que discuto desde mi teología, en la Iglesia hay muchas teologías distintas……”
“…Los masones son “hermanos” ,….. la condena de la Iglesia contra ellos “pasó a la historia”….”
“…Uniones civiles entre homosexuales se pueden hacer tranquilamente.”
“……no es que el marxismo es malo, pará, pensalo, estudialo…..”
Con respecto a las amantes del padre Lugo (presidente de Paraguay)
“…Dentro de la cultura paraguaya la cosa no es tan grave…..”
Sobre la teología de la Liberación condenada por la Iglesia:
“…Es donde yo me siento cómodo,….”

Ver artículo completo en:

Este es un supuesto servidor de Cristo y de la Santa Iglesia que en su creencia :
...no está de acuerdo con el Papa
...no está de acuerdo con el celibato
...la Iglesia tiene "muchas" teologías.
.. los masones son "hermanos" de los católicos
...el marxismo ateo es bueno
...las uniones contranatura son correctas
...la subversiva teoría de la liberación es de su gusto
...Jesús es igual a Freud o Marx
..... ...... ......

¿Por qué no renuncia al sacerdocio y se hace activista de todas esas aberraciones que apoya?
¡Y la pregunta correcta es: ¿Por qué la Iglesia pasivamente sigue tolerando a un blasfemo y a un hereje?

DIFERENCIA DE MODELOS

HERMANAS DOMINICAS DE BLAUVELT (USA)

1 de Abril de 2010

1) MODELO SIGLO XX

2) MODELO SIGLO XXI

ENCUBRIMIENTOS ,¿ SI O NO ?


NUNCA MÁS EL SILENCIO

Mi devastadora experiencia en el seminario

Por el Padre Martin Heinz

El Padre Heinz ha sido párroco de la Iglesia de los Santos Ángeles en Aurora, Illinois, durante cuatro años, habiendo servido en los seis años previos, como director de vocaciones para la diócesis de Rockford, Illinois. Su experiencia sobre los seminarios no tuvo lugar en dicha diócesis.

Charlando con un sacerdote amigo, nos enfadamos por el escándalo de los abusos sexuales sacerdotales exhibido a través de los titulares de los periódicos y mostrado por la TV. No estamos disgustados porque se haya hecho público, sino porque la sórdida, chabacana, vil y perversa índole de las acusaciones y de los hechos desafían la realidad. Sacerdotes sodomizando a jóvenes y niños — ¿quién querría hacer eso? Espejos de Cristo que despilfarraron su confianza por unos pocos momentos de lujuria. Pero aún más sorprendente fue el encubrimiento. Los obispos, padres espirituales de la iglesia, escondieron la verdad. Abdicaron de sus responsabilidades y perpetuaron un escándalo de cuarenta años debido a orgullo, arrogancia y a pobres excusas. Casi nunca se refirieron al pecado y parecieron excusar la perversión. Cambiando de parroquia en parroquia a los sacerdotes corrompidos, confiando en la psico-charlatanería de moda para luego esconderse detrás de ella al enfrentarse con la verdad, fallando al no reprender a sus hermanos obispos por guardar en secreto tales crímenes, poniendo a jóvenes cuestionables en seminarios: estas fueron las semillas que crecerían hasta atormentarnos.

Mientras conversábamos, me volví más callado. De verdad, más pensativo. Finalmente, tras un prolongado silencio, él hizo una sentida pregunta nacida de la aflicción: “¿Cómo llegamos a esto?” Lentamente, en respuesta, comencé a contarle las historias de perversión en mi seminario menor. El disgusto cubrió su rostro. Pero la mía es sólo una historia, relatada con mucha suavidad. Es un relato de lo que vi y experimenté, allá cuando no tenía a nadie a quien contárselo.

Corría el año 1974 y yo tenía 14 años. Habían pasado casi 10 desde los días finales del Vaticano II. Los Estados Unidos estaban todavía sufriendo las consecuencias sociales de los asesinatos políticos, comenzaba a explotar el escándalo político de Watergate y la revolución sexual estaba en pleno movimiento. En medio de todo esto, sobre una colina, estaba la madre iglesia con sus ventanas totalmente abiertas, dejando entrar el aire “fresco”. Pero alguien olvidó cerrar las ventanas. El aire estaba envenenado con disensión, confusión y caos. Era necesario cerrar las ventanas porque los vientos que soplaban no eran los del Espíritu Santo. Eran expresión del orgullo humano, vestidos con ropajes de libertad. Hubo una genuina esperanza que mientras se comprometía con el mundo moderno, la iglesia encontrara a éste abierto al mensaje de su verdad. Sin embargo, el mundo no estaba escuchando. Experimentación, conciencias no formadas, y autoexpresión pronto se convirtieron en los nuevos pilares de la cultura — e incluso de la religión. Se fueron manifestando con disminuida culpa y envalentonado orgullo. Los resultados serían rápidamente devastadores. Las puertas del infierno no pueden prevalecer sobre la iglesia, pero no ayuda cuando en vez de alejarnos, pasamos mucho tiempo jugueteando frente a ellas.

Proveniente de las sombras de tal caos mi corazón escuchó una voz. Jesucristo estaba convocándome a ser sacerdote. Desde los primeros días supe que el sacerdocio era mi vocación. Sin embargo, lo que en ese entonces perseguía era un futuro basado en ilusiones, no en la verdad. La atmósfera en la cual escuché mi llamada estaba impregnada de rumores sobre el celibato opcional, sacerdotes casados, mujeres sacerdotes y misas celebradas a gusto propio. Muchos estaban abandonando el sacerdocio y escapando de los conventos. Ver Rosarios arrancados de las manos, dogmas descartados, devociones desacreditadas y promoción de renovaciones iconoclastas parecía raro. Pero esa era una iglesia en transformación, y quien era yo para cuestionar o preguntar por las razones.

He estado en “misas de pan francés” en las que partíamos panes y pedazos de Jesús volaron por el aire. Incluso tuvimos una misa para jóvenes en la que pizza (con rodajas de peperoni porque parecían hostias) y Pepsi fueron usadas para la “consagración”. El sacerdote nos dijo que todo estaba bien. ¡Y estaba de moda!

Mi catequesis no fue mucho mejor. Recuerdo que estando en octavo grado, sólo cuatro meses antes de ingresar al seminario, asistí a un taller sobre la intervención de los laicos en la iglesia del Vaticano II. El sacerdote era una buena persona, aunque no muy convencido. Explicó los varios roles que el laicado podía cumplir y luego hizo algunas preguntas. Tan imbuido estaba yo con las sandeces de moda, que pregunté por qué las mujeres no podían ser sacerdotes. El pobre hombre no tuvo oportunidad de contestarme a causa de que el tumultuoso aplauso que siguió, proveniente de las mujeres presentes, ahogó toda posible respuesta. Fue mi primera lección de cómo ser un “buen” sacerdote: Busca el amor de la gente y nunca te equivocarás. Sí, el seminario iba a ser fácil, en la medida que me dedicara a complacer.

Al ingreso en el seminario, tenía las mejores intenciones y las más excelsas esperanzas. Como pensionado, estaría en la escuela por los próximos ocho años, que incluían la formación preuniversitaria. Dejar a mi numerosa familia (siete hermanos y hermanas) y vivir en el seminario prometía ser, virtualmente, un paraíso. Pero no tenía idea de lo que me esperaba. No sabía que el paraíso había sido corrompido, que iba a ser expuesto indefenso a su lado oscuro. Los siguientes ocho años serían demoledores para mi alma.

No obstante, en el seminario, la parte académica era muy buena. Intelectualmente fui bien preparado, y muchos de los profesores que tuve eran sobresalientes. Era en las áreas del desarrollo de la fe y de la formación espiritual en las que se planteaban muchos problemas. Yo no estaba preparado para la inadecuada formación espiritual que se impartía. Si el rigor académico era el lado brillante, entonces la formación era la parte sombría. No era, francamente, ni espiritual ni formativa. Eran las luces más mortecinas del sacerdocio diocesano las que dirigían estos programas. Los formadores eran hombres adolescentes, débiles de carácter: de ningún modo las figuras paternales que necesitábamos. Ellos me robaron la inocencia y destruyeron mis ideales sobre el sacerdocio. Quiero ser claro: mis falsas ideas sobre el sacerdocio hubieran eventualmente dejado lugar a una visión razonada y fiel, más a tono con la de la madre iglesia. No obstante y mientras tanto, presenciaría conductas que desearía dejar para el confesionario. Lo que mi mente nunca pudo evocar por sí misma sería expuesto muy pronto. Lo que ví, no sabia que existía; lo que experimenté, a nadie podía contárselo.

Algunos dicen que el demonio no existe. Como sacerdote, debo estar en desacuerdo. Es cierto, realmente en estos días, él no necesita poseer a alguien. Esas muestras parecerían innecesarias en un mundo de libertinaje sexual y de la cultura de la muerte. Satán es real y merodea por el mundo buscando devorar almas. Es sutil y sus tentaciones son engañosas y bien preparadas. Así eran mis formadores en el seminario. Ellos tenían acceso a nuestro perfil psicológico, conocían nuestra historia familiar, y los puntos débiles que requerían ser “tratados”. Eran sutiles, bien preparados, y engañadores. A cada uno le asignaban un director espiritual que se suponía no hacía pública ninguna de sus conversaciones. Es el llamado foro interno, como el confesional. Confianza era el nombre del juego. Si Ud. no confiaba, se lo consideraba sospechoso. Pero la confianza es una virtud difícil de desarrollar cuando lo conversado en confidencia era hecho público por otros sacerdotes. El foro interno había sido roto y cualquier confianza verdadera destruida.

Los sacerdotes vivían en el seminario y además vigilaban los dormitorios. Muchos eran buenos y santos varones que nos reprendían con justicia y pleno derecho. Pero otros eran predadores que trataban de ser amigables de distintas formas. Algunos te invitarían a sus habitaciones privadas, lo que era contrario a las reglas. La idea era hablar, ofrecerte una cerveza, y tocar tu lado rebelde. Era común llevarte a comer afuera (cuando las luces estaban apagadas). Tratarían de ponerse de tu lado, de ser tu amigo. Uno incluso me enseñó cómo hacer y beber martinis. ¡Yo tenía 15 años!

Un sacerdote me llevaría a su habitación para una cerveza. Otro me invitaría a hacer ejercicio en el gimnasio: yo no sabía que lo obligatorio era una visita al jacuzzi, sin ropa. Dos sacerdotes diferentes me hicieron proposiciones. Uno tomó una foto mientras me vestía junto a mi armario. El otro parecía que no podía conversar conmigo si no era tocándome la pierna, la espalda o el cuello. Incluso llegó al punto en que uno se puso celoso de otro porque estaba pasando mucho tiempo conmigo. Otro se molestó tanto que estuvo meses sin hablarme porque no quise aguantar sus insinuaciones. Aprendí cómo defenderme sin caer en situaciones comprometidas. Era mi única habilidad para sobrevivir.

Probablemente, alguno de uds. esté preguntándose “¿por qué Ud. no le dio un puñetazo a semejante homosexual?” o “¿por qué no se lo dijo a alguien — o simplemente se fue?” Buenas preguntas, una y todas. Pero son hechas por quienes no conocen la vida del seminario. ¿A quién podía decírselo? Eventualmente, todo parecía tan normal que terminé indiferente a ello.

Al entrar al seminario mayor, pensé que con un nuevo equipo para guiarme, las cosas mejorarían. Pronto, sin embargo, ocurrieron similares incidentes. Amenacé con romperle la nariz a un sacerdote después que se me insinuara, pero el incidente trascendió. Yo, no el sacerdote homosexual, fui señalado como el chico malo. Incluso el confesionario no era seguro. Dos veces el secreto fue roto. ¿A quién podía contárselo? ¿Qué poder tenía yo? Quería ser sacerdote no obstante la suciedad y fealdad de mi experiencia. Creía que la llamada de Cristo al sacerdocio podría traspasar el engaño y la perversión y concederme la gracia para perseverar.

En los dos últimos años, Dios fue misericordioso conmigo. Me hizo conocer a un gran jesuita que me ayudó con mis conflictos. Me enseñó a confiar nuevamente en el poder del confesionario y en la belleza real de un sacerdocio casto y celibato. La generosidad de Dios, expresada a través de este sacerdote, fue una isla en un mar de caos y confusión. Hoy soy un mejor sacerdote porque el Señor llegó hasta mí y me rescató de la suciedad anterior.

Al sentarme y relatar los acontecimientos de los años transcurridos, se hace muy claro que poco es lo que ha cambiado. Las perversiones de ayer son los titulares de hoy. Hemos llegado a esta situación por ceguera. Muchos dentro de la iglesia quieren ignorar el pasado, descalificándolo como inexperiencia juvenil o imprudencia. Pero se trataba de hombres adultos, de sacerdotes. Tenían autoridad y responsabilidad. Cada uno de ellos era un alter Christus obligado a actuar in persona Christi. Debían ser confiables, pero abusaron de esa confianza.

Se dice que ya pasó la etapa de los escándalos sexuales de clérigos, pero yo no creo. Todos los documentos rectificadores son correctos y buenos, pero no pasan de parches a menos que comencemos a encarar las verdaderas cuestiones que nos llevado a esta situación. Todavía hay ocultas cosas oscuras.

Algunos preguntan si las cosas realmente cambiarán. No lo sé. Pero eso es cierto: cuando la disección ceda el paso a las palabras escritas del Vaticano II y cese de esconderse en la oscuridad de un “espíritu” desconocido; cuando las conciencias desinformadas acepten la “sumisión de la mente y la voluntad” a la verdadera libertad; cuando la agenda homosexual sea rechazada; cuando la subcultura homosexual en el sacerdocio y el ascenso a ciertas cancillerías de sacerdotes homosexuales sea, por fin, encarada; cuando la ausencia de disciplina en el clero y la mentalidad de soltería que la acompaña sean reemplazadas por obediencia, lealtad y fidelidad a Cristo; cuando los obispos comiencen a actuar como los padres espirituales que se espera que sean y no como los desgraciados mequetrefes que parecen; y cuando todos nosotros anhelemos el cielo, temamos el infierno, y deseemos salvar nuestros almas manteniéndonos en la intimidad con Cristo, entonces las cosas comenzarán a cambiar.
La reforma no tiene que ver con la “voz de los fieles” (así se llamo un grupo norteamericano de católicos disidentes) haciendo que les da la gana — tiene que ver con los corazones humildes haciendo lo que deben. Tiene que ver con la obediencia, el ayuno, la oración, la disciplina, el arrepentimiento, la penitencia, la humildad y la conversión de los sacerdotes y los obispos.

Cerca de treinta años han pasado desde mi ingreso en el seminario. La pregunta “¿cómo es que llegamos a esto?” aún resuena en mis oídos. Pero no es realmente un misterio. Sigo viendo mucho del pasado reflejado en el presente. La verdadera pregunta es “¿qué se hará con esto?” Yo sólo deseo y ruego que la gente escuche, sea más consciente y actúe para cambiar estos comportamientos.

La mía no es más que una historia entre tantas. Es el relato de lo que vi, experimenté y no conté a nadie. Hoy lo cuento.

www.newoxfordreview.org

Nota catapúltica

Este desgarrador testimonio fue publicado en mayo de 2004.Lamentablemente,las advertencias del Padre Heinz no parecen haber sido escuchadas durante seis años,tiempo precioso que se perdió.Dios ilumine al Papa para que no le tiemble la mano y que caigan las cabezas que tienen que caer,sean cardenales,obispos o curas.

Si uno tiene que juzgar por estos frutos,el Vaticano II deja mucho que desear.¿No hubiese cantado otro gallo si Juan XXIII hubiese reflexionado seriamente sobre la inoportunidad de la convocatoria,estando como estaba la Iglesia en manos de modernistas?Ni qué decir tiene cuánta salvaguarda era la Misa de siempre,arrumbada por instancias del masón Bugnini,aprovechando las debilidades de carácter de Pablo VI.


Vaticano II: El Concilio que trajo la discordia, la desunión y la pérdida de almas para el Cielo...

"Repito, hijos Míos, como os He dicho en el pasado, que el gran Concilio del II Vaticano fue manipulado por satanás. El se sentó allí entre vosotros y os trabajó como un tablero de ajedrez.
"¿Qué podéis hacer ahora para recuperaros? Es sencillo, hijos Míos: regresad y empezad de Nuevo con las bases que os han sido dadas. Debéis devolver el respeto a vuestro sacerdocio. ¡Debéis devolver el respeto a vuestro Santo Padre...!"
– Nuestra Señora, 15 de Mayo, 1976

“¿Estos Padre están planeando una revolución?” Estas fueron las palabras del Cardenal Ottaviani durante el debate sobre la Constitución de la Liturgia durante el Segundo Concilio Vaticano. Una revolución fue planeada mucho antes que el II Vaticano, pero la revolución alcanzó una masa crítica y luego explotó por toda la Iglesia bajo la apariencia del II Vaticano.

MILITARES TRAIDORES

VERGÜENZA ABSOLUTA

1 de Abril de 2010

En la Plaza de Armas del Edificio Libertador, los mandos traidores/calzonudos/serviles del Ejército Argentino, descubrieron el lunes 29 esta placa

Cuando llegue el momento, habrá que destruirla y reemplazarla por estas dos:

1) SOLDADOS CONSCRIPTOS ASESINADOS EN CUMPLIMIENTO DEL DEBER

Soldados Conscriptos:

González Daniel Osvaldo.
Maldonado Ismael.
Sosa Edmundo Roberto.
Villalba Alberto.
Arrieta Antonio Ramón.
Dávalos Heriberto.
Coronel José Mercedes. .
Salvatierra Dante.
Torales Marcelino.
Sánchez Tomás.
Luna Herminio.
Sánchez Ismael.
Castillo Juan Carlos.
Gustoni Enrique Ernesto.
Ordóñez Freddy.
Fernández Pío Ramón.
Spinoza Rogelio René.
Moya Orlando Aníbal.

Viscarra Héctor.
Pérez Benigno Edgar.
Papini René Alfredo.
Caballero. Roberto.
Ruffolo Benito Manuel.
Sessa Raúl Fernando.
Cajal Miguel Ángel.
Vacca Alberto Hugo.
Dimitri Guillermo.
Crosetto Víctor Manuel.
Gutiérrez Mario.
Cucurullo Miguel.
Barbusano Luís.
Taddía Roberto.
Grillo Julio.
Díaz Leonardo.
Cardozo Héctor

2) SOLDADOS TRAIDORES QUE PARTICIPARON COMO TERRORISTAS

  1. Soldado conscripto Félix Roque Giménez, en el ataque al Batallón de Comunicaciones 141(19/03/73)
  2. Soldado conscripto Julio Provenzano (atentado del 30/03/73 en la sede del Estado Mayor General del Ejército).
  3. Soldado conscripto Hernán Invernizzi, hijo de la conocida psicóloga y militante progresista Eva Giberti, actuó como entregador de sus camaradas en el Comando de Sanidad del Ejército en Capital Federal (06/09/73).
  4. Soldado conscripto Mario Pettiggiani (Ataque del ERP a la Fábrica Militar de Explosivos de Villa María, Córdoba, 12/08/74).
  5. Soldado conscripto Horacio Stanley (Ataque del ERP al Batallón de Arsenales Fray Luís Beltrán en San Lorenzo, Santa Fe, 19/04/75)
  6. Soldado conscripto Luís Roberto Mayol, (intento de copamiento del Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa, 05/10/75).
  7. Soldado conscripto M. Romero, (intento de envenenamiento del Gral. Acdel Vilas, quien acababa de dejar el comando del victorioso Operativo Independencia tucumano, 09/02/76).
  8. Ex- conscripto Jorge Salgado (puso la bomba en el comedor de Superintendencia de Seguridad Federal de la Policía Federal, con 23 víctimas fatales, 02/07/76).
  9. Empleados civiles de la Policía de la Provincia de Buenos Aires Alfredo G. Martínez y su esposa Diana B. Wlichky (pusieron una bomba el 16/10/76 en la oficina del Subjefe de Policía en La Plata).
  10. Empleado civil José Luís de Dios (el 15/12/76 hizo estallar una bomba en el micro cine de la Subsecretaría de Planeamiento del Ministerio de Defensa, causando 14 muertos y 20 heridos)

Nota catapúltica

Propuesta para militares con cojones:

1) Hacer desaparecer la placa.

2) En su defecto, escracharla generosamente con aerosol.

viernes, 2 de abril de 2010

EL LENGUAJE DE LAS ESCRITURAS


jueves 25 de marzo de 2010

EL LENGUAJE DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS (5 de 5)
¿Debe hacer uso de metáforas la Sagrada Escritura? Santo Tomás de Aquino [Summa Theologica, Iª Parte, Cuestión 1ª, Artículo 9]1ª Objeción: Parece que la Sagrada Escritura no debe hacer uso de metáforas, porque lo que es propio de la ciencia más ínfima no puede convenir a la sagrada, que ocupa el primer lugar, como hemos dicho [Summa Theologica I, cuestión 1ª, artículo 5], entre otras ciencias. Ahora bien, es peculiar de la poética, que ocupa el último lugar entre todas las enseñanzas, el recurrir a una multitud de comparaciones y representaciones. Luego no es conveniente que la ciencia sagrada haga uso de semejantes figuras.2ª Objeción: Parece que el objeto que se propone la ciencia sagrada es la manifestación de la verdad. He aquí por qué la Escritura promete una recompensa a los que la manifiesten Ecclesiastico 24,31: "Los que me den a conocer, tendrán la vida eterna".Pero las metáforas no sirven sino para velar la verdad. Luego no es conveniente que la ciencia sagrada represente las cosas bajo el emblema de las corporales.

3ª Objeción: Cuanto más sublimes son las criaturas, tanto más se aproximan a la semejanza divina. Por consiguiente, si una criatura se tomase metafóricamente para dar a conocer a Dios, convendría que semejante traslación se buscase entre las criaturas más elevadas, y no entre las más ínfimas. Esto, sin embargo, es lo que frecuentemente se encuentra en las Sagradas Escrituras.Por el contrario, [Fundamentación por la Sagrada Escritura] se lee en Oseas 12,10: "He multiplicado las visiones para los profetas, y me han representado cerca de vosotros bajo diferentes figuras". Pero representar una cosa bajo la forma de una imagen es hacer una metáfora. Por consiguiente, la ciencia sagrada puede servirse de metáforas.Conclusión. Por la misma razón de que la ciencia sagrada se dirige a todos los hombres en general, es muy conveniente que use las metáforas y las comparaciones materiales para exponer sus divinas enseñanzas.Responderemos que es conveniente que la Sagrada Escritura emplee algunas comparaciones materiales para expresar las cosas divinas y espirituales,porque Dios provee a todos los seres del modo más conveniente a su naturaleza.Ahora bien,es natural que el hombre se eleve a las cosas inteligibles por medio de las sensibles, porque todos nuestros conocimientos provienen originariamente de los sentidos.Con razón, pues, nos son presentadas en la Sagrada Escritura las cosas espirituales bajo emblemas materiales, y, como dice Dionisio De Hier. Coel. c. 2, no es posible que la luz divina se muestre a nuestros ojos sino envuelta en una multitud de velos sagrados.Es conveniente también que la Sagrada Escritura, que debe ser el alimento de los fieles en general, según estas palabras de San Pablo Rom 1,14: "Me debo a los sabios y a los que no lo son", proponga las cosas espirituales bajo emblemas corporales a fin de que así, a lo menos, puedan ser comprendidas por los ignorantes, que no son capaces de percibir las cosas puramente inteligibles en cuanto tales.Respuestas a las objecionesAl argumento 1º diremos que el poeta emplea metáforas para representar alguna imagen porque las imágenes agradan naturalmente al hombre, pero que la ciencia sagrada no las usa sino porque son necesarias y útiles, como hemos dicho en el cuerpo de este artículo.Al 2º, que la luz de la revelación divina no está oscurecida por las imágenes sensibles en que ella se envuelve, como dice Dionisio De hierarchia coelesti c. 2.Queda, pues, en toda su verdad de tal modo que no consiente detenerse en estas imágenes, sino que eleva las almas al conocimiento de las cosas inteligibles. Y aquellos que han recibido la revelación enseñan a los demás a comprender su lenguaje. He aquí por qué lo que se dice metafóricamente en un pasaje de la Escritura se encuentra expuesto de una manera más precisa en otros muchos. Por otra parte, la oscuridad misteriosa de las figuras ejercita útilmente la perspicacia de los sabios, e impide las burlas de los incrédulos, de los que se ha dicho Mt 7,6: No deis las cosas sagradas a los perros.Al 3º, que, como lo enseña Dionisio De hierarchia coelesti l. 3 c. 2: Conviene más que, en las Sagradas Escrituras, se presenten las cosas bajo formas de los cuerpos más humildes que bajo las de los más nobles. Y esto por tres razones: 1) La primera, porque de ese modo el espíritu está más exento de error, pues es evidente que no se habla de las cosas divinas literalmente, lo que podría ser dudoso si se representan las cosas divinas bajo la forma de los cuerpos más nobles. Principalmente habría este peligro para los que nada más noble conocen que las cosas materiales. 2) La segunda, porque este modo de hablar está más en armonía con el conocimiento que tenemos de Dios en esta vida, pues más bien se nos da a conocer acerca de Él lo que no es, que lo que es. He aquí por qué las imágenes tomadas de las cosas que están más distantes de Dios nos hacen formar una idea más verdadera de Dios, y que Él está muy por encima de cuanto de Él decimos o pensamos. 3) La tercera, porque por este medio las cosas divinas están más ocultas a las miradas de los indignos.[Summa Theologica, Iª Parte, Cuestión 1ª, Artículo 9]

Publicado por Padre Horacio Bojorge en

CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA LUMEN GENTIUM SOBRE LA IGLESIA


Vínculos de la Iglesia con los cristianos no católicos

15. La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos lo que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de Pedro. Pues conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida, y manifiestan celo apostólico, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el hijo de Dios Salvador, están marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos tienen episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios. Hay que contar también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún, cierta unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos su virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la fortaleza del martirio. De esta forma el Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz en un rebaño y bajo un solo Pastor, como Cristo determinó. Para cuya consecución la madre Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y exhorta a todos sus hijos a la santificación y renovación para que la señal de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia.

Los no cristianos

16. Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados al Pueblo de Dios por varias razones. En primer lugar, por cierto, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom., 9,4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de los padres; porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11,28-29). Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham adoran con nosotros a un solo Dios, misericordiosos, que ha de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Act., 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1Tim., 2,4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que entre ellos se da, como preparación evangélica, y dado por quien ilumina a todos los hombres, para que al fin tenga la vida. pero con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el maligno, se hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira sirviendo a la criatura en lugar del Criador (cf. Rom., 1,24-25), o viviendo y muriendo sin Dios en este mundo están expuestos a una horrible desesperación. Por lo cual la Iglesia, recordando el mandato del Señor: "Predicad el Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16,16), fomenta encarecidamente las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos.


“No, ahora no morirá Cristo entre las humillaciones del Calvario. La fe conseguirá la victoria sobre la apostasía […] Con su gracia divina le levantaremos un trono y lo haremos adorar por las almas y por todos los pueblos de la tierra”.

(Cardenal Pacelli. Congreso Eucarístico Internacional. Buenos Aires. 1934)

Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, ha ido por delante de nosotros por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones y ha plantado en él su cruz para desvanecer nuestros espantos. Jesús, abandonado, pobre y desnudo, se ofreció a sí mismo por nosotros, convirtió su abandono en un rico tesoro, ofreció su vida, sus fatigas, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra ingratitud. Rezó delante de Dios por todos los pecadores. No olvidó a nadie, a todos acompañó en su abandono, rogó también por los heréticos.

OREMOS PARA QUE NUESTROS PASTORES VUELVAN A LA VERDADERA LUZ DE CRISTO , Y TERMINEN CON ESE FALSO ECUMENISMO , QUE LOS ESTÁ LLEVANDO A LA APOSTASÍA .





LA AMARGA PASION DE CRISTO

Jesús se queda solo. Su cuarta palabra en la cruz.

El silencio reinaba en torno a la cruz. Todo el mundo se había alejado. El Salvador había quedado sumido en un profundo abandono.

Volviéndose a su Padre celestial le pedía con amor por sus enemigos. Ofrecía el cáliz de su sacrificio por su redención. Yo vi a mi esposo sufrir como un hombre afligido lleno de angustia, abandonado de toda consolación divina y humana, y, obligado, sin ayuda ni esperanza, a atravesar solo la tormenta de la tribulación. Sus sufrimientos eran inexpresables, y por ellos nos fue concedida la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todos los afectos que nos unen a este mundo y esta vida terrestre se rompen y al mismo tiempo el sentimiento de la ira nos obnubila; nosotros no podríamos salir victoriosos de esta prueba, de no ser uniendo por medio de la gracia divina. Desde el sacrificio de Jesús ya no hay para los cristianos ni soledad, ni abandono, ni desesperación ante la cercanía de la muerte, pues Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, ha ido por delante de nosotros por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones y ha plantado en él su cruz para desvanecer nuestros espantos. Jesús, abandonado, pobre y desnudo, se ofreció a sí mismo por nosotros, convirtió su abandono en un rico tesoro, ofreció su vida, sus fatigas, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra ingratitud. Rezó delante de Dios por todos los pecadores. No olvidó a nadie, a todos acompañó en su abandono, rogó también por los heréticos.

Hacia las tres, Jesús lanzó un grito: «Elí, Elí, lamina sabachtani?», que significa: «¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!» El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz; los fariseos se volvieron hacia Él y uno dijo: «Llama a Elías.» Otro: «Veremos si Elías vendrá a socorrerlo.» Cuando María oyó la voz de su Divino Hijo nada pudo detenerla. Se acercó otra vez al pie de la cruz con Juan, María de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta notables de Judea y de los contornos de Jopa, pasaban por allí en dirección a la fiesta y, cuando vieron a Jesús en la cruz y los signos amenazadores de la Naturaleza, exclamaron llenos de horror: «¡Maldita sea esta ciudad! Si el Templo de Dios no estuviera en ella, merecería ser quemada por haber atraído sobre sí tanta iniquidad.» Estas palabras causaron una gran impresión en la gente. Hubo una explosión de murmullos y de gemidos y todos los que tenían los mismos sentimientos se reunían. Los allí presentes se dividieron en dos partidos. Los unos lloraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones; sin embargo, los fariseos hablaban en tono menos arrogante, y temiendo una insurrección popular, se pusieron de acuerdo con el centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más cercana de la ciudad e impedir que nadie entrara o saliera. Al mismo tiempo, enviaron un mensaje a Pilatos y a Herodes para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias para impedir una revuelta. Mientras tanto, el centurión

Abenadar mantenía el orden y también impedía los insultos contra Jesús para no irritar más al pueblo.

Poco después de las tres el cielo empezó a abrirse, la luna fue alejándose del sol, éste apareció despojado de sus rayos y envuelto en jirones de niebla roja; poco a poco comenzó a brillar de nuevo y las estrellas desaparecieron. Sin embargo, el cielo seguía cubierto. Los enemigos de Jesús fueron recobrando su arrogancia a medida que la luz volvía. Cuando dijeron: «Llama a Elías», Abenadar los mandó callar.

La muerte de Jesús. Quinta, sexta y séptima palabras de Jesús en la cruz

A la pálida luz del sol, el cuerpo de Jesús se veía más lívido y pálido que antes, por la pérdida de sangre. Agonizaba, tenía la lengua seca: «Tengo sed», dijo. Y como sus amigos lo rodeaban mirándolo apenados e impotentes, añadió: «¿No podríais haberme dado una gota de agua?»; y ellos comprendieron que les estaba diciendo que, mientras durasen las tinieblas, nadie se lo hubiera impedido. Juan, lleno de remordimientos, dijo: «¡Oh, Señor, te hemos olvidado!» Jesús añadió otras palabras cuyo sentido era éste: «Mis parientes y amigos debían olvidarme y no darme de beber, para que se cumpliera lo que está escrito.» Pero ese olvido lo afligía mucho. Sus amigos entonces dieron dinero a los soldados para obtener permiso para darle un poco de agua; ellos no se lo dieron, pero uno de ellos mojó una esponja en vinagre y hiel, y colocándola en la punta de una lanza, la puso delante de la boca del Señor. Entre otras palabras que Jesús dijo entonces, recuerdo éstas: «Cuando mi voz no se oiga más, las bocas de los muertos hablarán.» Algunos gritaron: «Blasfema todavía.» Abenadar los mandó callar.

La hora de Nuestro Señor había llegado: la agonía había comenzado, y un sudor frío cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz y limpiaba los pies de Jesús con un paño. Magdalena, rota de dolor, se apoyaba contra la cruz por la parte de atrás. La Virgen Santísima estaba de pie, entre Jesús y el buen ladrón, y, sostenida por Salomé y María de Cleofás, levantaba los ojos hacia su Hijo agonizante. Entonces Jesús dijo: «Todo se ha cumplido.» Después alzó la cabeza y gritó con voz potente: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Fue un grito a la vez suave y fuerte, que se oyó en el cielo y la tierra. Después de eso, Nuestro Señor inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Yo vi su alma, como una forma luminosa, penetrando en la tierra al pie de la cruz. Juan y las santas mujeres cayeron a tierra cubriéndose la cara.

El centurión Abenadar, de origen árabe, que bautizado más tarde se llamaba Ctesifón, estaba a caballo, cerca de donde estaba clavada la cruz.

Miraba conmovido y fijamente la cara desfigurada de Jesús, coronada de espinas. El caballo, abatido y triste mantenía la cabeza gacha, y Abenadar, cuya alma estaba trastornada, no recogió las riendas caídas. Cuando el Señor exhaló su último suspiro, la tierra tembló y se partió el suelo de roca entre la cruz del Salvador y la cruz del mal ladrón. La lúgubre Naturaleza dio testimonio de una manera tremenda e inequívoca de que Jesucristo era el Hijo de Dios. Todo se había cumplido. La tierra tembló cuando el alma de Jesús abandonó su cuerpo; ella le reconoció como su Salvador, mientras el corazón de sus amigos era traspasado por una espada de dolor. La gracia iluminó a Abenadar, su corazón duro se resquebrajó como el peñasco del Calvario; arrojó la lanza, se dio un fuerte golpe en el pecho y, con la voz de un hombre nuevo, gritó: «Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; este hombre era inocente; era verdaderamente el Hijo de Dios.» Muchos soldados se convirtieron también al oír estas palabras de su jefe.

Abenadar, convertido en un nuevo hombre desde ese momento, y habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería seguir más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado después Longino, que tomó el mando, dijo algunas palabras a los soldados y bajó del Calvario. Se fue por el valle de Gihón, hacia las grutas del valle de Hinón y anunció a los discípulos allí escondidos, la muerte del Señor. A continuación, se fue a la ciudad con intención de ver a Pilatos. También otras personas se convirtieron en el Calvario, entre ellos algunos fariseos que habían llegado hacia el final. Mucha gente regresaba a casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaban sus vestiduras y se echaban polvo sobre los cabellos. Todos estaban llenos de miedo y espanto. Juan se levantó y, con algunas de las santas mujeres, se llevaron a la Santísima Madre a cierta distancia de la cruz.

Cuando Jesús, el Dios de la vida y de la muerte, encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y la muerte tomó posesión de Él su cuerpo sagrado se estremeció y se puso de un blanco lívido, y sus innumerables heridas, que habían sangrado profusamente, parecían manchas oscuras; sus mejillas se hundieron, su nariz se afiló, y sus ojos, anegados en sangre, se abrieron a medias. Levantó un instante la pesada cabeza coronada de espinas, por última vez, y la dejó caer de nuevo con dolores de agonía; mientras sus agrietados y lívidos labios entreabiertos mostraban su ensangrentada e hinchada lengua. Sus manos, que hasta el momento de la muerte habían estado contraídas por los clavos, se abrieron y volvieron a su postura natural, al igual que los brazos; todo Él se aflojó y todo el peso de su cuerpo cayó sobre los pies, sus rodillas se doblaron y, lo mismo que sus pies, giraron un poco hacia un lado.

¿Con qué palabras podría expresar la profundísima pena de María al ver a su Hijo muerto? Su vista se oscureció, el color lívido de la muerte la cubría, sus pies temblaban, sus oídos no oían; ella cayó al suelo, mientras Magdalena, Juan y los otros se desplomaban también y, con la cara tapada, se abandonaban a su indecible dolor. Cuando fueron a ayudar a la más dulce y triste de todas las madres, ella vio aquel cuerpo, concebido sin mancha por el Espíritu Santo, carne de su carne, hueso de sus huesos, corazón de su corazón; la obra sagrada de sus entrañas, formado por obra divina, ese cuerpo que colgaba de una cruz, entre dos ladrones. Crucificado, deshonrado, maltratado, condenado por todos aquellos a quienes había venido a la tierra a redimir. Bien se la podía llamar en aquellos momentos la reina de los mártires.

Eran poco más de las tres cuando Jesús expiró. La luz del sol era todavía débil y estaba velada por una bruma rojiza, el aire se hizo sofocante y bochornoso mientras duró el temblor de la tierra, mas después refrescó sensiblemente. Cuando se produjo el temblor de tierra, los fariseos estaban muy alarmados pero después se recobraron; algunos se acercaron a la grieta que se había abierto en el peñasco del Calvario, tiraron piedras y querían medir su profundidad con cuerdas, pero, al no haber podido llegar al fondo, se quedaron pensativos. Advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, sus signos de arrepentimiento, y se alejaron. Muchos de los presentes se habían verdaderamente convertido y muchos de ellos regresaron a Jerusalén, llenos de temor. Los soldados romanos montaron guardia en las puertas de la ciudad y otros lugares principales para prevenir una posible insurrección. Casio se quedó en el Calvario con cincuenta soldados. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, contemplaban a Nuestro Señor y lloraban. Algunas de las santas mujeres se marcharon a sus casas y todo quedó silencioso y sumido en la pena. Desde lejos, en el valle y sobre las alturas opuestas, se veían acá y allá algunos discípulos que miraban la cruz con una curiosidad inquieta, y desaparecían si se les acercaba alguien.

El temblor de tierra. Aparición de los muertos en

Jerusalén

Cuando murió Jesús, yo vi su alma semejante a una forma luminosa penetrar en la tierra al pie de la cruz, con ella una multitud brillante de ángeles, entre los cuales estaba Gabriel. Estos ángeles echaban al gran abismo a una multitud de malos espíritus. Y oí que Jesús ordenó a muchas almas del limbo que volvieron a entrar en sus cuerpos mortales para atemorizar a los impenitentes y dieran testimonio de Su divinidad.

El temblor de tierra que quebró la roca del Calvario, causó estragos, sobre todo en Jerusalén y en Palestina. Apenas habían recobrado el ánimo en la ciudad y en el Templo al volver la luz del sol, cuando el temblor que agitó la tierra y el estrépito de los edificios al hundirse, causaron temores mucho mayores. Este terror se convirtió en pánico cuando la gente que huía llorando encontraban en el camino súbitas apariciones de muertos resucitados que los reconvenían y amenazaban en el lenguaje más severo.

En el Templo, el Sumo Sacerdote y los demás sacerdotes habían continuado el sacrificio del cordero pascual, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían haber triunfado con la vuelta de la luz. Mas, de pronto, la tierra tembló bajo sus pies, los edificios vecinos se derrumbaban y el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo. Al principio mi terror extremo los dejó unidos, pero luego se vieron sacudidos por los más incontrolables llantos y lamentaciones. Sin embargo, las ceremonias estaban tan reguladas, en el interior del Templo era todo tan pautado, las filas de sacerdotes, el sonido de los cánticos y de las trompetas, los movimientos de los fieles, que de momento no se consiguió controlar el desorden y turbación. Los sacrificios continuaron tranquilamente en algunas partes, mientras los sacerdotes los tranquilizaban. Pero la aparición de los muertos que se presentaban en el Templo lo echó todo abajo, y la gente huyó despavorida tan de prisa como pudo. En la ceremonia no quedó nadie, y el Templo fue abandonado como si hubiera sido manchado. Sin embargo, esto sucedió progresivamente, y mientras que una parte de los que estaban presentes corrían escaleras abajo del Templo, otros iban siendo contenidos por los sacerdotes o no eran todavía presa del pánico que los enloquecía. Se puede tener una idea de lo que pasaba, representándose un hormiguero, en el cual han echado una piedra. Mientras la confusión reina en un punto, el trabajo continúa en otro, y aun el sitio agitado vuelve a recobrar el orden durante algunos momentos. El Sumo Sacerdote Caifás y los suyos conservaron su presencia de ánimo. Gracias al diabólico endurecimiento de su corazón y la tranquilidad aparente que tenían, impidieron que la confusión fuese general, y lograron que el pueblo no tomara esos terribles acontecimientos como un testimonio de la inocencia de Jesús. La guarnición romana de la torre Antonia hizo también grandes esfuerzos para mantener el orden, de suerte que la fiesta se interrumpió sin que estallase un tumulto popular. Todo se convirtió en agitación e inquietud que cada uno llevó a su casa y que la habilidad de los fariseos había conseguido, con éxito, calmar en parte.

He aquí los hechos de los que me acuerdo. Las dos grandes columnas situadas a la entrada del Sanctasanctórum del Templo y entre las cuales estaba colgada una magnifícente cortina, se apartaron la una de la otra y el techo que sostenían se hundió rasgando la cortina con fuerte sonido de arriba abajo, y el Sanctasanctórum quedó así expuesto a los ojos de todos. Cerca de la celda donde solía rezar el viejo Simeón, cayó una gruesa piedra que hundió la bóveda. En el Sanctasanctórum se vio aparecer al Sumo

Sacerdote Zacarías, muerto entre el Templo y el altar; pronunció palabras amenazadoras y habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan el Bautista y de otros profetas. Los dos hijos del piadoso Sumo Sacerdote Simón el justo, se aparecieron cerca del gran púlpito y hablaron también de la muerte de los profetas y del sacrificio que ahora se había cumplido. Jeremías se apareció cerca del altar y proclamó con una voz tronante el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones que habían tenido lugar en un sitio al que sólo los sacerdotes tenían acceso, fueron negadas o calladas y se prohibió severamente hablar de ellas. Se oyó un gran ruido, las puertas del Sanctasanctórum se abrieron y una voz gritó: «Vayámonos de aquí.» Entonces vi ángeles alejándose de allí. Nicodemo, José de Arimatea y otros muchos abandonaron también el Templo. Muertos resucitados se veían todavía andando por la ciudad. A una orden de los ángeles entraron finalmente en sus sepulcros. La cátedra del atrio se derrumbó. De treinta y dos fariseos que hacía poco habían vuelto del Calvario, muchos se habían convertido al pie de la cruz. Y en el Templo, comprendiendo perfectamente lo que estaba pasando, hicieron duros reproches a Anás y Caifás, y dejaron la congregación. Anás había sido uno de los más acérrimos enemigos de Jesús, y había incitado al proceso contra Él, pero ahora, viendo todos esos acontecimientos sobrenaturales, estaba casi loco de espanto, y no sabía dónde esconderse. Caifás quiso confortarlo, pero fue en vano. La aparición de los muertos lo había consternado. Caifás, aunque lleno de terror, estaba tan poseído del demonio del orgullo y de la obstinación, que no dejaba ver nada de lo que sentía y oponía una frente de hierro a los signos amenazadores de la ira divina. Dijo que los causantes de todo habían sido los partidarios del Galileo, que se habían presentado en el Templo manchados, y que todo eran sortilegios.

La misma confusión que en el Templo reinaba en muchos sitios de Jerusalén. Los muertos caminaban por las calles, las casas se derrumbaban, así como también los escalones del Tribunal de Caifás, donde Jesús había sido ultrajado, y una parte del hogar, del atrio, donde Pedro había negado a Jesús. Cerca del palacio de Pilatos, se partió la piedra del sitio donde Jesús había sido mostrado al pueblo y parte de las murallas de la ciudad se derribaron. El supersticioso Pilatos estaba paralizado y mudo de terror, su palacio se tambaleaba sobre sus cimientos, y la tierra no cesaba de moverse bajo sus pies. El corría enloquecido de una habitación a otra. Creyó ver en los muertos que se le aparecían a los dioses del Galileo, y se refugió en el rincón más oculto de la casa para pedir socorro a sus ídolos. También Herodes estaba aterrorizado pero él se había encerrado y no quería ver a nadie. Un centenar de muertos de todas las épocas aparecieron en Jerusalén y en sus alrededores. Los muertos cuyas almas fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron, destaparon sus rostros y anduvieron errantes por las calles sin tocar el suelo con los pies. Dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. En los lugares donde la sentencia de Jesús se había proclamado antes de ponerse en marcha la procesión para el Calvario, se detuvieron un momento y gritaron: «¡Gloria a Jesús por los siglos de los siglos y condenación eterna para sus verdugos!» Delante del palacio de Pilatos exclamaron: «¡Juez inicuo!» Todo el mundo temblaba y huía; el terror era inmenso en toda la ciudad y cada cual se escondía donde podía. A las cuatro en punto los muertos volvieron a sus tumbas. Los sacrificios en el Templo habían sido así interrumpidos, la confusión reinaba por todas partes y pocas personas comieron esa noche el cordero pascual.

José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús

En cuanto se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, Pilatos, aún aterrorizado, fue asaltado con peticiones por todos lados. El Gran Consejo de los judíos, le pidió que mandara romper las piernas de los crucificados para que no murieran antes del sábado. Pilatos mandó inmediatamente esbirros al Calvario a cumplir sus deseos. Poco después vi a José de Arimatea ir a casa de Pilatos. Había sabido la muerte de Jesús y había acordado con Nicodemo el proyecto de enterrarlo en una sepultura nueva que había hecho construir a poca distancia del Calvario. Pilatos lo recibió, inquieto y agitado, y él le pidió que le diese el cuerpo de Jesús para enterrarlo. A Pilatos le extrañó que un hombre tan notable pidiese con tanta insistencia permiso para rendir los últimos honores a quien él había hecho morir tan ignominiosamente. Ésa era para él otra señal de la inocencia de Jesús; pero supo esconder sus pensamientos. Mandó llamar después al centurión Abenadar, que había vuelto a Jerusalén después de haber ido a encontrarse con los discípulos escondidos, y le preguntó si el rey de los judíos ya había muerto. Abenadar le contó la muerte de Nuestro Señor, sus últimas palabras y el temblor de la tierra y la roca abierta por el terremoto. Pilatos fingió extrañarse únicamente de que Jesús hubiera muerto tan de prisa, porque en general los crucificados agonizaban durante más tiempo; pero la verdad es que estaba lleno de angustia y de terror por la coincidencia de estas señales con la muerte de Jesús. Quizá, para hacerse perdonar su crueldad, dio a José de Arimatea por escrito una orden suya para que le fuera entregado el cuerpo de Jesús. Sintió gran satisfacción al contrariar así a los miembros del Sanedrín, que hubiesen deseado que Jesús fuera enterrado como malhechor entre los ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar sus órdenes. Me parece que fue Abenadar mismo, pues lo vi asistir al descendimiento de la cruz.

José de Arimatea, al salir de casa de Pilatos, fue a hablar con Nicodemo, que le esperaba en casa de una mujer de buena voluntad. La casa de esa mujer estaba situada en una calle ancha, cerca de la callejuela donde Nuestro Señor fue tan cruelmente ultrajado al principio del camino de la cruz, y ella vendía hierbas aromáticas; Nicodemo le había comprado todos los ungüentos y perfumes necesarios para embalsamar el cuerpo de Jesús. José fue a su vez a comprar una fina rica sábana; sus criados cogieron en un portal, cerca de la casa de Nicodemo, escaleras, martillos y clavos, jarros llenos de agua, esponjas, y pusieron los más pequeños de estos objetos sobre unas angarillas semejantes a aquellas en que los discípulos de Juan el Bautista trasladaron su cuerpo cuando lo sacaron de la fortaleza de Macherunt.

Clavan una lanza en el costado de Jesús. Rompen las piernas de los ladrones

Mientras tanto, el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo, atemorizado, se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María, hija de Cleofás y Salomé rodeaban, de pie o sentados, la cruz, con la cabeza cubierta y llorando. Algunos soldados estaban recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado al otro. El cielo estaba oscuro y la Naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron allí seis esbirros con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco, y la Santísima Virgen temió que fuesen a ultrajar aún más el cuerpo de su Hijo. No iba desencaminada, pues, mientras apoyaban las escalas en la cruz, comentaban que Jesús sólo se fingía muerto. Habiendo visto, sin embargo, que el cuerpo estaba frío y tieso, lo dejaron y subieron a las cruces de los ladrones. Les rompieron los brazos por debajo y por encima de los codos con sus martillos, mientras otro les rompía las piernas por encima y por debajo de las rodillas. Gesmas daba gritos tan horribles, que le pegaron aún tres golpes más sobre el pecho, para acabarlo de matar. Dimas dio un gemido y expiró. Fue el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. Desataron las cuerdas que sujetaban a los dos ladrones, dejaron caer los cuerpos al suelo, los arrastraron a la hondonada que había entre el Calvario y las murallas de la ciudad y los cubrieron con tierra.

Los verdugos parecían dudar todavía de la muerte de Jesús, y el modo horrible en que habían quebrantado los miembros de los ladrones hacía temblar a las santas mujeres temiendo por el cuerpo del Salvador. Pero Casio, el oficial subalterno, un hombre de unos veinticinco años, cuyos ojos bizcos y sus nerviosas maneras habían provocado muchas veces la mofa de sus compañeros, fue súbitamente iluminado por la gracia y, a la vista de la ferocidad bárbara de los verdugos y la profunda pena de las santas mujeres, decidió aliviar la angustia de ellas demostrando que Jesús estaba verdaderamente muerto. La amabilidad de su corazón lo empujó a ello, pero, sin saberlo, iba a cumplir una profecía. Cogió su lanza y dirigió su caballo hacia el montículo donde estaba la cruz. Se detuvo entre ésta y la del buen ladrón y, cogiendo la lanza con las dos manos, la clavó con tanta fuerza en el costado derecho de Nuestro Señor que la punta atravesó su corazón y salió por el lado izquierdo del pecho. Al retirarla, salió de la herida un chorro de sangre y agua que mojó su cara como un río de salvación y de gracia. Se apeó, se arrodilló, se dio golpes en el pecho y confesó en voz alta su fe en Jesús.

La Santísima Virgen y las santas mujeres, cuyos ojos no se apartaban ni un momento de Jesús, al ver lo que este hombre se proponía hacer con la lanza se precipitaron hacia la cruz, dando gritos para detenerlo. María cayó en los brazos de las santas mujeres como si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras que Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y los de su alma se habían curado y abierto a la luz. Todos estaban profundamente conmovidos a vista de la sangre del Salvador, que se había depositado en el hoyo de la peña donde estaba clavada la cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan, recogieron la sangre y el agua en frascos y empaparon en ella sus paños.

Casio, cuyos ojos habían recobrado toda la plenitud de la vista, estaba sumido en humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que se había operado en él, se hincaron de rodillas y reconocieron a Jesús. Casio fue bautizado después con el nombre de Longino, predicó la fe de Jesucristo como diácono, y llevó siempre sangre de Jesús con él. Los esbirros, que mientras tanto habían recibido el mensaje de Pilatos de que no tocaran el cuerpo de Jesús, se mantuvieron apartados. Todo esto pasó cerca de la cruz un poco después de las cuatro, mientras José de Arimatea y Nicodemo reunían todo lo necesario para sepultar a Jesús. Mientras, los criados de José, que volvían de limpiar el sepulcro, les dijeron a los amigos de Jesús que su señor iba a hacerse cargo del cuerpo y que lo enterraría en un sepulcro nuevo. Entonces Juan volvió a la ciudad con las santas mujeres para que María pudiera reparar un poco sus fuerzas y también para coger algunas cosas necesarias para el entierro. La Santísima Virgen tenía un pequeño aposento en los edificios contiguos al cenáculo. No entraron en la ciudad por la puerta más próxima al Calvario porque ésta estaba cerrada y guardada por dentro por los soldados colocados allí por los fariseos, sino por la puerta meridional que conduce a Belén.

El descendimiento de la cruz

En el momento en que la cruz se quedó sola, y rodeada sólo de algunos guardias, vi a cinco personas que habían venido de Betania por el valle acercarse al Calvario, elevar los ojos hacia la cruz y alejarse furtivamente. Creo que eran discípulos. Tres veces me encontré en las inmediaciones a dos hombres deliberando y consultándose. Eran José de Arimatea y Nicodemo. La primera vez los vi en las inmediaciones durante la crucifixión, quizá cuando mandaron a comprar las vestiduras de Jesús que iban a repartirse los esbirros; otra vez, cuando, después de ver que la muchedumbre se dispersaba, fueron al sepulcro para preparar alguna cosa. La tercera fue cuando volvían a la cruz mirando a todas partes, como si esperasen una ocasión favorable. Entonces quedaron de acuerdo en cómo bajarían el cuerpo del Salvador de la cruz y se volvieron a la ciudad.

Su siguiente paso fue ocuparse de transportar los objetos necesarios para embalsamar el cuerpo de Nuestro Señor; sus criados cogieron algunos instrumentos para desclavarlo de la cruz. Nicodemo había comprado cien libras de raíces, que equivalían a treinta y siete libras de nuestro peso, como me han explicado. Sus servidores llevaban una parte de esos aromas en pequeños recipientes hechos de corcho colgados del cuello sobre el pecho. En uno de esos corchos había unos polvos y llevaban también algunos paquetes de hierbas en sacos de pergamino o de piel. José tomó consigo además una caja de ungüento; en fin, todo lo necesario. Los criados prepararon fuego en una linterna cerrada y salieron de la ciudad antes que sus señores, por otra puerta, encaminándose después hacia el Calvario. Pasaron por delante de la casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres habían ido a coger diversas cosas para embalsamar el cuerpo de Jesús. Juan y las santas mujeres siguieron a los criados a poca distancia. Había cinco mujeres; algunas llevaban debajo de los mantos largos lienzos de tela. Las mujeres tenían la costumbre, cuando salían por la noche o para hacer secretamente alguna acción piadosa, de envolverse con una sábana larga. Comenzaban por un brazo, y se iban rodeando el resto del cuerpo con la tela tan estrechamente que apenas podían caminar. Yo las he visto así ataviadas. En esa ocasión presentaba un aspecto mucho más extraño a mis ojos: iban vestidas de luto. José y Nicodemo llevaban también vestidos de luto, de mangas negras y cintura ancha. Sus mantos, que se habían echado sobre la cabeza, eran anchos, largos y de color pardo. Les servían para esconder lo que llevaban.

Se encaminaron hacia la puerta que conduce al Calvario. Las calles estaban desiertas, el terror general hacía que todo el mundo permaneciese encerrado en su casa. La mayoría de ellos empezaba a arrepentirse, y muy pocos celebraban la fiesta. Cuando José y Nicodemo llegaron a la puerta, la hallaron cerrada y todo alrededor, el camino y las calles, lleno de soldados.

Eran los mismos que los fariseos habían solicitado a las dos, cuando temían una insurrección, y hasta entonces no habían recibido orden ninguna de regresar. José presentó la orden firmada por Pilatos para dejarlo pasar libremente. Los soldados la encontraron conforme, mas le dijeron que habían intentado abrir ya la puerta antes sin poderlo conseguir y que, sin duda, el terremoto debía de haberse desencajado por alguna parte, y que por esa razón, los esbirros encargados de romper las piernas a los crucificados habían tenido que pasar por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo probaron, la puerta se abrió sola, dejando a todos atónitos. El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso; cuando llegaron al Calvario, se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban sentadas enfrente de la cruz. Casio y muchos soldados que se habían convertido permanecían a cierta distancia, cohibidos y respetuosos. José y Nicodemo contaron a la Santísima Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa; y cómo habían conseguido que no rompiesen los huesos de Nuestro Señor, y la profecía se había cumplido. Hablaron también del lanzazo de Casio. En cuanto llegó el centurión Abenadar, comenzaron en medio de la tristeza y de un profundo recogimiento, su dolorosa y sagrada labor del descendimiento de Jesús y el embalsamamiento del adorable cuerpo de Nuestro Señor.

La Santísima Virgen y Magdalena esperaban sentadas al pie de la cruz, a la derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús; las otras mujeres estaban ocupadas en preparar los paños, los aromas, el agua, las esponjas y las vasijas. Casio se acercó también y le contó a Abenadar el milagro de la cura de sus ojos. Todos estaban conmovidos, llenos de pena y de amor y al mismo tiempo silenciosos y solemnes; sólo cuando la prontitud y la atención que exigían esos cuidados piadosos, lo permitían, se oían lamentos y gemidos ahogados. Sobre todo Magdalena, se hallaba entregada enteramente a su dolor, y nada podía consolarla ni distraerla, ni la presencia de los demás ni alguna otra consideración. Nicodemo y José apoyaron las escaleras en la parte de atrás de la cruz, y subieron con unos lienzos; ataron el cuerpo de Jesús por debajo de los brazos y de las rodillas al tronco de la cruz con las piezas de lino y fijaron asimismo los brazos por las muñecas. Entonces, fueron sacando los clavos, martilleándolos por detrás. Las manos de Jesús no se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de las llagas, que se habían abierto enormemente debido al peso del cuerpo. La parte inferior del cuerpo, que, al expirar Nuestro Señor, había quedado cargado sobre las rodillas, reposaba en su posición natural, sostenida por una sábana atada a los brazos de la cruz. Mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba ese brazo, sujeto por el lienzo, caer sobre el cuerpo, Nicodemo iniciaba la misma operación con el brazo derecho, y levantaba con cuidado su cabeza, coronada de espinas, que había caído sobre el hombro de ese lado. Entonces arrancó el clavo derecho, y dejó caer despacio el brazo, sujeto con la tela, sobre el cuerpo. Al mismo tiempo, el centurión Abenadar arrancaba con esfuerzo el gran clavo de los pies. Casio recogió religiosamente los clavos y los puso a los pies de la Virgen.

Sin perder un segundo, José y Nicodemo llevaron la escalera a la parte de delante de la cruz, la apoyaron casi recta y muy cerca del cuerpo; desataron el lienzo de arriba y lo colgaron a uno de los ganchos que habían colocado previamente en la escalera, hicieron lo mismo con los otros dos lienzos, y bajándolos de gancho en gancho consiguieron ir separando despacio el sagrado cuerpo de la cruz, hasta llegar enfrente del centurión, que, subido en un banco, lo rodeó con sus brazos por debajo de las rodillas, y lo fue bajando, mientras José y Nicodemo, sosteniendo la parte superior del cuerpo iban bajando escalón a escalón, con las mayores precauciones; como cuando se lleva el cuerpo de un amigo gravemente herido, así el cuerpo del Salvador fue llevado hasta abajo. Era un espectáculo conmovedor; tenían el mismo cuidado, tomaban las mismas precauciones que si hubiesen podido causar algún daño a Jesús: Parecían haber concentrado sobre el sagrado cuerpo, todo el amor y la veneración que habían sentido hacia el Salvador durante su vida. Todos los presentes tenían los ojos fijos en el grupo y contemplaban todos sus movimientos; a cada instante levantaban los brazos al cielo, derramaban lágrimas, y manifestaban un profundísimo dolor. Sin embargo, todos se sentían penetrados de un respeto grande y hablaban sólo en voz baja, para ayudarse o avisarse. Mientras duraron los martillazos, María, Magdalena y todos los que estaban presentes en la crucifixión escuchaban sobrecogidos, porque el ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús. Temblaban al recordar el grito penetrante de su dolor, y al mismo tiempo se afligían del silencio de su boca divina, prueba incontestable de su muerte. Cuando los tres hombres bajaron del todo el sagrado cuerpo, lo envolvieron, desde las rodillas hasta la cintura, y lo depositaron en los brazos de su Madre, que los tenía extendidos hacia el Hijo, rebosante de dolor y de amor.

El cuerpo de Jesús dispuesto para el sepulcro

La Virgen Santísima se sentó sobre una amplia tela extendida en el suelo; con la rodilla derecha un poco levantada y la espalda apoyada sobre un hato de ropas. Lo habían dispuesto todo para facilitar a aquella Madre de alma profundamente afligida -la Madre de los Dolores- las tristes honras fúnebres que iba a dispensar al cuerpo de su Hijo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada sobre las rodillas de María; su cuerpo, tendido sobre una sábana. La Virgen Santísima sostenía por última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de amor en todo su martirio. Contemplaba sus heridas, cubría de besos su cara ensangrentada, mientras el rostro de Magdalena reposaba sobre sus pies. Mientras, los hombres se retiraron a una pequeña hondonada situada al suroeste del Calvario, a preparar todo lo necesario para embalsamar el cadáver. Casio, con algunos de los soldados que se habían convertido al Señor, se mantenía a una distancia respetuosa. Toda la gente mal intencionada se había vuelto a la ciudad y los soldados presentes formaban únicamente una guardia de seguridad para impedir que nadie interrumpiese los últimos honores que iban a ser rendidos a Jesús. Algunos de esos soldados prestaban su ayuda cuando se lo pedían. Las santas mujeres entregaban vasijas, esponjas, paños, ungüentos y aromas, cuando les era requerido, y el resto del tiempo permanecían atentas, a corta distancia; Magdalena no se apartaba del cuerpo de Jesús; pero Juan daba continuo apoyo a la Virgen, e iba de aquí para allá, sirviendo de mensajero entre los hombres y las mujeres, ayudando a unos y a otras. Las mujeres tenían a su lado botas incipientes de cuero de boca ancha y un jarro de agua, puesto sobre un fuego de carbón. Entregaban a María y a Magdalena, conforme lo necesitaban, vasijas llenas de agua y esponjas, que exprimían después en los recipientes de cuero.

La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su indecible dolor. Era absolutamente imposible dejar el cuerpo de su Hijo en el horrible estado en que lo habían dejado el suplicio, por lo que procedió con infatigable dedicación a lavarlo y limpiarle las señales de los ultrajes que había recibido. Le quitó, con la mayor precaución, la corona de espinas, abriéndola por detrás y cortando una por una las espinas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las heridas al intentar arrancarlas. Puso la corona junto a los clavos; entonces María fue sacando los restos de espinas que habían quedado con una especie de pinzas redondas y las enseñó a sus amigas con tristeza.

El divino rostro de Nuestro Señor, apenas se podía conocer, tan desfigurado estaba con las llagas que lo cubrían; la barba y el cabello estaban apelmazados por la sangre. María le alzó suavemente la cabeza y con esponjas mojadas fue lavándole la sangre seca; conforme lo hacía, las horribles crueldades ejercidas contra Jesús se le iban presentando más vividamente, y su compasión y su ternura se acrecentaban herida tras herida. Lavó las llagas de la cabeza, la sangre que cubría los ojos, la nariz y las orejas de Jesús, con una pequeña esponja y un paño extendido sobre los dedos de su mano derecha; lavó, del mismo modo, su boca entreabierta, la lengua, los dientes y los labios. Limpió y desenredó lo que restaba del cabello del Salvador y lo dividió en tres partes, una sobre cada sien, y la tercera sobre la nuca. Tras haberle limpiado la cara, la Santísima Virgen se la cubrió después de haberla besado. Luego se ocupó del cuello, de los hombros y del pecho, de los brazos y de las manos. Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros estaban dislocados y no podían doblarse. El hombro que había llevado la cruz era una gran llaga, toda la parte superior del cuerpo estaba cubierta de heridas y desgarrada por los azotes. Cerca del pecho izquierdo, se veía la pequeña abertura por donde había salido la punta de la lanza de Casio, y en el lado derecho, el ancho corte por donde había entrado la lanza que le había atravesado el corazón. María lavó todas las llagas de Jesús, mientras Magdalena, de rodillas, la ayudaba en algún momento, pero sin apartarse de los sagrados pies de Jesús, que bañaba con lágrimas y secaba con sus cabellos.

La cabeza, el pecho y los pies del Salvador estaban ya limpios: el sagrado cuerpo, blanco y azulado como carne sin sangre, lleno de manchas moradas y rojas allí donde se le había arrancado la piel, reposaba sobre las rodillas de María, que fue abriendo con un lienzo las partes lavadas y después se ocupó de embalsamar todas las heridas, empezando por la cara. Las santas mujeres, arrodilladas frente a María, le presentaron una caja de donde sacaba algún ungüento precioso con el que untaba las heridas y también el cabello. Cogió en su mano izquierda las manos de Jesús, las besó con amor, y llenó de ungüento o de perfume los profundos agujeros de los clavos. Ungió también las orejas, la nariz y la llaga del costado. No tiraban el agua que habían usado, sino que la echaban en los recipientes de cuero en los que exprimían las esponjas. Yo vi muchas veces a Casio y a otros soldados ir por agua a la fuente de Gihón, que estaba bastante cerca. Cuando la Virgen hubo ungido todas las heridas, envolvió la cabeza de Nuestro Señor en paños, mas no cubrió todavía la cara; cerró los ojos entreabiertos de Jesús, y dejó reposar su mano sobre ellos algún tiempo. Cerró también su boca, abrazó el sagrado cuerpo de su Hijo y dejó caer su cara sobre la de Jesús. José y Nicodemo llevaban un rato esperando en respetuoso silencio, cuando Juan, acercándose a la Santísima Virgen, le pidió que dejase que se llevaran a su Hijo, para que pudieran acabarlo de embalsamar, porque se acercaba el sábado. María abrazó una vez más el cuerpo de Jesús y se despidió de Él con conmovedoras palabras. Entonces, los hombres cogieron la sábana donde estaba depositado el cuerpo y lo apartaron así de los brazos de la Madre, llevándoselo aparte para embalsamarlo. María, de nuevo abandonada a su dolor, que habían aliviado un poco los tiernos cuidados dispensados al cuerpo de Nuestro Señor, se derrumbó ahora, con la cabeza cubierta, en brazos de las piadosas mujeres. María Magdalena, como si hubieran querido robarle su amado, corrió algunos pasos hacia Él, con los brazos abiertos, pero tras un momento volvió junto a la Santísima Virgen.

El sagrado cuerpo fue transportado a un sitio algo más abajo, y allí lo depositaron encima de una roca plana, que era un lugar adecuado para embalsamarlo. Vi cómo primero pusieron sobre la roca un lienzo de malla, seguramente para dejar pasar el agua; tendieron el cuerpo sobre ese lienzo calado y mantuvieron otra sábana extendida sobre él. José y Nicodemo se arrodillaron y, debajo de esta cubierta, le quitaron el paño con que lo habían tapado al bajarlo de la cruz y el lienzo de la cintura, y con esponjas le lavaron todo el cuerpo, lo untaron con mirra, perfume y espolvorearon las heridas con unos polvos que había comprado Nicodemo, y, finalmente, envolvieron la parte inferior del cuerpo. Entonces llamaron a las santas mujeres, que se habían quedado al pie de la cruz. María se arrodilló cerca de la cabeza de Jesús, puso debajo un lienzo muy fino que le había dado la mujer de Pilatos, y que llevaba ella alrededor de su cuello, bajo su manto; después, con la ayuda de las santas mujeres, lo ungió desde los hombros hasta la cara con perfumes, aromas y polvos aromáticos. Magdalena echó un frasco de bálsamo en la llaga del costado y las piadosas mujeres pusieron también hierbas en las llagas de las manos y de los pies. Después, los hombres envolvieron el resto del cuerpo, cruzaron los brazos de Jesús sobre su pecho y envolvieron su cuerpo en la gran sábana blanca hasta el pecho, ataron una venda alrededor de la cabeza y de todo el pecho. Finalmente, colocaron al Dios Salvador en diagonal sobre la gran sábana de seis varas que había comprado José de Arimatea y lo envolvieron con ella; una punta de la sábana fue doblada desde los píes hasta el pecho y la otra sobre la cabeza y los hombros; las otras dos, envueltas alrededor del cuerpo.

Cuando la Santísima Virgen, las santas mujeres, los hombres, todos los que, arrodillados, rodeaban el cuerpo del Señor para despedirse de él, el más conmovedor milagro tuvo lugar ante sus ojos: el sagrado cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció impreso sobre la sábana que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor, y dejarles su retrato a través de los velos que lo cubrían. Abrazaron su adorable cuerpo llorando y reverentemente besaron la milagrosa imagen que les había dejado. Su asombro aumentó cuando, alzando la sábana, vieron que todas las vendas que envolvían el cuerpo estaban blancas como antes y que solamente en la sábana superior había quedado fijada la milagrosa imagen. No eran manchas de las heridas sangrantes, pues todo el cuerpo estaba envuelto y embalsamado; era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora que residía en el cuerpo de Jesús. Esta sábana quedó, después de la resurrección, en poder de los amigos de Jesús; cayó también dos veces en manos de los judíos y fue venerada más tarde en diferentes lugares.