sábado, 29 de mayo de 2010

LOS PECADOS DE IMPUREZA

1. La esencia de la impureza

El pecado de impureza consiste en el abuso de la facultad sexual, esto es, en un empleo o aplicación suya contraria a su sentido y finalidad. El mal no está en el placer sexual como tal, sino en buscarlo abusivamente y fuera del orden establecido por el Creador en el matrimonio. Es bueno el placer psíquico y físico causado por el uso de la facultad sexual siempre que está dentro de ese orden querido por Dios, al paso que es un "placer malo" cuando resulta de su abuso voluntario, a causa del desorden que encierra todo el acto. El desorden implícito en el pecado deshonesto se patentiza, por lo general, en que se busca el placer por sí mismo y a toda costa. Por eso se puede decir con frase concisa, aunque teóricamente poco exacta, que el pecado de deshonestidad consiste en "la satisfacción moralmente desordenada del placer sexual". Porque también puede haber pecado de impureza cuando se abusa de la potencia sexual, no por el placer que se disfrute, sino por cualquier otro motivo, como por condescendencia entre enamorados, o por lucro, o por curiosidad.

Lo decisivo en acción pecaminosa de impureza es la disposición interior que le sirve de base. Ésta puede consistir en una simple incontinencia; y así la acción pecaminosa irrumpiría como un auténtico pecado de debilidad, que, acarreando acaso una grave culpa, viene a dejar ineficaces los mejores propósitos generales.

El pronto arrepentimiento después del pecado muestra que éste lo ha 'sido de fragilidad. La intemperancia propiamente dicha se manifiesta o en el abandono brutal al placer carnal, sin que se perciba ya la vileza que entraña, o bien en el placer pecaminoso y demoníaco del que se entrega conscientemente al pecado de la lujuria, a pesar de que siente su indignidad y envilecimiento.

Lo que caracteriza generalmente la intemperancia en todos sus grados, es la falta de respeto por cuanto cae dentro del campo sagrado de lo sexual, el reputar como una bagatela la acción grandiosa de la procreación, la irresponsabilidad ante el Creador, ante el cómplice del pecado y ante la prole que puede venir, la indignidad de quien no percibe ya el propio envilecimiento que acompaña el pecado de lujuria, y en fin, el egoísmo y desamor que no siente horror en "prostituir" al prójimo.

Los efectos de la deshonestidad son : la torpe imprudencia, la insensibilidad o indiferencia para las cosas santas y la incapacidad para el verdadero amor.

Lo que más sumerge en los placeres vedados es, junto con la incontinencia, la melancolía y el despecho interior, y el vacío religioso.

2. La gravedad del pecado impuro

a) La sagrada Escritura no permite dudar que los pecados deshonestos son, por sí, pecados graves. "No os engañéis : ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas... poseerán el reino de los cielos" (1 Cor 6, 9 s ; cf. Eph 5, 5 ; Gal 5, 19 s ; Col 3, 5). La fornicación, que es "obra de la carne", está en absoluta oposición al "espíritu" (Gal 5, 18 s) y con la nueva existencia del hombre que ha muerto y resucitado en Cristo (cf. Col 3, 1 ss). La impureza usurpa el derecho de propiedad que tiene Cristo sobre el cuerpo (1 Cor 6, 13) y constituye una falta de respeto al cuerpo de Cristo, al que pertenecemos por el bautismo (1 Cor 6, 15 s), es una profanación del templo del Espíritu Santo y una denegación de la gloria que a Dios se debe dar con el mismo cuerpo (1 Cor 6, 19 s ; Rom 6, 19).

b) El teólogo moralista debe examinar cuáles son los pecados impuros que, conforme a la sagrada Escritura, son mortales.

1) Es doctrina general de los moralistas contemporáneos que es siempre pecado grave, sin admitir parvedad de materia, no sólo la satisfacción completa, sino también toda excitación libidinosa directamente voluntaria, libremente excitada fuera del orden del matrimonio.

Quien busca, pues, directamente el placer libidinoso no puede excusarse de culpa grave, alegando parvedad de materia. Lo cual no impide que en grados ínfimos de la voluptuosidad se pueda admitir más fácilmente la imperfección del acto pecaminoso tratándose de un placer que no llegue a una satisfacción completa, aun cuando haya habido cierta búsqueda directa del placer. El principio que acabamos de enunciar, aunque tenga la apariencia de rigor, sólo quiere decir que, atendido su sentido y finalidad, son gravemente culpables las acciones que se ejecutan con la directa intención de procurarse el placer sexual, sea o no completo.

En el estado actual de la teología moral, merecería la nota de temerario quien pusiera en tela de juicio el principio, entendido en la forma que se ha dicho. ALEJANDRO VIII condenó la proposición siguiente: "Es opinión probable la que dice ser solamente pecado venial el beso que se da por el deleite carnal y sensible que del beso se origina, excluido el peligro de ulterior consentimiento y polución".

Podría objetarse que así se da al sexto mandamiento una indebida prelación aun sobre el máximo precepto del amor. Pero este reparo pierde consistencia visto a la luz de la tradición, cuya tesis es que la venialidad del pecado estriba absolutamente en la imperfección del acto, como en su último fundamento. Si para los demás preceptos, que son igualmente santos, admiten los moralistas la parvedad de materia, al paso que la niegan para los pecados de impureza directamente intentados, es porque interviene aquí una regla de prudencia, fundada en la experiencia y en el conocimiento del alma humana. Lo que quiere decir que el que busca directamente el más mínimo placer voluptuoso, ejerce un acto de voluntad tan absoluto, que normalmente puede condensar y absorber toda la capacidad de decisión de la libertad humana, decisión que puede tomarse entonces como índice de la disposición profunda del ser respecto del placer sexual. Pero con esto no se resuelve, sino que más bien se plantea el problema de saber con cuánta frecuencia la búsqueda directa del más mínimo placer voluptuoso proceda realmente de una decisión perfectamente consciente y libre.

La conmoción sexual, apetecida directa y conscientemente, forma un todo indivisible. Hay que saber que quien premeditadamente se adelanta por este terreno, con ligereza y sin temor, cae en un engranaje. Los menores placeres sexuales, conscientemente apetecidos y probados, son el camino que conduce a la satisfacción completa; no porque incluyan forzosamente la intención subjetiva directa, sino por su tendencia y su dinámica intrínseca. "Es por sí pecado grave todo cuanto concurre objetiva o subjetivamente a un acto sexual, completo y pecaminoso". Quien busca directa y conscientemente la más pequeña conmoción sexual, se esclaviza a la voluptuosidad y se expone al peligro de consentir en la satisfacción completa, si no a las primeras veces, sí a la larga; sin contar que tal proceder manifiesta una actitud francamente irreverente ante el misterio del sexo, al que considera como una simple bagatela. No negamos la posibilidad de que, en la práctica, muchas personas de moralidad embotada o poco desarrollada no adviertan que aquellos movimientos sexuales directamente provocados son pecados, o por lo menos, pecados graves, al paso que están atentos a no llegar a la satisfacción completa. Se puede muy bien establecer como regla general de prudencia que las personas que se esfuerzan seriamente por evitar toda satisfacción completa, no apetecen directamente y con absoluta advertencia y libertad aquellos menores movimientos sexuales en que acaso experimentaron alguna satisfacción. Esto ha de tenerse particularmente en cuenta tratándose de almas generalmente concienzudas o demasiado escrupulosas.

2) Cuando sólo se trata del simple gusto sensible y de la sensación de placer que causa, sin que se busque ni se quiera el placer propiamente sexual, no se ha de ver allí culpabilidad, o por lo menos no una culpabilidad grave, sobre todo no habiendo peligro de provocar movimientos propiamente libidinosos. Pero el juicio ha de ser más severo cuando se busca conscientemente un placer sensible vecino al sexual, mediante el contacto (besos, abrazos, etc.) entre personas de diferente sexo. En ello hay, por lo menos, un desorden levemente pecaminoso contra el pudor, si no es que el móvil secreto es el apetito de un placer sexual.

3) Son moralmente indiferentes los movimientos sexuales que nacen naturalmente, no provocados por acción impúdica ni aprobados por la libre voluntad; y la razón es que ni están sujetos al libre albedrío, ni son objeto de ningún abuso.

Aun durante la vigilia pueden originarse movimientos imperfectos de los órganos sexuales, muchas veces sin provocar ningún placer. En los hombres que gozan de buena salud física y psíquica, la distensión sexual (derrame, orgasmo) sólo sucede durante el sueño (polución nocturna) y en períodos que oscilan de individuo a individuo (cada semana o cada mes). Aunque el individuo se despierte al comenzar el fenómeno, es imposible reprimirlo por un acto voluntario; por lo mismo es innecesario esforzarse en ello. Con frecuencia se producen excitaciones sexuales por actos que no tienen ninguna relación con la sexualidad : tales movimientos obedecen a un desarreglo o enfermedad psíquica u orgánica; y si no pueden remediarse, han de soportarse pacientemente. Pero el placer que naturalmente causan no debe nunca ser abrazado por actos libres de la voluntad, por más que ésta no pueda suprimirlo. Lo mejor será desentenderse, en lo posible, de tal fenómeno.

Es pecado grave todo consentimiento voluntario en el placer sexual que se ha producido involuntariamente; pues ello equivale en la práctica a aspirar a él directamente.

4) Es gravemente pecaminoso "ex genere suo" el placer sexual, causado voluntariamente por actos deshonestos, aunque la voluntad no lo acepte directamente. Para comprender este principio es necesario distinguir cuidadosamente los pecados propiamente impuros y los de simple deshonestidad. La impureza consiste en el abuso voluntario de la potencia sexual. Pecados deshonestos son propiamente todas aquellas acciones y pensamientos indecentes que, por su naturaleza, tienden a derribar el pudor, que es la barrera defensiva de la pureza o castidad, y que por los movimientos que provocan ponen en peligro la misma castidad. Puede haber deshonestidad en los pensamientos, miradas, palabras, tocamientos o lecturas provocativas. También las imágenes, los escritos, las modas, etc., pueden ser deshonestas en un sentido causal, en cuanto hieren el pudor.

Cuando los pensamientos, palabras, miradas o tocamientos implican la libre aceptación de algún pecado impuro, no es suficiente tacharlos de impúdicos; son también impuros. Son igualmente impuras, y no sólo deshonestas, aquellas películas que no sólo hieren el pudor, sino que propagan o exaltan principios directamente opuestos a la castidad.

Este cuarto principio se entiende directamente de los pecados deshonestos, en cuanto implican una aceptación indirecta y causal de la excitación sexual, no del placer voluntario.

Según eso, la acción gravemente deshonesta, o sea la que normal o probablemente provocará el placer libidinoso en forma violenta, habrá de considerarse, por su objeto, como gravemente pecaminosa.

Por el contrario, aquella acción impúdica que normalmente no despierta sino ligeramente el placer sexual, ha de considerarse, también por su objeto, como levemente pecaminosa.

Lo decisivo para el enjuiciamiento moral es el conocimiento del efecto probable y de lo indecoroso de la acción, y no la producción o ausencia, siempre más o menos fortuitas, del efecto previsible.

No se hacen impúdicas aquellas acciones en sí buenas y decorosas, ejecutadas por algún motivo legítimo, por el solo hecho de que provoquen movimientos sexuales por la excesiva sensibilidad de la persona, aun cuando se hubieran previsto. Lo que se requiere es que la acción se ejecute por un motivo justo, y, evidentemente, que no se consienta en el placer sexual. A continuación examinaremos los diversos pecados de deshonestidad.

3. Pecados de pensamiento contra la castidad

Existen pensamientos deshonestos y pensamientos impuros. Son deshonestos aquellos pensamientos e imaginaciones inútiles que, aunque en sí no incluyan la aceptación de la impureza como tal, en la práctica pueden suscitar movimientos y tentaciones impuras. La gravedad de los pecados por pensamiento deshonesto se mide por el peligro que entraña para la castidad y por la falta de seriedad y de respeto con que se toman las partes secretas del cuerpo. Los pensamientos deshonestos se insinúan sutilmente hasta los límites de los pensamientos impuros y de la complacencia morosa, que consiste en el deleite que resulta de imaginarse una acción impura.

El pensar con decencia y respeto en asuntos sexuales, y el gozarse espiritualmente en la potencia que Dios depositó en el sexo, no implica, evidentemente, nada de impuro ni deshonesto. Y baste haberlo notado una vez. Pero nadie, ni siquiera la persona destinada al matrimonio, puede dar cabida a pensamientos y deseos sexuales, aun de las cosas permitidas, sino en cuanto es capaz de dominarlos por el respeto y preservarse de resbalar hasta lo pecaminoso.

Es impura la actitud y disposición que implica la aprobación voluntaria de algún acto de impureza propio o extraño. Y correlativamente, son impuros todos los pensamientos, imaginaciones y deseos que expresan allá en el interior una actitud impura.

Los pecados internos de impureza pueden reducirse a los cuatro grupos siguientes:

1) La complacencia morosa, o sea, el deleitarse voluntariamente en la imaginación de un pecado impuro, lo que no es lo mismo que apetecer la realización de un acto de impureza; pero ese deleite impuro, con la representación del mal en la mente y en la fantasía, señala una infracción positiva del respeto y la decencia, y la inexistencia de aborrecimiento por el pecado. El pecado no proviene únicamente de la tentación a que se expone de resbalar más profundamente ; la complacencia interior voluntaria refuerza la defectuosa disposición interior, y ello es ya un pecado.

2) El gozarse en los pecados de impureza ya cometidos, el dolerse de no haber aprovechado alguna ocasión de pecar, es tina prueba espantosa de intemperancia y una especie de impenitencia. La culpabilidad es aquí mucho más profunda que en la complacencia morosa.

3) Se llaman "deseos ineficaces" a los deseos voluntarios de realizar un acto impuro, de no ser por algún impedimento que a ello se opone.

Existe este pecado, por ejemplo, cuando alguien se abstiene del pecado impuro sólo por temor de la deshonra o de la enfermedad, sin aborrecer la maldad interiormente. Semejante a esta disposición, y sumamente peligrosa es la de aquel que se abstiene de la impureza por temor del infierno, pero sin aborrecer su perversidad. Por aquí se echa de ver claramente que si la educación sexual sólo se preocupa de evitar los pecados externos, no será más que una ética superficial que sólo mira a los resultados, sin llegar a lo más esencial, que es la virtud.

4) Los "deseos eficaces" son las decisiones voluntarias de llevar a cabo una acción impura, aunque por cualquier motivo no llegue a realizarse.

Estas cuatro formas de impureza interior son gravemente pecaminosas, y se les ha de asignar, si no necesariamente la misma gravedad que a los pecados exteriores, cuya aprobación entrañan, sí la misma especie. Así, quien se duele de haber dejado pasar la ocasión de cometer adulterio, es adúltero en su corazón. El que se deleita con imaginaciones de incontinencia, es incontinente en su alma. Por el contrario, el soltero que se imagina una casta unión marital no incurre evidentemente en ningún pecado de impureza; pero puede haber circunstancias en que ello constituya una falta de honestidad en los pensamientos, y es cuando hay probabilidad de que dicha representación provoque otros pensamientos o acciones impuras.

Los deseos eficaces son de una gravedad especial. Pero también el detenerse con placer y advertencia en la representación de objetos impuros con complacencia morosa es gravemente pecaminoso, por incluir la aceptación voluntaria del pecado de impureza, aun suponiendo que la voluntad no se enderece a la realización de los actos contemplados. Lo que importa son los sentimientos del corazón. Por eso santo TOMÁS tiene por "peligrosa" la opinión que no tiene por gravemente culpable la complacencia morosa.

Con todo, no se ha de pasar por alto que los pecados de mero pensamiento encierran, por lo común, menor voluntad, y por lo mismo, menor malicia que los de obra. En la duda, se puede concluir más fácilmente en estos casos que se trata de simples pecados leves, a causa de la imperfección del concurso interior del alma.

A las personas ignorantes y de escasa moralidad se les puede pasar por alto la culpabilidad de la complacencia morosa y de los deseos ineficaces, pero no así la de los eficaces. Su insensibilidad delata su estado de alma.

El tener la fantasía repleta de imágenes obscenas puede ser indicio de perversidad; pero también puede ser el efecto morboso de una inquietud nerviosa o de ideas obsesivas. La conducta general lo pondrá de manifiesto. Las obsesiones impuras se han de combatir como cualquiera otra obsesión : por la paciencia, por el examen razonable de la esencia de la enfermedad, renunciando a una lucha insensata y directa y empleando el método de la desviación y, en fin, afianzándose tranquilamente en el buen propósito.

Para luchar con provecho contra las imaginaciones y pensamientos impuros, lo más recomendable es generalmente desviar el pensamiento hacia otros objetos que despierten el interés. El remedio supremo es el consagrarse positivamente a la práctica del bien en todas sus formas.

4. Los pecados impuros de obra

a) El adulterio

Puesto que la castidad y su quebrantamiento se ha de considerar por su relación al matrimonio, al condenar el AT el adulterio, condena radicalmente todo pecado impuro. Y no son únicamente los actos exteriores, que están severamente condenados ; también lo están los pecados de pensamiento : "No desearás la mujer de tu prójimo" (Ex 20, 14. 17). Cristo insiste muy particularmente sobre la fidelidad del corazón (Mt 15, 19) y precave contra las miradas lascivas, por las que se quebranta esa fidelidad (Mt 5, 28). El adulterio es un pecado gravísimo contra la castidad, la fidelidad, la justicia y la caridad, y un impío atentado contra el sacramento del matrimonio. Y es mucho más grave cuando ambos adúlteros son casados, o cuando el adulterio causa la ruina y desorganización completa de algún matrimonio, perjudicando acaso gravemente también a los hijos. La persona soltera que peca con casada es también culpable de adulterio.

b) La fornicación

Es la fornicación la relación sexual entre dos personas solteras. Además del pecado contra la castidad, incluye uno de escándalo, o por lo menos de cooperación al pecado ajeno. A veces puede haber también pecado de seducción.

El concubinato consiste en la comunidad de vida sexual extramatrimonial, llevada por cierto tiempo. La forma más degradante y escandalosa de fornicación es la prostitución: la entrega del cuerpo contra dinero. La deshonra y la culpabilidad no recae únicamente sobre las prostitutas, sino también sobre los que se aprovechan de ellas, y muy particularmente los rufianes y propietarios de casas públicas, que se lucran con la corrupción de los demás. Semejante al pecado de éstos es el de los alcahuetes o mediadores en una cohabitación extramatrimonial pasajera o duradera, induciendo a ella o facilitándola.

c) Estupro, rapto y violación

El estupro o violación encierra un crimen especial de injusticia y deshonra. La mujer violentada debe defenderse de la mejor manera posible; aun podría ir hasta dar muerte al violentador. Sin embargo, cuando la defensa activa o la petición de socorro pudieran crearle un peligro inmediato de muerte, pienso que, si no hay peligro ni apariencia de consentimiento, podría soportar pasivamente la violencia. Pero es evidente que siempre deberá rechazar cualquier cooperación activa, por mínima que parezca.

Otro pecado especialmente grave contra la justicia lo constituye el rapto por secuestro o retención violenta, con el fin de llegar a la fornicación; y hay injusticia aun cuando la violencia no se haya ejercido contra la raptada (o el raptado), sino contra quienes están encargados de su guarda y tutela.

Tan ignominioso como el estupro es la violación de personas fatuas o pobres de espíritu, o satisfacer los instintos de fornicación con inferiores, aprovechándose de la superioridad de un cargo.

Las leyes penales de casi todos los estados civilizados castigan la violación como crimen contra la moralidad; lo mismo que la seducción de una niña virgen que no ha pasado de los 16 años.

d) El incesto

El incesto, conforme al derecho eclesiástico, consiste en el acto venéreo tenido entre consanguíneos o afines, cuyo parentesco o afinidad constituya impedimento para contraer matrimonio.

Al pecado de fornicación añade el incesto un pecado grave contra la piedad, o sea contra el respeto que naturalmente se debe a la propia familia. Teológicamente hablando, se da sólo cuando hay relación con algún pariente en línea recta, o con parientes en primer grado (o acaso en el segundo) de la línea colateral.

e) Lujuria sacrílega

Es sacrílego el acto venéreo practicado con persona ligada por voto de castidad, u obligada al celibato "por amor al reino de los cielos". Y comete pecado grave contra la religión no sólo la persona consagrada a Dios, sino también su cómplice, si tiene conocimiento de aquella consagración.

También encierran sacrilegio los pecados exteriores de impureza cometidos en lugares sagrados. Asimismo es sacrílego el uso indecoroso de las cosas sagradas, o de los oficios sagrados, como del de confesor (solicitación).

f) La masturbación

La masturbación es llamada también polución, vicio solitario, y por los médicos, onanismo. Adviértase que este último término se reserva en moral para designar el acto sexual practicado imperfectamente, de manera que no se realice concepción ninguna. El vicio solitario es un pecado contra la naturaleza, por el que se invierte el instinto sexual y su satisfacción, pues la tendencia natural del instinto busca al otro sexo para satisfacerse en la unión amorosa con él. La masturbación hecha costumbre da, por lo general, seres psíquicamente replegados sobre sí mismos, especialmente incapaces de elevarse a un auténtico amor sexual. Esto muestra cuán morboso es este pecado, cuán perturbador y cuán adverso a la recta disposición para el matrimonio.

La excesiva masturbación daña la salud y perturba, sobre todo, el sistema nervioso. Pero lo más grave no son los perjuicios de la salud, que pueden no existir cuando no hay exceso; lo más funesto es el pernicioso influjo sobre el desarrollo del carácter del joven que a ella se entrega sin resistencia. "Notas características de los jóvenes polucionistas consuetudinarios son la distracción de espíritu, la inconstancia, la caprichosidad, la despreocupación y la apatía".

No es posible llegar a la curación de este hábito sino aplicando remedio a todos y cada uno de los desórdenes que le sirven de base. Los remedios principales son: orientar fundamentalmente el yo hacia el amor de Dios y del prójimo; tornarse conscientemente hacia la realidad; colocar la vida de fe bajo el signo de la verdadera alegría y de un servicio desinteresado. La veleidad y falta de voluntad se corrige por el trabajo serio y atrayente y la consciente sujeción de la voluntad. Preciso es refrenar las miradas y la fantasía; despertar el aprecio moral por la dignidad e infundir una razonable confianza en el propio esfuerzo, pues en el joven que se entrega por costumbre al vicio solitario a menudo suele haber algo de autodesprecio, consciente o inconsciente. Y aunque se repitan las caídas hay que levantar siempre el ánimo, la voluntad de lucha y la seguridad de la victoria final. Lo que sobre todo se ha de tener con el pobre esclavo de este vicio es una bondad comprensiva. Si se ha replegado y concentrado en su propio yo, es acaso porque nunca ha gustado la fuerza de un amor libertador.

La lucha decidida contra este vicio se patentiza por el pronto arrepentimiento y firme propósito después de cada falta, y aun imponiéndose alguna voluntaria penitencia, por ejemplo, un acto concreto de renuncia, de caridad, de piedad en reparación de cada caída.

En esta lucha difícil no se ha de descuidar sobre todo la acción santificadora de los santos sacramentos. Sentir que el amor de Cristo perdona en el sacramento de la penitencia y eleva al hombre miserable en el sacramento de la eucaristía, puede sacar al hombre de su ensimismamiento, de su embotamiento y del desaliento que puede causarle el pecado solitario.

Toda polución es por sí pecado grave. Pero cuando el pecador consuetudinario ha emprendido una seria lucha contra este vicio, si presenta los signos de una auténtica conversión, se le puede asegurar para su consuelo que es posible que no todas sus caídas exteriores sean necesariamente graves; pues la fuerza de la costumbre y el "mecanismo" de la pasión mal dirigida pueden haber aminorado grandemente la libertad o haberla dejado casi sin energías.

El afirmar que la polución es un pecado de mayor gravedad que la fornicación, por ser contra naturaleza, sería no sólo deprimir al polucionista, ya de suyo débil para luchar, sino también ir contra la verdad objetiva; en primer lugar, la polución no encierra un acto tan voluntario y libre como la fornicación, pues no hay una lesión tan profunda del pudor y del sentimiento del honor, y, en segundo lugar, la fornicación supone esencialmente un grave desprecio del bien y de la salvación del prójimo, cosa que no sucede en el pecado de polución.

El vicio solitario es, en unos, efecto de una seducción; otros lo contrajeron en locos juegos de niños, o acaso fortuitamente, sin caer bien en la cuenta de que se trataba de cosa mala y pecaminosa y encontrándose con la costumbre, más o menos arraigada, antes de haberlo advertido. En otros, en fin, la polución, sobre todo si principia desde la niñez y se prolonga hasta la edad adulta, puede ser signo de una disposición psicopatológica, empeorada acaso y desarrollada por el vicio.

Los formadores avisados enseñan a tiempo a los niños a considerar indiferentemente la polución nocturna, que se presenta por primera vez entre los 12 y los 14 años, y a no dejarse llevar de la angustia, agitación o desasosiego si llegan a despertarse cuando acontece, sabiendo que es un fenómeno natural. Tampoco deben inquietarse por los sueños que suelen acompañarla, con tal que no se refleje en ellos el voluntario extravío de la fantasía. Tal instrucción es de la mayor importancia para que los jóvenes sepan distinguir entre la polución voluntaria y culpable y la exoneración natural o nerviosa e involuntaria. De lo contrario llegarían a confundir las cosas y dar la lucha por perdida.

g) Perversiones sexuales

No hemos de extrañar que, estando la sexualidad entremezclada en la constitución total del ser humano, los desórdenes psíquicos tengan repercusión precisamente en lo sexual.

Consiste la paradoxia en experimentar movimientos sexuales en la primera niñez o en la vejez. Anestesia es la insensibilidad sexual. Hiperestesia es la supersensibilidad sexual. El trastorno más grave es el de la parestesia en sus diversas formas. La parestesia consiste en que la sexualidad no se despierta y excita, por lo menos completamente, sino con objetos completamente extraños al campo sexual. Así en el sadismo, por los actos de crueldad; en el masoquismo, infiriéndose a sí mismo los actos de crueldad y desprecio; en el fetichismo, mediante prendas de vestir, zapatos, cabellos, sin relación con determinada persona.

La homosexualidad es una de las depravaciones sexuales más comunes, y de la que afirma san Pablo (Rom 1, 24 ss) que es uno de los castigos que muestran la perversidad de la idolatría: "Por esto los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones por los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío".

La homosexualidad es frecuentemente efecto de la seducción y de la completa degeneración sexual ; pero puede ser asimismo una mala disposición morbosa. Su práctica se llama también sodomía, si es entre varones, y safismo o lesbianismo si entre mujeres.

Hay todavía una perversión más increíble, y es la bestialidad, o sea, la pasión sexual con un animal, el apaciguamiento del instinto mediante el uso de un animal. En el AT había pena de muerte contra los culpables de este pecado (Ex 22, 19).

Quienes llevan el peso de una perversa predisposición encuentran muchas veces reducida su responsabilidad por una vida delictuosa y desenfrenada o por defectos psíquicos. Pero esa predisposición, como tal, no los excusa, así como tampoco la pasión natural justifica la fornicación. Esos actos de perversión son responsables según el grado de libertad de que disfrutan sus autores.

Por eso hay que oponerse enérgicamente a los esfuerzos de los homosexuales por eximirse del castigo, sobre todo cuando pretenden probar que su vicio es una apetencia natural. Aunque su torcida predisposición disminuya en algunos casos su responsabilidad, en la mayoría de sus faltas sexuales entra esencialmente toda ella.

5. Pecados de deshonestidad

Todos los actos de impudicia, realizados con la declarada intención de provocar el placer voluptuoso, se hacen impuros y constituyen pecado grave. Cuando falta esa intención impura, para juzgar moralmente los actos deshonestos es decir, los que hieren el pudor, hay que tener en consideración tres cosas: el peligro del movimiento sexual, el peligro de consentir en él, y el escándalo que pueda producirse.

Estos peligros difieren de individuo a individuo según la excitabilidad personal, según la proximidad con que el acto despierta la voluptuosidad, y según la mentalidad general de la época. Por este motivo, lo que autores de otra época y de otro ambiente señalan con justicia como gravemente deshonesto, pudiera merecer ahora un juicio más benigno, y viceversa. Lo cual ha de tenerse particularmente en cuenta para los casos que señala san ALFONSO precisamente en esta cuestión. Lo que él señalaba eran reglas de verdadera prudencia, valederas para su tiempo y para su pueblo.

Es, por lo general, pecado grave el ejecutar, sin motivo y a pesar del peligro grave de provocar movimientos libidinosos y de consentir en ellos, lo que por sí o conforme a la mentalidad general del ambiente es indecente e indecoroso. En tal caso puede fácilmente presumirse que la acción indecorosa se ejecuta en realidad de verdad para experimentar el placer pecaminoso. Lo mismo ha de afirmarse de las acciones escandalosas.

Por el contrario, no sería pecado grave, y ni siquiera pecado, el ejecutar, por un motivo razonable, lo que de por sí y conforme a la mentalidad general, es honesto; aun cuando fortuitamente causara algún movimiento libidinoso y hasta la polución involuntaria, y aunque la experiencia así lo hubiese comprobado. Si, empero, subsiste el peligro de consentir en el placer libidinoso, habría que interrumpir la acción, aunque en sí fuese honesta y razonable, si no hubiese necesidad de continuarla. Y si la acción es necesaria, hay que alejar dicho peligro mediante la oración y la voluntad de no pecar. Estos principios se han de aplicar no sólo a los pensamientos sino también a las miradas, palabras y tocamientos : abrazos, besos, caricias, apretones de manos, bailes, lo mismo que a las lecturas.

Lo que diremos en seguida acerca de honestidad o deshonestidad de las miradas, tocamientos, lecturas, ha de entenderse siempre dentro de los límites que acabamos cíe señalar. Nuestro cometido será señalar las reglas generales de prudencia que pueden aplicarse a los pueblos de la civilización occidental en el siglo xx.

Un ejemplo típico dará a entender lo que vamos diciendo: los etnólogos conocen numerosas tribus de alta moralidad, cuyas mujeres viven o vivían completamente desnudas. Pero con esta particularidad, que su pudor no se incomodaba por las miradas de los varones de su misma tribu, pero sí se escondían o se cubrían tan luego como tropezaban con las miradas lascivas de los extranjeros, que mostraban una moralidad inferior. No era, pues, contra la honestidad que esas mujeres vivieran desnudas y estuvieran expuestas a las miradas de todos, allá, dentro de su tribu y protegidas por esas sanas costumbres. Y precisamente el delicado pudor de esas gentes hacía comprender a las mujeres que, en circunstancias diferentes, diferente había de ser también su comportamiento.

Las reglas de prudencia — de presunción — que a continuación señalamos, no dispensan absolutamente de hacer un examen de los motivos, de los posibles peligros para sí y para los demás, ni del cuidado que se ha de prestar a la alarma de la propia delicadeza.

a) Las miradas

El mirar serenamente y sin malicia nunca es impuro, aunque fuera sobre objetos que fortuitamente pudieran ofender. Pero sí es una deshonestidad el dejar absoluta libertad a los ojos cuando se siente la amenaza de las tentaciones. Es impúdica toda mirada innecesaria y libremente querida, cuando consta por experiencia que causa escándalo, o trae consigo el peligro de tentaciones y movimientos sexuales.

Es gravemente deshonesto el considerar curiosa y sobre todo prolongadamente el cuerpo desnudo o muy inmodestamente vestido de persona del otro sexo. Pero si la mirada no lleva mala intención y consta por experiencia que no es ocasión de escándalo, ni de movimientos ni tentaciones, no será pecado grave, aunque habrá cierta falta en no dominar la curiosidad. Ni habrá ningún pecado, si para ello hay un motivo justo. Así, el examen médico no tiene en sí nada de común con la curiosidad ni la lascivia.

La consideración del rostro o del cuerpo de una persona del otro sexo, aunque por sí misma inofensiva, puede ser deshonesta y peligrosa, a causa de la actitud, del motivo — curiosidad, suposición, contraria a la caridad, de correspondencia sexual a las miradas provocativas —, o de la manera como se realiza. Para una persona predispuesta a la homosexualidad, el mirar detenidamente a una persona del mismo sexo es deshonesto y peligroso.

b) Los tocamientos

Una persona normal ha de permanecer indiferente respecto de su propio cuerpo al bañarse, vestirse, etc. Todo manipuleo innecesario en las regiones sexuales es deshonesto; y es leve o gravemente pecaminoso según sea el peligro de provocar el placer sexual.

El respeto y la honestidad exigen que se guarde la distancia conveniente con el cuerpo de las demás personas, sobre todo de diferente sexo.

Pero la experiencia enseña que una persona normal no tiene por qué temer algún peligro en los tocamientos que exige y ocasiona el verdadero amor cristiano y la caridad, el servicio de los enfermos, etc. Por supuesto que son lícitas aquellas muestras de cariño y veneración establecidas en los diversos lugares por la costumbre. Nada malo puede sospechar una persona normal en las caricias acostumbradas entre miembros de familia.

Lo que no deja de ser peligroso son esas ligerezas amorosas entre personas frívolas, aun cuando no lleven intenciones libidinosas. Además, hay que tener presente que los medios de transporte de las ciudades, excesivamente repletos, ofrecen muchos peligros para familiaridades de mala ley. Si el encontrarse así estrechado sin mala intención es por sí moralmenté indiferente, conviene saber que son muchos los que buscan cómo saciar disimuladamente su sensualidad con personas desconocidas en tales apelotonamientos. Es, pues, muy del caso andar con cuidado, aunque sin caer en la suspicacia universal ni en la inquietud.

Son deshonestos, y por lo mismo ilícitos para todos, aquellos bailes que por la manera de abrazarse y tocarse y por la música que los acompaña, despiertan generalmente la sensualidad. Además, la persona que sabe por experiencia que ciertos bailes, admisibles en sí, le causan a ella tentaciones y movimientos malos, tiene que evitarlos. Conforme al principio enunciado ya antes, es evidente que peca mortalmente contra la castidad quien, en el baile, no busca solamente el placer sensible, sino propiamente el placer sexual, aun cuando evite llegar a la polución. Quien, por el baile, ha recaído en graves faltas y continúa entregándose a él sin eficaces garantías, muestra que no aborrece verdaderamente el pecado.

c) Las palabras

Constituyen pecado grave las palabras impuras pronunciadas conscientemente para seducir, o las que públicamente expresan por lo menos la aprobación de pecados impuros. Son deshonestas las palabras que, sin contener una aprobación de la impureza como tal, encierran, sin embargo, un peligro y un escándalo, porque destruyen el respeto y tientan al pecado. El pecado será entonces leve o grave conforme a la gravedad del peligro y del escándalo. "Cuanto a la fornicación y cualquier género de impurezas, que ni siquiera se nombre entre vosotros. Así conviene a santos" (Eph 5, 3 s).

El cristiano no debe soportar entre sus amistades conversaciones inconvenientes. Quien tiene por cosa santa el don de la vida y el misterio amoroso del matrimonio y de la virginidad, no puede aguantar con indiferencia que se los arrastre por el fango. Incluso el hablar despectivamente de la sexualidad desdice del respeto que a la castidad se debe. Quien no sabe hablar con delicadeza y respeto de los asuntos sexuales, debe por lo menos aprender a callar respetuosamente y a imponer silencio a los deslenguados. Los asuntos relacionados con la sexualidad no son para tratarlos en cualquier corrillo; de ellos también puede decirse: "No arrojéis vuestras perlas a los puercos" (Mt 7, 6).

d) Las lecturas

Es pecado grave leer escritos impuros y deshonestos con el fin de despertar la sensualidad. La persona casta y pudorosa interrumpe toda lectura emprendida de buena fe tan luego como advierte que ofende el pudor y despierta tentaciones; a no ser que, por razones bien fundadas, le parezca necesaria o muy útil. En este último caso, sin embargo, lo que más convendrá será fortificar su voluntad contra el peligro que se vislumbra.

Los libros que hablan de las intimidades de los casados y exponen en forma respetuosa lo que a ellos les está permitido, son libros que pueden leer los casados sin peligro y sin menoscabo del pudor. Tales libros, empero, son inadecuados y hasta peligrosos para los solteros, sobre todo para quienes, por vocación, se consagran a la castidad virginal. En cuanto a los libros que describen, sin ningún recato, las intimidades matrimoniales, están prohibidos no sólo a los solteros, sino aun a los casados.

El cuidado maternal de la Iglesia en prohibir los libros perniciosos muestra cuánta delicadeza se ha de tener en este terreno.

e) Cine, radio y televisión

Uno de los mayores peligros actuales para la honestidad es el asistir indistintamente a toda clase de películas y el ponerse a escuchar o a presenciar toda clase de programas de radio y televisión. Es claro que peca contra la honestidad quien, sin haberse informado previamente acerca de la honestidad de la película que va a exhibirse, va a teatros en donde comúnmente se proyectan cintas indecentes. Dígase lo propio del uso de la radio y la televisión.

Uno de los puntos más importantes de la actual educación cristiana es el instruir a los fieles sobre la manera de servirse de esos instrumentos en forma discreta y responsable. Pero nuestra ambición no ha de limitarse a preservar a la gente de pecados deshonestos de poderosa influencia en la sociedad. No le basta, pues, al verdadero cristiano abstenerse de conversaciones deshonestas e impuras en el lugar de su trabajo, en el café o en el bar y dondequiera; su preocupación ha de ser el colaborar eficazmente en recristianizar todos esos sitios y en imponer el ideal cristiano del matrimonio, de la castidad y de la honestidad, no sólo en las conversaciones y tertulias, sino en el cine, en la radio, en la prensa y en la política.

6. Reglas para el examen de conciencia y la confesión
en lo tocante a la castidad

Al examinar la conciencia sobre esta virtud, ha de evitarse cuidadosamente el colocar ante la imaginación los pecados concretos, so pretexto de llegar a conocer las culpas con toda claridad; pues con ello se provocarían inquietudes y tentaciones. Lo que importa mucho más que el conocimiento preciso de si hubo pecado grave o leve, es el arrepentirse inmediatamente, el levantarse valerosamente, el abandonar por completo el pecado.

Y en la duda de si puede uno acercarse a la sagrada comunión antes de confesarse, temiendo haber pecado, ha de aplicarse la regla siguiente: El alma concienzuda, aplicada al cumplimiento de sus deberes religiosos, y que, por lo general, se guarda de acciones pecaminosas, puede suponer que no ha pecado gravemente cuando se le ofrezca la duda de si pecó en las tentaciones interiores, o de si las causó culpablemente, o de si consintió, por ejemplo, en alguna polución, de la que no fue causa directa. Aplíquese a despertar la contrición perfecta y acérquese sin temor a la sagrada mesa. .

Distinto es el caso con las almas indiferentes, a quienes poco importa el pecado. Si dudan seriamente de su culpa, lo más prudente es creer que han pecado gravemente, y abstenerse de la sagrada comunión hasta confesarse.

Los escrupulosos deben abstenerse de entrar en los pormenores de los pecados impuros dudosos. Si acostumbran confesarse regularmente con el mismo confesor, les bastará indicar que, en lo referente al sexto mandamiento, no tienen que decir sino lo que más o menos dijeron en la precedente confesión, o que les fue ahora peor o mejor.

El confesor, por su parte, debe abstenerse de exigir, en esta materia, la integridad material de la confesión, con aquellas distinciones que sólo la ciencia puede establecer. Aquí, sobre todo, es donde debe aplicarse aquel principio general de que basta que el penitente señale la diferencia específica tal como una persona de ordinaria instrucción conoce y entiende el pecado especial que encierra una acción mala.

En el tribunal de la penitencia, más que en ninguna otra parte, es donde hay que guardar el recato al hablar sobre esta materia. No debe, pues, el confesor obligar a una integridad material, falsamente entendida, al penitente que allí pudiera encontrar un peligro especial para nuevas tentaciones de pecar, o para alguna ansiosa inquietud que arriesgara su vida religiosa y moral. Aún puede imponerle que se abstenga de señalar ciertas circunstancias innecesarias, o de descender a infinitas distinciones.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 362-381

3 comentarios:

  1. Hola, he leido que este padre apoyaba cosas contrarias a la enseñanza católica sobre moral.

    ¿También está esto expuesto en su obra "LA Ley de Cristo"?

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  2. El P. Häring, por ejemplo, en La Ley de Cristo (I-II, Barcelona, Herder 19654), enseña que el uso de preservativos «profana las relaciones conyugales». Del onanismo –refiriéndose aquí con ese término al mal uso del matrimonio– dice que «sería absurdo pretender que tal proceder se justifica como fomento del mutuo amor. Según San Agustín, no hay allí amor conyugal, puesto que la mujer queda envilecida a la condición de una prostituta» (II,318). Por el contrario, «la continencia periódica respeta la naturaleza del acto conyugal y se diferencia esencialmente del uso antinatural del matrimonio» (316).

    Ésta era, conforme al Magisterio apostólico, la enseñanza unánime de los moralistas. Pero en torno al Concilio se habían suscitado expectivas generalizadas de que la Iglesia, como no pocas confesiones protestantes, iba a aceptar la anticoncepción, al menos en ciertas condiciones. Por eso la Humanæ vitæ ocasionó en muchos indignación y rechazo. La rebeldía no se hizo esperar.

    Mes y medio después de publicada la Humanæ vitæ, el P. Häring hace un llamamiento general a resistirla:

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  3. La tesis fundamental de Haring durante toda su vida, antes y después del concilio, ha sido que en materia de moral prevalece siempre la conciencia sobre la ley. Esta tesis, defendida en el concilio y más tarde por la Iglesia gracias al Vaticano II, ha abierto caminos nuevos en el conocimiento de la sexualidad como "dialogo de amor" entre las personas humanas, y no como simple instrumento de la procreación. Y nunca estuvo de acuerdo con el viejo y clásico concepto de que "todo acto sexual debe estar abierto a la procreación".

    Sus escritos sobre la masturbación en una revista tan poco progresista como Familia Cristiana, escandalizaron a la Curia al haber roto los viejos tabúes de la moral "casuística".

    Se enfrentó con la vieja moral que prohibía la inseminación artificial, el cambio de sexo y condenaba la homosexualidad como algo pecaminoso. Fue siempre abierto a conceder los sacramentos a quienes tras divorciarse habían vuelto a contraer matrimonio civil y, sobre todo, no aceptó nunca el principio católico de condena de los métodos anticonceptivos que no sean abortivos, defendiendo la "paternidad responsable". Pero todo ello en una línea que los teólogos progresistas, sobre todo holandeses y norteamericanos, consideraban incluso excesivamente "rnoderada".

    este padre fué mentor de la podredunbre del concilio vaticanoII

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