domingo, 2 de mayo de 2010

Semana preparatoria de Pentecostés


Lunes
“Tened valor. Yo he vencido al mundo” Jn 16,29-33
Don de temor de Dios
“El don de temor es el que nos ayuda a huir de las ocasiones de perder el amor de Dios”.
Mi querida hija, es un enredo todo eso que me escribís. Cuando esas tonterías se presentan a
vuestro espíritu, éste se enfada y no quisiera hacerles caso; y teme que la cosa no acabe nunca.
Ese temor deja a vuestro espíritu sin fuerzas, pálido, triste y tembloroso; le disgusta ese temor y le
crea otro temor nuevo y así todo se os complica.
Teméis al temor, y luego teméis al temor de temor; os enojáis de vuestro enfado y luego os
enfadáis de haberos enojado por el enfado. He visto a varias personas, que por haber tenido ira,
se encolerizan de haber tenido ira y parece todo ello como esos círculos que se forman en el
agua al tirar una piedrecita, primero un círculo pequeño y de éste sale otro mayor y otro y otro...
Hija mía, ese temor es malo; el temor del Espíritu Santo es un temor que procede del amor,
temor amoroso, el de no agradar a Dios suficientemente. El temor y la esperanza han de ir
inseparablemente unidos; tanto, que si el temor no va acompañado de esperanza, ya no es
temor sino desesperación; y la esperanza sin temor es presunción.
No os paréis tanto a mirar esto o aquello, tened vuestra vista recogida en Dios. No veréis
nunca a Dios sin bondad, ni os veréis a vos misma sin miserias. Y veréis su bondad propicia a
vuestra miseria y vuestra miseria, objeto de su misericordia. (Carta a la Madre de Chantal, 7-3-
1608. XIII, 374, 375)
Martes
“Padre, he glorificado tu nombre... esta es la vida
eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y
a tu enviado, Jesucristo” Jn 17, 1-11
Don de piedad
“El don de piedad es el amor, que va buscando lo que agrada a Dios, nuestro Padre”
Uno se retira en Dios, porque “se aspira”a Él, y “se aspira”a Él porque se retira en Él. De
forma que la aspiración y el retiro espiritual se sostienen mutuamente y ambos provienen de los
buenos pensamientos.
Aspira a menudo a Dios, con impulsos del corazón, cortos pero ardientes. Admira su bondad,
invoca su ayuda, echa tu espíritu al pie de la cruz, adora su bondad, háblale, entrégate a Él mil
veces al día, fija tus ojos interiores en su dulzura, tiéndele la mano, como un niño pequeño hace
con su padre, para que Él te conduzca; ponle sobre tu corazón, como un precioso ramillete.
Esas oraciones que manan espontáneamente del corazón, se llaman jaculatorias pues se
lanzan hacia el Señor como dardos y son el modo de vivir en su intimidad, de impregnarse del
perfume de sus virtudes. Y este ejercicio no es difícil, porque puede entrelazarse con todas
nuestras ocupaciones sin estorbarlas. Y esos breves impulsos no impiden en absoluto la
prosecución de nuestras obligaciones, al contrario, son una ayuda para hacerlas mejor.
El viajero que toma un poco de vino para animarse y refrescarse, aunque se pare un poco, no
por eso deja de seguir su viaje: toma fuerzas para acabarlo con más rapidez y más comodidad;
si se para es para poder avanzar mejor.
Los enamorados tienen siempre fijos sus pensamientos en el objeto de su amor, el corazón
lleno de afectos hacia él, la boca llena de sus alabanzas; si ese amor está ausente, no pierden
ocasión de manifestarle su pasión escribiéndole; y apenas hay un árbol en cuya corteza no
graben el nombre de su amor.
También los que aman a Dios, ellos no cesan de pensar en Él, de vivir para Él, de hablar de
Él. Quisieran, si fuera posible, grabar el nombre de Jesús sobre su cuerpo. Todo les invita a ello.
No hay criatura que no les cante las alabanzas de su Amado. (Introducción a la Vida Devota, 2ª
parte, Capítulo 13. III, 94)
Miércoles
“Padre santo...no ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal Jn 17, 11-19
Don de fortaleza
“Que las Hermanas hagan profesión particular de alimentar su corazón con una devoción
íntima, fuerte y generosa.”
Es preciso que esta devoción sea fuerte: fuerte para soportar las tentaciones, que nunca faltan
a los que quieren con la mejor voluntad servir a Dios. Fuerte para soportar los diferentes
caracteres que hay en la Congregación.
Fuerte para soportar las propias imperfecciones, sin asombrarse de estar sometido a ellas.
Fuerte para combatir las propias imperfecciones. Lo mismo que se necesita una humildad fuerte
para no perder el valor sino poner la confianza en Dios en medio de nuestras debilidades,
también hace falta mucho valor para emprender la corrección y enmienda perfectas.
Fuerte para despreciar las palabras y juicios del mundo que no deja de censurar a los
institutos piadosos, sobre todo a los comienzos.
Fuerte para independizarse de afectos, amistades o inclinaciones particulares, para no vivir
según ellas, sino según la luz de la verdadera piedad.
Fuerte para mantenerse independiente de las ternuras del corazón y de los consuelos, que nos
vienen tanto de Dios como de las criaturas, para no dejarnos comprometer por ellas.
Fuerte para sostener una guerra continua contra nuestras malas inclinaciones, humores,
costumbres y propensiones.
Hay que ser generoso para no asombrarse de las dificultades sino al contrario, acrecentar el
valor con ellas; pues, como dice san Bernardo, no es valiente aquel a quien no se le ensancha el
corazón entre las espinas y las contradicciones.
Generoso para aspirar al más alto grado de la perfección cristiana, no obstante todas las
imperfecciones y debilidades presentes, apoyándose, mediante la perfecta confianza, en la
misericordia divina. (Conversaciones espirituales. 1ª Conversación. VI, 13)
Jueves
“Padre justo... que el amor que me tenías, esté en ellos” Jn 17, 20-26
El don de consejo:
“El amor nos hace cuidadosos, atentos y expertos para elegir los medios propios para servir
bien a Dios.”
Sea por siempre bendito el Ángel del Gran Consejo por los consejos que da y las
exhortaciones que hace a los humanos. El buen consejo del amigo serena el alma.
Pero ¿de qué amigo y de qué consejos hablamos? ¡Del Amigo de los amigos! Sus consejos son
más amables que la miel: el Amigo es el Salvador, sus consejos son para nuestro bien...
Los rayos del sol alumbran al calentar y calientan al alumbrar; la inspiración es un rayo
celestial que lleva a nuestro corazón una luz calurosa con la cual vemos el bien y nos calienta
para ir en su seguimiento. Todo cuanto tiene vida en la tierra se aletarga con el frío del invierno,
pero al volver el calor vital de la primavera, todo vuelve a su vitalidad: los animales terrestres
corren más, los pájaros vuelan más alto y cantan más alegremente y las hojas y las flores de las
plantas crecen a placer.
Sin la inspiración, nuestras almas tendrían una vida perezosa, enfermiza e inútil; pero al
llegar los divinos rayos de la inspiración, sentimos una luz mezclada con un calor vivificante, que
alumbra nuestro entendimiento y despierta y anima nuestra voluntad.
¡Qué felices los que tienen abiertos sus corazones a las santas inspiraciones! Pues nunca
carecerán de las que necesiten para llevar una vida buena y devota en sus condiciones
particulares y poder ejercer santamente su trabajo profesional.
Lo mismo que, valiéndose de la naturaleza, Dios da a cada animal los instintos precisos para
su conservación, nos dará a nosotros, si no resistimos a la gracia, las inspiraciones necesarias
para vivir y obrar, y para conservarnos en la vida espiritual. (Tratado del Amor de Dios. VIII, 9.
V, 85 ss)
Viernes
“Sí, Señor, Tú sabes que te quiero” Jn 21,15-19
Los dones de ciencia y entendimiento:
“El amor considera y penetra en las verdades de la fe y nos da un más perfecto conocimiento
del servicio que debemos a Dios.”
La abeja reina no sale al campo sino rodeada de su pequeño pueblo. Así pasa con la
caridad: nunca entra en un corazón sin llevar consigo la corte de todas las otras virtudes,
haciéndolas ejercitarse y poniéndolas a trabajar, como hace un capitán con sus soldados. Pero
no lo hace todo de golpe, ni siempre igual, ni en todo tiempo o todo lugar.
Es como el árbol plantado junto a la corriente de agua: da fruto a su debido tiempo. La
caridad riega un alma y ésta produce obras virtuosas, cada cual en la estación apropiada...
Sin embargo, hay virtudes de práctica tan universal que no sólo se han de practicar por sí
mismas, sino que han de extender sus cualidades a todas las otras. No tenemos frecuentes
ocasiones de practicar la fortaleza, la generosidad, la grandeza de alma...
Por el contrario, la dulzura, la tolerancia, la humildad, son virtudes que deben impregnar
todos nuestros actos. Hay otras, ciertamente, más excelentes, pero se ejercitan menos
frecuentemente.
De entre las virtudes debemos preferir las que son más conformes a nuestro deber y no las
más conformes a nuestro gusto. Cada estado de vida, cada vocación, necesita practicar alguna
virtud especial...
De las virtudes que no conciernen particularmente a los deberes de nuestro estado, debemos
preferir las más excelentes antes que las más aparentes. Los cometas nos parecen ordinariamente
más grandes que las estrellas y atraen más nuestra vista y sin embargo no son comparables a
ellas ni en tamaño ni en calidad; nos parecen mayores porque están más cerca.
Así, ciertas virtudes son más estimadas del común de los mortales porque son más cercanas,
más sensibles y, por así decirlo, más materiales. El mundo admira más las mortificaciones
corporales que las del corazón: dulzura, bondad, modestia... y sin embargo son superiores.
Escoge pues, las mejores virtudes y no las más estimadas; las más excelentes y no las más
aparentes. (Introducción a la Vida Devota, 3ª parte, Cáp. 1 Tomo III, 123)
Sábado
“El que tenga sed, que venga a Mí, de sus entrañas manarán torrentes
de agua viva” Jn 7,37-39
El don de sabiduría y los frutos del Espíritu Santo
“Este don nos hace apreciar cuán bueno es Dios, y apreciar las vías por las que se va hacia
Él.

El glorioso san Pablo decía así: “El fruto del Espíritu es la caridad, el gozo, la paz, la
paciencia, la bondad, la longanimidad, la mansedumbre, la castidad.” Fíjate, que el Apóstol, al
numerar todos esos frutos del Espíritu Santo, los agrupa todos en un solo fruto, pues no dice: los
frutos del Espíritu, sino EL fruto del Espíritu es la caridad, el gozo, etc.
Hay un misterio en este modo de hablar. La caridad de Dios se derrama en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Ciertamente, la caridad es el único fruto del Espíritu, pero este fruto tiene una infinidad de
excelentes propiedades...
El Apóstol nos quiere decir que el fruto del Espíritu Santo es la caridad, la cual es gozosa,
apacible, paciente, bondadosa, dulce, fiel, modesta, casta; es decir, que el amor divino nos da
una alegría y una consolación interior con una gran paz del corazón, que se mantiene en las
adversidades por la paciencia, y que nos hace amables y benignos para socorrer al prójimo con
una cordial bondad hacia él.
La dilección se llama fruto porque nos deleita y gozamos de su deliciosa suavidad, cual
verdadera manzana del paraíso cogida del árbol de la vida que es el Espíritu Santo, injertado en
nuestro espíritu humano y habitado en nosotros por su misericordia infinita. (Tratado del Amor
de Dios. XI, 19. V, 305)
Domingo de Pentecostés
“Recibid el Espíritu Santo...” Jn 20,19-23
Celebramos hoy la fiesta de los presentes, las dádivas, del don de los dones, que es el Espíritu
Santo.
El Señor, soplando sobre sus Apóstoles, les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”, constituyéndoles
así prelados de su Iglesia y dándoles el poder de atar y desatar.
Podemos considerar la grandeza del don del Espíritu Santo con todos sus efectos, como
enviado por el Padre Eterno y por nuestro Señor a su Iglesia, o también como enviado a cada
uno de nosotros en particular.
El temor, que se llama don del Espíritu Santo, no solamente nos hace temer los juicios divinos
sino que nos hace temer a Dios como Juez nuestro y por tanto, nos lleva a huir del mal y de todo
aquello que sabemos desagrada a Dios. Pero no debemos tener actitud de temor, ni dejarlo
entrar en nuestros corazones, ya que ese lugar ha de estar ocupado por el amor...
La piedad es un temor filial por el cual miramos a Dios como juez, pero también como Padre,
temiendo desagradarle y deseando darle gusto.
Por el don de ciencia, el Espíritu Santo nos ayuda a reconocer las virtudes de las que tenemos
necesidad y los vicios que debemos evitar.
El cuarto don también nos es muy necesario, el de la fortaleza, porque sin él, los precedentes
no nos servirían de nada. ¿En qué consiste este don? Con él se supera uno a sí mismo para
poder someterse a Dios, mortificando y suprimiendo en nosotros toda superfluidad e
imperfección, por pequeñas que sean.
Pero ya resueltos y fortalecidos, necesitamos el don de consejo, para saber escoger las
virtudes que nos son más necesarias, según cada vocación.
El don de entendimiento nos hace comprender la verdad de los misterios de nuestra fe, y la
necesidad que tenemos de fijarnos en la verdadera esencia de las virtudes y no solamente en la
apariencia exterior que puedan tener.
El don de sabiduría nos da sabor, estima y contento en la práctica de la perfección cristiana.
(Sermón del 7-6-1620. IX, 315-317, 322)

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