La noche del 23 de octubre, y como parte de los festejos tras las deposiciones del electorado, una Cristina ebria de euforia invitaba a acercarse al estrado a la última novia de su promiscuo vicepresidente. “Vení linda. Miren qué novia linda que tiene Boudou”, registraron literalmente los medios. Al margen de que tamaña pieza oratoria no empardará ciceronianas páginas, lo cierto es que la piropeada pertenece a esa especie de mujeres del mundillo de la farándula, que eufónicamente llamaremos ligera de cascos. Baste para calibrarla el saber que se ha tatuado sacrílegamente la imagen de la Guadalupana en una de sus piernas. Pocos días después, el 9 de noviembre, y para avalar un libro del numerólatra Paenza, la presidenta se instalaba en el tinglado del Maipo, y ya subida sobre él declaraba sin rubores que se sentía “orgullosa de estar en el mismo escenario sobre el que desfilaron unos minones bárbaros”.
Episodios menores, se dirá. Anecdotario baladí acaso. Concedamos la duda a los más candorosos. Pero es todo un símbolo que una mujer, que dice querer velar por la dignidad de todas las de su condición, pondere a una descerebrada tipeja, a la par que se sienta cómoda allí donde la peor ralea se dio cita, amontonando carnes de pelanduscas y rufianes. El orgullo de una varona cristiana sería demoler ese escenario prostibulario —donde tantas ofensas a la mujer y al hombre se consumaron—, no encaramarse al mismo. Símbolo aparte, por supuesto, el que trepado al sitio de tan peculiar orgullo se encontrara el precitado Boudou, tránsfuga vergonzante, cuya taradez hace sombra a su malicia. He aquí la catadura espiritual de la dupla ungida recientemente por la democracia.
Señalamos el hecho porque mucho nos tememos que no se tenga aún plena conciencia de lo que este nuevo período kirchnerista significa. Aquí se ha consolidado una tiranía ruinosa manejada por sujetos moral e ideológicamente degenerados. La degeneración cubre absolutamente todos los ámbitos, pero se torna particularmente grave en el terreno de la educación, de la cultura y de las costumbres. Es la atmósfera social la que envenenan, el ethos general el que subvierten, la historia patria la que falsifican, el presente político-económico el que distorsionan, la enseñanza pública la que contaminan, el señorío colectivo el que degradan, las modas y las preferencias populares las que cubren de mugre. Es el lenguaje oficial el que comunica a la población criterios innobles, gestos viles, rencores y mentiras, venganzas y adulaciones, vanidades insufribles, heroicidades que nunca existieron. No escapan los niños al premeditado influjo de la roña tiránica: un canal de televisión estatal se ocupa de ello. Ni escapan los restantes estamentos del castigado cuerpo social. Se ha cumplido la temible sentencia de Niezstche: hasta el espíritu huele a podrido.
Los tres poderes concurren a esta consolidación de la tiranía, que casi en soledad protestamos. Jueces que practican la lenidad con los culpables y el castigo feroz para quienes combatieron al terrorismo marxista. Legisladores que aprueban normas por las que se puede elegir el sexo a la carta, y un sinfín de instituciones y de personajes tributarios del Ejecutivo, dedicados a fiscalizar minuciosamente por persona, por barrio, por presunta condición social o militancia política. Gobierno de matones impunes, de parricidas sueltos, de madres y abuelas de homicidas, de aborteros infames, de plutócratas ostentosos, de ignorantes infatuados y de antiguos asesinos convertidos en respetables funcionarios. Gobierno de “ella” y con su sello indeleble: la estulticia.
La Iglesia, que debería ser la abanderada de la lucha contra este despotismo ingénitamente anticristiano y prostituyente, ha renovado de modo público su voluntad cobarde de no confrontar, su disposición a la cómoda pleitesía, su incapacidad absoluta para convocar al combate y al martirio. Quienes dicen confrontar con el Gobierno, y a su modo lo hacen, se agitan por un dólar, un subsidio, un mostrador, el precio de la soja o el control de un sindicato. Del plano crematístico no pasan. Así como no estamos en contra del puterío con argumentos de beatonas finiseculares, sino por respeto viril a la condición creatural del hombre, tampoco estamos en contra de las medidas económicas con argumentos de burgueses deambuladores de la city. Lo indignante no es que un peso no pueda cambiarse por una moneda extranjera sin control estatal. Si no que ese mismo Estado promueva la más absoluta libertad para cambiar la naturaleza por la contranatura. La primera libertad coaccionada podría ayudar a tener una cierta soberanía financiera. La segunda libertad promovida sólo puede ayudar a ultrajar el Decálogo.
Nosotros confrontamos, pues, por realidades más altas, y llamamos a los católicos y a los argentinos con honor a que no cejen en el empeño. Precisamente porque carecemos de todo recurso material, de todo medio corpóreo, de toda herramienta física. Pero tenemos en cambio el ariete insobornable e invicto de la palabra verdadera. “¿Os asusta señores la tiranía que sufrimos?”, decía Donoso Cortés. “De poco os asustáis; veréis cosas mayores. Señores, tremenda es la palabra, pero no debemos retrotraernos de pronunciar palabras tremendas si dicen la Verdad, y yo estoy resuelto a decirla”.
No hay tiranía cuyos cimientos hayan resistido indefinidamente el testimonio de la Verdad.
Episodios menores, se dirá. Anecdotario baladí acaso. Concedamos la duda a los más candorosos. Pero es todo un símbolo que una mujer, que dice querer velar por la dignidad de todas las de su condición, pondere a una descerebrada tipeja, a la par que se sienta cómoda allí donde la peor ralea se dio cita, amontonando carnes de pelanduscas y rufianes. El orgullo de una varona cristiana sería demoler ese escenario prostibulario —donde tantas ofensas a la mujer y al hombre se consumaron—, no encaramarse al mismo. Símbolo aparte, por supuesto, el que trepado al sitio de tan peculiar orgullo se encontrara el precitado Boudou, tránsfuga vergonzante, cuya taradez hace sombra a su malicia. He aquí la catadura espiritual de la dupla ungida recientemente por la democracia.
Señalamos el hecho porque mucho nos tememos que no se tenga aún plena conciencia de lo que este nuevo período kirchnerista significa. Aquí se ha consolidado una tiranía ruinosa manejada por sujetos moral e ideológicamente degenerados. La degeneración cubre absolutamente todos los ámbitos, pero se torna particularmente grave en el terreno de la educación, de la cultura y de las costumbres. Es la atmósfera social la que envenenan, el ethos general el que subvierten, la historia patria la que falsifican, el presente político-económico el que distorsionan, la enseñanza pública la que contaminan, el señorío colectivo el que degradan, las modas y las preferencias populares las que cubren de mugre. Es el lenguaje oficial el que comunica a la población criterios innobles, gestos viles, rencores y mentiras, venganzas y adulaciones, vanidades insufribles, heroicidades que nunca existieron. No escapan los niños al premeditado influjo de la roña tiránica: un canal de televisión estatal se ocupa de ello. Ni escapan los restantes estamentos del castigado cuerpo social. Se ha cumplido la temible sentencia de Niezstche: hasta el espíritu huele a podrido.
Los tres poderes concurren a esta consolidación de la tiranía, que casi en soledad protestamos. Jueces que practican la lenidad con los culpables y el castigo feroz para quienes combatieron al terrorismo marxista. Legisladores que aprueban normas por las que se puede elegir el sexo a la carta, y un sinfín de instituciones y de personajes tributarios del Ejecutivo, dedicados a fiscalizar minuciosamente por persona, por barrio, por presunta condición social o militancia política. Gobierno de matones impunes, de parricidas sueltos, de madres y abuelas de homicidas, de aborteros infames, de plutócratas ostentosos, de ignorantes infatuados y de antiguos asesinos convertidos en respetables funcionarios. Gobierno de “ella” y con su sello indeleble: la estulticia.
La Iglesia, que debería ser la abanderada de la lucha contra este despotismo ingénitamente anticristiano y prostituyente, ha renovado de modo público su voluntad cobarde de no confrontar, su disposición a la cómoda pleitesía, su incapacidad absoluta para convocar al combate y al martirio. Quienes dicen confrontar con el Gobierno, y a su modo lo hacen, se agitan por un dólar, un subsidio, un mostrador, el precio de la soja o el control de un sindicato. Del plano crematístico no pasan. Así como no estamos en contra del puterío con argumentos de beatonas finiseculares, sino por respeto viril a la condición creatural del hombre, tampoco estamos en contra de las medidas económicas con argumentos de burgueses deambuladores de la city. Lo indignante no es que un peso no pueda cambiarse por una moneda extranjera sin control estatal. Si no que ese mismo Estado promueva la más absoluta libertad para cambiar la naturaleza por la contranatura. La primera libertad coaccionada podría ayudar a tener una cierta soberanía financiera. La segunda libertad promovida sólo puede ayudar a ultrajar el Decálogo.
Nosotros confrontamos, pues, por realidades más altas, y llamamos a los católicos y a los argentinos con honor a que no cejen en el empeño. Precisamente porque carecemos de todo recurso material, de todo medio corpóreo, de toda herramienta física. Pero tenemos en cambio el ariete insobornable e invicto de la palabra verdadera. “¿Os asusta señores la tiranía que sufrimos?”, decía Donoso Cortés. “De poco os asustáis; veréis cosas mayores. Señores, tremenda es la palabra, pero no debemos retrotraernos de pronunciar palabras tremendas si dicen la Verdad, y yo estoy resuelto a decirla”.
No hay tiranía cuyos cimientos hayan resistido indefinidamente el testimonio de la Verdad.
Antonio Caponnetto
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