In die sancto
Paschae, de lectione evangelica: Maria Magdalene, et reliqua
En el santo día de Pascua. Sobre el texto evangélico: María Magdalena....
En el santo día de Pascua. Sobre el texto evangélico: María Magdalena....
§ 1
Nos dice el
Apóstol que Cristo vive por la fe en lo íntimo de nuestro ser. Podemos afirmar
en consecuencia que si tenemos una fe viva Cristo vive en nosotros. Pero si
nuestra fe está muerta, Cristo no vive en nosotros. La prueba de una fe viva son
las obras, como dice la Escritura: Las obras que el Padre me ha encargado
realizar, me acreditan como enviado del Padre. Lo mismo enseña el que afirma que
la fe, si no tiene obras, es un cadáver. El movimiento demuestra que nuestro
cuerpo está vivo, y las buenas obras que la fe vive.
La vida del
cuerpo procede del alma, por la cual se mueve y siente; y la vida de a fe
es el amor, que le hace capaz de obrar. Recordemos aquello del Apóstol: La fe
actúa por el amor. Si se enfría el amor la fe muere, como ocurre con el cuerpo
al separarse el alma. En consecuencia, cuando vemos que una persona se dedica
con ardor a las buenas obras, a una vida honesta, estamos convencidos de que
tiene una fe viva, porque tenemos pruebas evidentes. Pero algunos comienzan por
el espíritu y terminan en la carne. Ya no tienen el espíritu vital. Lo dice la
Escritura: Mi espíritu no durará por siempre en el hombre, puesto que es de
carne. Y si no hay espíritu desaparece el amor que inunda nuestros corazones por
el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Hemos dicho que
una persona cimienta la vida de la fe en el amor, si manifiesta que su fe se
actualiza en obras de amor. Y al que no tiene espíritu le falta la fe, porque
sólo el espíritu da vida.
Quienes se entregan a los bajos instintos están muertos; y no hay duda que si
celebramos con gozo la vida de quienes refrenan sus vicios, debemos llorar por
muertos a quienes viven entregados al placer. Lo leemos en el Apóstol: si vivís
según los bajos instintos vais a la muerte, y al contrario, si con el Espíritu
dais muerte a las bajas acciones, viviréis.
Desgraciado del perro que vuelve a su propio vómito, y de la cerda lavada que se
revuelca en el fango. Me refiero a quienes retornan a Egipto corporalmente, y
sobre todo con el corazón; se dejan ofuscar por los regalos del mundo, y carecen
de la vida de la fe que es el amor. Quien ama al mundo no lleva dentro el amor
del Padre. Al muerto de verdad no le abrasa el fuego en sus entrañas, ni el
pecado en su conciencia: ni siente, ni se asusta, ni lo arroja de sí.
Capítulo 3
Contemplemos a
Cristo en el sepulcro, y a un alma de fe muerta. ¿Podremos hacer algo? ¿Qué
hicieron las santas mujeres, las únicas que demostraron un amor inmenso?
Compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. No para resucitarle. Sabemos
perfectamente que lo único que podemos hacer es embalsamar, no resucitar. Y eso,
para que no huela mal, ni contagie a otros, o se descomponga y se disuelva.
Compren, pues, aromas las tres mujeres: a mente, la lengua y las manos. También
a Pedro se le ordenó por tres veces apacentar el rebaño del Señor: que lo
apaciente con el espíritu, con la boca y con las obras. Que cuide de las ovejas
con la oración interior, con las palabras de exhortación y con el ejemplo de las
obras.
Capítulo 4
§ 1
Adquiera, pues,
el espíritu sus aromas: en primer lugar el afecto de la compasión; después el
celo de la rectitud; y no olvide la discreción. Si ves que un hermano comete una
falta, trátale con sentimientos de compasión, como partícipe que es de tu misma
naturaleza, como si tú mismo lo hubieras engendrado. Vosotros, dice el Apóstol,
los hombres de espíritu, recuperad a ese tal con mucha suavidad; estando tú
sobre aviso, no vayas a ser tentado también tú. Cuando el Señor iba con la cruz
a cuestas se lamentaban por él, no todo el mundo, sino unas cuantas mujeres; y
él se volvió hacia ellas y les dijo: Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí;
llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Fíjate cómo responde:
primeramente por vosotras, y después por vuestros hijos.
§ 2
Examínate a ti mismo, y así aprenderás a compadecerte del prójimo y amonestarle
con mucha suavidad. Obsérvate a ti mismo, no vayas a ser tentado también tú.
Pero como el mejor argumento y lo que más convence es el ejemplo, os remito a
aquel santo anciano de quien se cuenta que, al conocer los pecados de otro
hermano, lloraba amargamente y decía: ¿Hoy él, mañana yo?. ¿Crees que no se
compadece del hermano, quien así llora por sí mismo? Este sentimiento de
compasión es muy provechoso, porque a un hombre comprensivo no se le ocurre
atormentar al que ya está suficientemente apenado.
Capítulo 5
Pero ¿qué
podemos hacer con esa gente testaruda, que cuanto más nos compadecemos de ella
más abusa de nuestra piedad y benevolencia? ¿No debemos compadecernos también de
la justicia, lo mismo que del hermano al verla tan impunemente despreciada y
provocada? Estoy convencido de que si amamos la verdad, no podemos soportar a
sangre fría este desprecio de Dios. El celo de la justicia nos inflama contra
los transgresores, y actuamos por amor a la justicia de Dios, que vemos
pisoteada. A pesar de todo debemos dar la preferencia al sentimiento de
compasión. No sea que con la violencia del huracán destrocemos a las naves de
Tarsis, quebremos la caña cascada o apaguemos el pabilo vacilante.
Capítulo
6
Cuando se dan
ambas cosas, esto es, el afecto de la compasión y el celo de la justicia,
conviene que actúe el espíritu de discreción; no sea que utilicemos una cosa en
vez de otra, y suframos las consecuencias de la indiscreción. Cultivemos, pues,
el espíritu de discreción, y según las circunstancias, conjuguemos el celo
ardiente con la misericordia. Como aquel buen samaritano que sabe proveerse
utilizar a su tiempo el óleo de la misericordia y el vino de ardor. No
penséis que esto es una invención mía: el Profeta pide estas mismas cosas y con
el mismo orden, en un salmo: Instrúyeme en la bondad, en la disciplina y en la
sabiduría.
Capítulo 7
¿Dónde podemos
conseguirlas? La tierra de nuestro corazón no produce estas plantas, sino zarzas
y espinas. Debemos comprarlas. ¿A quién? A aquel que dijo: Venid, comprad sin
pagar y de balde vino y leche. Sabéis muy bien que la leche simboliza la dulzura
y el vino la sobriedad. Pero ¿qué significa comprar sin pagar y de balde? Esto
no se estila en los negocios del mundo, pero con el dueño del mundo no hay otra
solución. Por eso dice el profeta al Señor: Tú eres mi Dios porque no necesitas
de mis bienes. ¿Cómo va a pagarle el hombre sus gracias, si Dios no necesita
nada, y es el dueño del mundo? La gracia es algo gratuito; incluso cuando se
compra lo hacemos gratis, porque nos quedamos con eso mismo que pagamos por
ella.
Capítulo 8
Compremos,
pues, estos tres aromas del espíritu con el precio de nuestra propia voluntad.
Al desprendernos de ella no perdemos nada. Salimos ganando, porque la cambiamos
por otra mejor: la voluntad propia se hace común. Y la voluntad común es el
amor. Compramos sin dinero, porque recibimos lo que no teníamos, y aumentamos
con creces lo que teníamos. ¿Podrá compadecerse del hermano el que, llevado de
su propia voluntad, sólo se compadece de sí mismo? ¿Amará el bien y odiará la
maldad el que se ama a sí mismo? Movido por el amor propio o el odio, creerá que
practica sentimientos de compasión o aplica el rigor de la justicia; y de este
modo engañará a los hombres y se engañará a sí mismo
§ 2
Pero es
muy fácil distinguir lo que procede de la voluntad propia o del amor, porque son
dos eternos rivales. El amor es afable y no lleva cuentas del mal. En cambio, el
peor enemigo del espíritu de discreción es la voluntad propia, que trastorna el
corazón humano y ciega la razón. Compremos tres aromas para el alma:
sentimientos de compasión, empeño por la equidad y espíritu de discreción. Y
paguémoslos con la moneda de la voluntad propia.
Capítulo 9
Los tres
aromas que necesita la lengua son: moderación en reprender, facilidad en
exhortar y eficacia en persuadir. ¿Quieres poseerlos? Cómpraselos al Señor tu
Dios. Cómpralos sin dinero, como los anteriores: consigue lo que puedas y no
pagues nada. Cómprale al Señor la moderación en corregir: es un don
extraordinario, todo un buen regalo y rarísimo de encontrar. Dice Santiago que
no hay hombre capaz de domar la lengua. Muchos, con la mejor intención y
magnífica voluntad hablan irreflexivamente y molestan mucho. Las palabras corren
en todas direcciones, y aquella frase que debía ser medicina, aviva encona
aún más la herida por su acento mordaz. Si a la negligencia se le une la
petulancia, crece la impaciencia, y el manchado sigue manchándose. Se vale de
todos los medios a su alcance para excusar su pecado, y a semejanza del
frenético, rechaza o intenta morder la mano del médico.
§ 2
Otros no tienen
facilidad de palabra, y ante la falta de expresión sienten que la lengua se les
pega al paladar. Lo cual molesta mucho a quienes le escuchan. Y otros tienen una
palabra muy fluida, pero no es agradable ni amena; y al carecer de gracia no
surte efecto. Ya ves cómo necesitamos comprar al dueño de todo bien y de toda
ciencia moderación para reprender, facilidad para exhortar y eficacia para
persuadir.
Capítulo 10
Compra todo esto con la moneda de la confesión: antes de corregir a los demás confiesa tus pecados. Salvar un alma es un misterio extraordinario: no te acerques con tu alma manchada. Si no eres inocente, y no lo eres, lava tus manos en la inocencia antes de acercarte al altar de Dios: la confesión todo lo limpia. Esta purificación te devolverá la inocencia y te permitirá actuar como todos los inocentes. Nadie celebra los divinos oficios con el vestido ordinario, sino revestido de alba. Tú, pues, cuando subas al altar de Dios, lávate, vístete de blanco, ponte el traje de gala; que todos te digan: Te has vestido de confesión y belleza. Sí, la confesión nos embellece ante Dios. Así, pues, creemos que con el precio de la confesión se compran los aromas para la lengua: la reprensión moderada, la exhortación asidua y la persuasión e caz.
Capítulo 11
Pero nos dicen los libros y la experiencia cotidiana que, cuando la vida de una
persona es indigna, sus palabras caen en el vacío. Procúrese, pues, la mano sus
aromas, para que no se mofe de nosotros el Sabio, como lo hace del holgazán que
se cansa con sólo llevarse la mano a la boca; ni le responda al que reprende:
enseñando tú a otros, ¿no te enseñas nunca a ti mismo? lías fardos pesados y los
cargas en las espaldas de los demás, mientras tú no quieres empujarlos ni con un
dedo. Os digo una vez más que el mejor sermón es el ejemplo de las obras;
convence fácilmente y demuestra que es posible lo que aconsejamos. Para ello la
mano necesita sus propios aromas: la continencia corporal, la misericordia con
el hermano y la perseverancia en la piedad. Lo dice el Apóstol: vivamos con
equilibrio, rectitud y piedad.
§ 2
Son tres
cosas muy necesarias en nuestra vida: la primera para con nosotros, la segunda
para con el prójimo y la tercera para con Dios. Porque el lujurioso perJudica a
su propio cuerpo: lo despoja de su excelsa nobleza, y lo sume en una terrible y
repugnante abyección; le quita un miembro a Cristo y lo hace miembro de una
prostituta. No sólo debemos evitar este vicio tan detestable, sino toda especie
de incontinencia.
§ 3
Procura, pues, en primer fugar, la continencia que te debes a ti mismo: tu
primer prójimo eres tú mismo. Añade a esto la misericordia que debes al prójimo,
porque te salvarás junto con él. Y no o)vides tampoco la paciencia que te pide
Dios, de quien recibirás la salvación. Pues todo el que se proponga como buen
cristiano será perseguido. Y tenemos que pasar mucho para entrar en el Reino de
Dios.
§ 4
Según
esto, cuídate mucho de no perderte por la impaciencia: sopórtalo todo por amor
de aquel que antes sufrió mucho más por ti, y que recompensa todo acto de
paciencia. Así lo dice el Profeta: la paciencia del humilde no perecerá.
Capítulo 12
Estos aromas
para las manos se adquieren con el precio de la sumisión. Ella dirige nuestros
pasos y nos merece la gracia de una vida honesta. En nuestro cuerpo percibimos
impulsos de rebelión, pero la sumisión trae consigo la continencia. Sabe
inspirar misericordia y derrochar paciencia.
§ 2
Acércate ya con
todos estos perfumes al que tiene una Fe muerta. Cuando nos damos cuenta de lo
que supone resucitar a una tal persona, y cuán difícil es llegar a tocar su
corazón, encerrado tras la losa de la obstinación y de la insolencia, suspiramos
y decimos: ¿quién nos correrá la losa de la entrada del sepulcro? Mas ocurre
que, mientras nos acercamos tímidos, y dudamos de ese gran milagro, Dios mismo
atiende compasivo los deseos de nuestro corazón, y con su voz poderosa resucita
al muerto. Y el ángel del Señor, que es la sonrisa de su rostro, aparece ante
nosotros a la puerta del sepulcro; y el resplandor -señal de la resurrección-
cambia totalmente su aspecto.
§ 3
Tenemos ya todo
abierto para llegar a su corazón, y él mismo nos llama. El ángel retira la losa
de su obstinación y se sienta sobre ella. Nos presenta la fe vuelta a la vida, y
nos muestra el sudario con que le habían envuelto. Nos descubre todo lo que
anidaba antes en su corazón, confiesa como se había enterrado a sí mismo, y
publica su tibieza e indolencia diciendo: Venid a ver el sitio donde yacía el
Señor.
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