lunes, 19 de septiembre de 2011

Nuestra Señora de La Salette, 19 de septiembre de 1846: “Roma perderá la fe y se convertirá en la sede del anticristo (…) la Iglesia será eclipsada”.

Publicado por la Pastora de la Salette con "imprimatur" de Mons. el obispo de Lecce. Versión tomada del libro "Celle qui pleura" de León Bloy —Apéndice— editado en París, MCMVIII (Société du Mercure de France). La traducción, que ha procurado ser lo más literal posible, ha sido realizada especialmente para esta revista por Pablo Williams.


El 18 de setiembre, víspera de la santa Aparición de la Santa Virgen, me encontraba sola, como de costumbre, cuidando las cuatro vacas de mis amos. Hacia las once de la mañana ví venir hacia mí unPublicado por la Pastora de la Salette con "imprimatur" de Mons. el obispo de Lecce. Versión tomada del libro "Celle qui pleura" de León Bloy —Apéndice— editado en París, MCMVIII (Société du Mercure de France). La traducción, que ha procurado ser lo más literal posible, ha sido realizada espalmente para esta revista por Pa muchachito. Al verlo, me asusté, pues me parecía que todo el mundo debía ya saber que yo huía toda clase de compañía. El niño se me acercó y me dijo: —"Pequeña, voy contigo. yo soy también de Corps". Ante estas palabras mi mecial genio se hizo ver enseguida, y retrocediendo unos pasos, le dije: —"No quiero a nadie aquí, quiero estar sola". Luego me alejé, pero el niño me seguía diciéndome: —"Vamos, dé-jame estar contigo, mi patrón me dijo que viniera a cuidar mis vacas con las tuyas; soy de Corps".
Me alejé de él haciéndole saber por señas de que no quería a nadie allí. Una vez alejada, me senté sobre la hierba. Allí conversaba con las florecitas de Dios.
Un momento después miro detrás de mí y encuentro a Maximin sentado muy cerca. Enseguida me dijo: "Déjame estar a tu lado, me portaré bien". Pero mi mal genio no entendió razones. Me levanto con precipitación, huyo un poco más lejos sin decirle nada, y me pongo a jugar nuevamente con las flores de Dios. Al instante, Maximin estaba otra vez allí diciéndome que se portaría bien, que no hablaría, que se aburriría estando solo, que su patrón le había mandado con-migo … etc. Esta vez tuve lástima, le indiqué que se sentara, y continué con las flores de Dios.
Maximin no tardó en romper el silencio; se puso a reír (creo que se burlaba de mí) ; lo miro y me dice: —"Divirtámonos, juguemos a algo". No le contesté nada, pues yo era tan ignorante que, habiendo estado siempre sola, no comprendía nada acerca de jugar con otra persona. Me entretenía sola con las flores y Maximin, acercándose a mi lado, no dejaba de reírse, diciéndome que las flores no tenían orejas para oírme y que debíamos jugar juntos. Pero a mí no me gustaba el juego que me proponía. Sin embargo, empecé a hablarle, y él me, dijo que pronto iban a terminar los diez días que debía pasar con su patrón y que luego iría a Corps a casa de su padre, etc.
Mientras me hablaba, se oyó la campana de la Salette; era el Angelus. Con un gesto le indiqué a Maximin que elevara su alma a Dios. Se descubrió la cabeza y guardó silencio por un momento. Luego le dije: —"¿Quieres comer? —Sí, me dijo. Vamos. "Nos senta­mos; saqué de mi bolsa las provisiones que me habían dado mis patrones y, según mi cos­tumbre, antes de cortar mi pequeño pan redondo hice una cruz sobre él con la punta de mi cuchillo y un agujerito en el medio, diciendo: —"Si el diablo está allí, que salga, si Dios está allí, allí se quede" y rápido, muy rápido recubrí el agujerito. Maximin lanzó una car­cajada y dio un puntapié a mi pan que se escapó de entre mis manos, rodó hasta el fondo de la montaña, y se perdió.
Yo tenía otro pedazo de pan. Lo comimos juntos. Después, jugamos. Luego, dán­dome cuenta que Maximin debía tener necesidad de comer, le señalé un lugar de la mon­taña cubierto de pequeños frutos. Le aconsejé comer algunos, cosa que hizo de inmediato; comió, y trajo su gorra llena. Al anochecer, bajamos juntos la montaña, y nos prometimos volver a cuidar juntos nuestras vacas.
Al día siguiente, 19 de setiembre, me encuentro caminando nuevamente con Maxi­min; trepamos juntos la montaña. Encontraba a Maximin muy bueno, muy simple y que hablaba con gusto de lo que yo quería hablar; era también muy dócil, sin aferrarse a su sentimiento; sólo era un poco curioso, pues, cuando yo me alejaba de él, en cuanto me veía detenerme, corría rápidamente a ver lo que hacía y oír lo que decía a las flores de Dios, y, si no llegaba a tiempo, me preguntaba qué había dicho. Maximin me dijo que le enseñara un juego. La mañana estaba avanzada; le dije que juntáramos flores para hacer el "Paraíso".
Nos pusimos los dos a la obra. Pronto tuvimos una buena cantidad de flores de dis­tintos colores. Se oyó el Angelus de la villa pues el cielo estaba sereno y sin nubes. Des­pués de haber dicho a Dios lo que sabíamos le dije a Maximin que debíamos llevar nues­tras vacas a un pequeño terreno, cerca de una pequeña barranca donde habría piedras para construir el "Paraíso". Llevamos nuestras vacas al lugar señalado y enseguida hicimos nuestra pequeña cena. Luego, nos pusimos a llevar las piedras y a construir nuestra casita que consistía en una planta baja que se decía ‘ nuestra habitación y Luego un piso encima que era, según nosotros, el "Paraíso".
Este piso estaba todo adornado de flores de distintos colores con coronas suspendidas de tallos de flores. El "Paraíso" estaba cubierto por una sola y ancha piedra que habíamos recubierto de flores; habíamos colgado también coronas a su alrededor. Terminado el "Pa­raíso" lo contemplamos; nos vino el sueño, nos alejamos dos pasos de allí, y nos dormimos sobre la hierba.
Sin hacerlo caer, la Bella Señora se sienta sobre nuestro "Paraíso".
II
Al despertarme y no ver nuestras vacas llamo a Maximin y trepo el pequeño montículo. Habiendo visto que nuestras vacas estaban tranquilamente recos­tadas, yo bajaba de allí y Maximin subía, cuando, de pronto, veo una bella luz más brillante que el sol, y apenas he podido decir estas palabras: —"¿Maximin, ves, allá? ¡Ah! ¡Dios mío! "Al mismo tiempo dejo caer el bastón que tenía en la mano. No sé qué de delicioso acontecía en mí en ese momento, pero yo me sentía atraída, sentía un gran respeto lleno de amor, y mi corazón hubiera que­rido correr más rápido que yo.
Yo miraba fijamente esta luz que estaba inmóvil, y, como si ella se hubiese abierto, percibí otra luz mucho más brillante, y que estaba en movimiento y, en esta luz, una Bellísima Señora sentada sobre nuestro "Paraíso" con la cabeza en­tre sus manos. Esta Bella Señora se ha levantado, ha cruzado un poco sus brazos, y mirándonos, nos ha dicho: "Acercaos, hijitos míos, no tengáis temor, estoy aquí para anunciaros una gran noticia " . Estas dulces y suaves palabras me hicieron volar hacia ella, y mi corazón hubiese querido estrecharse a ella para siempre. Habiendo llegado muy cerca de la Bella Señora, frente a ella, a su de recha, comienza ella su discurso y también las lágrimas comienzan a correr de sus bellos ojos.
"Si mi pueblo no quiere someterse estoy forzada a dejar libre la mano de mi Hijo. Es tan grave y pesada que no puedo retenerla más.
¡Hace cuánto tiempo que sufro por vosotros! Si quiero que mi Hijo no os abandone, debo rogarle sin pausa. Y en cuanto a vosotros, no hacéis caso de ello. Por más que roguéis, por más que hagáis, jamás podréis recompensar la pena que me he tomado por vosotros.
Os he dado seis días para trabajar, me he reservado el séptimo, y no se quiere acordármelo. Esto es lo que hace tan pesado el brazo de mi Hijo.
Los que conducen los carros no saben hablar sin introducir el nombre de mi Hijo en sus juramentos. Son ambas cosas lo que hacen tan pesado el brazo de mi Hijo.
Si la cosecha se echa a perder, sólo es a causa de vosotros.
Os lo he hecho ver el año pasado con las papas. Vosotros no habéis hecho caso de ello; al contrario, cuando encontrábais las echadas a perder jurábais y usábais el nombre de mi Hijo. Ellas seguirán echándose a perder; en Navidad no habrá más".
Aquí yo trataba de comprender la palabra "pommes de terre"; creía com­prender que significaba "pommes" (papas). La Bella y Buena Señora, adivi­nando mi pensamiento, continuó así:
"¿No lo comprendéis, mis hijitos? Os lo diré de otra manera".
La traducción en francés es la siguiente:
"Si la cosecha se arruina es sólo por vosotros; os lo he hecho ver el año pasado con las papas y vosotros no habéis hecho caso de ello, al contrario, cuando encontrábais las arruinadas, jurábais y usábais el nombre de mi Hijo. Van a seguir echándose a perder, y en Navidad no habrá más.
Si tenéis trigo, no hay que sembrarlo.
Todo lo que sembréis, lo comerán las bestias, y lo que crezca, caerá hecho polvo al cernirlo. Va a venir una gran hambre. Antes que el hambre venga, los niñitos menores de siete años tendrán un temblor, y morirán entre las manos de las personas que los sostengan; los demás harán penitencia con el hambre. Las nueces se echarán a perder, los racimos se pudrirán".
Aquí, la Bella Señora, que me tenía encantada, quedó un momento sin ha­cerse oír; veía, sin embargo, que seguía moviendo graciosamente sus amables labios como si hablase. Maximin recibía entonces su secreto. Luego, dirigién­dose a mí, la Santísima Virgen me habló, y me dio un secreto en francés. He aquí este secreto, tal como ella me lo ha dado:
III 
1. Melanie, lo que voy a decirte ahora no permanecerá siempre en secreto. Podrás publicarlo en 1858. 
2. Los sacerdotes, ministros de mi Hijo, los sacerdotes, por su mala vida, por sus irre­verencias y su impiedad al celebrar los santos misterios, por amor del dinero, por amor del honor y de los placeres, los sacerdotes se han transformado en cloacas de impureza. Sí, los sacerdotes reclaman venganza, y la venganza está suspendida sobre sus cabezas. ¡Desdicha de los sacerdotes y las personas consagradas a Dios que por sus infidelidades y su mala vida crucifican de nuevo a mi Hijo! Los pecados de las personas consagradas a Dios claman al cielo, y llaman la venganza, y he aquí que la venganza está a sus puertas, pues no hay más nadie para implorar misericordia y perdón para el pueblo; no hay más almas genero­sas, no hay más persona digna de ofrecer la Víctima sin mancha al Eterno en favor del mundo. 
3. Dios va a golpear de una manera sin ejemplo. 
4. ¡Desdichados los habitantes de la tierra! Dios va a agotar su cólera, y nadie podrá sustraerse a tantos males reunidos. 
5. Los jefes, los conductores del pueblo de Dios, han descuidado la oración y la peni­tencia, y el demonio ha oscurecido sus inteligencias; se han convertido en esas estrellas errantes que el viejo diablo arrastrará con su cola para hacerlos perecer. Dios permitirá a la antigua serpiente poner divisiones entre los que reinan, en todas las sociedades y en toda las familias; se sufrirán penas físicas y morales; Dios abandonará los hombres a sí mismos y enviará castigos que se sucederán durante más de treinta y cinco años. 
6. La sociedad está en la víspera de las plagas más terribles y de los más grandes acontecimientos; hay que esperar ser gobernado por una vara de hierro y beber el cáliz de la cólera de Dios. 
7. Que el Vicario de mi Hijo, el Soberano Pontífice Pío IX, no salga más de Roma después del año 1859; pero que sea firme y generoso, que combata con las armas de la fe y del amor; yo estaré con él. 
8. Que desconfíe de Napoleón; su corazón es doble y cuando querrá ser a la vez Papa y emperador, enseguida Dios se retirará de él; él es esa águila que, queriendo siempre elevarse, caerá sobre la espada con que deseaba servirse para obligar a los pueblos a elevarle. 
9. Italia será castigada por su ambición al querer sacudirse el yugo del Señor de los Señores; también ella será entregada a la guerra, la sangre correrá por todas partes; las iglesias serán cerradas o profanadas; los sacerdotes, los religiosos serán expulsados; se los hará morir y morir de una muerte cruel. Muchos abandonarán la Fe y será grande el nú­mero de los sacerdotes y religiosos que se apartarán de la verdadera religión; entre estas personas habrá incluso Obispos. 
10. Que el Papa se cuide de los hacedores de milagros pues ha llegado el tiempo en que los prodigios más asombrosos tendrán lugar sobre la tierra y en los aires. 
11. En el año 1864, Lucifer con un gran número de demonios serán soltados del in­fierno: abolirán la fe poco a poco, incluso en las personas consagradas a Dios; los cegarán de tal manera, que, a menos de una gracia particular, estas personas tomarán el espíritu de esos ángeles malos; muchas casas religiosas perderán enteramente la fe y perderán muchas almas. 
12. Los malos libros abundarán sobre la tierra y los espíritus de las tinieblas exten­derán en todas partes un relajamiento universal para todo lo que concierne al servicio de Dios; tendrán un gran poder sobre la naturaleza; habrá iglesias para servir a estos espíritus. De un lado a otro serán transportadas personas por estos malos espíritus e incluso sacer­dotes, pues ellos no se habrán conducido según el buen espíritu del Evangelio, que es espíritu de humildad, de caridad y de celo por la gloria de Dios. Se resucitará a muertos y a justos [es decir que esos muertos tomarán la figura de almas justas que han vivido sobre la tierra, con el fin de seducir mejor a los hombres; éstos que se dicen muertos resucitados, que no serán sino el demonio bajo sus figuras, predicarán otro Evangelio contrario al del verdadero Cristo-Jesús, negando la existencia del cielo o aún las almas de los condenados. Todas estas almas parecerán unidas a sus cuerpos] (nota de Melanie). Habrá en todas partes prodigios extraordinarios puesto que la verdadera fe se ha extinguido y la falsa luz ilumina al mundo. Desdichados los Príncipes de la Iglesia que sólo se hayan ocupado en acumular riquezas sobre riquezas, en salvaguardar su autoridad y en dominar con orgullo. 
13. El Vicario de mi Hijo tendrá mucho que sufrir, pues, por un tiempo, la Iglesia será librada a grandes persecuciones; esto será el tiempo de las tinieblas; la Iglesia tendrá una crisis terrible.
14. Olvidada la santa fe de Dios, cada individuo querrá guiarse por sí mismo y ser superior a sus semejantes. Se abolirán los poderes civiles y eclesiásticos, todo orden y toda justicia serán pisoteados; sólo se verán homicidios, odio, celos, mentira y discordia, sin amor por la patria ni por la familia. 
15. El Santo Padre sufrirá mucho. Yo estaré con él hasta el fin para recibir su sacrificio. 
16. Los malvados atentarán muchas veces contra su vida sin poder dañarle; pero ni él ni su sucesor… verán el triunfo de la Iglesia de Dios. 
17. Los gobiernos civiles tendrán todos un mismo designio, que será abolir y hacer desaparecer todo principio religioso para hacer lugar al materialismo, al ateísmo, al espiritismo y a toda clase de vicios. 
18. En el año 1865 se verá la abominación en los lugares santos; en los conventos, las flores de la Iglesia se pudrirán y el demonio se hará como rey de los corazones. Que los que están a la cabeza de las comunidades religiosas tengan cuidado con las personas que deben recibir, pues el demonio hará uso de toda su malicia para introducir en las órde­nes religiosas personas entregadas al pecado, ya que los desórdenes y el amor de los pla­ceres carnales serán extendidos por toda la tierra. 
19. Francia, Italia, España e Inglaterra estarán en guerra; la sangre correrá en las calles, el francés combatirá con el francés, el italiano con el italiano; luego habrá una guerra general que será espantosa. Por un tiempo Dios no se acordará de Francia ni de Italia, puesto que el Evangelio de Jesucristo no se conoce ya más. Los malvados desple­garán toda su malicia; se matará, se masacrará mutuamente hasta en las casas.
20. Al primer golpe del rayo de su espada las montañas y la tierra entera temblarán de pavor puesto que los desórdenes y los crímenes de los hombres traspasan la bóveda de los cielos. París será quemada y Marsella será engullida por el mar, muchas grandes ciu­dades serán sacudidas y engullidas por terremotos: se creerá que todo está perdido; sólo se verán homicidios, sólo se oirán estrépito de armas y blasfemias. Los justos sufrirán mucho; sus oraciones, sus penitencias y sus lágrimas subirán hasta el Cielo y todo el pueblo de Dios pedirá perdón y misericordia, y pedirá mi ayuda y mi intercesión. Entonces Jesucristo, por un acto de su justicia y de su misericordia, ordenará a sus ángeles que todos sus enemigos sean ejecutados. De pronto, los perseguidores de la Iglesia de Jesucristo y todos los hom­bres entregados al pecado perecerán, y la tierra será como un desierto. Entonces se hará la paz, la reconciliación de Dios con los hombres. Jesucristo será servido, adorado y glori­ficado; en todas partes florecerá la caridad. Los nuevos reyes serán el brazo derecho de la Santa Iglesia que será fuerte, humilde, piadosa, pobre, celosa e imitadora de las virtudes de Jesucristo. El Evangelio será predicado en todas partes, y los hombres harán grandes pro­gresos en la fe, porque habrá unidad entre los obreros de Jesucristo y los hombres vivirán en el temor de Dios. 
21. Esta paz entre los hombres no será larga; veinticinco años de abundantes cosechas les harán olvidar que los pecados de los hombres son causa de todas las aflicciones que acontecen sobre la tierra. 
22. Un precursor del anticristo con sus ejércitos de varias naciones combatirá contra el verdadero Cristo, el único Salvador del mundo; derramará mucha sangre y querrá ani­quilar el culto de Dios para hacerse tener como un Dios. 
23. La tierra será golpeada por toda clase de plagas (además de la peste y el hambre, que serán generales) ; habrá guerras hasta la última guerra, que será hecha por los diez reyes del anticristo, que tendrán todos un mismo designio, y serán los únicos que gober­narán el mundo. Antes que esto acontezca habrá una especie de falsa paz en el mundo; sólo se pensará en divertirse; los malvados se entregarán a toda clase de pecados, pero los hijos de la Santa Iglesia, los hijos de la fe, mis verdaderos imitadores, crecerán en el amor de Dios y en las virtudes que me son más queridas. Dichosas las almas humildes conducidas por el Espíritu Santo. Yo combatiré con ellas hasta que lleguen a la plenitud del tiempo. 
24. La naturaleza reclama venganza para los hombres, y, esperando lo que debe ocurrir a la tierra manchada de crímenes, se estremece de pavor. 
25. Tiembla, tierra, temblad vosotros, los que hacéis profesión de servir a jesucristo y que por dentro os adoráis a vosotros mismos; pues Dios va a entregaros a su enemigo, puesto que los lugares santos se hallan en la corrupción; muchos conventos no son más las casas de Dios sino el pasto de Asmodeo y los suyos. 
26. Será durante este tiempo que nacerá el anticristo, de una religiosa hebrea, de una falsa virgen que tendrá comunicación con la antigua serpiente, el señor de la impureza; su padre será Ev.; al nacer vomitará blasfemias, tendrá dientes; será, en una palabra, el diablo encarnado; lanzará gritos terribles, hará prodigios, sólo se alimentará de impurezas. Tendrá hermanos que, aunque no sean demonios encarnados como él, serán hijos del mal; a los doce años se señalarán por sus valientes victorias, pronto estará cada uno a la cabeza de ejércitos asistidos por legiones del infierno. 
27. Las estaciones se alterarán, la tierra sólo producirá malos frutos, los astros per­derán sus movimientos regulares, la luna sólo reflejará una débil luz rojiza; el agua y el fuego darán al orbe de la tierra movimientos convulsivos y horribles terremotos que engullirán montañas, ciudades, etc. 
28. Roma perderá la fe y se convertirá en la sede del anticristo. 
29. Los demonios del aire con el anticristo harán grandes prodigios sobre la tierra y en los aires, y los hombres se pervertirán cada vez más. Dios cuidará de sus fieles servidores y de los hombres de buena voluntad; el Evangelio será predicado en todas partes, ¡Todos los pueblos y todas las naciones tendrán conocimiento de la verdad! 
30. Yo dirijo un apremiante llamado a la tierra; llamo a los verdaderos discípulos de Dios viviente y reinante en los cielos; llamo a los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre, el único y verdadero Salvador de los hombres; llamo a mis hijos, mis verdaderos devotos, aquellos que se han entregado a mí para que los conduzca a mi Hijo divino, aquellos que, por así decir, llevo en mis brazos; aquellos que han vivido de mi espíritu; llamo en fin a los apóstoles de los últimos tiempos, los fieles discípulos de Jesucristo que han vivido en desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en el desprecio y en el silencio, en la oración y en la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios, en el sufrimiento y desconocidos del mundo. Es tiempo de que salgan y vengan a iluminar la tierra. Id y mostraos como mis hijos queridos, yo estoy con vosotros y en vosotros con tal vuestra fe sea la luz que os ilumine en estos días de infortunio. Que vuestro celo os haga como hambrientos de la gloria y del honor de Jesucristo. Combatid, hijos de la luz, vosotros, los pocos que veis, pues he aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines. 
31. La Iglesia será eclipsada, el mundo se hallará en la consternación. Pero he aquí a Enoch y Elías llenos del Espíritu de Dios; ellos predicarán con la fuerza de Dios, y los hombres de buena voluntad creerán en Dios, y muchas almas serán consoladas; harán grandes progresos por virtud del Espíritu Santo y condenarán los errores diabólicos del anticristo.
32. ¡Desdichados los habitantes de la tierra! habrá guerras sangrientas y hambres, pestes y enfermedades contagiosas; habrá lluvias de un espantoso granizo de animales, truenos que sacudirán las ciudades, terremotos que engullirán países; se oirán voces en los aires, los hombres se darán de golpes con su cabeza en los muros; llamarán a la muerte y, por otro lado, la muerte hará su suplicio, la sangre correrá por todas partes. ¿Quién podrá vencer si Dios no disminuye el tiempo de la prueba? Por la sangre, las lágrimas y las oraciones de los justos Dios se dejará doblegar; Enoch y Elías serán matados; Roma pagana desaparecerá; el fuego del cielo caerá y consumirá tres ciudades; todo el universo será sa­cudido de terror, y muchos se dejarán seducir porque no han adorado al verdadero Cristo viviente entre ellos. Es el momento; el sol se oscurece; sólo la fe vivirá.
33. He aquí el tiempo; el abismo se abre. He aquí el rey de los reyes de las tinieblas. He aquí a la bestia con sus súbditos, diciéndose salvador del mundo. Se elevará con orgullo en los aires para ir hasta el cielo; será ahogado por el soplo de San Miguel Arcángel. Caerá, y la tierra, que desde hace tres días estará en continuas evoluciones, abrirá su seno lleno de fuego, él será sumergido para siempre con todos los suyos en los abismos eternos del infierno. Entonces el agua y el fuego purificarán la tierra y consumirán todas las obras del orgullo de los hombres y todo será renovado: Dios será servido y glorificado. 
IV 
Enseguida la Santa Virgen me dio, también en francés, la Regla de una nueva Orden religiosa.
Después de darme la Regla de esta nueva Orden religiosa, la Santa Virgen continuó así su Discurso:
"Si ellos se convierten, las piedras y las rocas se transformarán en trigo, las papas se encontrarán sembradas en los campos. ¿Hacéis bien vuestra oración, hijos míos?". Respondimos los dos:
"¡Oh! no, Señora, no muy bien".
"¡Ah! hijos míos, hay que hacerla bien, por la noche y por la mañana. Cuando no podáis hacer mejor, decid un Pater y un Ave María; y, cuando tengáis tiempo y podáis hacerla mejor, diréis más.
Sólo van algunas mujeres un poco ancianas a Misa; los demás trabajan en domingo todo el verano. Y en el invierno, cuando no saben qué hacer sólo van a Misa para burlarse de la religión. En Cuaresma van a la carnicería como perros.
"¿No habéis visto el trigo hachado a perder, hijos míos?".
Los dos contestamos: —" ¡Oh! no, Señora".
La Santa Virgen dijo dirigiéndose a Maximin: "Pero tú, hijo mío, tú ‘ debes haberlo visto con tu padre una vez cerca de Con. El hombre del terreno dijo a tu, padre: "Venid a ver como mi trigo se arruina". Vosotros fuisteis. Tu padre tomó dos o tres espigas en su mano, las frotó, y cayeron hechas polvo. Luego, al volver, cuando no estábais a más de media hora de Corps, tu padre te dio un pedazo de pan diciéndote: Toma, hijo mío, come este año pues no sé quién comerá el año próximo si el trigo se hecha a perder".
Maximin respondió: —"Es verdad, Señora, no lo recordaba".
La Santísima Virgen ha terminado su discurso en francés: "Y bien, hijos míos, voso­tros lo transmitiréis a todo mi pueblo".
La Bellísima Señora atravesó el arroyo y, a dos pasos del arroyo, sin volverse hacia nosotros que la seguíamos (pues ella atraía con su esplendor y más aún por su bondad que me embriagaba, que parecía fundirme el corazón) nos dijo todavía:
"Y bien, hijos míos, vosotros lo transmitiréis a todo mi pueblo".
Luego ella continuó marchando hasta el lugar adonde yo había subido para mirar donde estaban mis vacas. Sus pies sólo tocaban la punta de la hierba sin doblarla. Al llegar a la pequeña altura, la Bella Señora se detuvo y yo me ubiqué rápidamente frente a ella para contemplarla bien, muy bien, y para tratar de saber qué camino se inclinaba a seguir; pues yo estaba decidida, había olvidado mis vacas y los patrones con quienes estaba de servicio; yo me había entregado para siempre y sin condición a Mi Señora; sí, no quería jamás dejarla, jamás; la seguía sin pensarlo más, y en la disposición de servirla mientras viviera.
Con Mi Señora, yo creía haber olvidado el paraíso; sólo tenía el pensamiento de ser­virla bien en todo y creía que hubiese podido hacer todo lo que ella me hubiese dicho, pues me parecía que Ella tenía mucho poder. Me contemplaba con una tierna bondad que me atraía hacia ella; hubiese querido arrojarme a sus brazos con los ojos cerrados. Ella no me ha dado el tiempo para hacerlo. Se elevó insensiblemente de la tierra hasta una altura de cerca de un metro y algo más, y quedándose así suspendida en el aire un brevísimo ins­tante, Mi Bella Señora miró el cielo, luego la tierra a su derecha y a su izquierda, luego me miró con ojos tan dulces, tan amables y tan buenos, que yo creía que me atraía a su interior y me parecía que mi corazón se abría al suyo.
Y mientras mi corazón se fundía en una dulce dilatación, la bella figura de Mi Buena Señora desaparecía poco a poco; me parecía que la luz en movimiento se multiplicaba, o bien se condensaba en torno a la Santísima Virgen para impedirme verla más tiempo. Así la luz tomaba el lugar de las partes del cuerpo que desaparecían a mis ojos; o bien parecía que el cuerpo de Mi Señora se cambiaba en luz, fundiéndose. Así la luz en forma de globo se elevaba dulcemente en dirección recta.
No puedo decir si el volumen de luz disminuía a medida que ella se elevaba o si era el alejamiento lo que hacía que yo viese disminuir la luz a medida que ella se elevaba; lo que sé es que me quedé con la cabeza levantada y los ojos fijos en la luz, aún después que esta luz, que iba siempre alejándose y disminuyendo de volumen, terminó por desaparecer. Mis ojos se apartan del firmamento, miro en torno mío, veo a Maximin que me miraba y le digo: "Memin, debe ser el buen Dios de mi padre o la Santa Virgen, o alguna gran santa" y Maximin, haciendo un gesto con su mano en el aire dijo: " ¡Ah! si lo hubiese sabido!".
V
Al anochecer del 19 de setiembre, nos retiramos un poco más temprano que de cos­tumbre. Al llegar a casa de mis patrones me ocupé en atar mis vacas y en poner todo en orden en el establo. No había terminado aún, cuando mi patrona vino llorando y me dijo: ¿Por qué, hija mía, no vienes a decirme lo que os ha ocurrido en la montaña? (Maximin, no habiendo encontrado a sus amos, que no habían vuelto aún de su trabajo, había venido a casa de los míos, y les había contado todo lo que había visto y oído). Le contesté: "Sí, yo quería decírselo, pero antes deseaba terminar mi trabajo". Un momento después entré en la casa, y mi patrona me dijo: "Cuéntame lo que has visto; el pastor de Bruite (era el sobrenombre de Pierre Selme, patrón de Maximin) me ha contado todo".
Comienzo, y hacia la mitad del relato, mi patrón llega de sus campos. Mi patrona, que lloraba al oír las quejas y las amenazas de nuestra tierna Madre dijo: "¡Ah!, vosotros queríais ir a juntar el trigo mañana; dejadlo, venid a oír lo que ha ocurrido hoy a esta niña y al pastor de Selme". Y dirigiéndose a mí, dice: "Comienza de nuevo todo’ lo que me has dicho". Yo empiezo de nuevo, y cuando hube terminado, mi patrón dice:- "Es la Santa Virgen, o si no una gran santa que ha venido de parte de Dios; pero es como si Dios hubiese venido él mismo. Hay que hacer todo lo que esta Santa ha dicho. ¿Cómo haréis para decir aquello a todo su pueblo? Le respondí: "Vosotros me diréis como debo hacerlo, y yo lo haré". Enseguida, mirando a su madre, a su esposa y a su hermano, agregó: "Hay que pensar en ello". Luego, cada uno se retiró a sus asuntos.
Era después de la cena. Maximin y sus patrones vinieron a casa de los míos a contar lo que Maximin les había dicho, y para saber qué había que hacer. "Pues" —dijeron— "nos parece que es la Santa Virgen, que ha sido enviada por Dios; las palabras que ha dicho lo hacen creer. Y ella les ha dicho que los transmitieran a todo su pueblo; quizá estos ni­ños tendrán que recorrer el mundo entero para hacer saber que es necesario que todo el mundo observe los mandamientos de Dios, si no nos van a ocurrir grandes desgracias "Después de un momento de silencio, mi patrón, dirigiéndose a Maximin y a mí, dijo: "¿Sa­béis vosotros lo que debéis hacer, hijos míos? Mañana, levantaos temprano, id los dos a ver al señor Cura, y contadle todo lo que habéis visto y oído; decidle bien como ha sido la cosa; él os dirá lo que tenéis que hacer".
El 20 de setiembre, al día siguiente de la aparición, partí temprano con Maximin. Al llegar a la parroquia, llamo a la puerta. La sirvienta del señor Cura vino a abrir, y preguntó qué queríamos. Yo le dije (en francés, yo, que jamás lo había hablado) : "Quisiéramos hablar al señor Cura". "¿Y qué queréis decirle?" nos preguntó. "Quisiéramos decirle, se­ñorita, que ayer fuimos a cuidar nuestras vacas en la montaña de Baisses, y, que después de haber comido, etc. etc. Le contamos una buena parte del discurso de la Santísima Virgen. Entonces sonó la campana de la Iglesia, era el último toque que llamaba a Misa. El señor Perrin, cura de la Salette, que nos había oído, abrió ruidosamente la puerta; lloraba, se golpeaba el pecho. Nos dijo: "Hijos míos, estamos perdidos, Dios nos va a cas­tigar. ¡Ah! ¡Dios mío, es la Santa Virgen quien se os ha aparecido!". Y entonces se fue a decir la Santa Misa. Nos miramos con Maximin y la sirvienta; luego Maximin me dijo: "Yo me voy a casa de mi padre, a Corps". Y nos separamos.
Como no había recibido de mis patrones la orden de marcharme enseguida, después de haber hablado al señor Cura, creí no hacer mal en asistir a Misa. Fui entonces a la iglesia. La misa comienza, y después del primer Evangelio, el señor Cura se vuelve hacia el pueblo y procura relatar a sus feligreses la aparición que acababa de ocurrir, el día de la víspera, en una de sus montañas; y los exhorta a no trabajar más el Domingo. Su voz se entrecortaba con sollozos, y todo el pueblo estaba conmovido. Después de la santa Misa me marché a casa de mis señores. El señor Peytard, que es hoy todavía alcalde de la Salette, fue allá a preguntarme acerca de la aparición; y, después de haberse asegurado de la ver-dad de lo que le decía, se marchó convencido.
Yo permanecí al servicio de mis señores hasta la fiesta de Todos los Santos. Luego fui colocada como pensionista en casa de las religiosas de la Providencia, en mi provincia, en Corps.
VI
La Santísima Virgen era muy alta y bien proporcionada; parecía ser tan ingrávida que se la hubiese movido con un soplo; sin embargo, permanecía in-móvil y bien plantada. Su fisonomía era majestuosa, imponente, pero no impo­nente como son los señores de aquí abajo. Ella imponía un temor respetuoso. Al mismo tiempo que Su Majestad imponía respeto imbuido de amor, atraía hacia sí. Su mirada era dulce y penetrante; sus ojos parecían hablar con los míos, pero la conversación venía de un sentimiento vivo y profundo de amor hacia esa belleza encantadora que me fundía. La dulzura de su mirada, su aire de bondad incomprehensible hacía comprender y sentir que ella atraía a Sí, y que deseaba entregarse; era una expresión de amor que no puede expresarse con la lengua de la carne ni con las letras del alfabeto.
El vestido de la Santísima Virgen era blanco plateado, muy brillante, no tenía nada de material: estaba compuesto de luz y de gloria, cambiante y cen­telleante. No hay expresión ni comparación que pueda darse sobre la tierra.
La Santa Virgen era toda bella y toda formada de amor; contemplándola, yo languidecía por fundirme en ella. En su ropaje, como en su persona, todo respiraba la majestad, el esplendor, la magnificencia de una Reina incomparable. Parecía blanca, inmaculada, cristalina, resplandeciente, celeste, fresca, nueva como una Virgen; parecía que la palabra Amor se escapaba de sus labios argentados y todo puros. Me parecía una buena Madre, llena de bondad, de amabilidad, de amor por nosotros, de compasión, de misericordia.
La corona de rosas que tenía sobre la cabeza era tan bella, tan brillante, que no puede uno darse una idea de ella; las rosas de distintos colores no eran de la tierra; era un conjunto de flores lo que ceñía la cabeza de la Santísima Virgen en forma de corona; pero las rosas se intercambiaban o se reemplazaban; además, del corazón de cada rosa salía una luz tan bella que arrebataba, y hacía a las rosas de una belleza esplendente. De la corona de rosas se elevaban como ramas de oro y una cantidad de otras florecillas entremezcladas con brillantes.
Todo formaba una bellísima diadema, que brillaba ella sola más que nuestro sol de la tierra.
La Santa Virgen tenía una hermosísima Cruz suspendida de su cuello. Esta Cruz parecía ser dorada —digo dorada por no decir una placa de oro; pues he visto algunas veces objetos dorados con diversos tonos de oro, lo que a mis ojos hacía un efecto más bello que una simple placa de oro—. Sobre esta Cruz toda brillante de luz, estaba un Cristo, estaba Nuestro Señor, los brazos extendidos sobre la Cruz. Casi en las extremidades de la Cruz, había de un lado un martillo, del otro una tenaza. El Cristo era de color carne natural, pero brillaba con gran esplendor; y la luz que salía de todo su cuerpo parecía como dardos muy brillantes que hendían mi corazón con el deseo de fundirme en él. A veces el Cristo parecía estar muerto: tenía la cabeza inclinada y el cuerpo estaba como
abatido, como por caerse, si no hubiese sido retenido por los clavos que lo re-tenían a la Cruz.
Yo tenía por ello una viva compasión y hubiese querido repetir al mundo entero su amor desconocido, y filtrar en las almas de los mortales el amor más extremado, y el reco­nocimiento más vivo a un Dios que no tenía necesidad alguna de nosotros para ser lo que es, lo que era y lo que será siempre y que, sin embargo, ¡oh amor incomprehensible al hombre! —se ha hecho carne y ha querido morir, sí, morir, para escribir mejor en nuestras almas y en nuestra memoria el amor enloquecido que tiene por nosotros. ¡Oh! ¡Qué des­dichada soy al hallarme tan pobre expresiones para decir el amor, sí, el amor de nuestro buen Salvador por nosotros pero, por otro lado, ¡Qué dichosos somos de poder sentir mejor lo que no podemos expresar!
Otras veces el Cristo parecía vivo, tenía la cabeza erguida, los ojos abiertos, y parecía estar sobre la Cruz por su propia voluntad. A veces también parecía hablar, parecía querer mostrarnos que estaba en la Cruz por nosotros, por amor a nosotros, para atraernos a su amor; mostrarnos que él tiene siempre un amor nuevo por nosotros, que su amor del prin­cipio y del año 33 es siempre el de hoy, y que permanecerá siempre.
La Santa Virgen lloraba casi todo el tiempo que me habló. Sus lágrimas corrían una a una, lentamente, hasta sus rodillas; luego, desaparecían como cen­tellas de luz. Eran brillantes y llenas de amor. Hubiese querido consolarla, y que Ella no llorase más. Pero me parecía que tuviese necesidad de mostrar sus lágrimas para mostrar mejor su amor olvidado por los hombres. Hubiese querido arrojarme en sus brazos y decirle: " ¡Mi buena Madre, no lloréis más! quiero amaros por todos los hombres de la tierra". Pero me parecía que- Ella me decía: "¡Hay tantos de ellos que no me conocen!".
Yo estaba entre la muerte y la vida, viendo por un lado tanto amor, tanto deseo de ser amada, y por otro tanta frialdad, tanta indiferencia. . . ¡Oh! Madre mía, toda Madre, toda bella y toda amable, amor mío, corazón de mi corazón!
Las lágrimas de nuestra tierna Madre, lejos de amenguar su aire de Ma­jestad, de Reina y de Señora, parecían, por el contrario, embellecerla, hacerla más amable, más bella, más poderosa, más llena de amor, más maternal, más en-cantadora; y yo hubiese comido sus lágrimas, que hacían saltar mi corazón de
compasión y de amor. Ver llorar a una Madre, y a una tal Madre, sin tomar todos los medios imaginables para consolarla, para cambiar sus dolores en gozo ¿puede eso comprenderse? ¡Oh Madre más que buena! Vos habéis sido formada de todas las prerrogativas de que Dios es capaz; vos habéis como agotado el poder de Dios; vos sóis buena, y buena aún como la bondad de Dios mismo. Dios se ha engrandecido al formaros como su obra maestra terrestre y celestial.
La Santísima Virgen tenía un delantal amarillo. ¡Qué digo amarillo! Tenía un delan­tal más brillante que muchos soles juntos. No era una tela material; era un compuesto de gloria, y esta gloria era centelleante y de una belleza arrebatadora. Todo en la Santísima Virgen me llevaba fuertemente, y como deslizándome, a adorar y a amar a mi Jesús en todos los estados de su vida mortal.
La Santísima Virgen tenía dos cadenas, una un poco más ancha que la otra. De la más angosta estaba suspendida la Cruz que mencioné anteriormente. Estas cadenas (pues hay que darle el nombre de cadenas), eran como rayos de gloria de un gran esplendor cambiante y centelleante.
Los zapatos (pues zapatos hay que decir), eran blancos, pero de un blanco plateado, brillante, había rosas a su alrededor. Estas rosas eran de un belleza esplendorosa, y del corazón de cada rosa salía una llama de luz muy bella y muy agradable de ver. Sobre los zapatos había una hebilla de oro, no del oro de la tierra, sino, por cierto, del oro del paraíso.
La visión de la Santísima Virgen era ella misma un paraíso perfecto. Ella tenía en sí todo lo que podía satisfacer, pues la tierra había sido olvidada.
La Santa Virgen estaba rodeada de dos luces. La primera luz, más cerca de la Santísima Virgen, llegaba hasta nosotros; brillaba con un esplendor muy bello y centelleante. La segunda luz se extendía un poco más entorno de la Bella Señora, y nosotros nos encontrábamos en ella; era inmóvil (es decir que no centelleaba) pero sí mucho más brillante que nuestro sol de la tierra. Todas estas luces no hacían mal a los ojos, y de ningún modo fatigaban a la vista.
Además de todas estas luces, de todo este esplendor, salían todavía grupos o haces de luces, o rayos de luz, del Cuerpo de la Santa Virgen, de sus vestidos, de todas partes.
La voz de la Bella Señora era dulce; encantada, arrebataba, hacía bien al corazón; saciaba, allanaba todo obstáculo, calmaba, apaciguaba con dulzura. Me parecía que siempre hubiese querido comer de su bella voz, y mi corazón pa­recía danzar o querer ir a su encuentro para fundirse en ella.
Los ojos de la Santísima Virgen, nuestra tierna Madre, no pueden descri­birse con una lengua humana. Para hablar de ellos haría falta un serafín, haría falta más; haría falta el lenguje de Dios mismo, del Dios que ha formado la Virgen Inmaculada, obra maestra de su omnipotencia.
Los ojos de la Augusta María parecían mil y mil veces más bellos que los brillantes, los diamantes y las piedras preciosas más exquisitas; brillaban como dos soles; eran dulces como la dulzura misma, claros como un espejo. En sus ojos se veía el paraíso, atraían a Ella, parecía que Ella quería entregarse y atraer., Cuanto más la contemplaba yo, más quería verla; cuanto más la veía, más la amaba, y la amaba con todas mis fuerzas.
Los ojos de la Bella Inmaculada eran como la puerta de Dios, de donde se veía todo lo que puede embriagar al alma. Cuando mis ojos se encontraban con los de la Madre de Dios y mía, experimentaba en mi interior una feliz revolución de amor y de protestas de amarla y de fundirme de amor.
Mirándome, nuestros ojos se hablaban a su manera, y yo la amaba tanto, que hubiese querido abrazarla en el medio de sus ojos, que enternecían mi alma y parecían atraerla, y hacerla fundir con la suya. Sus ojos implantaron un dulce temblor en todo mi ser; y yo temía hacer el menor movimiento que pudiese serle desagradable en lo más mínimo.
Esta sola visión de los ojos de la más pura de las Vírgenes hubiese bastado para ser el Cielo de un bienaventurado, hubiese bastado para hacer entrar un alma en la plenitud de las voluntades del Altísimo, entre todos los aconteci­mientos que ocurren en el curso de la vida mortal; hubiese bastado para hacer-la realizar continuos actos de alabanza, de agradecimiento, de reparación y de expiación. Esta sola visión concentra el alma en Dios y la convierte como en una muerta-viva, que considera sólo como diversiones de niños todas las cosas de la tierra, aun las cosas que parecen más serias; sólo querría oír hablar de Dios y de lo que concierne a su Gloria.
El pecado es el único mal que Ella ve sobre la tierra. Moriría de dolor por ello, si Dios no la sostuviera. Amén.
 
MARÍA de la Cruz, Víctima de Jesús, nacida Mélanie Calvat, Pastora de la Salette.Castellamare, 21 de noviembre de 1878.
Extraído de revista: “Fidelidad a la Santa Iglesia”





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