El bien y el mal. Ahí están. En su lucha interior y en la percepción de nuestro alrededor. El bien y el mal. Ahí están. En nosotros mismos y en los demás. Ahí están. En la intimidad del corazón y en las leyes que dictan los gobiernos. El bien y el mal. Están ahí. En la virtud y en el pecado, en la humildad de los pequeños y en la soberbia de la razón. En calles y plazas, dormitando en el metro, en Canadá o en el Vaticano. O en nuestras propias casas. Ahí, ahí… El hombre es un acto de libertad (o libertad en acto). O una pasión que duda. Y es también un constante esfuerzo moral -un querer ser mejor- o un dejarse llevar por la abulia y la debilidad y el qué dirán. El bien y el mal. Aquí están. En la santidad del amor o en la voluntad homicida del terrorista. O en la tibieza, una vela a Dios y otra al diablo. O en pensar que no pasa nada, que no me afecta, total ¿qué puedo hacer yo por esas mujeres esclavas o por esos niños que matan dentro de sus madres? El bien y el mal. Aquí… Dentro de ti y a tu lado. Por más abstraídos que podamos estar, ya saben, el excesivo trabajo (¡dichosos los que hoy trabajan!), achaques o los números rojos, vemos el bien en los ojos de nuestros hijos y somos conscientes del mal en cualquier página del periódico. El bien y el mal. La verdad y la mentira. La alegría o la tristeza. La vida o la muerte. Hay que elegir, porque no podemos convivir por más tiempo con el término medio, peleles, aletargados en lo insustancial de una existencia anodina, pese al dinero y su afán o a un edulcorado prestigio social que ya me dirán ustedes para qué dentro de cuatro días o cuando nos encontremos a solas, ya me entienden. El bien o el mal. Sin caretas ni disfraces, sin más negociaciones o componendas o disyuntivas. De una vez por todas, con valentía.
Guilermo Urbizo |
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