«Cuando esté puesto en el alto, es decir, en la cruz, traeré todas las cosas a mí; es decir, aseguraré mi dominación y mi victoria sobre el mundo». En estas palabras, solemnemente proféticas, descubrió el Señor a sus discípulos a un mismo tiempo lo poco que valían para la conversión del mundo las profecías que anunciaron su advenimiento, los milagros que publicaban su omnipotencia, la santidad de su doctrina, testimonio de su gloria, y lo poderoso que había de ser para obrar este prodigio su inmensísimo amor, revelado a la tierra en su crucifixión y en su muerte.
Ego veni in nomine Patris mei, et non accipitis me: si alius venerit in nomine suo, illum accipietis (Io 5,43). En estas palabras está anunciando el triunfo natural del error sobre la verdad, del mal sobre el bien. En ellas está el secreto del olvido en que tenían puesto a Dios todas las gentes, de la propagación asombrosa de las supersticiones paganas, de las hondas tinieblas tendidas por el mundo, así como el anuncio de las futuras crecientes de los errores humanos, de la futura disminución de la verdad entre los hombres, de las tribulaciones de la Iglesia, de las persecuciones de los justos, de las victorias de los sofistas, de la popularidad de los blasfemos. En aquellas palabras está como encerrada la historia, con todos los escándalos, con todas las herejías, con todas las revoluciones. En ellas se nos declara por qué, puesto entre Barrabás y Jesús, el pueblo judío condena a Jesús y escoge a Barrabás; por qué, puesto hoy el mundo entre la teología católica y la socialista, escoge la socialista y deja la católica; por qué las discusiones humanas van a parar a la negación de lo evidente y a la proclamación de lo absurdo. En esas palabras, verdaderamente maravillosas, está el secreto de todo lo que nuestros padres vieron, de todo lo que verán nuestros hijos, de todo lo que vemos nosotros; no; ninguno puede ir al Hijo, es decir, a la verdad, si su Padre no le llama; palabras profundísimas que atestiguan a un tiempo mismo la omnipotencia de Dios y la impotencia radical, invencible, del género humano.
Pero el Padre llamará, y le responderán las gentes: «El Hijo será puesto en la cruz y atraerá a sí todas las cosas»; ahí está la promesa salvadora del triunfo sobrenatural de la verdad sobre el error, del bien sobre el mal; promesa que será del todo cumplida al fin de los tiempos.
ASÍS:
En una iniciativa “muy deseada por el demonio,con el apoyo de Benedicto XVI,” cinco no creyentes participarán en la jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, que tendrá lugar en Asís el 27 de octubre.
“Son personas del mundo de la cultura, la ciencia y la filosofía, que no pertenece a ninguna expresión religiosa organizada, sino que representan – aunque de manera diferente – la multitud de los que no profesan ningún credo y sin embargo, que tienen una ética y la visión humanista de la existencia y el ser “, escribe el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura desde el año 2007.
“Estos no creyentes, que han aceptado con entusiasmo a los peregrinos por la paz y la justicia junto con los creyentes, sin duda tiene algunas respuestas, las concepciones e ideas en sus cabezas y sus corazones, pero quiero hacer preguntas a los que creen en el fin de tener una utilidad el intercambio sobre las cuestiones fundamentales de la vida y la muerte, la verdad y la mentira, la trascendencia y la inmanencia, la justicia, el bien y el mal y la violencia, la paz y la guerra, el amor y el dolor “, añadió.
La Iglesia de Jesucristo venía anunciada por grandes profetas y representada en símbolos o figuras desde el principio de los tiempos. Su mismo divino Fundador, al abrir sus zanjas inmortales y al modelar en un molde maravilloso sus divinas jerarquías, puso ante los ojos de sus apóstoles su historia advenidera; allí anunció sus grandes tribulaciones, sus persecuciones sin ejemplo; vio pasar uno por uno y unos en pos de otros, en sangrienta procesión, sus confesores y sus mártires. Dijo cómo las potestades del mundo y del infierno ajustarían contra ella, en odio a él, paces horribles y sacrílegas alianzas, y de qué manera triunfaría, por su gracia de todas las potestades del mundo y del infierno. Tendió por toda la prolongación de los tiempos su vista soberana, y anunció el fin de todas las cosas y la inmortalidad de su Iglesia, transformada en aquella Jerusalén celestial vestida de luz y de piedras resplandecientes, llena de gloria y empapada en perfumes de suavísimas fragancias. A pesar de esto, el mundo, que la vio siempre perseguida y siempre triunfante, que ha podido contar y ha contado por sus tribulaciones sus victorias, le da perpetuamente nuevas victorias con sus nuevas tribulaciones, cumpliendo así ciegamente la grande profecía, al mismo tiempo que se olvida de lo profetizado y del Profeta. La Iglesia es perfecta y santísima, así como su divino Fundador fue perfecto y santísimo. Ella también, y sólo ella, pronuncia en presencia del mundo aquella palabra nunca oída: «¿Quién me argüirá de error? ¿Quién me argüirá de pecado?». Y a pesar de esa extraña palabra que ella sola pronuncia, el mundo ni la desmiente ni la sigue sino con sus vituperios. Su doctrina es maravillosa y verdadera, porque es la enseñada por el gran Maestro de toda verdad y el gran Hacedor de toda maravilla, y, sin embargo, el mundo cursa estudios en la cátedra del error y pone un oído atento a la elocuencia vana de impúdicos sofistas y de oscuros histriones. Recibió de su divino Fundador la potestad de hacer milagros, y los hace, siendo ella misma un milagro perpetuo; y, sin embargo, el mundo la llama vana superstición y vergonzosa y es dada en espectáculo a los hombres y a las gentes. Sus propios hijos, amados con tanto amor, ponen su mano sacrílega en el rostro de su ternísima Madre, y abandonan el santo hogar que protegió su infancia, y buscan en nueva familia y en nuevo hogar no sé qué torpes delicias y qué impuros amores; y de esta manera va siguiendo el anunciado camino de su dolorosa pasión, no conocida del mundo y desconocida de los heresiarcas.
Hoy los pastores han apartado la luz de sus ojos, cerrando sus corazones a las portentosas consolaciones y sublimes esperanzas alejándose de Nuestro Señor para fornicar con el mundo y haciendo oídos sordos al reclamo de los ducísimos amores a los que son llamados, para caer en el abismo de la traición desde la eminencia de sus apostolados.
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