viernes, 2 de abril de 2010

LA AMARGA PASION DE CRISTO

Jesús se queda solo. Su cuarta palabra en la cruz.

El silencio reinaba en torno a la cruz. Todo el mundo se había alejado. El Salvador había quedado sumido en un profundo abandono.

Volviéndose a su Padre celestial le pedía con amor por sus enemigos. Ofrecía el cáliz de su sacrificio por su redención. Yo vi a mi esposo sufrir como un hombre afligido lleno de angustia, abandonado de toda consolación divina y humana, y, obligado, sin ayuda ni esperanza, a atravesar solo la tormenta de la tribulación. Sus sufrimientos eran inexpresables, y por ellos nos fue concedida la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todos los afectos que nos unen a este mundo y esta vida terrestre se rompen y al mismo tiempo el sentimiento de la ira nos obnubila; nosotros no podríamos salir victoriosos de esta prueba, de no ser uniendo por medio de la gracia divina. Desde el sacrificio de Jesús ya no hay para los cristianos ni soledad, ni abandono, ni desesperación ante la cercanía de la muerte, pues Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, ha ido por delante de nosotros por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones y ha plantado en él su cruz para desvanecer nuestros espantos. Jesús, abandonado, pobre y desnudo, se ofreció a sí mismo por nosotros, convirtió su abandono en un rico tesoro, ofreció su vida, sus fatigas, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra ingratitud. Rezó delante de Dios por todos los pecadores. No olvidó a nadie, a todos acompañó en su abandono, rogó también por los heréticos.

Hacia las tres, Jesús lanzó un grito: «Elí, Elí, lamina sabachtani?», que significa: «¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!» El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz; los fariseos se volvieron hacia Él y uno dijo: «Llama a Elías.» Otro: «Veremos si Elías vendrá a socorrerlo.» Cuando María oyó la voz de su Divino Hijo nada pudo detenerla. Se acercó otra vez al pie de la cruz con Juan, María de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta notables de Judea y de los contornos de Jopa, pasaban por allí en dirección a la fiesta y, cuando vieron a Jesús en la cruz y los signos amenazadores de la Naturaleza, exclamaron llenos de horror: «¡Maldita sea esta ciudad! Si el Templo de Dios no estuviera en ella, merecería ser quemada por haber atraído sobre sí tanta iniquidad.» Estas palabras causaron una gran impresión en la gente. Hubo una explosión de murmullos y de gemidos y todos los que tenían los mismos sentimientos se reunían. Los allí presentes se dividieron en dos partidos. Los unos lloraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones; sin embargo, los fariseos hablaban en tono menos arrogante, y temiendo una insurrección popular, se pusieron de acuerdo con el centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más cercana de la ciudad e impedir que nadie entrara o saliera. Al mismo tiempo, enviaron un mensaje a Pilatos y a Herodes para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias para impedir una revuelta. Mientras tanto, el centurión

Abenadar mantenía el orden y también impedía los insultos contra Jesús para no irritar más al pueblo.

Poco después de las tres el cielo empezó a abrirse, la luna fue alejándose del sol, éste apareció despojado de sus rayos y envuelto en jirones de niebla roja; poco a poco comenzó a brillar de nuevo y las estrellas desaparecieron. Sin embargo, el cielo seguía cubierto. Los enemigos de Jesús fueron recobrando su arrogancia a medida que la luz volvía. Cuando dijeron: «Llama a Elías», Abenadar los mandó callar.

La muerte de Jesús. Quinta, sexta y séptima palabras de Jesús en la cruz

A la pálida luz del sol, el cuerpo de Jesús se veía más lívido y pálido que antes, por la pérdida de sangre. Agonizaba, tenía la lengua seca: «Tengo sed», dijo. Y como sus amigos lo rodeaban mirándolo apenados e impotentes, añadió: «¿No podríais haberme dado una gota de agua?»; y ellos comprendieron que les estaba diciendo que, mientras durasen las tinieblas, nadie se lo hubiera impedido. Juan, lleno de remordimientos, dijo: «¡Oh, Señor, te hemos olvidado!» Jesús añadió otras palabras cuyo sentido era éste: «Mis parientes y amigos debían olvidarme y no darme de beber, para que se cumpliera lo que está escrito.» Pero ese olvido lo afligía mucho. Sus amigos entonces dieron dinero a los soldados para obtener permiso para darle un poco de agua; ellos no se lo dieron, pero uno de ellos mojó una esponja en vinagre y hiel, y colocándola en la punta de una lanza, la puso delante de la boca del Señor. Entre otras palabras que Jesús dijo entonces, recuerdo éstas: «Cuando mi voz no se oiga más, las bocas de los muertos hablarán.» Algunos gritaron: «Blasfema todavía.» Abenadar los mandó callar.

La hora de Nuestro Señor había llegado: la agonía había comenzado, y un sudor frío cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz y limpiaba los pies de Jesús con un paño. Magdalena, rota de dolor, se apoyaba contra la cruz por la parte de atrás. La Virgen Santísima estaba de pie, entre Jesús y el buen ladrón, y, sostenida por Salomé y María de Cleofás, levantaba los ojos hacia su Hijo agonizante. Entonces Jesús dijo: «Todo se ha cumplido.» Después alzó la cabeza y gritó con voz potente: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Fue un grito a la vez suave y fuerte, que se oyó en el cielo y la tierra. Después de eso, Nuestro Señor inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Yo vi su alma, como una forma luminosa, penetrando en la tierra al pie de la cruz. Juan y las santas mujeres cayeron a tierra cubriéndose la cara.

El centurión Abenadar, de origen árabe, que bautizado más tarde se llamaba Ctesifón, estaba a caballo, cerca de donde estaba clavada la cruz.

Miraba conmovido y fijamente la cara desfigurada de Jesús, coronada de espinas. El caballo, abatido y triste mantenía la cabeza gacha, y Abenadar, cuya alma estaba trastornada, no recogió las riendas caídas. Cuando el Señor exhaló su último suspiro, la tierra tembló y se partió el suelo de roca entre la cruz del Salvador y la cruz del mal ladrón. La lúgubre Naturaleza dio testimonio de una manera tremenda e inequívoca de que Jesucristo era el Hijo de Dios. Todo se había cumplido. La tierra tembló cuando el alma de Jesús abandonó su cuerpo; ella le reconoció como su Salvador, mientras el corazón de sus amigos era traspasado por una espada de dolor. La gracia iluminó a Abenadar, su corazón duro se resquebrajó como el peñasco del Calvario; arrojó la lanza, se dio un fuerte golpe en el pecho y, con la voz de un hombre nuevo, gritó: «Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; este hombre era inocente; era verdaderamente el Hijo de Dios.» Muchos soldados se convirtieron también al oír estas palabras de su jefe.

Abenadar, convertido en un nuevo hombre desde ese momento, y habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería seguir más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado después Longino, que tomó el mando, dijo algunas palabras a los soldados y bajó del Calvario. Se fue por el valle de Gihón, hacia las grutas del valle de Hinón y anunció a los discípulos allí escondidos, la muerte del Señor. A continuación, se fue a la ciudad con intención de ver a Pilatos. También otras personas se convirtieron en el Calvario, entre ellos algunos fariseos que habían llegado hacia el final. Mucha gente regresaba a casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaban sus vestiduras y se echaban polvo sobre los cabellos. Todos estaban llenos de miedo y espanto. Juan se levantó y, con algunas de las santas mujeres, se llevaron a la Santísima Madre a cierta distancia de la cruz.

Cuando Jesús, el Dios de la vida y de la muerte, encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y la muerte tomó posesión de Él su cuerpo sagrado se estremeció y se puso de un blanco lívido, y sus innumerables heridas, que habían sangrado profusamente, parecían manchas oscuras; sus mejillas se hundieron, su nariz se afiló, y sus ojos, anegados en sangre, se abrieron a medias. Levantó un instante la pesada cabeza coronada de espinas, por última vez, y la dejó caer de nuevo con dolores de agonía; mientras sus agrietados y lívidos labios entreabiertos mostraban su ensangrentada e hinchada lengua. Sus manos, que hasta el momento de la muerte habían estado contraídas por los clavos, se abrieron y volvieron a su postura natural, al igual que los brazos; todo Él se aflojó y todo el peso de su cuerpo cayó sobre los pies, sus rodillas se doblaron y, lo mismo que sus pies, giraron un poco hacia un lado.

¿Con qué palabras podría expresar la profundísima pena de María al ver a su Hijo muerto? Su vista se oscureció, el color lívido de la muerte la cubría, sus pies temblaban, sus oídos no oían; ella cayó al suelo, mientras Magdalena, Juan y los otros se desplomaban también y, con la cara tapada, se abandonaban a su indecible dolor. Cuando fueron a ayudar a la más dulce y triste de todas las madres, ella vio aquel cuerpo, concebido sin mancha por el Espíritu Santo, carne de su carne, hueso de sus huesos, corazón de su corazón; la obra sagrada de sus entrañas, formado por obra divina, ese cuerpo que colgaba de una cruz, entre dos ladrones. Crucificado, deshonrado, maltratado, condenado por todos aquellos a quienes había venido a la tierra a redimir. Bien se la podía llamar en aquellos momentos la reina de los mártires.

Eran poco más de las tres cuando Jesús expiró. La luz del sol era todavía débil y estaba velada por una bruma rojiza, el aire se hizo sofocante y bochornoso mientras duró el temblor de la tierra, mas después refrescó sensiblemente. Cuando se produjo el temblor de tierra, los fariseos estaban muy alarmados pero después se recobraron; algunos se acercaron a la grieta que se había abierto en el peñasco del Calvario, tiraron piedras y querían medir su profundidad con cuerdas, pero, al no haber podido llegar al fondo, se quedaron pensativos. Advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, sus signos de arrepentimiento, y se alejaron. Muchos de los presentes se habían verdaderamente convertido y muchos de ellos regresaron a Jerusalén, llenos de temor. Los soldados romanos montaron guardia en las puertas de la ciudad y otros lugares principales para prevenir una posible insurrección. Casio se quedó en el Calvario con cincuenta soldados. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, contemplaban a Nuestro Señor y lloraban. Algunas de las santas mujeres se marcharon a sus casas y todo quedó silencioso y sumido en la pena. Desde lejos, en el valle y sobre las alturas opuestas, se veían acá y allá algunos discípulos que miraban la cruz con una curiosidad inquieta, y desaparecían si se les acercaba alguien.

El temblor de tierra. Aparición de los muertos en

Jerusalén

Cuando murió Jesús, yo vi su alma semejante a una forma luminosa penetrar en la tierra al pie de la cruz, con ella una multitud brillante de ángeles, entre los cuales estaba Gabriel. Estos ángeles echaban al gran abismo a una multitud de malos espíritus. Y oí que Jesús ordenó a muchas almas del limbo que volvieron a entrar en sus cuerpos mortales para atemorizar a los impenitentes y dieran testimonio de Su divinidad.

El temblor de tierra que quebró la roca del Calvario, causó estragos, sobre todo en Jerusalén y en Palestina. Apenas habían recobrado el ánimo en la ciudad y en el Templo al volver la luz del sol, cuando el temblor que agitó la tierra y el estrépito de los edificios al hundirse, causaron temores mucho mayores. Este terror se convirtió en pánico cuando la gente que huía llorando encontraban en el camino súbitas apariciones de muertos resucitados que los reconvenían y amenazaban en el lenguaje más severo.

En el Templo, el Sumo Sacerdote y los demás sacerdotes habían continuado el sacrificio del cordero pascual, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían haber triunfado con la vuelta de la luz. Mas, de pronto, la tierra tembló bajo sus pies, los edificios vecinos se derrumbaban y el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo. Al principio mi terror extremo los dejó unidos, pero luego se vieron sacudidos por los más incontrolables llantos y lamentaciones. Sin embargo, las ceremonias estaban tan reguladas, en el interior del Templo era todo tan pautado, las filas de sacerdotes, el sonido de los cánticos y de las trompetas, los movimientos de los fieles, que de momento no se consiguió controlar el desorden y turbación. Los sacrificios continuaron tranquilamente en algunas partes, mientras los sacerdotes los tranquilizaban. Pero la aparición de los muertos que se presentaban en el Templo lo echó todo abajo, y la gente huyó despavorida tan de prisa como pudo. En la ceremonia no quedó nadie, y el Templo fue abandonado como si hubiera sido manchado. Sin embargo, esto sucedió progresivamente, y mientras que una parte de los que estaban presentes corrían escaleras abajo del Templo, otros iban siendo contenidos por los sacerdotes o no eran todavía presa del pánico que los enloquecía. Se puede tener una idea de lo que pasaba, representándose un hormiguero, en el cual han echado una piedra. Mientras la confusión reina en un punto, el trabajo continúa en otro, y aun el sitio agitado vuelve a recobrar el orden durante algunos momentos. El Sumo Sacerdote Caifás y los suyos conservaron su presencia de ánimo. Gracias al diabólico endurecimiento de su corazón y la tranquilidad aparente que tenían, impidieron que la confusión fuese general, y lograron que el pueblo no tomara esos terribles acontecimientos como un testimonio de la inocencia de Jesús. La guarnición romana de la torre Antonia hizo también grandes esfuerzos para mantener el orden, de suerte que la fiesta se interrumpió sin que estallase un tumulto popular. Todo se convirtió en agitación e inquietud que cada uno llevó a su casa y que la habilidad de los fariseos había conseguido, con éxito, calmar en parte.

He aquí los hechos de los que me acuerdo. Las dos grandes columnas situadas a la entrada del Sanctasanctórum del Templo y entre las cuales estaba colgada una magnifícente cortina, se apartaron la una de la otra y el techo que sostenían se hundió rasgando la cortina con fuerte sonido de arriba abajo, y el Sanctasanctórum quedó así expuesto a los ojos de todos. Cerca de la celda donde solía rezar el viejo Simeón, cayó una gruesa piedra que hundió la bóveda. En el Sanctasanctórum se vio aparecer al Sumo

Sacerdote Zacarías, muerto entre el Templo y el altar; pronunció palabras amenazadoras y habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan el Bautista y de otros profetas. Los dos hijos del piadoso Sumo Sacerdote Simón el justo, se aparecieron cerca del gran púlpito y hablaron también de la muerte de los profetas y del sacrificio que ahora se había cumplido. Jeremías se apareció cerca del altar y proclamó con una voz tronante el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones que habían tenido lugar en un sitio al que sólo los sacerdotes tenían acceso, fueron negadas o calladas y se prohibió severamente hablar de ellas. Se oyó un gran ruido, las puertas del Sanctasanctórum se abrieron y una voz gritó: «Vayámonos de aquí.» Entonces vi ángeles alejándose de allí. Nicodemo, José de Arimatea y otros muchos abandonaron también el Templo. Muertos resucitados se veían todavía andando por la ciudad. A una orden de los ángeles entraron finalmente en sus sepulcros. La cátedra del atrio se derrumbó. De treinta y dos fariseos que hacía poco habían vuelto del Calvario, muchos se habían convertido al pie de la cruz. Y en el Templo, comprendiendo perfectamente lo que estaba pasando, hicieron duros reproches a Anás y Caifás, y dejaron la congregación. Anás había sido uno de los más acérrimos enemigos de Jesús, y había incitado al proceso contra Él, pero ahora, viendo todos esos acontecimientos sobrenaturales, estaba casi loco de espanto, y no sabía dónde esconderse. Caifás quiso confortarlo, pero fue en vano. La aparición de los muertos lo había consternado. Caifás, aunque lleno de terror, estaba tan poseído del demonio del orgullo y de la obstinación, que no dejaba ver nada de lo que sentía y oponía una frente de hierro a los signos amenazadores de la ira divina. Dijo que los causantes de todo habían sido los partidarios del Galileo, que se habían presentado en el Templo manchados, y que todo eran sortilegios.

La misma confusión que en el Templo reinaba en muchos sitios de Jerusalén. Los muertos caminaban por las calles, las casas se derrumbaban, así como también los escalones del Tribunal de Caifás, donde Jesús había sido ultrajado, y una parte del hogar, del atrio, donde Pedro había negado a Jesús. Cerca del palacio de Pilatos, se partió la piedra del sitio donde Jesús había sido mostrado al pueblo y parte de las murallas de la ciudad se derribaron. El supersticioso Pilatos estaba paralizado y mudo de terror, su palacio se tambaleaba sobre sus cimientos, y la tierra no cesaba de moverse bajo sus pies. El corría enloquecido de una habitación a otra. Creyó ver en los muertos que se le aparecían a los dioses del Galileo, y se refugió en el rincón más oculto de la casa para pedir socorro a sus ídolos. También Herodes estaba aterrorizado pero él se había encerrado y no quería ver a nadie. Un centenar de muertos de todas las épocas aparecieron en Jerusalén y en sus alrededores. Los muertos cuyas almas fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron, destaparon sus rostros y anduvieron errantes por las calles sin tocar el suelo con los pies. Dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. En los lugares donde la sentencia de Jesús se había proclamado antes de ponerse en marcha la procesión para el Calvario, se detuvieron un momento y gritaron: «¡Gloria a Jesús por los siglos de los siglos y condenación eterna para sus verdugos!» Delante del palacio de Pilatos exclamaron: «¡Juez inicuo!» Todo el mundo temblaba y huía; el terror era inmenso en toda la ciudad y cada cual se escondía donde podía. A las cuatro en punto los muertos volvieron a sus tumbas. Los sacrificios en el Templo habían sido así interrumpidos, la confusión reinaba por todas partes y pocas personas comieron esa noche el cordero pascual.

José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús

En cuanto se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, Pilatos, aún aterrorizado, fue asaltado con peticiones por todos lados. El Gran Consejo de los judíos, le pidió que mandara romper las piernas de los crucificados para que no murieran antes del sábado. Pilatos mandó inmediatamente esbirros al Calvario a cumplir sus deseos. Poco después vi a José de Arimatea ir a casa de Pilatos. Había sabido la muerte de Jesús y había acordado con Nicodemo el proyecto de enterrarlo en una sepultura nueva que había hecho construir a poca distancia del Calvario. Pilatos lo recibió, inquieto y agitado, y él le pidió que le diese el cuerpo de Jesús para enterrarlo. A Pilatos le extrañó que un hombre tan notable pidiese con tanta insistencia permiso para rendir los últimos honores a quien él había hecho morir tan ignominiosamente. Ésa era para él otra señal de la inocencia de Jesús; pero supo esconder sus pensamientos. Mandó llamar después al centurión Abenadar, que había vuelto a Jerusalén después de haber ido a encontrarse con los discípulos escondidos, y le preguntó si el rey de los judíos ya había muerto. Abenadar le contó la muerte de Nuestro Señor, sus últimas palabras y el temblor de la tierra y la roca abierta por el terremoto. Pilatos fingió extrañarse únicamente de que Jesús hubiera muerto tan de prisa, porque en general los crucificados agonizaban durante más tiempo; pero la verdad es que estaba lleno de angustia y de terror por la coincidencia de estas señales con la muerte de Jesús. Quizá, para hacerse perdonar su crueldad, dio a José de Arimatea por escrito una orden suya para que le fuera entregado el cuerpo de Jesús. Sintió gran satisfacción al contrariar así a los miembros del Sanedrín, que hubiesen deseado que Jesús fuera enterrado como malhechor entre los ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar sus órdenes. Me parece que fue Abenadar mismo, pues lo vi asistir al descendimiento de la cruz.

José de Arimatea, al salir de casa de Pilatos, fue a hablar con Nicodemo, que le esperaba en casa de una mujer de buena voluntad. La casa de esa mujer estaba situada en una calle ancha, cerca de la callejuela donde Nuestro Señor fue tan cruelmente ultrajado al principio del camino de la cruz, y ella vendía hierbas aromáticas; Nicodemo le había comprado todos los ungüentos y perfumes necesarios para embalsamar el cuerpo de Jesús. José fue a su vez a comprar una fina rica sábana; sus criados cogieron en un portal, cerca de la casa de Nicodemo, escaleras, martillos y clavos, jarros llenos de agua, esponjas, y pusieron los más pequeños de estos objetos sobre unas angarillas semejantes a aquellas en que los discípulos de Juan el Bautista trasladaron su cuerpo cuando lo sacaron de la fortaleza de Macherunt.

Clavan una lanza en el costado de Jesús. Rompen las piernas de los ladrones

Mientras tanto, el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo, atemorizado, se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María, hija de Cleofás y Salomé rodeaban, de pie o sentados, la cruz, con la cabeza cubierta y llorando. Algunos soldados estaban recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado al otro. El cielo estaba oscuro y la Naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron allí seis esbirros con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco, y la Santísima Virgen temió que fuesen a ultrajar aún más el cuerpo de su Hijo. No iba desencaminada, pues, mientras apoyaban las escalas en la cruz, comentaban que Jesús sólo se fingía muerto. Habiendo visto, sin embargo, que el cuerpo estaba frío y tieso, lo dejaron y subieron a las cruces de los ladrones. Les rompieron los brazos por debajo y por encima de los codos con sus martillos, mientras otro les rompía las piernas por encima y por debajo de las rodillas. Gesmas daba gritos tan horribles, que le pegaron aún tres golpes más sobre el pecho, para acabarlo de matar. Dimas dio un gemido y expiró. Fue el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. Desataron las cuerdas que sujetaban a los dos ladrones, dejaron caer los cuerpos al suelo, los arrastraron a la hondonada que había entre el Calvario y las murallas de la ciudad y los cubrieron con tierra.

Los verdugos parecían dudar todavía de la muerte de Jesús, y el modo horrible en que habían quebrantado los miembros de los ladrones hacía temblar a las santas mujeres temiendo por el cuerpo del Salvador. Pero Casio, el oficial subalterno, un hombre de unos veinticinco años, cuyos ojos bizcos y sus nerviosas maneras habían provocado muchas veces la mofa de sus compañeros, fue súbitamente iluminado por la gracia y, a la vista de la ferocidad bárbara de los verdugos y la profunda pena de las santas mujeres, decidió aliviar la angustia de ellas demostrando que Jesús estaba verdaderamente muerto. La amabilidad de su corazón lo empujó a ello, pero, sin saberlo, iba a cumplir una profecía. Cogió su lanza y dirigió su caballo hacia el montículo donde estaba la cruz. Se detuvo entre ésta y la del buen ladrón y, cogiendo la lanza con las dos manos, la clavó con tanta fuerza en el costado derecho de Nuestro Señor que la punta atravesó su corazón y salió por el lado izquierdo del pecho. Al retirarla, salió de la herida un chorro de sangre y agua que mojó su cara como un río de salvación y de gracia. Se apeó, se arrodilló, se dio golpes en el pecho y confesó en voz alta su fe en Jesús.

La Santísima Virgen y las santas mujeres, cuyos ojos no se apartaban ni un momento de Jesús, al ver lo que este hombre se proponía hacer con la lanza se precipitaron hacia la cruz, dando gritos para detenerlo. María cayó en los brazos de las santas mujeres como si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras que Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y los de su alma se habían curado y abierto a la luz. Todos estaban profundamente conmovidos a vista de la sangre del Salvador, que se había depositado en el hoyo de la peña donde estaba clavada la cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan, recogieron la sangre y el agua en frascos y empaparon en ella sus paños.

Casio, cuyos ojos habían recobrado toda la plenitud de la vista, estaba sumido en humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que se había operado en él, se hincaron de rodillas y reconocieron a Jesús. Casio fue bautizado después con el nombre de Longino, predicó la fe de Jesucristo como diácono, y llevó siempre sangre de Jesús con él. Los esbirros, que mientras tanto habían recibido el mensaje de Pilatos de que no tocaran el cuerpo de Jesús, se mantuvieron apartados. Todo esto pasó cerca de la cruz un poco después de las cuatro, mientras José de Arimatea y Nicodemo reunían todo lo necesario para sepultar a Jesús. Mientras, los criados de José, que volvían de limpiar el sepulcro, les dijeron a los amigos de Jesús que su señor iba a hacerse cargo del cuerpo y que lo enterraría en un sepulcro nuevo. Entonces Juan volvió a la ciudad con las santas mujeres para que María pudiera reparar un poco sus fuerzas y también para coger algunas cosas necesarias para el entierro. La Santísima Virgen tenía un pequeño aposento en los edificios contiguos al cenáculo. No entraron en la ciudad por la puerta más próxima al Calvario porque ésta estaba cerrada y guardada por dentro por los soldados colocados allí por los fariseos, sino por la puerta meridional que conduce a Belén.

El descendimiento de la cruz

En el momento en que la cruz se quedó sola, y rodeada sólo de algunos guardias, vi a cinco personas que habían venido de Betania por el valle acercarse al Calvario, elevar los ojos hacia la cruz y alejarse furtivamente. Creo que eran discípulos. Tres veces me encontré en las inmediaciones a dos hombres deliberando y consultándose. Eran José de Arimatea y Nicodemo. La primera vez los vi en las inmediaciones durante la crucifixión, quizá cuando mandaron a comprar las vestiduras de Jesús que iban a repartirse los esbirros; otra vez, cuando, después de ver que la muchedumbre se dispersaba, fueron al sepulcro para preparar alguna cosa. La tercera fue cuando volvían a la cruz mirando a todas partes, como si esperasen una ocasión favorable. Entonces quedaron de acuerdo en cómo bajarían el cuerpo del Salvador de la cruz y se volvieron a la ciudad.

Su siguiente paso fue ocuparse de transportar los objetos necesarios para embalsamar el cuerpo de Nuestro Señor; sus criados cogieron algunos instrumentos para desclavarlo de la cruz. Nicodemo había comprado cien libras de raíces, que equivalían a treinta y siete libras de nuestro peso, como me han explicado. Sus servidores llevaban una parte de esos aromas en pequeños recipientes hechos de corcho colgados del cuello sobre el pecho. En uno de esos corchos había unos polvos y llevaban también algunos paquetes de hierbas en sacos de pergamino o de piel. José tomó consigo además una caja de ungüento; en fin, todo lo necesario. Los criados prepararon fuego en una linterna cerrada y salieron de la ciudad antes que sus señores, por otra puerta, encaminándose después hacia el Calvario. Pasaron por delante de la casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres habían ido a coger diversas cosas para embalsamar el cuerpo de Jesús. Juan y las santas mujeres siguieron a los criados a poca distancia. Había cinco mujeres; algunas llevaban debajo de los mantos largos lienzos de tela. Las mujeres tenían la costumbre, cuando salían por la noche o para hacer secretamente alguna acción piadosa, de envolverse con una sábana larga. Comenzaban por un brazo, y se iban rodeando el resto del cuerpo con la tela tan estrechamente que apenas podían caminar. Yo las he visto así ataviadas. En esa ocasión presentaba un aspecto mucho más extraño a mis ojos: iban vestidas de luto. José y Nicodemo llevaban también vestidos de luto, de mangas negras y cintura ancha. Sus mantos, que se habían echado sobre la cabeza, eran anchos, largos y de color pardo. Les servían para esconder lo que llevaban.

Se encaminaron hacia la puerta que conduce al Calvario. Las calles estaban desiertas, el terror general hacía que todo el mundo permaneciese encerrado en su casa. La mayoría de ellos empezaba a arrepentirse, y muy pocos celebraban la fiesta. Cuando José y Nicodemo llegaron a la puerta, la hallaron cerrada y todo alrededor, el camino y las calles, lleno de soldados.

Eran los mismos que los fariseos habían solicitado a las dos, cuando temían una insurrección, y hasta entonces no habían recibido orden ninguna de regresar. José presentó la orden firmada por Pilatos para dejarlo pasar libremente. Los soldados la encontraron conforme, mas le dijeron que habían intentado abrir ya la puerta antes sin poderlo conseguir y que, sin duda, el terremoto debía de haberse desencajado por alguna parte, y que por esa razón, los esbirros encargados de romper las piernas a los crucificados habían tenido que pasar por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo probaron, la puerta se abrió sola, dejando a todos atónitos. El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso; cuando llegaron al Calvario, se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban sentadas enfrente de la cruz. Casio y muchos soldados que se habían convertido permanecían a cierta distancia, cohibidos y respetuosos. José y Nicodemo contaron a la Santísima Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa; y cómo habían conseguido que no rompiesen los huesos de Nuestro Señor, y la profecía se había cumplido. Hablaron también del lanzazo de Casio. En cuanto llegó el centurión Abenadar, comenzaron en medio de la tristeza y de un profundo recogimiento, su dolorosa y sagrada labor del descendimiento de Jesús y el embalsamamiento del adorable cuerpo de Nuestro Señor.

La Santísima Virgen y Magdalena esperaban sentadas al pie de la cruz, a la derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús; las otras mujeres estaban ocupadas en preparar los paños, los aromas, el agua, las esponjas y las vasijas. Casio se acercó también y le contó a Abenadar el milagro de la cura de sus ojos. Todos estaban conmovidos, llenos de pena y de amor y al mismo tiempo silenciosos y solemnes; sólo cuando la prontitud y la atención que exigían esos cuidados piadosos, lo permitían, se oían lamentos y gemidos ahogados. Sobre todo Magdalena, se hallaba entregada enteramente a su dolor, y nada podía consolarla ni distraerla, ni la presencia de los demás ni alguna otra consideración. Nicodemo y José apoyaron las escaleras en la parte de atrás de la cruz, y subieron con unos lienzos; ataron el cuerpo de Jesús por debajo de los brazos y de las rodillas al tronco de la cruz con las piezas de lino y fijaron asimismo los brazos por las muñecas. Entonces, fueron sacando los clavos, martilleándolos por detrás. Las manos de Jesús no se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de las llagas, que se habían abierto enormemente debido al peso del cuerpo. La parte inferior del cuerpo, que, al expirar Nuestro Señor, había quedado cargado sobre las rodillas, reposaba en su posición natural, sostenida por una sábana atada a los brazos de la cruz. Mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba ese brazo, sujeto por el lienzo, caer sobre el cuerpo, Nicodemo iniciaba la misma operación con el brazo derecho, y levantaba con cuidado su cabeza, coronada de espinas, que había caído sobre el hombro de ese lado. Entonces arrancó el clavo derecho, y dejó caer despacio el brazo, sujeto con la tela, sobre el cuerpo. Al mismo tiempo, el centurión Abenadar arrancaba con esfuerzo el gran clavo de los pies. Casio recogió religiosamente los clavos y los puso a los pies de la Virgen.

Sin perder un segundo, José y Nicodemo llevaron la escalera a la parte de delante de la cruz, la apoyaron casi recta y muy cerca del cuerpo; desataron el lienzo de arriba y lo colgaron a uno de los ganchos que habían colocado previamente en la escalera, hicieron lo mismo con los otros dos lienzos, y bajándolos de gancho en gancho consiguieron ir separando despacio el sagrado cuerpo de la cruz, hasta llegar enfrente del centurión, que, subido en un banco, lo rodeó con sus brazos por debajo de las rodillas, y lo fue bajando, mientras José y Nicodemo, sosteniendo la parte superior del cuerpo iban bajando escalón a escalón, con las mayores precauciones; como cuando se lleva el cuerpo de un amigo gravemente herido, así el cuerpo del Salvador fue llevado hasta abajo. Era un espectáculo conmovedor; tenían el mismo cuidado, tomaban las mismas precauciones que si hubiesen podido causar algún daño a Jesús: Parecían haber concentrado sobre el sagrado cuerpo, todo el amor y la veneración que habían sentido hacia el Salvador durante su vida. Todos los presentes tenían los ojos fijos en el grupo y contemplaban todos sus movimientos; a cada instante levantaban los brazos al cielo, derramaban lágrimas, y manifestaban un profundísimo dolor. Sin embargo, todos se sentían penetrados de un respeto grande y hablaban sólo en voz baja, para ayudarse o avisarse. Mientras duraron los martillazos, María, Magdalena y todos los que estaban presentes en la crucifixión escuchaban sobrecogidos, porque el ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús. Temblaban al recordar el grito penetrante de su dolor, y al mismo tiempo se afligían del silencio de su boca divina, prueba incontestable de su muerte. Cuando los tres hombres bajaron del todo el sagrado cuerpo, lo envolvieron, desde las rodillas hasta la cintura, y lo depositaron en los brazos de su Madre, que los tenía extendidos hacia el Hijo, rebosante de dolor y de amor.

El cuerpo de Jesús dispuesto para el sepulcro

La Virgen Santísima se sentó sobre una amplia tela extendida en el suelo; con la rodilla derecha un poco levantada y la espalda apoyada sobre un hato de ropas. Lo habían dispuesto todo para facilitar a aquella Madre de alma profundamente afligida -la Madre de los Dolores- las tristes honras fúnebres que iba a dispensar al cuerpo de su Hijo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada sobre las rodillas de María; su cuerpo, tendido sobre una sábana. La Virgen Santísima sostenía por última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de amor en todo su martirio. Contemplaba sus heridas, cubría de besos su cara ensangrentada, mientras el rostro de Magdalena reposaba sobre sus pies. Mientras, los hombres se retiraron a una pequeña hondonada situada al suroeste del Calvario, a preparar todo lo necesario para embalsamar el cadáver. Casio, con algunos de los soldados que se habían convertido al Señor, se mantenía a una distancia respetuosa. Toda la gente mal intencionada se había vuelto a la ciudad y los soldados presentes formaban únicamente una guardia de seguridad para impedir que nadie interrumpiese los últimos honores que iban a ser rendidos a Jesús. Algunos de esos soldados prestaban su ayuda cuando se lo pedían. Las santas mujeres entregaban vasijas, esponjas, paños, ungüentos y aromas, cuando les era requerido, y el resto del tiempo permanecían atentas, a corta distancia; Magdalena no se apartaba del cuerpo de Jesús; pero Juan daba continuo apoyo a la Virgen, e iba de aquí para allá, sirviendo de mensajero entre los hombres y las mujeres, ayudando a unos y a otras. Las mujeres tenían a su lado botas incipientes de cuero de boca ancha y un jarro de agua, puesto sobre un fuego de carbón. Entregaban a María y a Magdalena, conforme lo necesitaban, vasijas llenas de agua y esponjas, que exprimían después en los recipientes de cuero.

La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su indecible dolor. Era absolutamente imposible dejar el cuerpo de su Hijo en el horrible estado en que lo habían dejado el suplicio, por lo que procedió con infatigable dedicación a lavarlo y limpiarle las señales de los ultrajes que había recibido. Le quitó, con la mayor precaución, la corona de espinas, abriéndola por detrás y cortando una por una las espinas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las heridas al intentar arrancarlas. Puso la corona junto a los clavos; entonces María fue sacando los restos de espinas que habían quedado con una especie de pinzas redondas y las enseñó a sus amigas con tristeza.

El divino rostro de Nuestro Señor, apenas se podía conocer, tan desfigurado estaba con las llagas que lo cubrían; la barba y el cabello estaban apelmazados por la sangre. María le alzó suavemente la cabeza y con esponjas mojadas fue lavándole la sangre seca; conforme lo hacía, las horribles crueldades ejercidas contra Jesús se le iban presentando más vividamente, y su compasión y su ternura se acrecentaban herida tras herida. Lavó las llagas de la cabeza, la sangre que cubría los ojos, la nariz y las orejas de Jesús, con una pequeña esponja y un paño extendido sobre los dedos de su mano derecha; lavó, del mismo modo, su boca entreabierta, la lengua, los dientes y los labios. Limpió y desenredó lo que restaba del cabello del Salvador y lo dividió en tres partes, una sobre cada sien, y la tercera sobre la nuca. Tras haberle limpiado la cara, la Santísima Virgen se la cubrió después de haberla besado. Luego se ocupó del cuello, de los hombros y del pecho, de los brazos y de las manos. Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros estaban dislocados y no podían doblarse. El hombro que había llevado la cruz era una gran llaga, toda la parte superior del cuerpo estaba cubierta de heridas y desgarrada por los azotes. Cerca del pecho izquierdo, se veía la pequeña abertura por donde había salido la punta de la lanza de Casio, y en el lado derecho, el ancho corte por donde había entrado la lanza que le había atravesado el corazón. María lavó todas las llagas de Jesús, mientras Magdalena, de rodillas, la ayudaba en algún momento, pero sin apartarse de los sagrados pies de Jesús, que bañaba con lágrimas y secaba con sus cabellos.

La cabeza, el pecho y los pies del Salvador estaban ya limpios: el sagrado cuerpo, blanco y azulado como carne sin sangre, lleno de manchas moradas y rojas allí donde se le había arrancado la piel, reposaba sobre las rodillas de María, que fue abriendo con un lienzo las partes lavadas y después se ocupó de embalsamar todas las heridas, empezando por la cara. Las santas mujeres, arrodilladas frente a María, le presentaron una caja de donde sacaba algún ungüento precioso con el que untaba las heridas y también el cabello. Cogió en su mano izquierda las manos de Jesús, las besó con amor, y llenó de ungüento o de perfume los profundos agujeros de los clavos. Ungió también las orejas, la nariz y la llaga del costado. No tiraban el agua que habían usado, sino que la echaban en los recipientes de cuero en los que exprimían las esponjas. Yo vi muchas veces a Casio y a otros soldados ir por agua a la fuente de Gihón, que estaba bastante cerca. Cuando la Virgen hubo ungido todas las heridas, envolvió la cabeza de Nuestro Señor en paños, mas no cubrió todavía la cara; cerró los ojos entreabiertos de Jesús, y dejó reposar su mano sobre ellos algún tiempo. Cerró también su boca, abrazó el sagrado cuerpo de su Hijo y dejó caer su cara sobre la de Jesús. José y Nicodemo llevaban un rato esperando en respetuoso silencio, cuando Juan, acercándose a la Santísima Virgen, le pidió que dejase que se llevaran a su Hijo, para que pudieran acabarlo de embalsamar, porque se acercaba el sábado. María abrazó una vez más el cuerpo de Jesús y se despidió de Él con conmovedoras palabras. Entonces, los hombres cogieron la sábana donde estaba depositado el cuerpo y lo apartaron así de los brazos de la Madre, llevándoselo aparte para embalsamarlo. María, de nuevo abandonada a su dolor, que habían aliviado un poco los tiernos cuidados dispensados al cuerpo de Nuestro Señor, se derrumbó ahora, con la cabeza cubierta, en brazos de las piadosas mujeres. María Magdalena, como si hubieran querido robarle su amado, corrió algunos pasos hacia Él, con los brazos abiertos, pero tras un momento volvió junto a la Santísima Virgen.

El sagrado cuerpo fue transportado a un sitio algo más abajo, y allí lo depositaron encima de una roca plana, que era un lugar adecuado para embalsamarlo. Vi cómo primero pusieron sobre la roca un lienzo de malla, seguramente para dejar pasar el agua; tendieron el cuerpo sobre ese lienzo calado y mantuvieron otra sábana extendida sobre él. José y Nicodemo se arrodillaron y, debajo de esta cubierta, le quitaron el paño con que lo habían tapado al bajarlo de la cruz y el lienzo de la cintura, y con esponjas le lavaron todo el cuerpo, lo untaron con mirra, perfume y espolvorearon las heridas con unos polvos que había comprado Nicodemo, y, finalmente, envolvieron la parte inferior del cuerpo. Entonces llamaron a las santas mujeres, que se habían quedado al pie de la cruz. María se arrodilló cerca de la cabeza de Jesús, puso debajo un lienzo muy fino que le había dado la mujer de Pilatos, y que llevaba ella alrededor de su cuello, bajo su manto; después, con la ayuda de las santas mujeres, lo ungió desde los hombros hasta la cara con perfumes, aromas y polvos aromáticos. Magdalena echó un frasco de bálsamo en la llaga del costado y las piadosas mujeres pusieron también hierbas en las llagas de las manos y de los pies. Después, los hombres envolvieron el resto del cuerpo, cruzaron los brazos de Jesús sobre su pecho y envolvieron su cuerpo en la gran sábana blanca hasta el pecho, ataron una venda alrededor de la cabeza y de todo el pecho. Finalmente, colocaron al Dios Salvador en diagonal sobre la gran sábana de seis varas que había comprado José de Arimatea y lo envolvieron con ella; una punta de la sábana fue doblada desde los píes hasta el pecho y la otra sobre la cabeza y los hombros; las otras dos, envueltas alrededor del cuerpo.

Cuando la Santísima Virgen, las santas mujeres, los hombres, todos los que, arrodillados, rodeaban el cuerpo del Señor para despedirse de él, el más conmovedor milagro tuvo lugar ante sus ojos: el sagrado cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció impreso sobre la sábana que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor, y dejarles su retrato a través de los velos que lo cubrían. Abrazaron su adorable cuerpo llorando y reverentemente besaron la milagrosa imagen que les había dejado. Su asombro aumentó cuando, alzando la sábana, vieron que todas las vendas que envolvían el cuerpo estaban blancas como antes y que solamente en la sábana superior había quedado fijada la milagrosa imagen. No eran manchas de las heridas sangrantes, pues todo el cuerpo estaba envuelto y embalsamado; era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora que residía en el cuerpo de Jesús. Esta sábana quedó, después de la resurrección, en poder de los amigos de Jesús; cayó también dos veces en manos de los judíos y fue venerada más tarde en diferentes lugares.

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