Límites
Si algo caracterizó al difunto Néstor Kirchner a lo largo de toda su vida fue la desmesura, el descontrol, el desborde de los apetitos más subalternos, en unan palabra, la falta de todo límite. Quienes desde distintas posiciones exigían, o rogaban, ponerle freno a sus malandanzas, chocaban con una casi fatídica imposibilidad: nada ni nadie era capaz de detener la carrera alocada y perversa de este nefasto personaje. Rencoroso, colérico, incendiario, grosero y vulgar al punto de la patanería, indocto, déspota, roído por el odio, animado de un patológico instinto de destrucción, no se detuvo ante ningún límite: ni la ley humana, ni la ley natural, ni la ley de Dios, ni la derrota electoral (al fin y al cabo, la norma suprema de su canonizada democracia), ni menos aún el temor de Dios. Por todo esto su límite, su único límite, fue la muerte; y la muerte súbita, sin aviso previo, caída como rayo: la muerte lo derribó como una sonora, sobrecogedora bofetada de Dios. Así murió este hombre envuelto en sus pasiones, en sus torpezas, en sus ambiciones desmedidas, en sus fobias y delirios, en su patética miseria moral.
Pero esa bofetada de Dios no alcanza sólo a su directo destinatario. Es, de algún modo, una bofetada a toda una dirigencia degradada y, también, a toda una nación que parece haber perdido el rumbo. Por eso, frente a semejante muerte sólo cabe la oración compungida. Miserere. De todo cuanto hemos podido leer en estos días lo único que dio la nota exacta fue el viejo poema del Padre Castellani escrito en 1945 en ocasión de la muerte de otro déspota, Franklin Delano Roosevelt, y que alguien, con singular ingenio, adaptó a las circunstancias del extinto patagón. La ironía de Castellani, envuelta en caridad cristiana, se desgrana en la suave cadencia de sus versos, pone al alma frente a la fragilidad y caducidad de las cosas del mundo y enciende en ella la llama de la compunción.
Pero compunción es, precisamente, lo que faltó en esta parafernalia fúnebre que envolvió al país durante largas horas. Desfiló ante el féretro una multitud variopinta en la que, junto a algunas muestras sinceras de dolor (se ha de reconocer), sobreabundaron los gestos airados de crispación o de estúpido triunfalismo. Por otra parte, los exponentes de todo el arco político, social, cultural, mediático y aún religioso, no hicieron más que derramar, sin excepción, falsos elogios, insinceros ditirambos, desmesurados lugares comunes en los que nadie cree: una verdadera feria de la hipocresía. Hasta el Cardenal Primado, de quien cabía esperar un gesto de compunción, se sumó a la tónica general. En su homilía recordó, y más de una vez, que el muerto fue “ungido por su pueblo”. Qué triste, Eminencia, que sea usted, precisamente, quien, en la hora solemne de la muerte, traiga a colación esta “unción” mendaz y frívola de las democracias. ¡Cuánto más le hubiese válido al infeliz difunto haber sido ungido con el sagrado óleo del Sacramento de la Unción!
Por eso es bueno tener en cuenta los versos de Castellani: Piensen todos en la pálida/ que a todos apunta y tira/ vayan limpiando las ánimas/ de mentira.
Qué el Buen Dios nos libre de la Mentira para que, con el ánima limpia, seamos capaces de recibir lo que su Divina Providencia quiere decirnos con esta muerte impuesta como límite a la desmesura de un hombre que se creyó capaz, en su pequeña miseria, de osarlo todo y, al final, sólo se encontró con su nada.
Recemos por su alma. Miserere.
Mario Caponnetto
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