sábado, 12 de noviembre de 2011

CLAMOR EN LA TRIBULACIÓN


En el siglo XII, o quizá antes, en tiempos de grandes calamidades, comienzan a practicarse en algunos lugares ciertas oraciones públicas con ritos especiales, como es el clamor in tribulatione. Según la gravedad del mal público, menor o mayor, la Iglesia local organizaba un clamor parvus o bien, en las calamidades peores, un clamor magnus. El padre Angelo de Santi explica el sentido del término:
«La palabra clamor en la Edad Media es un término jurídico que significa pública acusación, querella o reclamación ante el tribunal y los jueces competentes. En las celebraciones litúrgicas significaba, pues, una llamada pública y solemne hecha a Dios contra los enemigos y más en particular contra los invasores y destructores de los bienes de la Iglesia» (AdS 1917,2: 51). En inglés, el término judicial claim guarda este sentido de reclamación.
«El término clamor, como palabra litúrgica, parece usarse por primera vez en la liturgia visigótica [hispana] de los siglos VI y VII, con ese sentido particular de oración que el pueblo grita. En el Liber Ordinum se describe un rito fúnebre en el que todos unánimes claman una y otra vez pidiendo salvación para el difunto: “omnes una voce simul conclamant Deo clamorem ita: Kyrie eleison prolixe”» (ib. 56).
En un antiguo ritual, por ejemplo, de la iglesia de San Martín de Tours, escrito en el siglo XIII, se describen dos modos de clamores, el  parvus y el magnus. Nos fijaremos aquí en el primero.
El clamor parvus está prescrito, por supuesto, en aquellas situaciones en las que la Iglesia no halla medio humano para superar una adversidad o, por ejemplo, para conseguir la enmienda de un malhechor. El rito consiste en que, después del Pater noster y antes del Pax Domini, el clero todo desciende de sus escaños en el coro y se postra con el rostro en el suelo. Y así también se postra ante el altar el sacerdote celebrante, teniendo en la mano la Hostia consagrada.
«El diácono entonces pronuncia el clamor parvus, la oración especial Omnipotens sempiterne Deus qui solus respicis afflictiones hominum, después de la cual todos cantaban el salmo Ad te levavi [24], que como salmo para tiempo de guerra es elegido frecuentemente por la liturgia en las públicas calamidades. Durante su canto, los monaguillos hacen sonar las campanas del coro. Seguían algunas preces y la oración colecta: Hostium nostrum Domine, elide superbiam, a la que todos respondían en voz alta Amen. Y continuaba la misa» (AdS ib. 51-52). 
 
El clamor magnus, para situaciones extremadamente graves, es un rito aún más impresionante. Podemos ver un ejemplo de él, tal como se realizaba en el monasterio benedictino de Farfa, dedicado a la Virgen. Después del Pater noster de la misa solemne, los ministros cubren el suelo ante el altar con un amplio cilicio –tejido hirsuto de pelos, oscuro, que se usaba en los funerales–, y sobre él se coloca el crucifijo, el evangeliario y las reliquias de los santos. Todo el clero se postra en tierra, y el celebrante, ante las especies eucarísticas consagradas y las reliquias de los santos, recita en alta voz el In spiritu humilitatis:
«En espíritu de humildad y con el ánimo contrito [Sal 50,19], Señor Jesús, Redentor del mundo, nos acercamos a tu santo altar, a tu sacratísimo Cuerpo y Sangre, y en tu presencia nos confesamos culpables de nuestros pecados, por los cuales somos justamente oprimidos. 
 
«A ti, Señor, acudimos. Señor Jesús, postrados ante ti clamamos, pues hombres malos y soberbios, confiando en su fuerza, nos atacan por todas partes, invaden el lugar de este santuario y de otras iglesias a ti consagradas, obligan a vivir en el dolor, en el hambre, en la desnudez a tus pobres fieles; los matan con tormentos y espadas; nos roban, destrozan con violencia nuestros bienes, con los que hemos de vivir para tu servicio, y profanan cuanto las personas piadosas han dejado para su salvación en este lugar.
«Esta iglesia tuya, Señor, que en los tiempos pasados fundaste y ensalzaste para honor de la bienaventurada siempre Virgen María, decae en la tristeza. Y no hay quien la consuele y la libere si no eres tú, oh Dios nuestro. Levántate, pues, en nuestra ayuda, Señor Jesús; confórtanos y ven en nuestro auxilio; vence a los que nos combaten, humilla la soberbia de quienes persiguen a este lugar y a nosotros mismos.
«Tú sabes, Señor, quiénes son ellos. Sus nombres, cuerpos y corazones son conocidos por ti antes de que nacieran. Por eso, oh Dios, aplícales tu justicia con tu fuerza poderosa, haz que reconozcan la maldad de sus obras y líbranos por tu misericordia.
«No nos desprecies, Señor, cuando a ti clamamos en la aflicción, sino más bien, por la gloria de tu Nombre y por la misericordia con que fundaste y sublimaste este lugar en honor de tu Madre, ven a visitarnos en la paz, sacándonos de la angustia presente. Amén» (AdS ib. 54-55).
Señor, ten piedad
Estos ritos u otros similares eran bastante frecuentes y difundidos en la Edad Media, y su origen es muy antiguo. Ya San Gregorio de Tours (538-594) refiere celebraciones semejantes. Con esas oraciones y a través de esos símbolos tan elocuentes, en los tiempos más aflictivos, se quería suscitar en los fieles una gran compunción, para que así pudiesen pedir la misericordia del Salvador con mayor eficacia.
En estas horas de dolor y de gran calamidad, se retiraban de la iglesia todos los ornamentos que la embellecían, se cerraban los trípticos, se despojaba el altar y se velaban con telas de luto las imágenes.
No refieren los códices con qué términos participaba la asamblea en el impresionante rito litúrgico del clamor. Pero muy probablemente el pueblo exclamaba una y otra vez, decenas y decenas de veces, Kyrie eleison, pues ésta era la súplica tradicional, que ya consta en documentos de los primeros siglos.
Egeria, por ejemplo, peregrina gallega, describe en la crónica de su largo viaje (381-384) cómo se celebran las vigilias en Jerusalén, y con qué fuerza claman una y otra vez los fieles el Kyrie, eleyson: «sus voces forman un eco interminable» (Peregrinación 24,5).
Preces en postración 


por último, un rito semejante, que en los siglos XIII-XVI se usa, por ejemplo, ante el peligro de los turcos y para impulsar la reconquista de Jerusalén. En el misal de Salisbury se le da el bello nombre de preces in postratione.
Veamos de éstas un ejemplo concreto. A pesar de las enérgicas decisiones del II concilio ecuménico de Lión (1274), los príncipes cristianos, enfrentados por discordias, no acaban nunca de ponerse de acuerdo y de unirse para defender la Cristiandad del peligro turco. El Papa Nicolás III (+1280), entonces, perdida toda esperanza terrenal, manda que la Iglesia ponga por la oración toda su esperanza en su único Salvador, Jesucristo.
Así pues, para acrecentar en todos esta actitud de ánimo humillado y suplicante, el Papa, en la bula Salutaria (1280), ordena que en todas las misas, después del Pax Domini y antes del Agnus Dei, postrados tanto el celebrante como los fieles, se recite el salmo 122, Vamos a la Casa del Señor, y después del triple Kyrie eleison y el Pater noster, se recen a coro estos versículos:
«–Salva, Señor, al rey. –Y escúchanos en el día en que te invocamos. –Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad. –Gobiérnalo y exáltalo para siempre. –Hágase la paz por tu poder. –Y haya abundancia en tu ciudad. –Señor, escucha mi oración. –Y mi clamor llegue hasta ti. –El Señor esté con vosotros. –Y con tu espíritu.
«Oremos. Oh Señor, concede, aplacado, a tus fieles la indulgencia y la paz, para que sean purificados de sus culpas y puedan servirte con la mente limpia. Amén». 
 
El Papa concedía diez días de indulgencia a cuantos fieles participaran en este santo rito.
Procesiones de penitencia
Las antiquísimas estaciones, que ya he descrito, se iniciaban, como sabemos, con unas procesiones en las que se rezaban las letanías de los santos, pidiendo su intercesión en medio de la calamidad pública. Estas procesiones penitenciales se producen con mayor frecuencia y con una fisonomía nueva y propia a partir del siglo XV. Y también, como las preces in postratione, son a veces impulsadas por los mismos Papas.
Calixto III (+1458), por ejemplo, con ocasión de las invasiones turcas en Hungría, escribe en 1456 una encíclica a todos los obispos de la Iglesia y, entre otras cosas, prescribe en ella que todos los primeros domingos de mes se hagan procesiones generales, a las que nadie debe faltar, ni siquiera las monjas de clausura. Éstas harán la procesión en su claustro, rezando los siete salmos penitenciales y las letanías de los santos
 
No indica las oraciones y cantos que deben hacerse, pero sí prescribe que se celebre la misa y que, donde se pueda, haya predicación en la que se exhorte a la conversión y a la oración, así como a la paciencia en los sufrimientos. Hasta el Concilio Vaticano II, esta misa se hallaba en el misal de San Pío V, publicado en 1570 por orden del Concilio de Trento.
Ante la Eucaristía
Como hemos visto en algunos ritos medievales de súplica en las aflicciones, el clamor de la Iglesia se dirige a veces al Señor presente en la Eucaristía. De este modo quiere darse mayor fuerza y verismo a este recurso angustiado de la Iglesia al Salvador del mundo. Y esta conmovedora costumbre va a tener formas cada vez más explícitas a medida que el culto a Cristo en la Eucaristía se va desarrollando, es decir, a partir del siglo XIII sobre todo.
En esos siglos se producen en la Cristiandad situaciones verdaderamente angustiosas, en las que el poder de los turcos y sus conatos de invasión amenazan gravemente a las naciones cristianas, poniendo en juego el destino de Europa. La reacción de la Iglesia, como siempre, ante situaciones humanamente desesperadas, es la oración suplicante, y en esta ocasión una oración cada vez más orientada hacia el mismo Cristo, presente en la Eucaristía.
El Papa Pío II, por ejemplo, en un consistorio de 1463, convoca urgentemente a los príncipes cristianos en defensa de la Cristiandad frente a los turcos. Y a esa llamada a las armas une, con el máximo apremio, una convocatoria a la oración:
«Como Moisés oraba en la cima del monte, mientras los suyos luchaban contra los amalecitas, así nosotros, puestos ante el mismo Señor nuestro Jesucristo, presente en la divina Eucaristía, imploraremos salud y victoria para nuestros soldados combatientes» (AdS ib. 66).
Son precedentes devocionales que, en la época siguiente, cristalizarán, como veremos detenidamente, en la práctica preciosísima de las Cuarenta Horas.
El Rosario
Es perfectamente normal, más aún, es muy conforme a la gracia del Espíritu Santo que el pueblo cristiano, cuando se ve en las mayores angustias, se acoja al amparo de la Madre de Jesús y solicite su intercesión infalible, ya que por Cristo mismo le ha sido dada como Madre (Jn 19,27). Entre las oraciones a la Virgen que han tenido una difusión universal la más antigua es Sub tuum præsidium, hallada en un papiro del siglo III. Y ella pretende eso justamente, conseguir el amparo maternal de María:
«Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios. No desoigas las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita»
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Esta idea, esta excelente idea de acudir en los peligros al amparo de la Virgen Madre, ha sido figurada de muchos modos en el arte cristiano, representando a todo el pueblo –frailes, niños, obispos, reyes, madres de familia, ancianos, sacerdotes, religiosas– amparados todos bajo el manto de Nuestra Señora.
Y es el sentido principal de tantas otras oraciones que los desterrados hijos de Eva, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas, venimos dirigiendo hace siglos a la Virgen, que es dulzura y esperanza nuestra:
Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos... ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María! (Salve Regina).
Ése es también el sentido de la única petición del Ave Maria, esa oración angélica que ofrece primero a la Virgen una flor de siete alabanzas, y que le pide después que ruegue por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte:
Siete alabanzas: Ave Maria - gratia plena - Dominus tecum - benedicta tu in mulieribus - et benedictus fructus ventris tui, Iesus - Sancta Maria - Mater Dei; y una súplica:  ora pro nobis, pec-catoribus, nunc et in hora nostris morte. Amen.
La historia de la Iglesia ha confirmado las palabras proféticas de la Virgen: «todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Partiendo del saludo del ángel a la Virgen (Lc 1,26-38), tanto en Oriente –el magnífico himno Akathistos, por ejemplo– como en Occidente, se han desarrollado en la Iglesia desde antiguo salutaciones marianas, una y otra vez repetidas, acompañadas a veces de inclinaciones, postraciones y genuflexiones, con variantes preciosas de forma litánica. Así fue formándose el Avemaría a lo largo de la Edad Media, hasta alcanzar su forma actual.
También en ese tiempo es cuando en ambientes benedictinos, cistercienses, cartujos, dominicos y otros, se va formando poco a poco el rosario en el modo en que hoy es rezado. Sobre todo desde el siglo XIII, viene a ser hasta hoy el Oficio divino del pueblo cristiano. Unas veces se trata del Salterio de María, que como el salterio bíblico se compone de 150 Avemarías, con el Gloria al final de cada diez. Otras veces es el Rosario de 50 Avemarías, en el que a veces se han intercalado cláusulas en cada Avemaría y más tarde misterios en cada decena. Innumerables Cofradías del Rosario, bajo la guía principal de los dominicos, han extendido esta oración por toda la Iglesia. Hoy es sin duda una de las oraciones más practicadas por los fieles católicos

fuente: Jose María Iraburu

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