José María Iraburu
Introducción
La extraña doctrina del pudor
Hace poco tiempo, en un retiro que yo daba a un grupo
de jóvenes seglares sobre la santificación de los laicos
en el mundo, señalé la profunda mundanización que
hoy padecen muchos bautizados, incluídos también a veces
los más fieles, y cómo en buena parte la sufren sin
advertirlo. Y para que se dieran buena cuenta de esa
realidad, quise ilustrar el tema con varios ejemplos. Uno ( Termas Romanas)
de ellos se refería al impudor, hoy tan generalizado entre
los cristianos:
«No es decente que hombres y mujeres se queden
semidesnudos en playas y piscinas, o dicho de otro
modo, es indecente. Esa costumbre está hoy moralmente
aceptada por la inmensa mayoría, también de los cristianos:
pero es mundana, no es cristiana. Jesús, María
y José no aceptarían tal uso, por muy generalizado que
estuviera en su tierra. Y tampoco los santos.
«La Biblia, en efecto, presenta la vergüenza de la propia
desnudez como un sentimiento originario de Adán y
Eva, como una actitud cuya bondad viene confirmada
por Dios, que “les hizo vestidos, y les vistió” (Gén 3,7.21).
Quedarse, pues, casi desvestidos es contrario a la voluntad
de Dios. Ciertas modas, ciertas playas y piscinas mixtas
–en las que casi se elimina ese velamiento del cuerpo
humano querido por Dios– no son sino una costumbre
mundana, ciertamente contraria a la antigua enseñanza
de los Padres y a la tradición cristiana, que venció el impudor
de los paganos. La desnudez total o parcial –relativamente
normales en el mundo grecoromano, en termas,
gimnasios, juegos atléticos y orgías–, fue y ha sido
rechazada por la Iglesia siempre y en todo lugar. Volver a
ella no indica ningún progreso –recuperar la naturalidad
del desnudo, quitarle así su malicia, generalizándolo, etc.–
sino una degradación.
«Al menos a cierta edad y condición, es poco probable
que una persona asuma ese alto grado de desnudez inusual
sin pecado de vanidad positiva: orgullo de la belleza
propia, o negativa: pena por la propia fealdad –lo que
viene a ser lo mismo–; y sin peligro próximo, propio o
ajeno, de pecado de impureza (“todo el que mira a una
mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”,
Mt 5,28).
«Y aunque esa persona se viera exenta de las tentaciones
aludidas, cosa difícil de creer, hace un mal en todo
caso al apoyar activamente con su conducta una costumbre
mala, que a otros ocasiona muchas tentaciones,
y que, desacralizando la intimidad personal, devalúa el
cuerpo –y consiguientemente la persona misma–, ofreciendo
su vista a cualquiera.
«Por lo demás, los religiosos fieles a su vocación no
frecuentan playas ni piscinas, y los laicos que busquen la
santidad tampoco deben hacerlo, como no sea en condiciones
de lugar, hora y compañía sumamente restrictivas
».
Así quedó escrito en los resúmenes que acostumbro
dar en los retiros. Pues bien, en los días siguientes me
fueron llegando las reacciones de aquellos jóvenes. Fueron
muy variadas, desde la aceptación al rechazo. Pero
en casi todas ellas había un fondo común de perplejidad:
«nunca se nos había dicho esto».
Eso me hizo pensar que, aunque sea en forma parcial y
poco ordenada, merece la pena ampliar un tanto el tratamiento
de la cuestión, pues todo parece indicar que no
hay en nuestro tiempo, ni siquiera en el pueblo cristiano
más cultivado, suficientes noticias del pudor.
Castidad y pudor
La castidad es una virtud que, bajo la moción de la
caridad, orienta al bien el impulso genésico humano, tanto
en sus aspectos físicos como afectivos. Implica, pues,
en el hombre libertad, dominio y respeto de sí mismo, así
como caridad y respeto hacia los otros, que no son vistos
como objetos, sino como personas. Como es una virtud,
la castidad es en la persona una fuerza espiritual, una
inclinación buena, una facilidad para el bien propio de su
honestidad, y consiguientemente una repugnancia hacia
la lujuria que le es contraria.
Y un aspecto de la castidad es el pudor. Mientras la
castidad modera el mismo impulso genésico, el pudor ordena
más bien las miradas, los gestos, los vestidos, las
conversaciones, es decir, todo un conjunto de circunstancias
que están más o menos en relación con aquel impulso
sexual.
Por eso dice Santo Tomás que «el pudor se ordena a la
castidad, pero no como una virtud distinta de ella, sino
como una circunstancia especial. De hecho, en el lenguaje
ordinario, se toma indistintamente una por otra»
(Summa Thlg. II-II, 151,4).
Pío XII enseña que el sentido del pudor consiste «en la
innata y más o menos consciente tendencia de cada uno a
defender de la indiscriminada concupiscencia de los demás
un bien físico propio, a fin de reservarlo, con prudente selección
de circunstancias, a los sabios fines del Creador, por
Él mismo puestos bajo el escudo de la castidad y de la modestia
» (Disc. 8-XI-1957: AAS 49, 1957, 1013).
En otro escrito (El matrimonio en Cristo, 33-38) he estudiado
la psicología del pudor, la naturalidad del pudor en la
condición humana pecadora, la conexión del pudor con otra
virtudes, etc. Ahora, dentro de los múltiples aspectos del
pudor, trataré principalmente del vestido, de las miradas, de
la desnudez.
¿Y por qué trato del pudor, más bien que de la misma
castidad? Por una razón muy sencilla. La mayoría
de los lectores previsibles de este escrito tienen la conciencia
bastante clara acerca de la castidad. Pero muchos
de ellos –recuérdese el caso concreto del que he
partido– no acaban de tener su conciencia plenamente
evangelizada respecto del pudor. Por el contrario, siendo
así que están viviendo en Babilonia, o si se prefiere, en
Corinto, no acaban de darse cuenta a veces de las dosis
de impudor que han ido asumiendo sin mayores problemas
de conciencia. Y esto, lo sepan o no, lo crean o no, lo
quieran o no, trae para ellos y para otros malas consecuencias.
3
Elogio del pudor
1. El antiguo impudor
El mundo judío
Yavé en el Antiguo Testamento da a su pueblo revelaciones
preciosas acerca del matrimonio monógamo (Gén
1,27-28; 2,24). Y condena claramente el adulterio (Éx
20,14; Lev 20,10; Dt 5,18), aunque esta prohibición parece
resguardar especialmente las «propiedades» del prójimo,
que ni siquiera deben ser «deseadas» (Dt 5,21).
También inculca Dios el espíritu del pudor a los judíos
desde las más antiguas revelaciones. Adán y Eva, en el
principio, «estaban ambos desnudos, sin avergonzarse de
ello» (Gén 2,25), pues creados como «imágenes de Dios»
(1,27), y ajenos a toda maldad, vivían una total armonía
entre alma y cuerpo, y su naturaleza era pura y perfecta.
Sin embargo, una vez que, desobedeciendo a Dios, se
hicieron pecadores, de tal modo entra el mal en sus corazones,
de tal modo se encrespa en ellos el desorden de
la concupiscencia incontrolada, que «se les abrieron los
ojos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas
de higuera y se hicieron unos ceñidores» (3,7).
El Señor se dirige entonces a ellos con reproche: «¿y quién
te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido
del árbol del que te prohibí comer?» (3,11)... Partiendo de
la vergüenza que ellos mismos sienten, les hace ver que,
efectivamente, son ahora pecadores, es decir, que han perdido
su primera armonía entre alma y cuerpo, entre voluntad
libre y ávidas pasiones.
Y aprobando este nuevo, recién nacido, sentimiento de
pudor, «les hizo el Señor Dios al hombre y a su mujer
túnicas de pieles, y los vistió» (3,21). Seguidamente, los
arrojó fuera del Paraíso (3,23-24).
La Biblia inculca también el pudor en otras modalidades,
concretamente en lo que se refiere a las miradas: «no pasees
tus ojos por las calles de la ciudad, ni andes rondando por
lugares solitarios. No fijes demasiado tu atención en doncella,
y no te entramparás por su causa”» (Eclo 9,7-8; cf. Job
31,1).
En todo caso, la vida de la castidad en Israel tuvo un
desarrollo bastante precario. Los antiguos patriarcas guardaron
una monogamia muy relativa. La sagrada Escritura
habla de las concubinas de Abraham (Gén 25,6). Jacob
toma por esposas a dos hermanas, Lía y Raquel, y cada
una de ellas le da su esclava (Gén 29,15-30; 30,1-9). Esaú
tiene tres mujeres, y las tres con el mismo rango (26,34;
28,9; 36,1-5), dos de ellas extranjeras, hititas (Gén 26,34).
Hasta puede decirse que «las costumbres del período
patriarcal aparecen menos severas que las de Mesopotamia
en la misma época» (De Vaux 56).
Más aún, bajo los jueces y la monarquía, se pierden algunas
antiguas restricciones sobre la monogamia. Gedeón tiene
«muchas mujeres» y, por lo menos, una concubina (Jue
8,30-31). La ley reconoce la legalidad de la bigamia (Dt 21,15-
17). Y los reyes poseen un harén, a veces muy numeroso, en
el que se incluyen con frecuencia mujeres no israelitas. David
cuenta entre sus mujeres una calebita y una aramea (2Sam
3,3), y el gran harén de Salomón incluye «además de la hija
del faraón, moabitas, amonitas, edomitas, sidonias e hititas»
(1Re 11,1; +14,21).
Con estos modelos y antecedentes, fácilmente se comprende
el escaso nivel de la castidad y del pudor en Israel,
y más aún si tenemos en cuenta que la sociedad judía
incluía esclavas y cautivas de guerra.
No olvidemos, por otra parte, que el divorcio podía romper
fácilmente la santidad de la unión conyugal. La ley
judía no exigía graves condiciones para el derecho del
marido a repudiar a su mujer; bastaba con que hallara en
ella «alguna tara que imputarle» (Dt 24,1). Estas taras
podían ser muy leves (Eclo 25,26), y escuelas rabínicas
como las de Hilel redujeron los motivos del repudio a causas
vergonzosamente mínimas.
No conocemos bien, en todo caso, si los maridos israelitas
hicieron uso frecuente de este derecho, que parece haber
sido bastante amplio (De Vaux 68). No pocos indicios hacen
pensar, sin embargo, que «la monogamia era el estado más
frecuente en la familia israelita» (id. 57).
En todo caso, el repudio nunca es considerado como
algo positivo. La Biblia, por el contrario, hace el elogio de
la fidelidad conyugal (Prov 5,15-19; Ecl 9,9): «¿no los hizo
Él para ser uno solo?... No seas infiel a la esposa de tu
juventud. Odio el repudio, dice Yavé, Dios de Israel» (Mal
2,14-16).
En suma; Israel recibe de Dios una cierta revelación
acerca de la castidad y del pudor. Pero será preciso llegar
a Jesucristo para que esos valores espirituales sean revelados
y vividos plenamente en el Nuevo Israel, en la Iglesia,
y alcancen así su plena firmeza y hermosura.
El mundo pagano
La castidad y el pudor, e incluso la virginidad, fueron
valores en alguna medida conocidos por el mundo pagano
antiguo. Esta moderación honesta, obligada no pocas
veces por la necesidad, fue vivida sobre todo entre los
pobres. Pero entre los ricos, y también entre los pobres,
aunque en otra medida, reinaron ampliamente la lujuria y
el impudor, de tal modo que sobre estos pecados había
una conciencia moral sumamente oscurecida. Más aún,
en no pocas ocasiones había que decir, como dice San
Pablo, que sobre estas cuestiones apenas había conciencia
de pecado.
En la enseñanza del Apóstol, efectivamente, esta ceguera
moral de la lujuria y el impudor afectaba a los paganos
precisamente porque «alardeando de sabios, se hicieron
necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por
la semejanza de la imagen del hombre corruptible». Por
eso precisamente se vieron hundidos en las miserias de la
fornicación y de la impudicia, «porque adoraron y dieron
culto a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por
los siglos» (+Rm 1, 22-25):
«Por eso Dios los entregó a los deseos de su corazón, a la
impureza, con que deshonran sus propios cuerpos... Por eso
los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres
mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente
los varones, dejando el uso natural de la mujer, se
abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones
de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí
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mismos el pago debido a su extravío. Y por eso, porque no
procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su perverso
sentir, que los lleva a cometer torpezas, y a llenarse de toda
injusticia, malicia, avaricia, maldad [etc.]. Todos éstos, conociendo
la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen
son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden
a quienes las hacen» (Rm 1,24-32).
Muestra, pues, el Apóstol en ese escrito el nexo profundo
que existe entre la irreligiosidad y la lujuria,
que es una forma de idolatría.
La plena revelación de la castidad no se da sino en
Jesucristo, en quien se produce la plena revelación de
Dios. Es comprensible, pues, que los paganos, desconociendo
a Dios, vivan en la idolatría, y den así culto a la
criatura humana, que es «la imagen de Dios», idolatrando
concretamente la belleza corporal y la actividad sexual.
Todo esto significa que los cristianos, también en estas
cuestiones referidas al impudor y la lujuria, deben morir
completamente a la mentalidad y a las costumbres del
hombre pagano, carnal, viejo, cegado por su estupidez
espiritual, y deben renacer al espíritu nuevo y santo que
trae Cristo, el nuevo Adán, origen de una nueva humanidad:
«Haced morir en vuestros miembros todo lo que es terrenal,
la lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los malos
deseos y también la avaricia, que es una especie de idolatría.
Estas cosas provocan la ira de Dios, y en ellas también vosotros
andabais antes, cuando vivíais en ellas» (Col 3,5-7).
El cristianismo, es evidente, en los primeros siglos de
su vida, tuvo que afirmar la perfecta castidad y el perfecto
pudor en un mundo judío y en un mundo grecoromano
que en gran medida ignoraban y rechazaban ese espíritu
nuevo. Me referiré ahora concretamente a la situación
del mundo romano decadente de aquella época
(+Carcopino).
El adulterio era entre los ciudadanos romanos muy frecuente
y estaba completamente trivializado. Y no sólo los
hombres se concedían la triste libertad de adulterar, sino
también las mujeres, como aquella que le decía a su esposo:
«tú haz lo que quieras, pero déjame también a mí
que haga lo que yo quiera. Ya puedes protestar y clamar
al cielo y a la tierra, que nada vas a conseguir. Yo también
soy un ser humano (homo sum!)» (Juvenal VI,282-284).
Las infidelidades conyugales –al menos en las clases
ricas y medias altas– eran tan numerosas que apenas
ocasionaban escándalo. La existencias de numerosos esclavos
y esclavas, libertos y libertas, la facilidad para el
concubinato voluntario o impuesto, colaboraban sin duda
a esta situación perversa.
El libertinaje era especialmente frecuente en las libertas,
antiguas esclavas, que en su nueva situación estaban ávidas
de riqueza y de elevación social. Adiestradas a veces
por sociedades mercantiles, conseguían grandes ganancias
con sus encantos. Y las esposas tenían que llegar a un buen
entendimiento con estas corruptoras de sus maridos y de
sus hijos, tomándolas con frecuencia más como colaboradoras
y modelos, que como rivales.
No faltan maridos que comercian con la belleza de sus
esposas, y vienen a ser tantos que la ley Julia ha de dedicar
al sórdido asunto un apartado titulado De lenocinio
maritii.
En Roma, en los tiempos heroicos de la República, el
marido no podía exigir el divorcio sin un motivo válido,
reconocido en consejo familiar. Pero con la degradación
moral siempre creciente, ya para el siglo II «es cosa corriente
el divorcio por el consentimiento mutuo de los cónyuges
o por la voluntad de uno solo de ellos» (Carcopino
119). Hay una verdadera epidemia de separaciones conyugales,
que se extiende a todo el Imperio, y que llega a
poner en grave peligro la natalidad. La lex de ordinibus
maritandis dictada por Augusto consigue evitar que en
el matrimonio, tanto el marido como la mujer, estén siempre
abiertos a nuevos enlaces.
Los maridos pudientes fácilmente cambian su esposa vieja
por una joven. «Basta que aparezcan tres arrugas en el
rostro de Bibula para que Sertorius, su marido, se vaya a la
búsqueda de otros amores, y para que un liberto de la casa
le diga: “recoja sus cosas y lárguese”» (Juvenal VI, 142ss).
Pero las esposas tampoco se quedan atrás en esto: «se
divorcian para casarse y se casan para divorciarse (exeunt
matrimonii causa, nubunt repudii)» (Séneca, De benef.
III,16,2). Éstas, que se casan y divorcian tantas veces, en
realidad viven en un continuo adulterio legal (quæ nubit
totiens, non nubit: adultera lege est) (Marcial, VI, 7,5).
El teatro clásico romano quedó ya muy atrás, y ahora
las comedias de violencia y sexo, estimulando las más
bajas pasiones del público, consiguen los mayores éxitos.
Los mimus es un género teatral en el que los mimos representan
en toda su crudeza los aspectos más groseros
de la vida real. No representan la realidad normal de la
vida social, sino que eligen lo más atroz e impúdico (a
diurna imitatione vilium rerum et levium personarum)
(Evanthius, +Carcopino 265). Puede verse en escena
cómo se mata realmente al malo de la comedia, y para
ello se toma a un condenado a muerte. En escena se
representan en vivo toda clase de obscenidades, y con
frecuencia las actrices aparecen desnudas, sea porque
representan historias mitológicas o sea porque actúan en
comedias cuyo guión así lo exige (ut mimæ nudarentur)
(Valerio Máximo II, 10,8).
Violencia y sexo invaden el teatro y la literatura. «Por
sorprendente que parezca la coincidencia, son éstos los
mismos ingredientes que hace dieciocho siglos componían
los mimos romanos» (Carcopino 266). En realidad
se da la coincidencia, pero no la sorpresa, pues es lógico
que el mundo que da la espalda a Dios y a su Cristo
recaiga en los vicios paganos, y en éstos mismos vicios
caiga aún más bajo.
A todas estas malas costumbres de Roma han de añadirse
todavía la afición creciente a los gimnasios, tal como
éstos venían de Grecia (gymnásion, derivado de gymnós,
desnudo); la brutalidad del anfiteatro y del circo; las cenas
inacabables, con intermedios de cantos y danzas lascivas,
que fácilmente terminan en groseras orgías... Y las
termas, de las que trataré en seguida más detenidamente.
Por otra parte, conviene recordar que «los días de fiesta
obligatoria en la Roma imperial sumaban más de la
mitad del año. La cifra de 182 días, que hemos contado,
es solo un mínimo muchas veces sobrepasado» (Carcopino
237).
Las termas
Los baños cotidianos en las termas eran una parte
tan importante en la vida social grecoromana, que aún
hoy, con tantas playas y piscinas, nos resulta difícil reconstruir
mentalmente un uso social tan arraigado y difundido.
5
Elogio del pudor
«El uso diario de los baños estaba universalmente extendido
en el imperio romano en la época en que el cristianismo
comienza a propagarse. Roma estaba llena de
termas públicas» (Dumaine 72). En tiempos de Agripa
(33 a.de Cto.) había en Roma ciento setenta termas, y
poco más tarde eran ya un millar. Algunas eran establecidas
por empresarios, otras por benefactores, y otras,
normalmente las más grandiosas, por los mismos gobernantes.
Son famosas las termas de Nerón y de Tito (s.I),
las de Trajano (II), las de Caracalla (III), las de Diocleciano
y Constantino (IV) (Carcopino 294-296). Y a imitación
de Roma, las termas se multiplican en esos siglos por
todas las ciudades del imperio.
Las termas venían a ser como un centro social, en el
que, además de las piscinas, que formaban el establecimiento
principal, había gimnasio, biblioteca, salas de masaje,
y salas de estar tan decoradas y adornadas, que a
veces venían a ser verdaderos museos públicos. Se abrían
las termas a hora temprana, eran cerradas a la puesta
del sol, y «el pueblo romano había contraído la costumbre,
como si fuera algo necesario, de asistir a ellas todos
los días, llenando así sus horas de ocio», algunos hasta la
hora de cierre (Carcopino 298).
De este modo, «las termas eran generalmente un lugar de
pasatiempo y de placer, en el que la licencia de costumbres
se desarrollaba fácilmente» (Dumaine 73). «Ellas absorbían
diariamente a la mayoría de la población libre, invitándola a
los refinamientos de un placer radiante de lujo y sensualidad
» (Vizmanos 297). Todo el espíritu pagano de pereza,
refinamiento blando y sensualidad ilimitada encontraba en
las termas un marco verdaderamente ideal. Y téngase en
cuenta que todavía bajo el emperador Trajano (+117) estaba
permitido que hombres y mujeres se bañaran juntos.
Los mismos paganos, sin embargo, son conscientes, al
menos algunos, del influjo degradante de las termas, según
aquel dicho: balnea, vina, Venus corrumpunt corpora
nostra, sed vitam faciunt –baños, vinos y Venus
corrompen nuestros cuerpos, ¡pero nos dan la vida!–.
Y justamente en los años primeros del cristianismo, la
situación en este asunto llega a un punto tal de inmoralidad,
que el emperador Adriano se ve obligado a decretar,
en 117 y 138, que hombres y mujeres se bañen por separado.
En adelante las termas tienen horas reservadas para
unos y para otras, o locales distintos. También se ocuparon
de esta cuestión Marco Aurelio y Alejandro Severo.
La eficacia, sin embargo, de estas normas –a juzgar
por las exhortaciones de los Padres– fue muy dudosa,
sobre todo en las termas no estatales. Está claro que si
no cambia y mejora el espíritu de un pueblo, poco pueden
hacer las leyes para mejorar sus costumbres.
Hasta aquí he evocado brevemente las graves deficiencias
de la castidad y del pudor, tanto en el mundo
judío como en el pagano, concretamente en el mundo
pagano. Veamos, pues, ahora con qué atrevimiento y eficacia
el Espíritu de Jesús y los Apóstoles plantaron en
este barro social las flores cristianas de la castidad y del
pudor.
2. Victoria histórica
del pudor cristiano
Sentido cristiano del vestido
En el relato bíblico ya citado, Adán y Eva, antes de ser
pecadores, estaban ambos desnudos, «sin avergonzarse
de ello», pues en alma y cuerpo eran santas imágenes de
Dios. Pero una vez degradados por el pecado, sus sentidos
se rebelan contra el dominio de la libre voluntad, experimentan
–como dice San Juan en el Apocalipsis– «la
vergüenza de la desnudez» (3,18), tratan ellos mismos de
taparse de algún modo, y el Señor Dios, acudiendo en su
ayuda, vistió al hombre y a su mujer, y los arrojó fuera
del Paraíso.
En esta maravillosa catequesis del Génesis, los Padres
de la Iglesia entienden unánimemente una revelación divina:
por el pecado, Adán y Eva incurrieron en la
necesidad del vestido, sancionada por el mismo Dios,
pues al rebelarse los hombres contra Dios, «se vieron
despojados del hábito de la gracia sobrenatural» que hasta
entonces les vestía; es decir, quedaron desnudos (S. Juan
Crisóstomo, Hom. in Gen. 16,5: MG 53,131).
De este modo, «la pérdida del vestido de la gloria divina
pone de manifiesto no ya una naturaleza humana desvestida,
sino una naturaleza humana despojada, cuya desnudez
se hace visible en la vergüenza» (Erik Peterson, 224). El vestido,
pues, ese velamiento habitual del cuerpo, que Dios
impone al hombre y que incluso éste se impone a sí mismo,
viene a ser para el ser humano un recordatorio permanente
de su propia indignidad, es decir, de su propia condición de
pecador. Y al mismo tiempo –adviértase bien–, el vestido es
para el hombre una añoranza de la primera dignidad perdida,
un intento permanente de recuperar aquella nobleza primitiva,
siquiera en la apariencia.
La tradición unánime cristiana –tradición en la que coinciden
el antiguo Israel, el Islam y muchas otras religiones
y culturas– exige, pues, el velamiento habitual del
cuerpo humano, al mismo tiempo que reprueba su desnudez
como algo malo y vergonzoso.
Re-vestidos con el hábito de la gracia
El hombre adámico, por lo que al vestido material se
refiere, peca con frecuencia de vanidad y de lujo, y también
de indecencia y desnudez. Pero por otra parte, y
ahora ya en el sentido de un vestido espiritual, se ve
ignominiosamente vestido con los malos «hábitos» de sus
pecados.
Por eso ahora, si quiere recobrar su dignidad primera,
debe desvestirse de esas «sucias vestiduras» (S. Justino,
Trifón 116), y revestirse con el hábito glorioso de las vir6
José María Iraburu
tudes cristianas, hábitos santos y bellísimos, que nacen de
la gracia divina. En efecto, «cuantos en Cristo habéis
sido bautizados, os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27;
+Rm 13,14; Ef 4,22-24; Col 3,9-10).
El rito sacramental del bautismo recuerda este sentido
espiritual del vestido, cuando el sacerdote impone una
vestidura blanca al recién bautizado:
«N., eres ya nueva criatura, y has sido revestido de Cristo.
Esta vestidura blanca sea signo de tu dignidad de cristiano.
Ayudado por la palabra y el ejemplo de los tuyos, consérvala
sin mancha hasta la vida eterna».
Está claro que es la fe lo que reveló a los cristianos
la dignidad de su propio cuerpo y la belleza del pudor
y de la castidad. Lo que hizo conocer a los neocristianos
la dignidad sagrada de sus cuerpos fue, sin duda,
la conciencia de ser miembros de Cristo, y por eso mismo
templos de la santísima Trinidad. Esta dignidad,
por otra parte, se les hizo también patente gracias a la fe
en la resurrección de los cuerpos, destinados éstos a
una glorificación celestial en la otra vida.
Ésta es la fe que sacó a los cristianos del engaño de
considerar el cuerpo como algo perecedero y trivial, es
decir, como algo indigno de los esplendores del pudor y
de la castidad.
La Buena Noticia del pudor
Hace veinte siglos, en los comienzos del Evangelio en
el mundo, sobre todo en el ámbito del mundo griego y
romano, el pudor cristiano hubo de afirmarse con sumo
esfuerzo en medio de un impudor generalizado. Fue
ésta, pues, sin duda una de las buenas noticias que el
hombre nuevo de Cristo llevó a los hombres viejos del
paganismo.
Y es de notar que en el primer encuentro –o mejor
encontronazo– del Evangelio con el mundo, la Iglesia
puso un gran empeño en afirmar y difundir el pudor
y la castidad. Es un hecho hasta cierto punto desconcertante,
pero muy cierto, que los Padres, obispos y teólogos,
estando enfrentados con gravísimos problemas filosóficos,
dogmáticos y disciplinares; más aún, viendo cada
día al pueblo cristiano amenazado en su misma supervivencia
a causa de persecuciones muy violentas, se ocuparon,
sin embargo, una y otra vez en sus escritos –también
los que eran maestros de la más alta especulación
teórica y mística– de cuestiones bien concretas referentes
al pudor, la castidad conyugal y vidual, la virginidad,
los espectáculos, etc.
Ése es un hecho histórico cierto, que debe ser conocido
y recordado. En efecto, en la historia de la Iglesia naciente,
el desarrollo social del pudor y de la castidad, así
como de la virginidad y del sagrado matrimonio
monógamo, constituye uno de los capítulos más impresionantes.
En esa historia se comprueba que, realmente,
el Espíritu Santo tiene poder para «renovar la faz de la
tierra». El Evangelio, en efecto, teniéndolo todo en contra,
vence al mundo y crea en todos esos valores una
nueva civilización.
De hecho hoy, por ejemplo, en los foros internacionales,
hasta los mismos representantes de pueblos desnudos y
polígamos se avergüenzan de su desnudez y de sus rebaños
de esposas, y se presentan vestidos y con una sola
mujer. Se ha impuesto, pues, en el mundo, aunque sea muy
precariamente, el pudor y la monogamia, es decir, el verdadero
«modelo» originario, reinventado por el Hombre nuevo,
Jesucristo.
Evangelio y martirio
Una virtud sólo puede ser vivida sin especiales esfuerzos
cuando ha sido ya socialmente asimilada, al menos
como ideal. Por el contrario, mientras predominen unas
estructuras de pecado –unas formas mentales o
conductuales– fuertemente adversas, esa virtud no podrá
ser afirmada sino a costa de grandes marginaciones
y sufrimientos, incluso con peligro de la vida (desarrollo
este tema en De Cristo o del mundo, 202-214).
Nada tiene, por tanto, de extraño que en los primeros
siglos de la Iglesia la afirmación del pudor y de la castidad
sea una de las causas más frecuentes de martirio,
junto con la cuestión del culto al emperador (Paul
Allard 185-191).
Hoy nos sigue sorprendiendo y admirando que los primeros
cristianos –concretamente aquellos que procedían
de culturas casi ajenas al pudor y la castidad, y que habían
crecido en la impudicia–, asimilaran tan precoz y tan
profundamente estas virtudes cristianas, hasta el punto
de que estuvieran dispuestos a perder la vida por afirmarlas.
Es un enigma histórico. O mejor, es un milagro
formidable del Espíritu Santo.
Recordemos un solo ejemplo de este pudor sorprendente,
afirmado ya en el año 203. Las santas mártires Perpetua y
Felicidad fueron expuestas en el anfiteatro de Cartago a la
furia de una vaca muy brava. «La primera en ser lanzada en
alto fue Perpetua [de 22 años, madre reciente], y cayó de
espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la
túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes
del pudor que del dolor» (Actas 20).
Gestos como éste dejaban asombrados a los paganos.
En la literatura de los Padres quedan huellas frecuentes
de este asombro que en los paganos causaba el pudor
de las mujeres cristianas, y la admiración que en
muchos casos suscitaba la belleza de la castidad. No parece
excesivo afirmar que el testimonio cristiano de la
castidad y del pudor fue una de las causas más eficaces
de la evangelización del mundo grecoromano, que en gran
medida ignoraba esas virtudes.
La victoria del Evangelio
sobre las termas
El pudor, como es obvio, afecta a muchos aspectos del
ser humano. Pero como no es posible en un breve escrito
estudiar el pudor en todos ellos, aquí voy a analizar con
alguna atención únicamente la cuestión de la desnudez
y de los baños mixtos, para poder considerar así de modo
más concreto y detenido al menos un aspecto del pudor.
Volvamos, pues, al problema de las termas. Y veamos
cómo el Espíritu de Cristo, en su primera proyección al
mundo romano, lejos de considerar las termas «una realidad
mundana inevitable», libra de ellas a los cristianos
desde el principio, y acaba con ellas en unos pocos siglos,
pues introduce en el mundo pagano un espíritu muy diverso
al que las inspiraba.
La Iglesia que, enseñada por Cristo, aborrece la pereza,
la pérdida del tiempo, el culto al cuerpo, el impudor y
la sensualidad, la vanidad y el lujo, así como, en general,
la búsqueda del placer por el placer –un placer que no va
unido a la necesidad o la utilidad–, no puede menos de
rechazar el mundo de las termas, y reacciona contra esa
costumbre mundana tan arraigada. Lo hace, como vere7
Elogio del pudor
mos ahora, de muchas maneras y con no pocos matices.
En efecto, no era tan fácil realizar discernimientos
morales y asumir medidas pastorales unívocas sobre cuestión
tan compleja. Y por otra parte, retirar absolutamente
a los cristianos de los baños públicos equivalía a separarlos
tajantemente de la vida social.
Según Vizmanos, «fácil eran de ver las quiebras a que
estaba sujeto el pudor en semejantes ocasiones, pero no era
menos fácil de entender el sacrificio que suponía el renunciar
a una costumbre que, en nombre de la higiene, la salud
y el necesario esparcimiento, consagraba una tradición repetidas
veces secular» (298).
Así ve también Dumain la compleja cuestión: «Abstenerse
de esas promiscuidades era, es cierto, una cuestión de
moral elemental, que cualquier conciencia podía discernir.
Sin embargo, no debe extrañarnos demasiado que se produjeran
en esto ciertos excesos en los medios cristianos del
Imperio, si tenemos en cuenta un pasado de libertad generalizada
en las costumbres, y en concreto, la disminución notable
que había sufrido el sentimiento del pudor. Era todo un
pasado de aberraciones morales lo que se hacía necesario
olvidar, y eso no podía conseguirse en un día. La Iglesia, en
este sentido, encontrará un terreno mucho mejor preparado
en el mundo judeocristiano, palestino o helenista, todavía
penetrado por la huella de las prescripciones legales relativas
a la pureza del cuerpo» (74).
Algunos testimonios, que recordaremos ahora, nos ayudarán
a hacernos una idea de la actitud cristiana antigua
no sólo ante los baños públicos mixtos, sino también
ante la sobriedad conveniente en los mismos baños privados.
Nunca, por supuesto, los testimonios del pasado, como
los que vamos a recordar inmediatamente, podrán darnos
normas concretas de conducta para hoy, pues las
circunstancias actuales son muy diversas, y solo pueden
ser tratadas adecuadamente mediante discernimientos
nuevos. Pero sí hemos de captar en todos los testimonios
pasados, antiguos o recientes, un espíritu, el de la mejor
tradición cristiana, el mismo Espíritu de Jesús, que
hoy quiere seguir viviendo en nosotros, aunque se manifiesta
actualmente en modos diversos a los de épocas
anteriores.
La doctrina y la acción de los Padres
Veamos con algunos ejemplos la reacción de los Padres
de la Iglesia ante el hecho social, absolutamente
generalizado, de los baños públicos.
—Clemente de Alejandría (+215?). Pagano converso,
hombre que domina tanto la cultura pagana como la
cristiana, describe en El Pedagogo el ideal de una vida
evangélica. Propone este ideal a cristianos seglares, pues
aún no había nacido el monacato. Concretamente en el
libro tercero enseña Cómo comportarse en los baños
(V) y cuáles son las Razones para admitir el baño
(IX).
En primer lugar, describe Clemente el lujo y la sensualidad
de los baños alejandrinos de su época, y refiere que «los
baños están abiertos al mismo tiempo para hombres y mujeres
juntos, y así es como se desnudan con intenciones licenciosas,
como si en el baño el agua los despojara del
pudor» (V,32). «Estas mujeres, al despojarse a la vez de su
vestido y de su pudor, quieren mostrar su belleza, pero de
hecho, sin quererlo, muestran su fealdad, ya que, realmente,
es principalmente en su propio cuerpo donde se manifiesta
la sordidez de la lujuria»...
«Es necesario, pues, que los hombres, dando a las mujeres
un noble ejemplo de respeto a la Verdad, tengan el pudor
de no desvestirse con ellas, y de evitar las miradas peligrosas,
pues “aquel que ha mirado con mal deseo, dice la Escritura,
ya ha pecado” [Mt 5,28]. Hace falta, por tanto, que en la
casa se respete a los parientes y domésticos, en la calle a
quienes se encuentre, y lo mismo las mujeres en los baños,
como también es preciso en la soledad respetarse a uno
mismo, y en todo lugar respetar al Logos [Cristo], que está
en todas partes» (V,33).
Por otra parte, de los cuatro motivos que suelen aducirse
para los baños frecuentes –la limpieza, la salud, la defensa
contra el frío y el mero placer–, Clemente sólo estima
lícitos los dos primeros, juzga innecesario el tercero,
y considera el cuarto indigno de la conciencia cristiana.
A su juicio, en la frecuencia de los baños debe haber,
como en todo, la moderación propia de la virtud de la
templanza, evitando tanto una frecuentación excesiva
de los mismos, como otra insuficiente. Y es, en definitiva,
un espíritu nuevo el que ha de afirmarse en todo esto,
pasando del culto pagano al cuerpo al cultivo cristiano del
alma.
«Lo que hace falta sobre todo es bañar el alma en el Logos
purificador; y el cuerpo, de vez en cuando, a causa de la suciedad
que se le adhiere, como también en otros casos para
relajarlo de la fatiga». Dicho lo cual, y apreciando además
que muchas veces la refinada limpieza del cuerpo coincide
con una gran suciedad del alma, aplica Clemente al tema, con
original atrevimiento, aquellos reproches que hace Jesús en
otro contexto: «“Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas,
dice el Señor, porque parecéis sepulcros blanqueados,
con una apariencia exterior muy limpia, y un interior lleno
de huesos muertos y de toda clase de porquería” [Mt
23,27]. Y dice Él también a los mismos: “Ay de vosotros, porque
purificáis el exterior de la copa y del plato, dejando el interior
lleno de suciedad. Purifica primero el interior de tu copa,
y que también el exterior esté limpio” [23,25]» (IX,47-48).
—San Cipriano (+258). En el breve tratado que este
santo obispo mártir de Cartago dedica al porte exterior de
las vírgenes (De habitu virginum), hace algunas valiosas
referencias al tema de los baños comunes.
«¿Y qué decir de las que acuden a los baños en promiscuidad,
y prostituyen ante las miradas curiosas y lascivas la
castidad? Cuando allí ven desnudos a los hombres y son
vistas por ellos con desvergüenza ¿acaso no fomentan y
provocan la pasión de los presentes para su propia ignominia
y afrenta? Pero, dirás, “allá se las haya quien lleve tales
intenciones; yo no tengo otro interés que reparar y lavar mi
cuerpo”.
«No te excusa este pretexto, ni te libras del pecado de
lascivia e inmodestia. Ese baño más bien te ensucia que te
lava, y no limpia tus miembros, sino que los mancilla. Podrás
tú no mirar a nadie con ojos deshonestos, pero otros te
mirarán a ti. No afeas tus ojos con vergonzoso deleite, pero
causando placer a otros tú misma te afeas. Haces del baño
un espectáculo, y más vergonzoso que el teatro mismo, a
donde acudes. Allí queda excluído todo recato; allí se despoja
el cuerpo a un tiempo del vestido y de su dignidad y
pudor, poniendo al descubierto unos miembros virginales
para ser objeto de miradas y curiosidad. Considera, pues,
ahora si van a creer casta los hombres, cuando estás vestida,
a aquella misma que ha tenido la audacia de desnudarse
sin pudor» (19). «Váyase a los baños, pero con las de vuestro
sexo, para que vuestro lavado resulte decente mutuamente
» (21).
—San Atanasio (+373). Este gran obispo, patriarca
de Alejandría y muy amigo de los primeros monjes egipcios,
muestra, como muchos otros ascetas de la antigüe8
dad, una fuerte reticencia hacia los baños en común, a
causa del pudor y de la castidad. Pero también desaconseja
el mismo hecho de bañarse con frecuencia: aconseja
lo contrario por mortificación, para no dar al cuerpo un
placer no estrictamente necesario –según en aquel tiempo
se juzgaba–. Y así exhorta a las vírgenes consagradas
a Cristo:
«Desde el momento en que determinaste consagrarte al
Señor por la castidad, tu cuerpo quedó santificado y convertido
en templo de Dios. No debe, pues, el templo de Dios
desceñirse sus vestiduras bajo ningún pretexto. Estando,
pues, sana [otra cosa será si hay necesidad por la salud], no
irás a los baños, a no ser impelida por extrema necesidad; ni
sumergirás todo el cuerpo en el agua, ya que está consagrado
al Señor tu Dios [sancta es Domino Deo]. No contamines
tu carne con ninguna costumbre mundana, sino conténtate
con lavar tu rostro, tus manos y tus pies» (De virginitate 9).
No hace falta que multiplique estas referencias
patrísticas. Enseñanzas como éstas, citadas de Clemente,
Cipriano o Atanasio, se repiten con unos u otros matices
en muchos otros Padres. Pero al paso de los siglos,
como los baños mixtos van desapareciendo bajo el influjo
social del cristianismo, es éste un tema que desaparece
también de la predicación de los Padres.
Leyes de la Iglesia y del Estado
También las leyes eclesiásticas y civiles del mundo cristiano
antiguo enfrentan la cuestión de los baños públicos.
–El concilio de Laodicea (320) prohibe los baños con
mujeres tanto a los clérigos y a los ascetas, como a todos
los cristianos, también a los laicos (c.30: Mansi II,569).
–La Didascalia, documento del s. IV, y también las
Constituciones de los Apóstoles, que son una adaptación
de aquélla, dan algunos consejos interesantes, más
matizados, acerca del uso honesto de los baños.
Concretamente, la Didascalia recomienda al cristiano varón
que, después del trabajo y de la lectura de libros santos,
«vaya a la plaza pública, y se bañe en un baño de hombres,
y no en uno de mujeres, teniendo así cuidado de que, después
de haberse desvestido y mostrado la desnudez vergonzosa
de tu cuerpo, no seas tú cautivado, y no seas ocasión
de pecado para quien pueda ser cautivado por ti».
Y a la mujer cristiana le manda: «evita bañarte en un mismo
baño con los hombres. Si hay en donde vives un baño de
mujeres, no vayas al de hombres. Pero si no hay baño de
mujeres y tienes necesidad de bañarte en el baño común a
hombres y mujeres –lo que no conviene a la pureza–, báñate
con pudor, con modestia y con mesura, no a cualquier hora
ni todos los días, ni al medio del día, sino elige bien la hora
en que te bañas, [que será] a las diez horas [cuando hay
menos afluencia de gente], pues es necesario que tú, mujer
cristiana, huyas en absoluto ese vano espectáculo de los
ojos que se da en los baños».
–El emperador Justiniano (528), en su legislación civil,
llega a declarar causa legítima de separación matrimonial
la indecencia de la mujer que frecuentara por liviandad
los baños comunes. Y dispone la pena de muerte
para el varón que fuerza a una mujer a frecuentar los
baños públicos (Codex Iustin. V, 17,11).
–El IV concilio de Constantinopla, conocido como
Trullano (692) reproduce para todo el pueblo cristiano la
prohibición de los baños mixtos dada por el de Laodicea
(320), y para los que desobedezcan esta norma conciliar
dispone con severidad: «si sit quidem clericus, deponatur;
si autem laicus, segregetur». Suspensión a divinis para
los clérigos, y excomunión para los laicos.
Epoca medieval y moderna
Las termas paganas van a ser completamente vencidas
e incluso olvidadas en la Edad Media. En efecto, la
Cristiandad medieval cristaliza socialmente las normas
morales patrísticas procedentes del Evangelio. Por eso
entonces, al menos como costumbre social, desaparece
el problema moral de los baños mixtos, como tantos
otros males del mundo pagano –la esclavitud, el concubinato,
el divorcio–. Y por eso, de hecho, la cuestión de los
baños mixtos apenas es tratado por los autores espirituales
o por los cánones de los concilios. Es una cuestión
totalmente superada. Y superada quedará hasta que rebrote
el paganismo con fuerza en la segunda mitad del
siglo XX.
En todos estos siglos no hay propiamente piscinas públicas.
Hay casas de baños; pero éstas disponen de espacios
separados para hombres y mujeres (Ariès-Duby IV: 60-62,
217,290-297). En esos tiempos los baños se dan en privado.
Y por otra parte, no son muy frecuentes, entre otras causas
porque darse un baño en condiciones favorables es entonces
un lujo que no suele estar al alcance del pueblo.
Las playas, por lo demás, permanecen desiertas durante
esos siglos. Incluso hoy es normal ver siempre vacías las
playas de aquellos países del Africa poco occidentalizados,
que apenas son frecuentadas por los nativos, y que sólo
son visitadas por blancos.
Siglo XX
A lo largo del siglo XX se va generalizando en Occidente
el uso popular mixto de playas y piscinas. Ya a
fines del XIX la gente de clase alta comienza tímidamente
a asomarse a las playas. Pero es en la segunda
mitad del siglo XX cuando la costumbre social de playas
y piscinas llega a ser practicada en todos los estratos
sociales. Recuérdese, por otra parte, que cuando en estos
decenios las piscinas populares se van generalizando,
en las regiones católicas todavía se disponen piscinas separadas
para hombres y mujeres, o se asignan horas distintas
a unos y otros. Esta práctica perdura en no pocas
regiones católicas hasta pasada ya la primera mitad del
siglo XX.
Es, pues, normal, que en esos años las personas totalmente
dóciles al Espíritu Santo mostraran una reticencia más o
menos tajante frente a los baños mixtos. Del tiempo en que
la Venerable niña Mari Carmen González-Valerio (1930-39),
poco antes de morir, estaba en San Sebastián, su prima
María del Carmen Sáenz de Heredia, que era de su edad,
cuenta esta anécdota:
«Recuerdo que, cuando iba a la playa, no quería bajo ningún
concepto ir sin que le pusieran sobre el traje de baño
una faldita. Y aún quiero recordar que ni en esta forma le
gustaba mucho ir y que, cuando la llevaban, sobre todo, si
no era el traje todo lo modesto que ella quería, protestaba
con vehemencia y organizaba fuertes rabietas» (Proceso
70). La abuela de Mari Carmen confirma lo mismo, y dice que
un día la doncella que había acompañado a la niña a la playa
le dijo al volver: «“no la obliguen a la niña a ir a la playa,
porque se ha pasado toda la mañana llorando detrás del
palo de un toldo”. Y por eso, cuando iban sus hermanos,
ella se quedaba jugando en el jardín» (Proceso 140; en J. Mª
Granero, Víctima 79-80).
Estas actitudes de extremado pudor no le vienen a Mari
Carmen de la sociedad, ni tampoco de su familia, que se
extraña de ellas, sino directamente del Espíritu Santo, el
mismo que ha inspirado a la mártir Perpetua y a todos los
cristianos fieles de la historia cristiana.
9
Elogio del pudor
Doctrina hoy vigente
Con un poco de mala voluntad, es desde luego posible
rechazar todos los argumentos y testimonios hasta aquí
aducidos en favor del pudor en lo relativo a la desnudez,
alegando simplemente que «ésas son cosas de gente antigua,
que hoy ya no valen». Pero eso no es verdad, pues
los santos y los autores católicos de nuestro tiempo han
enseñado la misma doctrina sobre el pudor y la modestia,
como podemos comprobar con algunos ejemplos.
—Adolphe Tanquerey (1854-1932). Es éste uno de
los maestros espirituales católicos más leídos en el siglo
XX, tanto por sacerdotes y religiosos como por seglares.
Su Compendio de Teología ascética y mística sigue
hoy teniendo nuevas ediciones, también en castellano.
Pues bien, transcribo alguna de sus enseñanzas sobre el
pudor.
«Modestia del cuerpo. Para tener a raya a nuestro cuerpo
hemos de comenzar por guardar bien las reglas de la modestia
y de los buenos modales: hay aquí abundante materia de
mortificación. El principio que ha de servirnos de regla es
aquel de San Pablo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo? ¿No sabéis, acaso, que vuestros cuerpos
son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros?”
(1Cor 6,15-19). Hemos de respetar nuestro cuerpo
como un templo santo, como un miembro de Cristo. Nada,
pues, de vestirle con vestidos poco decentes y que no se
idearon sino para incitar la curiosidad y el regalo» (772; cf.
773-774).
«Modestia de los ojos. Hay miradas gravemente pecaminosas,
que hieren no solamente el pudor, sino también la
castidad (Mt 5,28), y de las que ciertamente hemos de abstenernos.
Otras hay que son peligrosas, cuando, sin razón
para ello, fijamos la vista en personas u objetos que de suyo
pueden mover a tentación. Por eso nos advierte la Sagrada
Escritura que no debemos parar los ojos en ninguna doncella,
para que su belleza no sea para nosotros motivo de escándalo:
“no fijes demasiado tu atención en doncella, y no
te entramparás por su causa” (Eclo 9,5). Y ahora, cuando la
licencia en las exhibiciones, la inmodestia en el vestir, la
procacidad de las representaciones teatrales, y de algunos
salones, nos cercan por todas partes de peligros, ¿qué recogimiento
no habremos de tener para no caer en pecado?
«Por eso el cristiano de verdad, que quiere salvar su alma
cueste lo que costare, va mucho más allá, y para estar seguro
de no rendirse al deleite sensual, mortifica la curiosidad
de sus ojos» (776).
—P. Antonio Royo Marín. Este dominico eminente
es uno de los autores espirituales más leídos en la segunda
mitad del siglo XX, particularmente por su Teología
de la perfección cristiana, obra que lleva ya siete ediciones.
En ella, al tratar de la purificación activa de los
sentidos externos, distingue igualmente entre las miradas
gravemente pecaminosas, las peligrosas y las de mera
curiosidad. Y acerca de las segundas, enseña:
«El alma que aspire seriamente a santificarse huirá como
de la peste de toda [innecesaria] ocasión peligrosa. Y por
sensible y doloroso que le resulte, renunciará sin vacilar a
espectáculos, revistas, playas, amistades o trato con personas
frívolas y mundanas, que puedan serle ocasión de pecado.
Por la calle, sobre todo en las ciudades populosas
modernas, extremará la modestia de sus ojos para no tropezar
con la procacidad de los escaparates, la inmodestia descarada
en el vestir, la licencia desenfrenada de las costumbres.
Y sin llegar a extremos ridículos o situaciones violentas
(como sería, v. gr., andar contando los adoquines o dejar
de saludar a una persona conocida), andará vigilante y alerta
para no dejarse sorprender» (n.238).
Si las obras citadas de Tanquerey y de Royo Marín han
sido editadas tantas veces en los últimos decenios, es porque
el pueblo cristiano ha reconocido en ellas una representación
genuina de la mejor tradición espiritual católica.
—Juan Pablo II, en muchas ocasiones, pero concretamente
en varias de las catequesis sobre El amor humano
en el plan divino, reitera la enseñanza bíblica y
tradicional de la Iglesia sobre la pérdida de la inocencia
original, la concupiscencia que procede del pecado y a él
inclina, la necesidad del pudor, el necesario recogimiento
de los sentidos, concretamente de la vista, etc.
Recuérdense los profundos análisis psicológicos, morales
y teológicos que hace el Papa acerca de la naturalidad
del pudor en la actual condición humana pecadora (catequesis
19-XII-1979; +14-V-1980; cf. El amor humano en el plan
divino).
En efecto, «el nacimiento del pudor en el corazón humano
va junto con el comienzo de la concupiscencia –de la triple
concupiscencia, según la teología de Juan (cf. 1Jn 2,16)–, y
en particular de la concupiscencia del cuerpo. El hombre
tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Más
aún, tiene pudor no tanto del cuerpo, cuanto precisamente
de la concupiscencia» (cateq. 28-V-1980, 5; +4-VI-1980).
Recuérdese también la doctrina del Papa sobre las palabras
de Cristo: «todo el que mira a una mujer deseándola [el
que la mira con concupiscencia] ya adulteró con ella en su
corazón» (Mt 5,28) (cateq. 10-IX-1980, 5). «La mujer, para el
hombre que mira así, deja de existir como sujeto de la eterna
atracción, y comienza a ser solamente objeto de concupiscencia
carnal. A esto se une el profundo alejamiento interno
del significado esponsalicio del cuerpo» (cateq. 17-IX-1980,5;
+24-IX, 1-X, 8-X, 15-X, 22-X, 29-X, 5-XI y 12-XI de1980).
—El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) también
enseña, como no podía ser de otro modo, la doctrina
católica tradicional sobre estas materias:
La modestia es uno de los frutos del Espíritu Santo, como
se enseña en Gálatas 5,22-23 (1832). Y «la pureza exige el
pudor, que es parte integrante de la templanza. El pudor preserva
la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar
lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad,
cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los
gestos en conformidad con la dignidad de las personas y
con la relación que existe entre ellas» (2521).
Por eso mismo, «inspira la elección de la vestimenta»
(2522). «Este pudor rechaza los exhibicionismos del cuerpo
humano... Inspira una manera de vivir que permite resistir a
las solicitaciones de la moda» (2523). «Las formas que reviste
el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en
todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual
propia del hombre. Nace con el despertar de la conciencia
personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es
despertar en ellos el respeto de la persona humana» (2524).
Fácil sería acumular citas de varias docenas de
moralistas católicos modernos que dan esa misma doctrina
sobre el pudor. Aunque, lamentablemente, también podrían
citarse no pocos autores que se desvían de ella.
Ahora bien, la enseñanza de éstos no vale nada, debe ser
ignorada, pues no es católica, ya que contraría la doctrina
de la Biblia y de la Tradición. Y «ambas –Biblia y Tradición,
como dice el Vaticano II– se han de recibir y respetar
con el mismo espíritu de devoción» (DV 9).
Cambian tiempos y circunstancias
Los modos y maneras del pudor, evidentemente, «varían
de una cultura a otra», también dentro de la vida de
un mismo pueblo cristiano. Pero el espíritu y la doctrina
10
tradicional católica sobre el pudor, como hemos podido
comprobar, guardan una homogeneidad continua, siempre
fiel a un mismo espíritu, que es el Espíritu de Jesús.
Eso mismo nos hace ver que, en realidad, esa línea doctrinal
y conductual «se quiebra» en muchos cristianos
sólamente al llegar a la segunda mitad del siglo XX.
No es fácil, lógicamente, reconocer esa quiebra cuando
se ignora o se rechaza la anterior tradición espiritual.
En todo caso, debe quedar claro que la «excepción» en la
historia cristiana es el grave impudor actual, siempre
creciente desde hace un siglo al menos. Y que éste no es,
en modo alguno, un progreso de la conciencia cristiana,
una más pura asunción de la condición corporal humana.
No. Es una actitud errónea, pues se avergüenza de una
tradición cristiana siempre fiel a sí misma, o a veces simplemente
la ignora.
Las ocasiones próximas de pecado
A lo dicho hasta aquí acerca del pudor convendrá añadir,
aunque sea brevemente, la doctrina católica sobre la
obligación moral de evitar a uno mismo y a los otros
las innecesarias ocasiones próximas de pecado.
Es una doctrina que viene directamente de Cristo. No
ha de atribuirse, pues, a una época o una escuela de espiritualidad.
El Maestro enseña como un principio de validez
general: «si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo
de ti, porque mejor te es que perezca uno de tus miembros,
que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna»
(Mt 5,28-29). Y lo mismo dice de la mano y del pie (5,30;
18,8-9).
Enseña, pues, Cristo que la vista, el alma y todos sus
sentidos deben ser guardados de la tentación o bien por
el recogimiento de la modestia o bien, simplemente, por
la evitación de estímulos negativos innecesarios.
Inocencio XI (1679) considera las siguientes proposiciones
«condenadas y prohibidas todas, por lo menos como
escandalosas y perniciosas en la práctica»: «–Puede alguna
vez absolverse a quien se halla en ocasión próxima de pecar,
que puede y no quiere evitar, es más, que directamente y de
propósito la busca y se mete en ella. –No hay que huir la
ocasión próxima de pecar, cuando ocurre alguna causa útil u
honesta de no huirla. –Es lícito buscar directamente la ocasión
próxima de pecar por el bien espiritual o temporal nuestro
o del prójimo» (1679: Denz 1211-1213/2161-2163).
Todo cristiano debe evitar tajantemente las ocasiones
próximas e innecesarias de pecar, y debe sentir al mismo
tiempo un verdadero horror a escandalizar, es decir, a ser
para otros ocasión próxima de pecado. En esta cuestión
del escándalo la palabra de Cristo es terrible: «al que
escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí
más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de
molino de asno y le arrojaran al fondo del mar. ¡Ay del
mundo por los escándalos! Porque no puede menos de
haber escándalos; pero ¡ay de aquel por quien viniere el
escándalo!» (Mt 18,6-7).
Aplicando esto al tema del pudor que nos ocupa, la
ocasión próxima de impureza en muchas modas, playas
y piscinas no parece dudosa, como tampoco la del pecado
de vanidad, sea ésta positiva o negativa.
La vanidad, no solo la lujuria, va directamente relacionada
con el impudor. De hecho, en los últimos decenios, los ayunos
cuaresmales, destinados a preparar los espíritus para
participar en la pasión y resurrección del Señor en la Pascua,
han casi desaparecido; pero van siendo sustituídos por los
ayunos primaverales, ordenados a que los cuerpos luzcan
mejor en las playas y piscinas durante el verano. Es un síntoma
más de la paganización creciente del cristianismo en
algunas Iglesias locales.
Por sus frutos los conoceréis
También se ve la inconveniencia de las playas y piscinas
mixtas por sus consecuencias negativas en el conjunto
de la vida moral: «por sus frutos los conoceréis»
(Mt 7,15). La persona que durante horas y días acepta
en público un estado de semidesnudez, ciertamente contrario
a la voluntad de Dios, tiende a disminuir o a perder
el sentido del pudor. Es perfectamente comprensible. En
este sentido, playas y piscinas son, en muchos casos, verdaderas
escuelas de impudor, en las que tantos cristianos
son «educados» desde niños.
Y la disminución o pérdida del pudor trae consigo normalmente
una debilitación de la castidad en el uso de
la televisión y de los espectáculos, en las modas y costumbres,
así como en la conducta de niños y muchachos,
jóvenes y adultos. Ahora bien, esos mismos pecados
contra el pudor –mayores o menores, pero reiterados,
habituales y bien consentidos, es decir, no combatidos–,
hacen muy difícil la oración y la relación cordial
con Dios; acrecientan la vanidad, la soberbia y el
egoísmo; reducen, por la pereza y el culto al placer, el
amor a la Cruz, la abnegación propia y la caridad hacia
el prójimo. En una palabra, causan muy grandes males
en la vida del cristiano.
De hecho, el impudor en las modas y costumbres, en
playas y espectáculos, al menos como un fenómeno social
generalizado, ha ido siempre unido a otros fenómenos
sociales negativos; ha coincidido con un aumento
de la masturbación, del divorcio y del adulterio, de embarazos
de adolescentes, de las prácticas homosexuales y
de la lujuria en todas sus modalidades. Son causas
que se causan mutuamente.
Que históricamente todos estos crecimientos malignos
han ido juntos es, en buena medida, un hecho fácilmente
comprobable en los estudios de estos temas realizados por
sociólogos e historiadores. Unos y otros fenómenos negativos,
en efecto, se han condicionado entre sí para adentrar
más y más al pueblo en la descristianización y en el pecado.
Pornografía
Todas las consideraciones históricas y doctrinales hasta
aquí hechas sobre el pudor y la castidad, con especial
referencia a la desnudez y las miradas, deben extenderse
a otros muchos temas semejantes; y concretamente, por
ejemplo, al uso que los cristianos han de hacer del cine,
de la televisión y de las revistas. Apuntaré aquí sólamente
algunas observaciones.
Hoy puede comprobarse que en los cristianos fieles se
mantiene un rechazo de la pornografía dura –películas
eróticas, revistas o programas de televisión refinadamente
obscenos, etc.–. Estos cristianos conservan al menos una
conciencia moral de la perversidad de estas maldades,
y guardan así la mente en la verdad de Cristo.
Por el contrario, incluso entre cristianos practicantes y
religiosos, se va generalizando una aceptación de la pornografía
blanda –semanarios, programas de televisión,
etc.–, al principio con alguna resistencia, después ya sin
mayores problemas de conciencia.
Suplementos semanales de ciertos diarios, por ejemplo,
o muchos programas de televisión, que hubieran sido con11
Elogio del pudor
siderados –con toda razón– claramente pornográficos
hace unos decenios, hoy se reciben pacíficamente en los
hogares cristianos y no pocas veces en los mismos conventos.
Con alguna reticencia mínima, todas esas manifestaciones
pornográficas se consideran con frecuencia como
normales, aceptables, tolerables. O si se prefiere, inevitables;
al menos para los cristianos seculares, y en cierta
medida incluso para los religiosos que han de vivir
en el siglo.
Y eso no puede suceder sino en un pueblo cristiano
que, rechazando una tradición católica de veinte siglos, e
incluso a veces avergonzándose de ella, apenas tiene ya
conciencia del pudor.
Vestidos
En los pueblos primitivos, e incluso en la Edad Media
y hasta hace no muchos decenios, se imponían en
una sociedad determinada ciertas modas homogéneas,
de las que no era del todo fácil alejarse sin que se
produjera la penosa tensión propia del contraste separador.
En cambio, la sociedad actual, en esta cuestión,
ofrece al mismo tiempo, paradójicamente, dos dimensiones
contrapuestas.
Por una parte, impone una homogeneidad universal
de formas, acaba con aquellos vestidos, danzas, músicas,
costumbres, que antes tenían configuraciones muy locales,
regionales, nacionales, e impone formas globalizadas
a todas las naciones, bailes y música rítmica de rock,
pantalones vaqueros, camisetas simples de algodón, zapatillas
deportivas, etc., de modo que en la fisonomía exterior
y en ciertas costumbres, al menos en algunas cuestiones,
apenas hay diferencias en los modos de las diversas
naciones y aún continentes.
Pero al mismo tiempo, y en forma contraria, una de las
características de la sociedad actual es la infinita heterogeneidad
de sus formas. En no pocas cuestiones, no
hay patrones sociales unitarios. En un mismo barrio, sobre
todo en las grandes ciudades, podemos encontrar cristianos,
budistas, vegetarianos, blancos, negros, agnósticos,
ecologistas, nacionales, extranjeros, etc. Hace no
mucho la sociedad era mucho más homogénea.
Y en la misma moda femenina, muy al contrario de
otros tiempos, una mujer queda perfectamente libre para
elegir sus maneras de vestir: puede llevar pantalones largos
o cortos, ceñidos o muy amplios, o puede optar por
las faldas, y entre éstas le es dado elegir cualquier color y
forma, y optar porque sean largas, cortas o muy cortas,
estrechas o de gran vuelo... En una palabra, no está obligada
por la moda, sino que, al menos en principio, es
perfectamente libre para vestirse como prefiera.
Pues bien, esto ofrece a la mujer cristiana de hoy una
facilidad históricamente nueva para vestirse con gran
libertad respecto del mundo, en perfecta docilidad al Espíritu
Santo. Si viste, pues, con indecencia, no tendrá excusa,
ya que perfectamente podría vestir decentemente.
Y para vestir así, cristianamente, convendrá que recuerde
las exhortaciones antiguas de Pedro y Pablo, los
apóstoles de Jesús:
«Vuestro adorno no ha de ser el exterior, de peinados complicados,
aderezos de oro o el de la variedad de los vestidos,
sino el oculto del corazón, que consiste en la incorrupción
de un espíritu apacible y sereno; ésa es la hermosura en la
presencia de Dios. Así es como en otro tiempo se adornaban
las santas mujeres que esperaban en Dios» (1Pe 3,3-5). «En
cuanto a las mujeres, que vayan decentemente arregladas,
con pudor y modestia, que no lleven cabellos rizados, ni oro,
ni perlas, ni vestidos costosos, sino que se adornen con
buenas obras, como conviene a mujeres que hacen profesión
de religiosidad» (1Tim 2,9).
Estas mismas normas apostólicas fueron inculcadas por
los Padres de la Iglesia, que trataron del tema con relativa
frecuencia (como puede verse en mi libro Evangelio y
utopía 106-107):
San Juan Crisóstomo (+407), en sus Catequesis bautismales,
hacia el 390, comenta largamente las normas apostólicas
ya citadas: «arráncate todo adorno, y deposítalo en las
manos de Cristo por medio de los pobres» (I,4). Y a la mujer
inmodesta le dice: «vas acrecentando enormemente el fuego
contra ti misma, pues excitas las miradas de los jóvenes, te
llevas los ojos de los licenciosos y creas perfectos adúlteros,
con lo que te haces responsables de la ruina de todos ellos»
(V,37; +34-38).
Las religiosas –hablamos, claro, de las que son fieles a
su tradición espiritual y a su Regla–, son dóciles al Espíritu
de Jesús en todos los aspectos de su arreglo personal,
al que no dedican más atención que la estrictamente necesaria.
Sus hábitos, sus vestidos, reúnen las tres cualidades
del vestir cristiano: expresan el pudor absoluto, el
espíritu de la pobreza conveniente y la dignidad propia
de los miembros de Cristo. Son, pues, plenamente gratos
a Cristo Esposo.
Pues bien, esas mismas cualidades, aunque en modalidades
diferentes, han de darse en el vestido de las cristianas
laicas, que también están desposadas con Cristo desde
su bautismo, y que también por tanto han de tratar de
agradar al Señor en todo, también en su apariencia. Ellas
han de vestir con dignidad, modestia y espíritu de pobreza,
como corresponde a quienes son miembros consagrados
del mismo Cristo.
Con frecuencia, sin embargo, las seglares cristianas, no
se preocupan demasiado por ninguno de los tres valores:
gastan en vestidos demasiado dinero y demasiado tiempo;
aceptan modas muy triviales, que ocultan la dignidad del ser
humano; y no pocas veces, hasta las mejores, se autorizan a
seguir, aunque un pasito detrás, las modas mundanas, también
aquéllas que no guardan el pudor, alegando: «somos
seglares, no religiosas».
Al vestir con menos indecencia que la usual en las mujeres
mundanas, ya piensan que visten con decencia. Llevarán,
por ejemplo, traje completo de baño cuando la mayoría
de las mujeres vista bikini; y si un día la mayoría femenina
fuera en topless, ellas llevarían bikini, etc.
De esta triste manera, siguiendo la moda mundana, que
acrecienta cada año más y más el impudor, aunque siguiéndola
algo detrás, se quedan tranquilas porque «no escandalizan
»; como si esto fuera siempre del todo cierto, y como si
el ideal de los laicos en este mundo consistiera en «no escandalizar
». Por lo demás, no les hace problema de conciencia
asistir asiduamente con su decente atuendo a playas y
piscinas que no son decentes.
Y éstas son las que, fieles a su vocación laical, manteniendo
por lo que se ve celosamente su secularidad e
insertándose valientemente en las realidades seculares,
van a ir transformando esas realidades según el plan de
Dios... Ideologías, vanas palabras, ilusiones falsas. Mentira.
¡Qué gran pena! Ni los buenos cristianos laicos conocen
con frecuencia la santidad, la perfección evangélica,
12
la novedad interior y exterior a que Dios les llama con
tanto amor: «vino nuevo en odres nuevos» (Mt 9,17). El
Señor quiere hacer en ellos maravillas, pero ellos no se lo
creen. ¡Claro que el camino laical es un camino de perfección
cristiana! Pero lo es cuando se avanza en este
mundo con toda libertad por el camino del Evangelio. No
lo es, en cambio, si en tantas cosas se anda por el camino
del mundo, aunque un pasito detrás en lo malo.
Si recordamos la historia, por lo demás, comprobaremos
que el vestir de las religiosas y el de las cristianas seglares,
con las diferencias convenientes, ha guardado homogeneidad
durante muchos siglos. Por eso, cuando ahora los modos
de vestir se hacen clamorosamente heterogéneos entre
unas y otras, eso indica que en gran medida se ha
mundanizado y descristianizado el arreglo personal de las
mujeres laicas.
Cuando las seglares cristianas, según sus modos propios,
imitan la modestia de las religiosas, unas y otras
evangelizan el mundo. Es un proceso ascendente. En
cambio, cuando las religiosas imitan en el vestir a las seglares,
y éstas a las mujeres mundanas, crece la vanidad
y el impudor. Es un proceso descendente.
Espectáculos
Más arriba he recordado la degradación de los espectáculos
del mundo romano, que rodeaba a los primeros
cristianos. Pues bien, ellos, alertados y sostenidos por sus
pastores, viéndose obligados a vivir en un mundo corrompido,
de ningún modo aceptaban sumergirse en aquellas
ciénagas de impudor. Fieles a las instrucciones de los
Apóstoles, tenían buen cuidado en «abstenerse hasta de
la apariencia del mal» (1Tes 5,22). Lo recordaba yo en
Evangelio y utopía (107-108):
«Huye, hijo mío, de todo mal, y hasta de lo que tenga
apariencia de mal» (Dídaque 3,1). Gustave Bardy, buen conocedor
del cristianismo primero, escribe: «los paganos no
se llaman a engaño: la primera señal por la que reconocen a
un nuevo cristiano es que ya no asiste a los espectáculos;
si vuelve a ellos, es un desertor» (La conversión al cristianismo
durante los primeros siglos 279).
En las antiguas fórmulas litúrgicas de la renuncia bautismal
el nuevo cristiano profesa su intención de apartarse
del demonio, de sus obras, «de toda su vanidad y de
todo extravío secular» (Teodoro de Mopsuestia +428:
Homilías catequéticas XIII). Esa renuncia «al mundo,
a sus obras y a las seducciones de Satanás (pompa
diaboli)» implica, pues, el apartamiento de aquellas diversiones
normales del mundo, que eran deshonestas y
escandalosas.
San Juan Crisóstomo (+407) exhorta a los catecúmenos ya
próximos al bautismo: «no hagas caso alguno ya de las carreras
de caballos, ni del inicuo espectáculo del teatro, pues
también eso enardece la lascivia [...] Os lo suplico: ¡no seáis
tan despreocupados al decidir sobre vuestra propia salvación!
Piensa en tu dignidad, y siente respeto [...] Mira que
no es una sola dignidad, sino dos: dentro de muy poco vas
a revestirte de Cristo, y conviene que obres y decidas en
todo pensando que Él está contigo en todas partes» (Catequesis
bautismales V,43-44; +X,1.14-16).
Cuando los Padres de la Iglesia enseñan así a los
catecúmenos, ya por entonces existen los monjes. Pero
ellos no reducen a los monjes esas exigencias evangélicas
de renuncia a los males del mundo, sino que las proponen
como necesarias a cualquier discípulo de Cristo.
Basta con ser cristiano para que, aún sin salirse del mundo,
sea necesario mantenerse alejado de toda corrupción
mundana, por generalizada que esté.
Y si los Padres antiguos dan a los fieles estas instrucciones
tan exigentes porque el mundo pagano, ignorando
todavía a Cristo, está muy corrompido, tengamos hoy
clara conciencia de que el mundo apóstata actual, rechazando
a Cristo, está igual o peor.
Los laicos de todo tiempo, por muy seculares que quieran
ser y conservarse, «no son de este mundo», como
Cristo no es de este mundo (Jn 15,19; 17,14.16). Son
«personas consagradas» por el bautismo, por la confirmación,
por la eucaristía, por el sacramento del matrimonio,
por la inhabitación de la Santísima Trinidad, por la
comunión de gracia con los santos y los ángeles. ¿Cómo
deberán usar ellos, estando en el mundo, de las modas y
costumbres, de los espectáculos y medios de comunicación
mundanos, si de verdad quieren ser santos?
En estas cuestiones y en todo, deberán aplicar criterios
verdaderamente evangélicos: habrán de «sacarse el ojo»
si les escandaliza (Mt 5,29), «vender todo» lo que sea
preciso para adquirir el tesoro escondido (13,44), «negarse
a sí mismos» y «perder la propia vida» en cuanto esto
sea necesario para salvarla (Lc 9,23-24) y para ayudar
en la salvación de los hermanos.
En esta plena libertad del mundo, bajo la gracia de Cristo,
está la verdadera alegría evangélica. Y es en esta
actitud en la que los cristianos, por obra del Espíritu Santo,
tienen fuerza sobrenatural para transformar el mundo,
es decir, las maneras vigentes y las modas, las leyes y
costumbres, la cultura, el arte, los espectáculos, las escuelas
y universidades, y todo cuanto da forma al siglo
presente.
Pero si están mundanizados, son «sal desvirtuada», sin
fuerza alguna para preservar al mundo de la corrupción,
y carece de toda fuerza para transformarlo. Ésa es ya
una sal que «no vale para nada, sino para tirarla y que la
pisen los hombres» (Mt 5,13).
13
Elogio del pudor
3. Pudor ejemplar
de los religiosos
Modestia y pudor en los religiosos
Antes hemos evocado brevemente la historia del pudor
en la doctrina y la vida de la Iglesia. Ahora, como
complemento a aquello, quiero recordar que los religiosos
han dado siempre al pueblo cristiano un notable ejemplo
de modestia y pudor. Y es indudable que la historia de
los monjes primeros y la de los religiosos posteriores sigue
siempre, con diversas modalidades, según épocas y
carismas, una misma tradición ascética.
El pudor tiene en la clausura monástica unas expresiones
máximas. Pero cuando a comienzos del siglo XIII,
sobre todo, los nuevos religiosos apostólicos abandonan
la clausura, ya que viven entre los hombres, sigue viva en
ellos esa clausura, esa renuncia al mundo, de un modo
interior y espiritual, principalmente a través de una gran
pobreza y especialmente por el acentuado recogimiento
de los sentidos. Veamos algunos ejemplos.
San Francisco de Asís (+1226) no miraba a la cara a
las mujeres, y según él mismo confesaba, solamente conocía
la fisonomía de dos, que quizá serían su madre y
Santa Clara (2 Celano 112). Y en esto se ponía de ejemplo
a sus hermanos religiosos (205).
Siglos depués, San Pedro de Alcántara (+1562), el reformador
franciscano, procedía en este punto como su fundador,
y acostumbraba llevar siempre los ojos bajos.
Por el mismo camino va también Santo Domingo de
Guzmán (+1221), que considera culpa grave la costumbre
de «fijar la mirada donde hay mujeres» (Libro de
costumbres 21; +Constituciones de las monjas 11). Y
por ese camino han andado tantos y tantos otros maestros
espirituales hasta nuestro tiempo.
San Antonio Mª Claret (+1870), por ejemplo, gran predicador
popular, fundador de los Misioneros del Corazón
de María, Arzobispo, confiesa:
«nunca jamás miro la cara de mujer alguna ... Naturalmente
y casi sin saber cómo, observo aquel documento tan repetido
por los Santos Padres que dice: “con la mujer se ha
de tener conversación seria y breve” [S. Agustín], “y ten
bajos los ojos” [S. Isidoro de Pelusio, citado por S. Alfonso
María de Logorio]» (Autobiografía n.394, cf. 395-397).
Hoy escandaliza
la ascesis tradicional de los religiosos
Cristianos buenos y bienintencionados me aconsejan:
«no cites esos ejemplos de santos religiosos, por favor;
son contraproducentes para la enseñanza que quieres dar
en favor del pudor, pues muestran unos testimonios de la
tradición que son ridículos, tristes, morbosos, completamente
anacrónicos. Cristo y los apóstoles, además, no
practicaban esas ascesis».
Cuando cristianos buenos y bien intencionados hacen
una interpretación tan falsa de los ejemplos de los santos,
eso me confirma en la necesidad de recordar esa tradición
santa; pero también en la necesidad de explicar su
sentido espiritual.
Un principio previo de aplicación general: cuando nuestra
mente choca en algo contra una tradición espiritual mantenida
durante muchos siglos por muchos santos y santas,
antes de que nos atrevamos a rechazar esa tradición concreta,
avergonzándonos de ella, conviene que nos aseguremos
de que la entendemos bien, y al mismo tiempo es muy oportuno
que nos atrevamos a poner en duda nuestros pensamientos
y apreciaciones, aunque no necesariamente hayamos
de modificar en eso nuestras conductas.
Cristo ayunó rigurosamente durante cuarenta días en
el desierto. Pero es cierto, sí, que sus discípulos, mientras
estaban con Él, no se ejercitaban en ciertas prácticas ascéticas
de ayunos, es decir, de privaciones. Sin embargo,
hemos de recordar en esto la explicación y la profecía
de Jesús: «mientras tienen consigo al esposo no pueden
ayunar. Ya vendrá el tiempo en que les sea arrebatado el
esposo, y entonces ayunarán» (Mc 2,19-20). Ayunarán
en el alimento, las posesiones, la autonomía personal, las
miradas y en tantas otras cosas más. «Entonces ayunarán
».
Y este ayuno será diverso en los laicos y en los religiosos.
En efecto, mientras que Dios encamina a los laicos
por la vía de la posesión y del tener –tienen mujer, hijos,
casas, barcas, redes, tierras, autonomía personal–, Él mismo
orienta a los religiosos por la vía del ayuno, es decir,
del no-tener. Los religiosos «renuncian al mundo y viven
únicamente para Dios» (Vat. II, PC 5a), y así no-tienen,
ayunan, carecen, pues, de bienes propios, de cónyuge y
familia, así como también de autonomía personal, y se
despojan de todo profesando los votos de pobreza, celibato
y obediencia.
Pero si los religiosos no-tienen no es porque estimen
que tener bienes de este mundo sea malo; o menos aún
porque estimen que sean malos los bienes de este mundo:
cónyuge, casa, tierras, trabajo. Ellos saben bien que «todo
es puro para los puros» (Tit 1,15).
Ellos, sencillamente, por vocación de Dios, ayunan de
bienes de este mundo y no los tienen 1º–para mortificar
sus propias tendencias inmoderadas hacia la posesión,
dejando así sus corazones más libres bajo la acción
del Espíritu Santo; 2º–para ayudar a los laicos a la sobriedad,
de modo que éstos, que por vocación tienen,
puedan «tener como si no tuvieran» (1Cor 7,29-31); 3º–
para expiar por los excesos y pecados cometidos por
ellos mismos y por los seglares en la posesión de los bienes
mundanos; y 4º–para conseguir de Dios la conversión
de los pecadores, mediante el ejemplo, la oración y
las privaciones penitenciales.
Los religiosos, en efecto, por la feliz profesión de los
votos evangélicos, ayunan de dinero –no pocos son
mendicantes y viven de la Providencia–; ayunan de vestidos
mundanos, vistiendo un hábito digno y pobre, siempre
igual; ayunan por la obediencia de la autonomía personal;
ayunan de comidas costosas –muchos monjes y
monjas son vegetarianos y ayunan con frecuencia–; ayu14
José María Iraburu
nan de viajes, de espectáculos, de noticias y de tantas
otras cosas; y ayunando así del mundo, al que han renunciado,
llevan una forma de vida penitente «con sus privaciones
voluntarias» (Pref. III cuaresma).
Pues bien, ese gran recogimiento de la vista, que durante
tantos siglos han practicado tantos religiosos santos,
es tan válido y santificante como pueda serlo el
ayuno de comida o de otros bienes mundanos. Que hoy
puedan resultar más admisibles y más viables los ayunos
en los alimentos o en las miradas, en tal cosa o en la
otra, eso ya depende sólamente de condicionantes sociales
e incluso de las modas ideológicas de la época.
Pero entiéndase bien que toda clase de ayunos, sea
cual sea su objeto –dinero, matrimonio, autonomía, alimentos,
espectáculos, miradas, etc.–, todos tienen la misma
lógica espiritual y los mismos motivos y fines; y que
tan genuinamente evangélico es ayunar de una cosa como
ayunar de otra.
Una cuestión diversa, que pertenece a la virtud de la
prudencia y al don de consejo, será ver en cada tiempo y
circunstancia qué clase de ayunos es más conveniente.
Pero sin avergonzarse de ningún tipo de ayuno practicado
por muchos santos en muchos siglos, y valorándolos y
admirándolos todos.
San Juan de la Cruz muestra muy bien cómo todas esas
«nadas», esas privaciones voluntarias, llevan a gozar del
«Todo», conducen a la paz, a la alegría, a la santidad, a la
perfecta libertad del mundo, de la carne y del demonio. Ahora
bien, que hoy estas privaciones o algunas de ellas puedan
parecer ascéticas negativas y morbosas, solo indica
que muchos laicos, e incluso no pocos religiosos, ignoran
en nuestro tiempo los valores evangélicos del ayuno, de la
pobreza, de la mortificación, de la abnegación personal, de
la expiación por los pecados propios y ajenos, en fin, de la
Cruz.
Y esa ignorancia espiritual explica también, de paso, que
actualmente sean tan escasas las vocaciones religiosas, y
que éstas, con relativa frecuencia, deriven hacia versiones
secularizadas, en las que el rechazo de «la renuncia al mundo
» se estima como un progreso.
Por lo demás, como es evidente, los ejemplos y consejos
de los religiosos antiguos en modo alguno pueden
ser aplicados exactamente en nuestro tiempo. Es
obvio. Cada tiempo y circunstancia exige, bajo la acción
del Espíritu Santo, el ejercicio del discernimiento y de la
prudencia. Y es evidente que los dictámenes de la prudencia
son diversos según circunstancias y épocas diversas.
Ciertos modos de ayuno –ayunos de miradas o de lo
que sea– que pudieron ser oportunos durante muchos
siglos, hoy pueden resultar inconvenientes, al menos para
ciertas vocaciones determinadas. Pero no debemos avergonzarnos
del espíritu que informaba esas privaciones,
ni tampoco de aquellas prácticas concretas, pues nos
avergonzaríamos del Espíritu Santo que las inspiró. Por
el contrario, debemos entender y amar ese espíritu, que
es continuo en la ascesis de la tradición cristiana, y darle,
eso sí, los modos concretos que sean más convenientes
en nuestro tiempo y en nuestra vocación específica dentro
de la Iglesia.
Volviendo a nuestro tema. Muchos hoy no admiten
que los laicos tengan en los religiosos un ejemplo
estimulante de vida evangélica, ni en el tema del pudor ni
en ningún otro tema. Examinemos, pues, cómo suelen
plantear la cuestión.
Los religiosos,
ejemplos en todo para los laicos
Si estudiamos la historia de la Iglesia, comprobaremos
que los religiosos han tenido siempre clara conciencia de
su ejemplaridad para todo el pueblo cristiano. También,
por supuesto, en el pudor. Ellos entienden que ésa es precisamente
una de las misiones principales de la vocación
religiosa (+De Cristo o del mundo 190, y Evangelio y
utopía cpt. 6).
Santa Clara de Asís (+1253), por ejemplo, sabe bien que
los religiosos están obligados a dar un ejemplo estimulante
al pueblo seglar cristiano, y escribe en su Testamento: «el
mismo Señor nos ha puesto como modelo para los demás...,
como un ejemplo y espejo para quienes viven en el mundo»
(3).
Muchos, sin embargo, niegan hoy esa ejemplaridad de
los religiosos respecto de los laicos, y afirman para éstos
una espiritualidad autónoma, netamente secular y diferenciada,
y hasta poco menos que contrapuesta; pero
están equivocados.
Unos y otros, religiosos y laicos, han de vivir de un
mismo Espíritu, aunque en modos diferentes. Y aquéllos
son modelos para éstos. Siempre lo han sido, y así lo
ha entendido sin dudarlo el pueblo cristiano y fiel. Y que
esta ejemplaridad de los religiosos esté viva y sea recibida
por los laicos es algo de suma importancia para la
santificación del pueblo cristiano.
En efecto, la pobreza que los religiosos viven, tan extrema,
guarda a los laicos en la sobriedad. Las penitencias de
los religiosos estimulan a los laicos a la austeridad, tan difícil
a veces en un mundo consumista. La perfecta castidad de
la virginidad y del celibato es una formidable ayuda para la
castidad de los laicos, sean niños o jóvenes, casados o viudos.
Pues bien, de modo semejante, viniendo al tema presente,
el pudor y el recogimiento de los sentidos, tan
propio de los religiosos, han de ser también imitados –en
sus modos propios, por supuesto– por quienes viven en el
mundo secular, es decir, por quienes viven en Babilonia a
veces o en Corinto, sometidos a unas tentaciones tan continuas,
tan fuertes y tan insidiosas.
De hecho, los religiosos siempre han exhortado a los
fieles a vivir el recogimiento de los sentidos y el pudor.
Ellos ya entienden, como es obvio, que los laicos, si han
de ser fieles a su vocación secular, vivirán ese mismo
espíritu de otras maneras. Pero los religiosos les exhortan
a vivir la modestia en los modos que les son propios.
Recordaré como ejemplo solamente las cartas de dirección
espiritual que San Pablo de la Cruz (+1775)
dirige a seglares. Él exhorta con frecuencia a los seglares
a vivir el más estricto pudor y a guardar una modestia
total, una modestia totalmente grata a Dios y a la Virgen
María, que sea tan perfecta que no deje ni un mínimo
resquicio a la liviandad, al lujo, a la vanidad o al impudor.
Todo esto, insisto, con otras tantas cosas semejantes, lo
exhorta San Pablo de la Cruz a laicos, a seglares.
Por ejemplo, a la joven Teresa Palozzi, de 23 años, le escribe:
«guarde sus sentidos todos, en especial los ojos, y también
su corazón. Sea modestísima y guarde la mayor compostura
de noche y de día en todos sus gestos. Esta virtud
de la modestia debe amarla y guardarla con el máximo celo;
no se fíe de nadie y, sobre todo, desconfíe de sí misma» (9-
III-1760).
Por lo demás, estos santos no recomiendan a sus
dirigidos sino lo que ellos mismos practican, buscan15
Elogio del pudor
do ser plenamente gratos al Señor. Ellos quieren llegar
con sus dirigidos a esa plena pureza, que hace posible la
plena contemplación de Dios: «los limpios de corazón verán
a Dios» (Mt 5,8). Y ellos saben, por otra parte, que
sin esa alta contemplación de Dios es imposible la perfecta
santidad: «contemplad al Señor y quedaréis radiantes
» (Sal 33,6).
En fin, estas disquisiciones no son supérfluas. No podríamos
entender siquiera el pudor que han de vivir hoy
los laicos, si no tuviéramos en cuenta la gran tradición
cristiana del pudor, considerada también ésta en la vida
ejemplar de los religiosos.
¿Tristes, los religiosos?...
La verdad anteriormente propuesta es hoy muy difícil
de admitir para no pocos. Algunos se imaginan –ésa es
la palabra justa, pues se trata de puras imaginaciones–
que «los religiosos, con su vida penitente de privaciones,
llevan un camino triste, que por eso mismo se queda sin
seguidores, es decir, sin vocaciones. Y que en todo caso
no es bueno para los laicos».
Pero están completamente equivocados. A más penitencia
en la vida religiosa, más alegría. A más Cruz, más
Resurrección: es una conexión necesaria. A más perfecta
y evangélica «renuncia al mundo» más atractiva resulta
la vida religiosa, más vocaciones atrae, y para los laicos
también es más edificante y estimada. Esto es así; lo
sabemos por doctrina y por experiencia histórica y presente,
a priori y a posteriori. El pudor cristiano, concretamente,
que hace suya la modestia de los religiosos
en formas seculares, como todas las virtudes evangélicas,
produce necesariamente paz y alegría. Participando
de la Cruz, participa de la Resurrección.
El que se imagina triste la vida penitente de los religiosos
¿ha conocido, por ejemplo, el ambiente espiritual de la Cartuja
o del Carmelo teresiano o de las Hermanitas de los Pobres?
¿Sabe algo, quizá, de «la perfecta alegría» de San Francisco
de Asís, hallada justamente en el hambre, el frío y el
oprobio (Florecillas VIII)? Y siguiendo con Francisco:
¿quién ha unido mejor una vida tan extremadamente penitente
y un amor tan entrañable a las criaturas? (+mi libro De
Cristo o del mundo, IV p., cpt. 1-2; VII, 2-3).
De hecho, cuántas veces corresponde a los que han
renunciado al mundo el hermoso ministerio de consolar a
quienes lo poseen. Cuando éstos no saben tener el mundo
como si no lo tuvieran, necesariamente padecen tristezas
y sufren aquella «tribulación de la carne», que el
Apóstol querría ahorrarles (1Cor 7,28). Cuántas veces
un fraile de pobre hábito ha de confortar a seglares vestidos
con elegancia y lujo. No suele suceder al revés.
¿Quiénes son los que viven la verdadera alegría?
¿Anacrónicos, los religiosos?...
Dicen otros: «se puede conceder, en el mejor de los
casos, que esas penitencias y recogimientos de los sentidos
que se nos han recordado pudieron tener validez
santificante en otros tiempos; pero no en la época actual
».
Ésta es la pobre actitud de los hodiernistas: «hoy es
necesario..., hoy es imposible...» Son éstos, en expresión
acertada de Maritain, «cronólatras», pobres siervos de
su tiempo.
Ya hace años he tratado de este tema, primero con José
Rivera (Hodiernismo, en Cuaderno de Espiritualidad 9; Espiritualidad
católica, cpt. 17; Síntesis de espiritualidad
católica, III p., cpt. 5), y últimamente solo (De Cristo o del
mundo, VII p., cpts. 2-3; Evangelio y utopía, cpts. 3 y 5).
Pues bien, ¿qué le pasa a nuestro tiempo, que en él se
le permite al Espíritu Santo hacer en los cristianos unas
cosas sí y otras no?... Si una persona o comunidad capta
en conciencia unas ciertas mociones del Espíritu Santo,
¿antes de seguirlas, tendrá que mirar primero el calendario
y asegurarse luego de que tales prácticas son tolerables
para la mentalidad del mundo en que se mueven?
¿En el siglo IV, en el XIII o en el XVI era acaso normal
que unos cristianos anduvieran descalzos, vestidos de saco
y con una cuerda a la cintura? Nadie iba así... ¿Y los que
así obraban –monjes antiguos, franciscanos, carmelitas
descalzos– eran en aquellos tiempos fuerzas retrógradas
o progresivas? ¿Vivían plenamente en su siglo, siendo en
buena parte sus protagonistas, o eran más bien elementos
anacrónicos, imitadores repetitivos del Bautista,
del profeta Elías o de algún otro personaje aún más antiguo?...
No se trata de preguntas meramente retóricas, ni tampoco
nos desvían de nuestro tema. Responder bien a estas
cuestiones tiene gran importancia para la valoración
de la historia del pudor cristiano, considerado éste tanto
en religiosos como en laicos.
Cuando Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, pone tanto
interés en que sus monjas velen sus rostros y no los manifiesten
sino a los familiares, ¿se sujeta a alguna costumbre
de su época, es una mujer de su tiempo, el siglo XVI,
o se sitúa más bien al margen de su siglo y del brillante y
paganizante espíritu renacentista? ¿Da ella con eso unas
normas de vida religiosa válidas únicamente para su tiempo?
¿Muestra quizá al establecer en sus Constituciones
esas normas un sentido del pudor morboso, propio de una
mujer desequilibrada, excesivamente medrosa? Convendrá
recordar que estamos hablando de Teresa Sánchez
de Cepeda, o como ella prefería llamarse, con el apellido
materno, Teresa de Ahumada...
Dispone ella, efectivamente, en las Constituciones para
sus monjas: «Han de tener cortado el cabello, por no gastar
tiempo en peinarle. Jamás ha de haber espejo, ni cosa curiosa,
sino todo descuido de sí. A nadie se vea sin velo, si no
fuere padre o madre, hermano o hermana», salvo en caso
prudente, y entonces «no para recreación, y siempre con
una tercera» (14-15). Al padre Jerónimo Gracián, primer provincial
de los Descalzos, que en 1581 iba a revisar en el
Capítulo de los carmelitas ésta y otras normas de las Constituciones
teresianas, le escribe: «ponga vuestra paternidad
lo del velo en todas partes, por caridad. Diga que las mismas
descalzas lo han pedido» (Carta 23-II-1581). Puede, es cierto,
convenir a veces dar licencia de excepción al velo, «mas
yo he miedo no la dé el provincial con facilidad» (Carta 19-
II-1981).
Según eso, ¿piensa Santa Teresa que una mujer peca si
se mira en el espejo o si muestra su rostro a otras personas?
El que hace una pregunta tan tonta ¿conoce a Santa
Teresa? ¿Aprecia su audacia, su realismo, su libertad del
mundo, su experiencia de la vida y de las mujeres, empezando
por su propia experiencia de jovencita vanidosa
(Vida 2)?
Sencillamente, Santa Teresa quiere para sus religiosas
contemplativas unas normas de pudor extremadamente
exigentes, 1º-para fomentar en ellas el recogimiento contemplativo,
evitándoles lo más posible todo peligro de vanidad
o impudor; 2º-para dar un ejemplo muy fuerte de
modestia a las mujeres seglares, animándoles a ser mo16
José María Iraburu
destas, según su modo secular propio; 3º-para expiar
penitencialmente por los muchos pecados de impudor y
de vanidad que se cometen, sobre todo en el mundo; y 4º-
para obtener la conversión de los pecadores. ¿Puede
ponerse a todo esto alguna objeción fundamentada?
Por supuesto que otros institutos religiosos tendrán
carismas fundacionales diversos. Dios los bendiga. Hay en
la santa Iglesia, gracias a Dios, muchas y muy diversas vocaciones:
por tanto, «ande cada uno según el don y la
vocación que el Señor le dió» (1Cor 7,17; +7, 20.24).
En todo caso, al que está afectado de cronolatría –que
es, en algún sentido, una enfermedad mental– ninguna de
las razones aducidas puede convencerle. Él guarda fidelidad
a su propio error y sigue adicto a su norma: «hoy es
necesario... hoy no es posible que...» Siendo como es un
hombre mundano, un «hijo de su siglo», todavía «vive
como niño, sujeto a servidumbre bajo los elementos del
mundo» (Gál 4,3), y considera respetuosamente la ortodoxia
social vigente de su tiempo como un dogma, que
procura preservar piadosamente de toda herejía.
Por el contrario, solamente el hombre cristiano, que
vive en Cristo, nuevo Adán, Señor de la historia, a quien
le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt
28,18), solo él está libre del mundo, solamente él es libre
de su siglo. Y consiguientemente, solo él, por obra
del Espíritu Santo, puede renovar la faz de la tierra. Puede
y debe hacerlo, porque es misión suya, ya que está
viviendo en Jesucristo, Señor y renovador de los tiempos:
«Cristo ayer y hoy / Principio y fin / alfa y omega / suyo es
el tiempo / y la eternidad / a Él la gloria y el poder / por los
siglos de los siglos» (Cirio en Vigilia Pascual).
4. Descristianización
e impudor
Apostasía e impudor
La apostasía y el impudor han crecido en los últimos
tiempos simultáneamente, de modo especial, en los
pueblos más ricos de Occidente. La disminución o la pérdida
del pudor no es, pues, en modo alguno, un fenómeno
aislado y en cierto modo insignificante. La pérdida del
sentido del pudor ha de diagnosticarse según la misma
visión de San Pablo, ya recordada:
Los hombres paganos, alardeando de sabios se hacen
necios, y dan culto a la criatura en lugar de dar culto al
Creador, que es bendito por los siglos. Por eso Dios los
entrega a los deseos de su corazón, y vienen a dar entonces
en todo género de impureza, impudor y fornicación, hasta el
punto de que, perdiendo toda vergüenza, se glorían de sus
mayores miserias (+Rm 1,18-32).
Apostasía e impudor –con muchos otros males intelectuales
y morales– han crecido de forma simultánea.
En los mismos tiempos y en las mismas regiones del mundo
cristiano, se ha desarrollado la avidez desordenada de
gozar de esta vida, el rechazo de la Cruz y de la vida
sobria y penitente, la aceptación de las ideologías y de las
costumbres mundanas, el alejamiento de la eucaristía dominical
y del sacramento de la reconciliación, la escasez
o la ausencia de las vocaciones y de los hijos, la debilitación
o la pérdida de la fe, así como una erotización morbosa
de la sociedad, que los mismos sociólogos señalan.
El impudor generalizado, no es, pues, sino uno más entre
los fenómenos sociales de la descristianización. Y como
tal debe ser entendido y tratado.
En todo caso, junto a esos condicionamientos generales,
podemos señalar ciertas falsificaciones concretas del
cristianismo que más directamente conducen al impudor,
y que lo explican mejor en nuestro tiempo.
Pelagianismo
Los cristianos pelagianos no quieren ver al hombre como
un ser espiritualmente enfermo, herido por un pecado
original, inclinado fuertemente al mal por la concupiscencia,
y que, por tanto, requiere un régimen de vida sumamente
estricto, concretamente en su relación con el
cuerpo y con el mundo. No. Ésas son, según ellos, visiones
antiguas, oscuras, pesimistas, que devalúan la naturaleza
humana, y que felizmente están superadas por el
cristianismo actual, más positivo y optimista; y en definitiva,
más verdadero.
Pues bien, el pelagianismo es una herejía perenne –al
menos como tentación intelectual y práctica–, y hoy tie17
Elogio del pudor
ne innumerables seguidores en las Iglesias locales
descristianizadas. Es una de las malas raíces que produce
el impudor.
Naturalismo
En sintonía con esa visión pelagiana, y rechazando la
tradición católica, se va formulando en los últimos decenios
un cristianismo naturalista, en el que, negando o silenciando
el pecado original, se estima posible para la
humanidad una vida sana y feliz. No es, pues, necesaria
la gracia, pues basta con la naturaleza. No es necesaria
la Sangre de Cristo; basta con su ejemplo. Esta multiforme
falsificación del cristianismo surge sobre todo en los
países más cultos y ricos, hoy, en general, los más profundamente
descristianizados.
Consideremos un ejemplo situado en la Suecia de 1957.
Son los años optimistas de la gran recuperación de Europa,
después de la catástrofe de la II Guerra Mundial. Henri
Engelmann y Gaston Philipson publican el libro Scandinavie,
en el que describen, con la ayuda de magníficas fotografías
en blanco y negro, el encanto fascinante de un cristianismo-
pagano, con acento escandinavo, en el que, concretamente,
el sentido del pudor desaparece ante una naturalidad
corporal recuperada. Escriben ellos:
«En sus Enfances diplomatiques, Wladimir d’Omersson
refiere que en la época en que su padre estaba destinado en
Copenhague, la joven institutriz que acompañaba en verano
a los niños en las playas del Báltico tenía la costumbre de
echarse a las olas sin ningún velo. A una tímida observación
que le hizo la Sra. d’Omersson, esta jovencita, de una virtud
probada y que se disponía a entrar en las Ordenes, había
dado un grito de pudor ofendido: “pero señora, yo no tengo
nada que ocultar”...
«Como hemos dicho, desde que sale el sol, cada fuente de
Oslo, Copenhague o Estocolmo florece de niños desnudos
que se mojan y salpican. En los adultos, el régimen de las
playas no difiere apenas del nuestro... Es más bien al interior
del hogar donde, al azar de nuestros encuentros estivales,
hemos constatado ese mismo aparente impudor, no exclusivo
ahora de los niños más pequeños. En un acogedor pueblo
de Jutlandia, en el que vivía un pastor amigo nuestro, las
dos niñas del patriarca –de siete y ocho años– no llevaban
en pleno verano otro vestido que el lazo de sus cabellos. Y
sucedía a veces que otras personas adultas daban testimonio
de esta misma... simplicidad, quizá menos inocente» (96).
Negar «la vergüenza de la desnudez» (Apoc 3,18) procede
de la apostasía o conduce a ella. Negar la vergüenza
de la desnudez y afirmar su licitud viene a decir, en un
lenguaje implícito sumamente elocuente, que el pecado
original es un cuento.
Pero «si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos
a nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros.
Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él [Jesús]
para perdonarnos y purificarnos de toda iniquidad. En
cambio, si decimos que no hemos pecado, le hacemos pasar
[a Cristo] por mentiroso y su palabra no está en nosotros»
(1Jn 1,8-10).
Hedonismo
En todo el siglo XX, pero especialmente en su segunda
mitad, en los años que siguen a la II Guerra Mundial, se
aviva mucho en Occidente, como reacción a los sufrimientos
pasados y con el estímulo del rápido enriquecimiento
económico, la avidez de gozar de este mundo
presente. Y este impulso coincide, también en muchos
ambientes cristianos, con el optimismo pelagiano y el
naturalismo, que ignorando el pecado original y la necesidad
del recogimiento y del pudor, falsifican la vida cristiana,
y pretendiendo llevarla a la alegría, la llevan a la tristeza
del pecado.
La vida cristiana verdadera, libre de las miserias del
pecado y del mundo, ya desde el bautismo participa de
Cristo, sacerdote y víctima, y por eso tiene siempre un
sentido penitencial profundo, el único que guarda al hombre
en la paz y la alegría. Los cristianos debemos ser
conscientes de que hemos sido enviados al mundo «como
corderos en medio de lobos» (Mt 10,16); más aún, como
corderos gloriosamente destinados a ser ofrecidos en sacrificio
con «el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo» (Jn 1,29).
Y así como Cristo en este mundo «pasó haciendo el bien»
(Hch 10,38), así también los cristianos estamos en este mundo
no tanto para pasarlo bien, sino para pasar por él haciendo
el bien. No tenemos, pues, como ideal supremo gozar
lo más posible del mundo presente, sino que, muy distintos
de aquellos que «no sirven a Cristo, nuestro Señor,
sino a su vientre» (Rm 16,18), estamos «crucificados con el
mundo» visible (+Gál 6,14), que atravesamos caminando
como «forasteros y peregrinos» (1Pe 2,11), y en él vivimos
con la esperanza gloriosa de los bienes celestiales, «pensando
en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,2).
Por eso, es normal que la sobriedad en todo, la modestia y
el pudor, caractericen siempre el estilo de la vida cristiana.
Como también es normal que el impudor y la avidez desordenada
de todos los goces temporales, lícitos o no, caractericen
a quienes «tienen el corazón puesto en las cosas de la
tierra» (Flp 3,19).
Con todo, a propósito de hedonismos, debe quedar muy
claro que el cristiano es en este mundo mucho más
feliz que el pagano. A más Cruz, más Resurrección. Si
el hombre «pierde la vida» por el Reino, la gana. Si entrega
algo por Dios, recibe «ciento por uno». La vida evangélica,
en efecto, evita caer en muchas miserias –injusticias,
enfermedades, odios, disputas, ruinas y separaciones–
más o menos inevitables en una vida de pecado.
Pero el Evangelio, además, haciendo participar a los cristianos
en los mismos bienes de la vida del mundo –trabajo,
salud y belleza, arte y cultura, amistad y acción fecunda–,
hace que experimenten todo lo mundano con
una alegría nueva, inefable, la alegría que procede de vivir
todos esos bienes con Dios, como procedentes de
Dios, como medios que conducen a Dios, es decir, como
verdaderos dones que manifiestan y comunican el amor
de Dios.
Modernismo progresista
El progresismo cristiano actual, consciente de haberse
liberado de muchos lastres multiseculares de la tradición
católica –plagada de ignorancias, errores y falsificaciones–,
está convencido de que ha llegado a descubrir el
verdadero cristianismo.
Por eso, aunque en la cuestión del pudor logremos demostrar
a los progresistas que la tradición católica ha
afirmado siempre el pudor en formas frontalmente contrarias
a las que ellos propugnan, nada conseguiremos
con ello, pues, fieles a su convicción progresista, no vacilarán
en concluir que, si ésa es la verdad histórica, lo único
que demuestra es que, una vez más, el cristianismo
tradicional estaba tradicionalmente equivocado en
estos temas. Con lo cual nuestros argumentos solo conseguirán
confirmarles en su error.
18
José María Iraburu
En efecto, el católico progresista entiende como «una
conquista irrenunciable» la vuelta del pueblo cristiano al
impudor nudista del paganismo. Echa a un lado despectivamente
aquella tradición cristiana del pudor, que hemos
visto desarrollarse en la historia siempre fiel a sí misma, y
no vacila en pensar que todos aquellos antiguos cristianos
–muchos de ellos grandes santos– estaban equivocados.
Sencillamente, el progresista estima que los antiguos
partían de una visión errónea del cuerpo y del pudor, de
una antropología pesimista, heredada de los Santos Padres,
que en estas cuestiones adolecían de un dualismo
platónico patente, despreciador del cuerpo. O imagina
alguna otra explicación erudita semejante.
Se ve que los Padres antiguos, tan asombrosamente
libres frente al mundo antiguo pagano, tanto en su pensamiento
como en sus orientaciones morales, cayeron como
tontos en el agujero del error platónico, sin que el Espíritu
Santo hiciera nada por evitarlo.
Según esto, la historia del pudor cristiano vendría, pues,
a ser la historia de un gran error de la Iglesia, del que
ésta sólo ha podido librarse en la segunda mitad del siglo
XX, cuando los cristianos progresistas, felizmente, se abrieron
mucho más al influjo del mundo pagano. Pobres insensatos.
Efectos providenciales del impudor
Es indudable, sin embargo, que ciertos errores o excesos
del antiguo pudor cristiano se ven purificados con
ocasión del impudor moderno. Por eso, en medio de tantos
errores y perversiones actuales acerca del pudor, reconocemos,
agradecidos al Espíritu de la verdad, que el
impudor moderno ha ocasionado una purificación
de aquellas ideas y prácticas acerca del pudor, que
eran erróneas en algunos ambientes cristianos.
En términos generales, por ejemplo, ha de considerarse
como un progreso en la historia de la espiritualidad
cristiana, no como una decadencia o relajamiento, que un
cristiano, sin problemas de conciencia, pueda ducharse
diariamente, pueda ocasionalmente llevar en su coche a
una señora casada, los dos solos, pueda dar a sus hijos
una educación clara en lo referente a la sexualidad, o
realice cosas semejantes, que en otros tiempos y lugares
quizá no fueran moralmente viables.
Pero en esta «ayuda» del mundo a la espiritualidad cristiana
es preciso distinguir bien. «Todo lo que hay en el
mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de
los ojos y orgullo de la vida» –y ése es el espíritu del
impudor– «no viene del Padre, sino que procede del mundo
» (1Jn 2,16). Lo que propiamente causa el mundo en
muchos cristianos es, lógicamente, el impudor, la fornicación
y el pecado en tantas formas y modalidades.
Por el contrario, es el Espíritu Santo, que procede del
Padre y del Hijo, el que, sirviéndose en parte del fuego
impuro del mundo, y también y más de otros muchos
medios positivos, purifica hoy el sentido del pudor en aquellos
cristianos que viven bajo su influjo. Él es el único que
«renueva la faz de la tierra». Fuera de Él todo es indeciblemente
viejo, y solo es un regreso a vetustas antigüedades
paganas, ya viejas en su época.
En esto, pues, como en tantas otras cuestiones, el mundo
no creyente, incluso el más hostil a la Iglesia, es siempre
ocasión de un perfeccionamiento cristiano, del que
siempre es el Espíritu Santo la única causa. Él es, procediendo
del Padre y del Hijo, «el Espíritu de verdad, que
nos guía hacia la verdad completa» (+Jn 16,13).
Por lo demás, esto es algo que siempre se nos ha enseñado
a los creyentes: que «todas las cosas cooperan al
bien de los que aman a Dios » (Rom 8,28). «Etiam
peccata», añade San Agustín: también los pecados.
Y también el impudor actual.
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