San Luis IX, rey
25 de agosto
1214-1270
Nace en Poissy el 25 de abril de 1214, y a los doce años, a la muerte de su padre, Luis VIII, es coronado rey de los franceses bajo la regencia de su madre, la española Doña Blanca de Castilla. Ejemplo raro de dos hermanas, Doña Blanca y Doña Berenguela, que supieron dar sus hijos, más que para reyes de la tierra, para santos y fieles discípulos del Señor. Las madres, las dos princesas hijas del rey Alfonso VIII de Castilla, y los hijos, los santos reyes San Luis y San Fernando.
En medio de las dificultades de la regencia supo
Doña Blanca infundir en el tierno infante los ideales de una vida pura e
inmaculada. No olvida el inculcarle los deberes propios del oficio que
había de desempeñar más tarde, pero ante todo va haciendo
crecer en su alma un anhelo constante de servicio divino, de una sensible
piedad cristiana y de un profundo desprecio a todo aquello que pudiera suponer
en él el menor atisbo de pecado. «Hijo -le venía diciendo
constantemente-, prefiero verte muerto que en desgracia de Dios por el pecado
mortal».
Es fácil entender la vida que llevaría aquel
santo joven ante los ejemplos de una tan buena y tan delicada madre. Tanto
más si consideramos la época difícil en que a ambos les
tocaba vivir, en medio de una nobleza y de unas cortes que venían a
convertirse no pocas veces en hervideros de los más desenfrenados,
rebosantes de turbulencias y de tropelías. Contra éstas tuvo que
luchar denodadamente Doña Blanca, y, cuando el reino había
alcanzado ya un poco de tranquilidad, hace que declaren mayor de edad a su
hijo, el futuro Luis IX, el 5 de abril de 1234. Ya rey, no se separa San Luis
de la sabia mirada de su madre, a la que tiene siempre a su lado para tomar las
decisiones más importantes. En este mismo año, y por su consejo,
se une en matrimonio con la virtuosa Margarita, hija de Ramón Berenguer,
conde de Provenza. Ella sería la compañera de su reinado y le
ayudaría también a ir subiendo poco a poco los peldaños de
la santidad.
El reinado de San Luis se tiene como uno de
los más ejemplares y completos de la historia. Su obra favorita, las
Cruzadas, son una muestra de su ideal de caballero cristiano, llevado hasta las
últimas consecuencias del sacrificio y de la abnegación. Por otra
parte, tanto en la política interior como en la exterior San Luis
ajustó su conducta a las normas más estrictas de la moral
cristiana. Tenía la noción de que el gobierno es más un
deber que un derecho; de aquí que todas sus actividades obedecieran
solamente a esta idea: el hacer el bien buscando en todo la felicidad de sus
súbditos.
Desde el principio de su reinado San Luis lucha para que
haya paz entre todos, pueblos y nobleza. Todos los días administra
justicia personalmente, atendiendo las quejas de los oprimidos y desamparados.
Desde 1247 comisiones especiales fueron encargadas de recorrer el país
con objeto de enterarse de las más pequeñas diferencias. Como
resultado de tales informaciones fueron las grandes ordenanzas de 1254, que
establecieron un compendio de obligaciones para todos los súbditos del
reino.
El reflejo de estas ideas, tanto en Francia como en los
países vecinos, dio a San Luis fama de bueno y justiciero, y a él
recurrían a veces en demanda de ayuda y de consejo. Con sus nobles se
muestra decidido para arrancar de una vez la perturbación que sembraban
por los pueblos y ciudades. En 1240 estalló la última
rebelión feudal a cuenta de Hugo de Lusignan y de Raimundo de Tolosa, a
los que se sumó el rey Enrique III de Inglaterra. San Luis combate
contra ellos y derrota a los ingleses en Saintes (22 de julio de 1242). Cuando
llegó la hora de dictar condiciones de paz el vencedor desplegó
su caridad y misericordia. Hugo de Lusignan y Raimundo de Tolosa fueron
perdonados, dejándoles en sus privilegios y posesiones. Si esto hizo con
los suyos, aún extremó más su generosidad con los
ingleses: el tratado de París de 1259 entregó a Enrique III
nuevos feudos de Cahors y Périgueux, a fin de que en adelante el
agradecimiento garantizara mejor la paz entre los dos Estados.
Padre de su pueblo y sembrador de paz y de justicia,
serán los títulos que más han de brillar en la corona
humana de San Luis, rey. Exquisito en su trato, éste lo extiende, sobre
todo, en sus relaciones con el Papa y con la Iglesia. Cuando por Europa
arreciaba la lucha entre el emperador Federico II y el Papa por causa de las
investiduras y regalías, San Luis asume el papel de mediador,
defendiendo en las situaciones más difíciles a la Iglesia. En su
reino apoya siempre sus intereses, aunque a veces ha de intervenir contra los
abusos a que se entregaban algunos clérigos, coordinando de este modo
los derechos que como rey tenía sobre su pueblo con los deberes de fiel
cristiano, devoto de la Silla de San Pedro y de la Jerarquía. Para hacer
más eficaz el progreso de la religión en sus Estados se dedica a
proteger las iglesias y los sacerdotes. Lucha denodadamente contra los
blasfemos y perjuros, y hace por que desaparezca la herejía entre los
fieles, para lo que implanta la Inquisición romana,
favoreciéndola con sus leyes y decisiones.
Personalmente da un gran ejemplo de piedad y
devoción ante su pueblo en las fiestas y ceremonias religiosas. En este
sentido fueron muy celebradas las grandes solemnidades que llevó a cabo,
en ocasión de recibir en su palacio la corona de espinas, que con su
propio dinero había desempeñado del poder de los venecianos, que
de este modo la habían conseguido del empobrecido emperador del Imperio
griego, Balduino II. En 1238 la hace llevar con toda pompa a París y
construye para ella, en su propio palacio, una esplendorosa capilla, que de
entonces tomó el nombre de Capilla Santa, a la que fue adornando
después con una serie de valiosas reliquias entre las que sobresalen una
buena porción del santo madero de la cruz y el hierro de la lanza con
que fue atravesado el costado del Señor.
A todo ello añadía nuestro Santo una vida
admirable de penitencia y de sacrificios. Tenía una predilección
especial para los pobres y desamparados, a quienes sentaba muchas veces a su
mesa, les daba él mismo la comida y les lavaba con frecuencia los pies,
a semejanza del Maestro. Por su cuenta recorre los hospitales y reparte
limosnas, se viste de cilicio y castiga su cuerpo con duros cilicios y
disciplinas. Se pasa grandes ratos en la oración, y en este
espíritu, como antes hiciera con él su madre, Doña Blanca,
va educando también a sus hijos, cumpliendo de modo admirable sus
deberes de padre, de rey y de cristiano.
Sólo le quedaba a San Luis testimoniar de un modo
público y solemne el gran amor que tenía para con nuestro
Señor, y esto le impulsa a alistarse en una de aquellas Cruzadas, llenas
de fe y de heroísmo, donde los cristianos de entonces iban a luchar por
su Dios contra sus enemigos, con ocasión de rescatar los Santos Lugares
de Jerusalén. A San Luis le cabe la gloria de haber dirigido las dos
últimas Cruzadas en unos años en que ya había
decaído mucho el sentido noble de estas empresas, y que él
vigoriza de nuevo dándoles el sello primitivo de la cruz y del
sacrificio.
En un tiempo en que estaban muy apurados los cristianos del
Oriente el papa Inocencio IV tuvo la suerte de ver en Francia al mejor de los
reyes, en quien podía confiar para organizar en su socorro una nueva
empresa. San Luis, que tenía pena de no amar bastante a Cristo
crucificado y de no sufrir bastante por Él, se muestra cuando le llega
la hora, como un magnífico soldado de su causa. Desde este momento va a
vivir siempre con la vista clavada en el Santo Sepulcro, y morirá
murmurando: «Jerusalén».
En cuanto a los anteriores esfuerzos para rescatar los
Santos Lugares, había fracasado, o poco menos, la Cruzada de Teobaldo
IV, conde de Champagne y rey de Navarra, emprendida en 1239-1240. Tampoco la de
Ricardo de Cornuailles, en 1240-1241, había obtenido otra cosa que la
liberación de algunos centenares de prisioneros.
Ante la invasión de los mogoles, unos 10.000
kharezmitas vinieron a ponerse al servicio del sultán de Egipto y en
septiembre de 1244 arrebataron la ciudad de Jerusalén a los cristianos.
Conmovido el papa Inocencio IV, exhortó a los reyes y pueblos en el
concilio de Lyón a tomar la cruz, pero sólo el monarca
francés escuchó la voz del Vicario de Cristo.
Luis IX, lleno de fe, se entrevista con el Papa en Cluny
(noviembre de 1245) y, mientras Inocencio IV envía embajadas de paz a
los tártaros mogoles, el rey apresta una buena flota contra los turcos.
El 12 de junio de 1248 sale de París para embarcarse en Marsella. Le
siguen sus tres hermanos, Carlos de Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto de
Artois, con el duque de Bretaña, el conde de Flandes y otros caballeros,
obispos, etc. Su ejército lo componen 40.000 hombres y 2.800 caballos.
El 17 de septiembre los hallamos en Chipre, sitio de
concentración de los cruzados. Allí pasan el invierno, pero
pronto les atacan la peste y demás enfermedades. El 15 de mayo de 1249,
con refuerzos traídos por el duque de Borgoña y por el conde de
Salisbury, se dirigen hacia Egipto. «Con el escudo al cuello -dice un
cronista- y el yelmo a la cabeza, la lanza en el puño y el agua hasta el
sobaco», San Luis, saltando de la nave, arremetió contra los
sarracenos. Pronto era dueño de Damieta (7 de junio de 1249). El
sultán propone la paz, pero el santo rey no se la concede, aconsejado de
sus hermanos. En Damieta espera el ejército durante seis meses, mientras
se les van uniendo nuevos refuerzos, y al fin, en vez de atacar a
Alejandría, se decide a internarse más al interior para avanzar
contra El Cairo. La vanguardia, mandada por el conde Roberto de Artois, se
adelanta temerariamente por las calles de un pueblecillo llamado Mansurah,
siendo aniquilada casi totalmente, muriendo allí mismo el hermano de San
Luis (8 de febrero de 1250). El rey tuvo que reaccionar fuertemente y al fin
logra vencer en duros encuentros a los infieles. Pero éstos se
habían apoderado de los caminos y de los canales en el delta del Nilo, y
cuando el ejército, atacado del escorbuto, del hambre y de las continuas
incursiones del enemigo, decidió, por fin, retirarse otra vez a Damieta,
se vio sorprendido por los sarracenos, que degollaron a muchísimos
cristianos, cogiendo preso al mismo rey, a su hermano Carlos de Anjou, a
Alfonso de Poitiers y a los principales caballeros (6 de abril).
Era la ocasión para mostrar el gran temple de alma
de San Luis. En medio de su desgracia aparece ante todos con una serenidad
admirable y una suprema resignación. Hasta sus mismos enemigos le
admiran y no pueden menos de tratarle con deferencia. Obtenida poco
después la libertad, que con harta pena para el Santo llevaba consigo la
renuncia de Damieta, San Luis desembarca en San Juan de Acre con el resto de su
ejército. Cuatro años se quedó en Palestina fortificando
las últimas plazas cristianas y peregrinando con profunda piedad y
devoción a los Santos Lugares de Nazaret, Monte Tabor y Caná.
Sólo en 1254, cuando supo la muerte de su madre, Doña Blanca, se
decidió a volver a Francia.
A su vuelta es recibido con amor y devoción por su
pueblo. Sigue administrando justicia por sí mismo, hace desaparecer los
combates judiciarios, persigue el duelo y favorece cada vez más a la
Iglesia. Sigue teniendo un interés especial por los religiosos,
especialmente por los franciscanos y dominicos. Conversa con San Buenaventura y
Santo Tomás de Aquino, visita los monasterios y no pocas veces hace en
ellos oración, como un monje más de la casa.
Sin embargo, la idea de Jerusalén seguía
permaneciendo viva en el corazón y en el ideal del Santo. Si no llegaba
un nuevo refuerzo de Europa, pocas esperanzas les iban quedando ya a los
cristianos de Oriente. Los mamelucos les molestaban amenazando con arrojarles
de sus últimos reductos. Por si fuera poco, en 1261 había
caído a su vez el Imperio Latino, que años antes fundaran los
occidentales en Constantinopla. En Palestina dominaba entonces el feroz Bibars
(la Pantera), mahometano fanático, que se propuso acabar del todo con
los cristianos. El papa Clemente IV instaba por una nueva Cruzada. Y de nuevo
San Luis, ayudado esta vez por su hermano, el rey de Sicilia, Carlos de Anjou,
el rey Teobaldo II de Navarra, por su otro hermano Roberto de Artois, sus tres
hijos y gran compañía de nobles y prelados, se decide a luchar
contra los infieles.
En esta ocasión, en vez de dirigirse directamente al
Oriente, las naves hacen proa hacia Túnez, enfrente de las costas
francesas. Tal vez obedeciera esto a ciertas noticias que habían llegado
a oídos del Santo de parte de algunos misioneros de aquellas tierras. En
un convento de dominicos de Túnez parece que éstos
mantenían buenas relaciones con el sultán, el cual hizo saber a
San Luis que estaba dispuesto a recibir la fe cristiana. El Santo llegó
a confiarse de estas promesas, esperando encontrar con ello una ayuda valiosa
para el avance que proyectaba hacer hacia Egipto y Palestina.
Pero todo iba a quedar en un lamentable engaño que
iba a ser fatal para el ejército del rey. El 4 de julio de 1270
zarpó la flota de Aguas Muertas y el 17 se apoderaba San Luis de la
antigua Cartago y de su castillo. Sólo entonces empezaron los ataques
violentos de los sarracenos.
El mayor enemigo fue la peste, ocasionada por el calor, la
putrefacción del agua y de los alimentos. Pronto empiezan a sucumbir los
soldados y los nobles. El 3 de agosto muere el segundo hijo del rey, Juan
Tristán, cuatro días más tarde el legado pontificio y el
25 del mismo mes la muerte arrebataba al mismo San Luis, que, como siempre, se
había empeñado en cuidar por sí mismo a los apestados y
moribundos. Tenía entonces cincuenta y seis años de edad y
cuarenta de reinado.
Pocas horas más tarde arribaban las naves de Carlos
de Anjou, que asumió la dirección de la empresa. El cuerpo del
santo rey fue trasladado primeramente a Sicilia y después a Francia,
para ser enterrado en el panteón de San Dionisio, de París. Desde
este momento iba a servir de grande veneración y piedad para todo su
pueblo. Unos años más tarde, el 11 de agosto de 1297, era
solemnemente canonizado por Su Santidad el papa Bonifacio VIII en la iglesia de
San Francisco de Orvieto (Italia).
San Luis IX es el Patrono de la Tercera Orden Franciscana
u Orden Franciscana Seglar.Fue uno de los más grandes de todos los reyes de Francia y encarna los
más altos ideales de la realeza medieval en los cuarenta y cuatro años
de su gobierno.
Letanía
La Letanía de San Luis, rey de Francia, Protector, Tercera Orden Franciscana Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad de nosotros. Señor, ten piedad de nosotros. Oh Cristo, escúchanos. Oh Cristo, escúchanos. O Dios Padre, del Cielo: ten misericordia de nosotros. Oh Dios Hijo, Redentor del mundo: Oh Dios, el Espíritu Santo: O Santísima Trinidad, un solo Dios: ten misericordia de nosotros. Santa María: Ruega por nosotros. Virgen Inmaculada: Madre y Maestra de la Orden: Ruega por nosotros. St. Luis, rey cristianísimo, Ruega por nosotros. St. Luis, valiente soldado de Jesucristo: St. Luis, nuestro Hermano Franciscano suave: St. Luis, hijo obediente de una buena madre: St. Luis, fiel esposo de una esposa digna: St. Luis, tierno padre de una familia cristiana: St. Luis, sabio gobernante de un reino feliz: St. Luis, generoso constructor de templos de Dios: St. Luis, hijo obediente de la santa Iglesia: St. Luis, amante protector de la cristiandad: St. Luis, apóstol del Evangelio de Jesús: St. Luis, mártir del Santo Sepulcro: St. Luis, confesor de la fe: St. Luis, casto y templadas en el cuerpo: St. Luis, devota y piadosa del alma: St. Luis, rico en bienes espirituales: St. Luis, exaltada por la humildad: St. Luis, coronado de gloria en el cielo; Ruega por nosotros. Oh Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo: Perdónanos, Señor. Oh Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo: escúchanos, Señor. Oh Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo: ten piedad de nosotros. V. Ruega por nosotros, bendito Luis. Aleluya. R. Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo. Aleluya. Oremos. Elija una de las siguientes Colectas. O santo Rey St. Luis, digno hijo de nuestro Padre San Francisco y patron de la Tercera Orden, intercede por mí a nuestro Padre Celestial. Obtened para mí la gracia de seguir tus pasos, para ser siempre un niño obediente de San Francisco, y observar exactamente, todos los días de mi vida, esa regla sagrada que has amado con tanto ardor y mantuviste fielmente. Sé mi guía y protector, pora que nunca me aparte de la senda de la virtud, sino que aumente cada día en santidad y perfección, y, finalmente, el mérito de ser contados entre los elegidos de nuestro Seráfico Padre en el Cielo. Amen. Oh Dios, tú que exaltas al bendito Luis confesor de un reino terrenal a la gloria de tu reino celestial: concédenos, te ruego, para que por sus méritos e intercesión seamos herederos del Rey de Reyes, tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amen. |
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