Si
Cristo no era
simpático…
(Discurso
para la Comunión de los Viernes sobre Hebreos IV:15)
por Sören Kierkegaard
Oración
¿Adónde
iríamos sino a Ti, Señor Jesucristo? ¿Aquel que padece, adónde hallaría
simpatía si no en Ti? ¿Y dónde lo hallaría el penitente, ¡helás!, si no en Ti,
Señor Jesucristo?
Hebreos IV:15
Porque no tenemos un Sumo Sacerdote
que sea incapaz de compadecerse de
nuestras flaquezas,
sino uno que, a semejanza nuestra,
ha sido tentado en todo,
aunque sin pecado.
Tú
que me oyes, mi oyente, sea que tú quizás hayas sufrido, o que posiblemente
estés sufriendo, o que a lo mejor has conocido a gente sufriente, tal vez con
el noble cometido de consolar, sin duda frecuentemente has oído esto, que
constituye la queja universal de quienes sufren: “Tú no me entiendes, oh, tú no me entiendes, no te pones en mi lugar;
si estuvieras en mi lugar, o si pudieras ponerte en mi lugar, si pudieras
ponerte enteramente en mi lugar, pues entonces no hablarías así.” Hablarías
de otro modo; esto significa, de acuerdo al que sufre, que entonces tú también
percibirías y comprenderías que no hay consuelo alguno.
Aquí,
entonces, la queja; el que sufre casi siempre se queja de que el que lo quiere
consolar no se pone en su lugar. Indudablemente el que sufre de algún modo
siempre tiene razón, puesto que ningún ser humano puede experimentar
exactamente la misma cosa y del mismo modo que otro ser humano, y aun cuando de
eso hubiere caso, constituye una limitación común y universal de todos los
hombres en particular esto de que no pueden ponerse enteramente en el lugar de
otro, aun cuando tengan las mejores intenciones: nunca podrán percibir, sentir,
pensar exactamente igual que otro ser humano. Mas en otro sentido, el que sufre
se equivoca en la medida en que se imagina que no existe consuelo alguno para
los sufrientes, pues esto mismo podría en verdad significar otra cosa: que el
que sufre podría intentar hallar consuelo dentro suyo, esto es, en Dios.
Seguramente
Dios no tenía la menor intención de que un ser humano pudiese hallar consuelo
perfecto en el otro; al contrario, constituye la graciosa voluntad de Dios que
todos los hombres no lo busquen sino en Él―que a medida que los fundamentos de
los consuelos que los otros le ofrecen se volviesen más y más insípidos,
entonces verían que no tenían más remedio que volverse a Dios, de acuerdo a la
palabra de la Escritura: “Tened sal en vosotros mismos y estad en paz unos con
otros” (Mc. IX:50). Oh, tú que sufres, y
tal vez tú que honestamente y con la mejor intención quisieses consolar―¡no
libréis esta inútil batalla entre vosotros! Tú que simpatizas, muestra tu
simpatía sin presumir de que puedas ponerte enteramente en el lugar del otro; y
tú que sufres, muestra tu verdadera discreción no exigiendo lo imposible del
otro―en verdad todavía hay uno que puede ponerse enteramente en tu lugar, así
como en el lugar de cualquier otro que sufra lo que sea: el Señor Jesucristo.
De
esto trata el texto sagrado que acabamos de leer, “no tenemos un Sumo Sacerdote
que sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas”, esto es, que contamos
con alguien que bien puede simpatizar con nuestras debilidades, y más aún, “de
la misma manera contamos con uno que ha sido probado en todas las cosas”. Aquí
el requerimiento exacto para poder
simpatizar verdaderamente―pues es de saber que las muestras de simpatía de
parte de quien no tiene experiencia de lo que el otro sufre no es sino un
malentendido y las más de las veces un malentendido que hiere y atribula aun
más al que padece. Aquí pues la condición: haber sido probado de igual manera.
Cuando se da eso, entonces uno puede ponerse enteramente en el lugar del que
sufre; y cuando uno ha sido probado en todas las cosas de igual manera,
entonces uno puede ponerse enteramente en el lugar del otro, no importa cuales
sean sus tribulaciones.
¿Y
bien? Contamos con alguien así: el Sumo Sacerdote que puede simpatizar con nosotros. Y que por cierto necesariamente simpatiza con nosotros es
cosa que nos consta puesto que demostró su simpatía al aceptar el ser probado
en todas las cosas, de todas las maneras. En verdad, fue su simpatía por
nosotros lo que lo determinó a venir a este mundo; y también fue por simpatía,
para recibir simpatía Él, que, por una decisión libre, resolvió aceptar el ser
probado en todas las cosas de todas las maneras: Él, quien puede ponerse
enteramente, y que se pone enteramente, en tu lugar, en mi lugar, en nuestro
lugar.
De esto hablaremos algo más, un poco más
adelante.
Cristo
se puso enteramente en tu lugar. Era Dios y se hizo hombre (Jn. I:14; Phil.
II:5-8): de esta manera se puso en tu lugar. Verdaderamente, esto es
exactamente lo que quiera la simpatía más genuina; ciertamente, lo que más
quiere, es colocarse enteramente en el lugar del que sufre para poder consolar
de veras. Pero también es cierto que esto es lo que la simpatía de los hombres
no puede hacer; sólo la simpatía divina puede hacer eso―y Dios, haciéndose
hombre. Se hizo hombre; y en el hombre que absolutamente, de entre todos los
hombres que en el mundo han sido, más sufrió; ningún nacido ni ninguno por
nacer todavía, puede ni podrá sufrir como sufrió Él.
¡Oh
qué seguridad tenemos de contar con su simpatía! ¡Oh qué simpático poder contar
con semejante seguridad! Simpatizando, abre sus brazos a todos los que sufren;
“venid”, dice―y su palabra es una garantía―“venid a Mí todos los agobiados y
los cargados” (Mt. XI:28) y luego repite la invitación por segunda vez:
indudablemente quien invita resultó ser quien sufrió incondicionalmente más que
ningún otro. De por sí, ya sería una gran cosa que la simpatía humana se
ofreciese a sufrir casi tanto como el que sufre―mas, por simpatía, en orden a
asegurarse de poder consolar a otro, sufrir infinitamente más que el que sufre…
¡eso sí que es simpatía! Normalmente la simpatía humana retrocede un tanto,
preferiría quedarse condoliente, del lado seguro de la playa; y si acaso se
aventura sobre
aquellas aguas, de ningún modo es con la intención de llegar tan
mar adentro, allí donde se halla quien sufre. Ahora, ¡qué simpatía la de Aquel
que incluso va más allá! Tú que sufres, ¿qué quieres? Quieres que quien
simpatiza se ponga enteramente en tu lugar―y Él, la simpatía misma, ¡no sólo se
pone en tu lugar sino que vino a sufrir infinitamente más que tú! Claro, para
el que sufre esto a veces se le hace un tanto descorazonador (que cuando la
limosna es grande hasta el santo desconfía y exteriormente tanta cosa puede
parecer traicionera) y entonces quien padece se muestra un poco a la
retranca―mas aquí la simpatía está escondida a tus espaldas en su tribulación
infinitamente mayor que la tuya.
Se puso, puede ponerse,
enteramente en tu lugar, tú que sufres, no importa quién seas. ¿Se trata acaso de preocupaciones
mundanas, pobreza, cómo mantenerte y a los tuyos? También Él padeció hambre y
sed y eso precisamente en los momentos más difíciles de su vida cuando
batallaba espiritualmente en el desierto y en la cruz (Mt. IV:1-11; Jn.
XIX:28-30). Y para sus necesidades diarias no contaba más que con los lirios
del campo y las aves del cielo (Mt. VI:26, 28-29)―¡y quiero creer que hasta los
más pobres del mundo cuentan con eso! Y nació en un establo, fue envuelto en
trapos, recostado sobre un pesebre, durante toda su vida no tenía donde reposar
su cabeza―a fe mía, ¡hasta los que no tienen techo, cuentan con eso! Vaya
entonces si no puede ponerse en vuestro lugar y entenderos.
¿O
se trata de un corazón quebrantado? Él también alguna vez tuvo amigos; o más
bien, pensó que los tenía, pero luego, cuando llegó el momento decisivo, todos
lo abandonaron, y con todo, no, no todos, dos estuvieron a su lado, uno
traicionándolo, el otro negándolo (Mt. XXVI:45-56). Él también alguna vez tuvo
amigos, o alguna vez pensó que los tenía; se le pegaron de tal manera que
incluso llegaron a discutir acerca del lugar que ocuparían a su derecha y a su
izquierda (Mc. X:35-41), hasta que llegó el momento decisivo y Él, en lugar de
ser elevado en su trono, resultó elevado sobre una cruz (Jn. III:14). Entonces
se les obligó a dos ladrones a ocupar los lugares vacíos, ¡uno a su derecha,
otro a su izquierda!
O
se trata de la tristeza que produce la iniquidad del mundo, a propósito de la
enemiga que tú y los buenos tienen que sufrir, con tal de que esa inquina se
deba indiscutiblemente a que eres tú el que quiere lo bueno y lo verdadero.
Bueno, en lo que a esto respecta, tú, un hombre, supongo, no te animarías a
compararte con Él; tú, un pecador, supongo, no te animarías a compararte con
Él, el santo, el que experimentó esos padecimientos antes―de tal manera que
como mucho puedes sufrir de manera análoga a cómo sufrió Él―y es Él el que
santificó eternamente esos sufrimientos―así también los tuyos lo serán si eres
capaz de sufrir a imagen y semejanza de Él―Él que fue despreciado, perseguido,
insultado, hecho objeto de burlas, escupido, flagelado, maltratado, torturado,
crucificado, abandonado de Dios y crucificado en medio de la algarabía general
(Mc. IX:12;
XIV:65, XV:19-20, 29-32; Jn. V:16; Lc. XVIII:32,
XXII:63-65, XXIII:11, 39; Mt. XXVII:26, 29-31, 39, 41, 46). No importa qué
cosas hayas sufrido ni quién seas, ¿acaso no crees que Él se puso enteramente
en tu lugar?
O tal vez sea cierto
pesar por el pecado del mundo y su impiedad, tristeza al comprobar que el mundo
se encuentra inmerso en el mal, melancolía al ver cuán profundamente ha caído
la humanidad, tristeza al comprobar que el oro es virtud, el poder es el
derecho, que la verdad es lo que dicta la masa, que sólo prosperan las mentiras
y que sólo la iniquidad prevalece, que sólo se aprecia el egoísmo, que sólo se
bendice la mediocridad, que sólo se estima al timorato, que sólo son alabadas
las medidas a medias y que sólo se impone lo despreciable. Pues, respecto de
esto, supongo que no te animarás a comparar tu pena con la pena que tenía el
Salvador del mundo (Jn. IV:42) ¡como si en esto no pudiera ponerse enteramente
en tu lugar!
Y así sucesivamente
respecto de todos y cada uno de los sufrimientos.
Por tanto, tú que
sufres, quienquiera seas, no te encierres desesperadamente con tus sufrimientos
como si nadie, ni siquiera Él, te pudiera entender. Tampoco te largues a dar
voces ventilando impacientemente tus sufrimientos, como si fueran tan terribles
que ni siquiera Él se podría poner en tu lugar. Que tu audacia no te lleve a
semejante falsedad; ten presente que Él de modo incondicional, absolutamente y
sin comparación fue, de entre todos los sufrientes, el que más sufrió. Porque
si quieres saber quién fue el más grande doliente de entre los hijos de los
hombres, pues deja que te lo diga.
No se trata del
escondido grito de silenciosa desesperación, ni aquello que aterroriza a los
demás, ni la potencia de aquel grito, lo que ha de decidir la cuestión; no,
justamente lo contrario. El más grande doliente es aquel del que incondicionalmente
se puede predicar con entera verdad esto de que no dispone de más consuelo que este:
el consuelo de consolar a los demás; pues esto y sólo esto expresa genuinamente
aquella verdad incontrovertible de que en realidad nadie puede ponerse en su
lugar, además de que esto mismo se verifica en su caso―el caso de Nuestro Señor
Jesucristo: no era un sufriente que buscaba el consuelo de los demás, mucho
menos que lo encontró en los demás, y muchísimo menos se quejó de no
encontrarlo en los demás. No; Él fue el doliente
cuyo único consuelo, descartado entera y absolutamente cualquier otro,
consistió en el consuelo de consolar a otros.
¿Ven? Aquí hemos
arribado a la cima del sufrimiento, pero también al límite de los sufrimientos,
donde todo se invierte; pues Él, precisamente Él es “el Consolador”. Te quejas
de que nadie puede ponerse en tu lugar; es una idea que te preocupa día y noche
y a lo mejor nunca se te ocurre, imagino yo, que tú podrías consolar a otros―y
Él, “el Consolador”, el único de quién en verdad se puede decir que nadie puede
ponerse en su lugar―¡en verdad que Él sí podría haberse quejado así! Él, “el
Consolador” en cuyo lugar nadie podía ponerse, Él puede ponerse enteramente en
tu lugar y en el lugar de cada hombre que padece. Si fuera cierto esto de que
nadie puede ponerse en tu lugar, pues te lo concedo… demuéstralo: entonces no
te queda más que una cosa―conviértete en uno que consuela a los demás.
Constituye la única evidencia que demostrará que nadie puede ponerse en tu
lugar. Mientras sigas hablando acerca de cómo nadie puede ponerse en tu lugar,
está claro que todavía no estás resuelto en esta materia; de otro modo, por lo
menos callarías.
Pero aun cuando te mantuvieras callado, mientras no tenga este
efecto de que te impongas el deber de consolar a los otros, decididamente no
tienes resuelto este asunto acerca de si alguno podría ponerse en tu lugar, o
no. Entonces permaneces meramente sentado, desesperando silenciosamente, con la
recurrente idea que vuelve una y otra vez de que nadie puede ponerse en tu
lugar; esto es, que te empeñas en fijar esta idea en cada instante; esto es,
que esta convicción no está del todo firmemente instalada en tu alma, aún no te
has decidido del todo sobre el particular; esto es: que en tu caso todavía no
es enteramente cierto. Y claro, tampoco podría predicarse de ningún ser humano
esto de que absolutamente nadie puede ponerse en su lugar; pues precisamente,
Él, Jesucristo―en cuyo lugar nadie puede ponerse enteramente, ni siquiera
aproximadamente―Él sí puede ponerse enteramente en tu lugar.
Se puso enteramente en tu lugar, quienquiera que seas, tú
que estás siendo tentado espiritualente, Él se puede poner enteramente en tu
lugar, “el probado en todas
las cosas, de todas las maneras”.
Así como el que
sufre corporalmente, así también sucede con quien es tentado y que padece
pruebas espirituales, él también generalmente se queja de que cualquiera que
intente consolarlo, o aconsejarlo, o hacerle alguna advertencia, en verdad no
lo comprende, ni puede ponerse enteramente en su lugar. “Si estuvieras en mi
lugar”, dice, “o si pudieras ponerte en mi lugar, comprenderías con qué poder
me envuelve esta terrible tentación espiritual, comprenderías cómo los
espíritus se mofan de cada una de mis intentonas de vencer esta tentación―y
entonces me juzgarías de otro modo. Pero tú que no lo sientes en carne propia,
puedes hablar pacífica y ecuánimemente sobre el particular, fácilmente
aprovecharte de la ocasión para sentirte superior porque no has caído en la
tentación, no has tropezado con esta prueba espiritual, esto es, porque ni
siquiera has sido probado en esto ni en ninguna otra cosa. ¡Oh si estuvieras en
mi lugar!
Pero amigo mío, no libres ninguna de esta
inútiles batallas que sólo ayudan a amargarte la vida y la del otro―pues
siempre está Uno que puede ponerse enteramente en tu lugar, el Señor Jesucristo
quien “porque Él mismo sufrió y fue tentado, en esas mismas cosas puede
socorrer a los que sufren pruebas” (Heb. II:18). He aquí a uno que puede
ponerse enteramente en tu lugar, Jesucristo, quien verdaderamente conoció todas
las tentaciones, soportándolas (Mt. IV:1-11).
Si de alimento se
trata, y si hablamos literalmente de comida en su sentido más estricto, de modo
que hablamos de morirse de hambre―también Él fue tentado de esa manera; si nos
tienta una aventura temeraria―también Él fue tentado de esa manera; si caerse
de Dios es lo que te tienta―también Él fue tentado de esa manera; Él se puede
poner enteramente en tu lugar, no importa quién seas, no importa qué te pasa.
Si te ves tentado en la soledad―también Él lo fue, a quien el espíritu maligno
condujo al desierto para tentarlo. Si te tienta la confusión del mundo―también
Él, cuyo buen espíritu le impidió apartarse del mundo antes de que completara
su obra de amor (Jn. XVII:4). Si te encuentras bajo la tentación en el momento
de una gran decisión, cuando es una cuestión de renunciar a todas las
cosas―también Él; o si sucede en el momento siguiente, cuando estás tentado de
arrepentirte de haberlo sacrificado todo―también Él. Si te deprimes ante la
perspectiva de un gran peligro y estás tentado de desear que se juegue la
partida de una vez―también Él. Si al encontrarte tan debilitado estás tentado
de desear tu propia muerte―también Él. Si la tentación consiste en el temor de
resultar abandonado de todos―también Él fue tentado de esa manera; si se trata
de… pero no, seguramente ningún ser humano sufrió aquella tentación espiritual…
la tentación espiritual de resultar abandonado de Dios… y sin embargo Él fue
tentado de esa manera. Y así de todas las maneras.
De modo que tú que
estás siendo tentado, quienquiera que seas, no te vuelvas taciturno en tu
desesperación, como si la tentación fuera sobrehumana y que nadie podría
comprenderla, ni tampoco te vuelques a retratar impacientemente su magnitud,
¡como si fuera tan terrible que ni siquiera Él podría ponerse en tu lugar!
Porque si en verdad
quieres saber cuál es el requerimiento sine
qua non para juzgar verdaderamente cuán grande es en realidad una tentación,
pues entonces, déjame que te lo diga. Lo que se requiere es que hayas soportado
aquella tentación. Sólo entonces llegas a saber verdaderamente cuán grande es
la tentación; en la medida en que no las has soportado, sólo sabes de su
falsía, sólo lo que la tentación, precisamente en orden a tentarte, te hace
creer cuán horrible es.
Pedirle verdades a
la tentación es pedir demasiado. La tentación es engañosa y mentirosa y se
cuida muy bien de decir la verdad (Jn. VIII:39-44 II Cor. XI:3), pues su poder
yace, justamente, en la mentira. Si quieres sacarle la verdad y conocer cuán
grande es en realidad, entonces deberás ver cómo consigues ser más fuerte que
ella (Lc. XI:21-22), cerciorarte de que la soportas con integridad―entonces sí
llegarás a saber la verdad, o extraerás la verdad de ella. Por tanto sólo hay
uno que en verdad sabe con toda precisión cuál es la magnitud de todas las
tentaciones y que así puede ponerse enteramente en el lugar de todo aquel que
resulta tentado―Él mismo que fue tentado en todas las cosas de todas las
maneras, que fue tentado pero que venció en todas y en cada una de las
tentaciones.
Guardaos, pues, de
andar quejándoos y describiendo más y más apasionadamente la magnitud de
vuestra tentación―con cada paso que avanzáis por ese camino, no haces más que
acusarte a ti mismo más y más. No puede fundarse una defensa tuya por haber
caído en la tentación con el expediente de describir con trazos más y más
enfáticos la magnitud de tu tentación, pues todo lo que digas en esta materia
es mentira puesto que sólo puedes conocer la verdad justamente resistiendo la
tentación.
A lo mejor otro te
puede ayudar con sólo que quieras dejarte ayudar, otro que resultó tentado
igual que tú y que resistió esa tentación, pues ése sí sabe la verdad. Mas aun
cuando no hubiese nadie que pudiera decirte la verdad, todavía queda uno que
puede ponerse enteramente en tu lugar, aquel que ha sido probado en todas las
cosas de la misma manera que tú, que así resultó tentado, pero que soportó y
resistió esa tentación.
Y cuando resulte
que fuiste fiel durante la tentación, entonces estarás en condiciones de
entender toda la verdad. En la medida en que no has resistido la tentación te
quejarás de que nadie puede ponerse enteramente en tu lugar―pero si has
resistido la tentación, en verdad que todo esto te da igual, y ya no hay caso
de quejarse de que nadie podría haberse puesto en tu lugar.
Esta queja
constituye un invento de la mentira que reside en la entraña misma de la
tentación; y lo que esta mentira viene a destacar es que si hay alguien que
puede entenderte del todo, se trata entonces de uno que ha sucumbido a la
tentación, y así entonces, ambos podríais entenderos―en la mentira. ¿Es esto
“comprenderse” el uno al otro? No, aquí
está la frontera más allá de la cual todo se invierte: hay una sola persona que
puede verdaderamente ponerse en el lugar de quien es tentado―y Él sólo puede
hacerlo precisamente porque Él sólo soportó todas las tentaciones. Pero
también, ¡oh, no lo olvidéis nunca!, puede ponerse enteramente en tu lugar.
Se puso enteramente en tu lugar, resultó probado en todas
las cosas, de todas las maneras―y sin embargo, sin pecado. De
manera que en este respecto no se puso enteramente en tu lugar, no puede
ponerse enteramente en tu lugar, Él, el Santo, ¿cómo podría ser semejante cosa?
Si la diferencia entre Dios en los cielos y tú sobre la tierra es infinita, la
diferencia que hay entre el Santo y el pecador es infinitamente mayor.
Y sin embargo, aun
en este respecto, aunque de otro modo, Él se puso enteramente en tu lugar. Pues
si Él, si los padecimientos y muerte del Expiador constituyen la satisfacción
de tu pecado y culpa―si se trata en verdad de satisfacción, te ha reemplazado,
ha padecido el castigo del pecado poniéndose en tu
lugar para que tú puedas
vivir, ¿acaso entonces no se ha puesto enteramente en tu lugar? En verdad, aquí
se cumple incluso más al pie de la letra esta verdad de que se pone enteramente
en tu lugar, mucho más que en los casos que venimos diciendo, casos en los que
sólo significábamos que Él entiende lo que te pasa, lo que no quita que Él
permanece en su lugar y tú en el tuyo. Mas la satisfacción de la expiación
significa que tú, al pie de la letra, te corres, y Él ocupa tu lugar: ¿no es el
caso entonces que se pone enteramente en tu lugar?
¿Pues qué cosa es
el “Expiador” sino un sustituto que se coloca enteramente en tu lugar y el mío?
¡¿Y cuál es el consuelo de la expiación sino éste, que el sustituto,
habiendo
satisfecho, se pone enteramente en tu lugar y el mío?! De tal modo que cuando
la justicia retributiva aquí en este mundo―o en el más allá cuando el Juicio―busca
el lugar donde yo el pecador, estoy parado con toda mi culpa, con todos mis
muchos pecados―no me encuentra; ya no estoy en ese lugar, me he ido; Otro está
de pie, se ha establecido en mi lugar, Otro que se ha puesto enteramente en mi
lugar; yo estoy parado al lado de esta otra persona, estoy al lado de mi
Expiador que se puso enteramente en mi lugar―¡por esto te doy gracias, Señor
mío Jesucristo!
Tú que me oyes, mi
oyente, recuerda que contamos con tal Sumo Sacerdote de la simpatía.
Quienquiera que seas, no importa cuánto sufras, Él puede ponerse enteramente en
tu lugar. Quienquiera que seas, no importa cómo es que estás siendo tentado, Él
puede ponerse enteramente en tu lugar. ¡Quienquiera que seas, oh pecador, como
lo somos todos, Él se pone enteramente en tu lugar!
Y ahora que te
acercas al altar, ahora que se te ofrecen el pan y el vino una vez más, una vez
más como eterna garantía de que mediante sus padecimientos y muerte Él se puso
en tu lugar también: y eso para que tú, salvado por Él, olvidado el juicio, puedas
entrar en la vida, allí donde Él te ha preparado un lugar (Jn. XIV:2).
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