Nadie piense que no necesita convertirse
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La palabra clave para comprender la sustancia de la Cuaresma es la palabra conversión.
Conversión significa, aún en el lenguaje de los automovilistas, cambio en la dirección de marcha. El hombre es un ser que no puede detenerse: cada instante de su existencia es un marchar: o bien hacia el encuentro con el Padre, o en sentido opuesto, hacia la absurdidad de una existencia árida e inmotivada, porque está lejos de Dios que es la razón y el sentido de todo.
El hombre no puede detenerse en su camino, pero puede cambiar de ruta. Justamente eso es lo que particularmente en la Cuaresma se nos pide, porque todos – mucho o poco – nos desviamos y desorientamos frente a la verdadera meta.
“Convertíos y creed en el Evangelio “(Mc. 1, 15) nos repite el rito de las cenizas con las mismas palabras que Jesús, que nos indican también cuál es el empujón interior que hace posible esa difícil transformación interior: es la buena noticia personalmente escuchada, es el anuncio (Evangelio) de un rescate, no teórico o quimérico, sino concreto y real, de la misión del Hijo de Dios que entró en nuestra Historia; es el acto de Fe que nos abre al “don de lo alto” (cfr. St. 1, 17) y nos pone en condiciones de recibir la iniciativa salvífica del Padre: “creed en el Evangelio”.
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Nadie piense que no necesita convertirse: sería el modo más simple y fatal de hacer vana la acción y el misterio de Cristo, quien no vino para los sanos, sino para quien sabe reconocerse enfermo y necesitado. “No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido llamar a conversión a justos sino a pecadores” (Lc. 5, 31-32).
Se nos ha dado la Cuaresma no para ver si hay o no algo que cambiar en nuestra vida, sino para entender qué es lo que debemos cambiar, porque algo para cambiar siempre hay.
Este examen del propio comportamiento – más aun, esta respuesta que, como es obvio, es personal – en nuestro comportamiento cuaresmal es un deber preliminar e irrenunciable.
Cuando en el secreto doliente de nuestro mundo interior o en el sacramento de la penitencia nos disociamos de alguna culpa o de algún error, nosotros por eso mismo nos acercamos más a Dios y nos asimilamos a Él que es la antítesis de todo mal y de todo error, Él es quien contrasta y desmiente toda injusticia.
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El retorno no puede ser sólo verbal y voluble: debe darse también en las obras. Pero antes aún debe suceder en el alma, porque el Padre con quien queremos reconciliarnos “ve en lo secreto” (cfr. Mt. 6, 6) y da importancia a todo lo que tenemos dentro, más que a lo que mostramos por fuera.
Se ha dicho: de la misma forma que llamamos al hombre animal racional, podemos definir al cristiano como ser penitente. La afirmación es pintoresca, pero tiene su verdad.
Fuera de la perspectiva cristiana la penitencia es casi inexistente: en su lugar está, a lo sumo, el envilecimiento por las propias bajezas, de las que se avergüenza, y la rabia por no poder vivir de un modo digno.
Sobre todo existe – en particular en estos tiempos – no tanto el arrepentimiento por las propias trasgresiones, cuanto la cultura de la denuncia de las supuestas faltas de los conciudadanos por medio de la prensa y los tribunales. No es cierto que hoy no existe más el sentido del pecado: existe el sentido de pecado de los otros (que no es salvífico).
El discípulo de Cristo, en cambio, no se maravilla de que exista el mal en todos los ángulos de la tierra y en toda existencia humana, sabe que el mensaje evangélico es un anuncio de perdón universal y por tanto supone un pecado universal. Después se ocupa de combatir las aberraciones dondequiera que se encuentren: en las leyes, en las costumbres, en los modelos culturales. En fin, mientras no duda en deplorar con firmeza la culpa, a nadie le quita la certeza de la Divina misericordia, una misericordia que no se le niega a nadie que sinceramente se arrepienta.
Pero es todavía más importante que el discípulo de Cristo no se olvide jamás de que él personalmente, antes que cualquier otro, tiene necesidad de ser perdonado por Nuestro Señor. Cada día lo implora con su oración y más aún buscando vivir cotidianamente en una actitud de conversión sustancial.
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Puede sernos útil alguna anotación a manera casi de resumen.
“Convertíos” (Mc. 1, 15: metanoeite) es la primera palabra del anuncio salvífico de Jesús. Si no se comienza desde aquí, directamente no se comienza. Todo discurso acerca de la vida espiritual que no parta de este autoconocimiento no tiene fundamento y se arriesga a ser engañoso. Pero el arrepentimiento no es sólo un acto inicial, debe quedar como un componente esencial de la profesión cristiana. Nos debemos conservar siempre en este estado de ánimo de desapego del mundo - entendido como actitud de oposición al diseño redentor del Padre – y de adhesión al Reino.
“Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt. 4, 17): este es el Evangelio que debemos creer, el anuncio que es necesario escoger. Según la Revelación, entonces, lo que nos hace llegar a la decisión de cambiar no es tanto el conocimiento creciente de nuestra indignidad y de nuestra miseria – aspecto que no es excluido, ver la parábola del hijo pródigo -, como una percepción más lúcida de las exigencias de Dios y de la inminencia del Reino.
Como se ve, el impulso a cambiarnos desde adentro no nace tanto de abajo, como de lo alto: la percepción de una realidad bellísima y trascendente que nos sobrepasa – el Reino - pone en crisis nuestra resignación a una vida mezquina o contaminada y nos empuja a una transfiguración que es esencialmente un conformarnos con aquello que está por encima de nosotros.
No toda crisis es metanoia. La metanoia auténtica incluye cierto dolor en el alma, una postración, un deseo de silencio, perder el deseo de enseñar a los demás, una alergia a discutir y a contestar. Debe costar algo, porque vale mucho.
Pero el fruto infaltable del arrepentimiento es la alegría, una alegría íntima y secreta que nace de una relación nueva con Dios que renueva.
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La conversión sustancial es una especie de refundación de nuestro ser, de nuestro modo de pensar, de nuestro mundo afectivo, que vale más que toda mortificación corpórea y que toda renuncia exterior; las cuales valdrán tanto más en cuanto sean signo y prueba de esta transformación del corazón. El mismo Jesús nos pone en guardia frente a la ostentación de los actos penitenciales (cfr. Mt. 6, 16-18). Estaban de moda entre los fariseos de su tiempo, pero también en nuestra conducta puede insinuarse la tentación de confundir la auténtica humildad y la profunda compunción del corazón con los formalismos y las apariencias de virtud.
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Podemos concluir precisando que en el auténtico proceso penitencial se cumplía casi una triple restauración de la identidad cristiana; identidad cristiana que nuestra debilidad congénita y las diversas ocasiones contaminantes de la existencia ponen en un continuo desgaste.
Ante todo, con una valoración arrojada y saludable de la propia miseria, el hombre retorna a ser sincero consigo mismo, vuelve a sí – como se ha dicho del hijo pródigo -, se conoce en su verdad, se analiza en sus incoherencias, recupera un inicial dominio de sí mismo.
Luego vive una renovada experiencia de la ternura de Dios, de su bondad invencible, siempre vigilante y siempre atenta a la hora del perdón y de la gracia que reanima. Entonces la vida bautismal renace y la linfa sobrenatural vuelve a circular copiosamente en las potencias del alma.
En fin, el curso de la conversión y del arrepentimiento nos lleva a la perfecta comunión con la Iglesia, organismo santo y vivificante. Es la Iglesia, esposa fecunda de Nuestro Señor Jesucristo, quien - a través de la Palabra de Dios, de los sacramentos y de la fuerza de su caridad - día tras días nos sostiene y empuja maternalmente “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef. 4, 13).
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