domingo, 2 de mayo de 2010

LA ADMIRACIÓN...


La admiración se opone en particular a una cierta superficialidad que a veces parece afectar a nuestras facultades espirituales, y por consiguiente a la indiferencia o a la rutina que son su consecuencia. Assueta vilescunt, dice un viejo adagio, las cosas reiteradas se envilecen. La capacidad de admiración supone siempre "ojos nuevos", una nueva y original mirada sobre el objeto o la persona que asombra. Como ojos nuevos necesitaron los apóstoles para poder contemplar al Cristo transfigurado. La admiración tiene que ver, pues, con la inteligencia, que se extasía ante la verdad, al percibir su carácter inefable, pero también influye en la voluntad, excitando el amor, según aquello que decía San Francisco de Sales, es a saber, que "el amor hace fácilmente admirar, y la admiración amar” E incluso inspira al sentimiento, suscitando la poesía. De ahí lo que afirmaba San Tomás: "El motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es porque los dos tienen que habérselas con lo maravilloso".

La admiración, que impregna los actos más importantes de la vida religiosa, como la adoración, la alabanza, la reparación, la acción de gracias, es un eco de la inefabilidad del misterio. Por eso la liturgia, escuela de admiración, incluye, si bien a extrema sobriedad, algunas expresiones de asombro, según puede observarse en las antífonas del Oficio Divino llamadas en O, que preparan la Navidad: O Sapientia, O admirabile commercium, etc., así como en el lírico texto del Exsultet o pregón pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio (¡oh admirable dignación de tu piedad para con nosotros!). Asimismo la Escritura, leída con espíritu sapiencial, suscita inevitablemente el impulso admirativo. Cuando Bossuet, en sus "Elevaciónes sobre los misterios", comenta el prólogo del evangelio de San Juan, aquel apóstol al que la tradición llamó "el águila de Pátmos", deja trasuntar la admiración que se despierta en su alma, culminando en una especie de éxtasis literario: "Ay, me pierdo, no puedo más, no puedo decir sino Amén... ¡Qué silencio, qué admiración, qué asombro!". Por algo el P. Alvarez de Paz eximio escritor espiritual, unía inextricablemente la admiración con el silencio.

La admiración entra incluso en los grados más elevados de vida espiritual, particularmente en la contemplación. "La primera y suprema contemplación —dejó escrito San Bernardo— es admiración de la majestad”. Requiere un corazón purificado que fácilmente se eleve a lo superior". Para Ricardo de San Victor el paso de la meditación a la contemplación se opera por un acto de admiración prolongada; más aún, la admiración impregna misma contemplación y en cierta forma la abre al éxtasis: "Por meditación el alma se eleva a la contemplación, por la contemplación a la admiración, por la admiración al éxtasis".

Santa Teresa, en su descripción de los estados místicos; refiere varias veces a la admiración. Allí afirma que el asombro del alma, tras haberse ido acrecentando incesantemente, acaba por apaciguarse en una especie de acostumbramiento, no ciertamente de índole rutinaria, sino de carácter superior, de familiaridad con los esplendores divinos, propio del estado de matrimonio espiritual.


Podemos así concluir con San Francisco de Sales: "No menos que la admiración ha causado la filosofía y atenta investigación de las cosas naturales, también ha causado la contemplación y la teología mística". Hasta estas cumbres nos conduce la admiración, hasta el "entusiasmo", palabra quizás la más elevada que nos legaran los griegos, a la que es preciso rescatar del ámbito psicologista en que ha sido recluida, para volver a descubrir su sentido original; entusiasmo viene de Theos (Dios), significando propiamente el "endiosamiento" de una persona.

La admiración arrastra a la imitación de lo admirado. El ejemplo de la conversión de San Ignacio es clásica: "Si Santo Domingo lo hizo, si San Francisco lo hizo, ¿por qué no yo...?". De ahí la importancia de la admiración en la vida personal y social. Daniélou dejó escrito que "el hombre moderno ha perdido el sentido de esa forma eminente de la admiración que es la adoración". Desde otro punto de vista se advierte que el hombre de nuestro tiempo, sobre todo en el campo intelectual, se va inhabilitando para todo tipo de admiración ennoblecedora en el grado en que pone, en la base de todo conocimiento, la duda en lugar del asombro. Digamos, sin embargo, en un sentido más general, que a veces la gente no se admira porque no encuentra mucho que admirar. Afirmaba Dostoievski que "es una grave enfermedad de nuestros tiempos no saber a quién respetar".

Juntamente con la admiración, exaltemos el valor del deseo, de los deseos. Cuando un candidato pretendía ingresar en la Compañía de Jesús, San Ignacio quería que le preguntasen si tenía deseos de perfección; en el caso de que dudase, había de preguntársele si al menos tenía "deseo de tener deseos". Es que el deseo es ya el comienzo del camino, el comienzo de la imitación del arquetipo. Cada uno es, de alguna manera, lo que admira, cada uno es, de algún modo, al menos potencialmente, lo que desea. De ahí lo que escribía Santa Teresa: "Conviene mucho no apocar los deseos... Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas; aunque luego no tenga fuerzas, el alma da un vuelo y llega a mucho".

El deseo y la admiración son sentimientos hermanados en pos del arquetipo. Por algo enseñaba San Buenaventura que el camino de la perfección pedía "el asentimiento de la razón..., la mirada de la admiración... y el deseo de semejanza”

* P. Alfredo Sáenz.Introducción al libro "Héroes y Santos", Editorial Gladius.

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