NUNCA MÁS EL SILENCIO
Mi devastadora experiencia en el seminario
Por el Padre Martin Heinz
El Padre Heinz ha sido párroco de la Iglesia de los Santos Ángeles en Aurora, Illinois, durante cuatro años, habiendo servido en los seis años previos, como director de vocaciones para la diócesis de Rockford, Illinois. Su experiencia sobre los seminarios no tuvo lugar en dicha diócesis.
Charlando con un sacerdote amigo, nos enfadamos por el escándalo de los abusos sexuales sacerdotales exhibido a través de los titulares de los periódicos y mostrado por la TV. No estamos disgustados porque se haya hecho público, sino porque la sórdida, chabacana, vil y perversa índole de las acusaciones y de los hechos desafían la realidad. Sacerdotes sodomizando a jóvenes y niños — ¿quién querría hacer eso? Espejos de Cristo que despilfarraron su confianza por unos pocos momentos de lujuria. Pero aún más sorprendente fue el encubrimiento. Los obispos, padres espirituales de la iglesia, escondieron la verdad. Abdicaron de sus responsabilidades y perpetuaron un escándalo de cuarenta años debido a orgullo, arrogancia y a pobres excusas. Casi nunca se refirieron al pecado y parecieron excusar la perversión. Cambiando de parroquia en parroquia a los sacerdotes corrompidos, confiando en la psico-charlatanería de moda para luego esconderse detrás de ella al enfrentarse con la verdad, fallando al no reprender a sus hermanos obispos por guardar en secreto tales crímenes, poniendo a jóvenes cuestionables en seminarios: estas fueron las semillas que crecerían hasta atormentarnos.
Mientras conversábamos, me volví más callado. De verdad, más pensativo. Finalmente, tras un prolongado silencio, él hizo una sentida pregunta nacida de la aflicción: “¿Cómo llegamos a esto?” Lentamente, en respuesta, comencé a contarle las historias de perversión en mi seminario menor. El disgusto cubrió su rostro. Pero la mía es sólo una historia, relatada con mucha suavidad. Es un relato de lo que vi y experimenté, allá cuando no tenía a nadie a quien contárselo.
Corría el año 1974 y yo tenía 14 años. Habían pasado casi 10 desde los días finales del Vaticano II. Los Estados Unidos estaban todavía sufriendo las consecuencias sociales de los asesinatos políticos, comenzaba a explotar el escándalo político de Watergate y la revolución sexual estaba en pleno movimiento. En medio de todo esto, sobre una colina, estaba la madre iglesia con sus ventanas totalmente abiertas, dejando entrar el aire “fresco”. Pero alguien olvidó cerrar las ventanas. El aire estaba envenenado con disensión, confusión y caos. Era necesario cerrar las ventanas porque los vientos que soplaban no eran los del Espíritu Santo. Eran expresión del orgullo humano, vestidos con ropajes de libertad. Hubo una genuina esperanza que mientras se comprometía con el mundo moderno, la iglesia encontrara a éste abierto al mensaje de su verdad. Sin embargo, el mundo no estaba escuchando. Experimentación, conciencias no formadas, y autoexpresión pronto se convirtieron en los nuevos pilares de la cultura — e incluso de la religión. Se fueron manifestando con disminuida culpa y envalentonado orgullo. Los resultados serían rápidamente devastadores. Las puertas del infierno no pueden prevalecer sobre la iglesia, pero no ayuda cuando en vez de alejarnos, pasamos mucho tiempo jugueteando frente a ellas.
Proveniente de las sombras de tal caos mi corazón escuchó una voz. Jesucristo estaba convocándome a ser sacerdote. Desde los primeros días supe que el sacerdocio era mi vocación. Sin embargo, lo que en ese entonces perseguía era un futuro basado en ilusiones, no en la verdad. La atmósfera en la cual escuché mi llamada estaba impregnada de rumores sobre el celibato opcional, sacerdotes casados, mujeres sacerdotes y misas celebradas a gusto propio. Muchos estaban abandonando el sacerdocio y escapando de los conventos. Ver Rosarios arrancados de las manos, dogmas descartados, devociones desacreditadas y promoción de renovaciones iconoclastas parecía raro. Pero esa era una iglesia en transformación, y quien era yo para cuestionar o preguntar por las razones.
He estado en “misas de pan francés” en las que partíamos panes y pedazos de Jesús volaron por el aire. Incluso tuvimos una misa para jóvenes en la que pizza (con rodajas de peperoni porque parecían hostias) y Pepsi fueron usadas para la “consagración”. El sacerdote nos dijo que todo estaba bien. ¡Y estaba de moda!
Mi catequesis no fue mucho mejor. Recuerdo que estando en octavo grado, sólo cuatro meses antes de ingresar al seminario, asistí a un taller sobre la intervención de los laicos en la iglesia del Vaticano II. El sacerdote era una buena persona, aunque no muy convencido. Explicó los varios roles que el laicado podía cumplir y luego hizo algunas preguntas. Tan imbuido estaba yo con las sandeces de moda, que pregunté por qué las mujeres no podían ser sacerdotes. El pobre hombre no tuvo oportunidad de contestarme a causa de que el tumultuoso aplauso que siguió, proveniente de las mujeres presentes, ahogó toda posible respuesta. Fue mi primera lección de cómo ser un “buen” sacerdote: Busca el amor de la gente y nunca te equivocarás. Sí, el seminario iba a ser fácil, en la medida que me dedicara a complacer.
Al ingreso en el seminario, tenía las mejores intenciones y las más excelsas esperanzas. Como pensionado, estaría en la escuela por los próximos ocho años, que incluían la formación preuniversitaria. Dejar a mi numerosa familia (siete hermanos y hermanas) y vivir en el seminario prometía ser, virtualmente, un paraíso. Pero no tenía idea de lo que me esperaba. No sabía que el paraíso había sido corrompido, que iba a ser expuesto indefenso a su lado oscuro. Los siguientes ocho años serían demoledores para mi alma.
No obstante, en el seminario, la parte académica era muy buena. Intelectualmente fui bien preparado, y muchos de los profesores que tuve eran sobresalientes. Era en las áreas del desarrollo de la fe y de la formación espiritual en las que se planteaban muchos problemas. Yo no estaba preparado para la inadecuada formación espiritual que se impartía. Si el rigor académico era el lado brillante, entonces la formación era la parte sombría. No era, francamente, ni espiritual ni formativa. Eran las luces más mortecinas del sacerdocio diocesano las que dirigían estos programas. Los formadores eran hombres adolescentes, débiles de carácter: de ningún modo las figuras paternales que necesitábamos. Ellos me robaron la inocencia y destruyeron mis ideales sobre el sacerdocio. Quiero ser claro: mis falsas ideas sobre el sacerdocio hubieran eventualmente dejado lugar a una visión razonada y fiel, más a tono con la de la madre iglesia. No obstante y mientras tanto, presenciaría conductas que desearía dejar para el confesionario. Lo que mi mente nunca pudo evocar por sí misma sería expuesto muy pronto. Lo que ví, no sabia que existía; lo que experimenté, a nadie podía contárselo.
Algunos dicen que el demonio no existe. Como sacerdote, debo estar en desacuerdo. Es cierto, realmente en estos días, él no necesita poseer a alguien. Esas muestras parecerían innecesarias en un mundo de libertinaje sexual y de la cultura de la muerte. Satán es real y merodea por el mundo buscando devorar almas. Es sutil y sus tentaciones son engañosas y bien preparadas. Así eran mis formadores en el seminario. Ellos tenían acceso a nuestro perfil psicológico, conocían nuestra historia familiar, y los puntos débiles que requerían ser “tratados”. Eran sutiles, bien preparados, y engañadores. A cada uno le asignaban un director espiritual que se suponía no hacía pública ninguna de sus conversaciones. Es el llamado foro interno, como el confesional. Confianza era el nombre del juego. Si Ud. no confiaba, se lo consideraba sospechoso. Pero la confianza es una virtud difícil de desarrollar cuando lo conversado en confidencia era hecho público por otros sacerdotes. El foro interno había sido roto y cualquier confianza verdadera destruida.
Los sacerdotes vivían en el seminario y además vigilaban los dormitorios. Muchos eran buenos y santos varones que nos reprendían con justicia y pleno derecho. Pero otros eran predadores que trataban de ser amigables de distintas formas. Algunos te invitarían a sus habitaciones privadas, lo que era contrario a las reglas. La idea era hablar, ofrecerte una cerveza, y tocar tu lado rebelde. Era común llevarte a comer afuera (cuando las luces estaban apagadas). Tratarían de ponerse de tu lado, de ser tu amigo. Uno incluso me enseñó cómo hacer y beber martinis. ¡Yo tenía 15 años!
Un sacerdote me llevaría a su habitación para una cerveza. Otro me invitaría a hacer ejercicio en el gimnasio: yo no sabía que lo obligatorio era una visita al jacuzzi, sin ropa. Dos sacerdotes diferentes me hicieron proposiciones. Uno tomó una foto mientras me vestía junto a mi armario. El otro parecía que no podía conversar conmigo si no era tocándome la pierna, la espalda o el cuello. Incluso llegó al punto en que uno se puso celoso de otro porque estaba pasando mucho tiempo conmigo. Otro se molestó tanto que estuvo meses sin hablarme porque no quise aguantar sus insinuaciones. Aprendí cómo defenderme sin caer en situaciones comprometidas. Era mi única habilidad para sobrevivir.
Probablemente, alguno de uds. esté preguntándose “¿por qué Ud. no le dio un puñetazo a semejante homosexual?” o “¿por qué no se lo dijo a alguien — o simplemente se fue?” Buenas preguntas, una y todas. Pero son hechas por quienes no conocen la vida del seminario. ¿A quién podía decírselo? Eventualmente, todo parecía tan normal que terminé indiferente a ello.
Al entrar al seminario mayor, pensé que con un nuevo equipo para guiarme, las cosas mejorarían. Pronto, sin embargo, ocurrieron similares incidentes. Amenacé con romperle la nariz a un sacerdote después que se me insinuara, pero el incidente trascendió. Yo, no el sacerdote homosexual, fui señalado como el chico malo. Incluso el confesionario no era seguro. Dos veces el secreto fue roto. ¿A quién podía contárselo? ¿Qué poder tenía yo? Quería ser sacerdote no obstante la suciedad y fealdad de mi experiencia. Creía que la llamada de Cristo al sacerdocio podría traspasar el engaño y la perversión y concederme la gracia para perseverar.
En los dos últimos años, Dios fue misericordioso conmigo. Me hizo conocer a un gran jesuita que me ayudó con mis conflictos. Me enseñó a confiar nuevamente en el poder del confesionario y en la belleza real de un sacerdocio casto y celibato. La generosidad de Dios, expresada a través de este sacerdote, fue una isla en un mar de caos y confusión. Hoy soy un mejor sacerdote porque el Señor llegó hasta mí y me rescató de la suciedad anterior.
Al sentarme y relatar los acontecimientos de los años transcurridos, se hace muy claro que poco es lo que ha cambiado. Las perversiones de ayer son los titulares de hoy. Hemos llegado a esta situación por ceguera. Muchos dentro de la iglesia quieren ignorar el pasado, descalificándolo como inexperiencia juvenil o imprudencia. Pero se trataba de hombres adultos, de sacerdotes. Tenían autoridad y responsabilidad. Cada uno de ellos era un alter Christus obligado a actuar in persona Christi. Debían ser confiables, pero abusaron de esa confianza.
Se dice que ya pasó la etapa de los escándalos sexuales de clérigos, pero yo no creo. Todos los documentos rectificadores son correctos y buenos, pero no pasan de parches a menos que comencemos a encarar las verdaderas cuestiones que nos llevado a esta situación. Todavía hay ocultas cosas oscuras.
Algunos preguntan si las cosas realmente cambiarán. No lo sé. Pero eso es cierto: cuando la disección ceda el paso a las palabras escritas del Vaticano II y cese de esconderse en la oscuridad de un “espíritu” desconocido; cuando las conciencias desinformadas acepten la “sumisión de la mente y la voluntad” a la verdadera libertad; cuando la agenda homosexual sea rechazada; cuando la subcultura homosexual en el sacerdocio y el ascenso a ciertas cancillerías de sacerdotes homosexuales sea, por fin, encarada; cuando la ausencia de disciplina en el clero y la mentalidad de soltería que la acompaña sean reemplazadas por obediencia, lealtad y fidelidad a Cristo; cuando los obispos comiencen a actuar como los padres espirituales que se espera que sean y no como los desgraciados mequetrefes que parecen; y cuando todos nosotros anhelemos el cielo, temamos el infierno, y deseemos salvar nuestros almas manteniéndonos en la intimidad con Cristo, entonces las cosas comenzarán a cambiar. La reforma no tiene que ver con la “voz de los fieles” (así se llamo un grupo norteamericano de católicos disidentes) haciendo que les da la gana — tiene que ver con los corazones humildes haciendo lo que deben. Tiene que ver con la obediencia, el ayuno, la oración, la disciplina, el arrepentimiento, la penitencia, la humildad y la conversión de los sacerdotes y los obispos.
Cerca de treinta años han pasado desde mi ingreso en el seminario. La pregunta “¿cómo es que llegamos a esto?” aún resuena en mis oídos. Pero no es realmente un misterio. Sigo viendo mucho del pasado reflejado en el presente. La verdadera pregunta es “¿qué se hará con esto?” Yo sólo deseo y ruego que la gente escuche, sea más consciente y actúe para cambiar estos comportamientos.
La mía no es más que una historia entre tantas. Es el relato de lo que vi, experimenté y no conté a nadie. Hoy lo cuento.
Nota catapúltica
Este desgarrador testimonio fue publicado en mayo de 2004.Lamentablemente,las advertencias del Padre Heinz no parecen haber sido escuchadas durante seis años,tiempo precioso que se perdió.Dios ilumine al Papa para que no le tiemble la mano y que caigan las cabezas que tienen que caer,sean cardenales,obispos o curas.
Si uno tiene que juzgar por estos frutos,el Vaticano II deja mucho que desear.¿No hubiese cantado otro gallo si Juan XXIII hubiese reflexionado seriamente sobre la inoportunidad de la convocatoria,estando como estaba la Iglesia en manos de modernistas?Ni qué decir tiene cuánta salvaguarda era la Misa de siempre,arrumbada por instancias del masón Bugnini,aprovechando las debilidades de carácter de Pablo VI.
Vaticano II: El Concilio que trajo la discordia, la desunión y la pérdida de almas para el Cielo...
"Repito, hijos Míos, como os He dicho en el pasado, que el gran Concilio del II Vaticano fue manipulado por satanás. El se sentó allí entre vosotros y os trabajó como un tablero de ajedrez.
"¿Qué podéis hacer ahora para recuperaros? Es sencillo, hijos Míos: regresad y empezad de Nuevo con las bases que os han sido dadas. Debéis devolver el respeto a vuestro sacerdocio. ¡Debéis devolver el respeto a vuestro Santo Padre...!" – Nuestra Señora, 15 de Mayo, 1976
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