Señor, ten piedad de nosotros.
Cristo, ten piedad de nosotros.
Señor, ten piedad de nosotros.
Cristo óyenos.
Cristo escúchanos.
Dios Padre celestial, ten misericordia de nosotros.
Dios Hijo, Redentor del mundo, ten misericordia de nosotros.
Dios Espiritu Santo, ten misericordia de nosotros.
Santa Trinidad, un solo Dios, ten misericordia de nosotros.
Sangre de Cristo, hijo único del Padre Eterno, sálvanos.
Sangre de Cristo, Verno encarnado, sálvanos.
Sangre de Cristo, Nuevo y Antiguo Testamento, sálvanos.
Sangre de Cristo, derramada sobre la tierra durante su agonía, sálvanos.
Sangre de Cristo, vertida en la flagelación, sálvanos.
Sangre de Cristo, que emanó de la corona de espinas, sálvanos.
Sangre de Cristo, derramada sobre la Cruz, sálvanos.
Sangre de Cristo, precio de nuestra salvación, sálvanos.
Sangre de Cristo, sin la cual no puede haber remisión, sálvanos.
Sangre de Cristo, alimento eucarístico y purificación de las almas, sálvanos.
Sangre de Cristo, manantial de misericordia, sálvanos.
Sangre de Cristo, victoria sobre los demonios, sálvanos.
Sangre de Cristo, fuerza de los mártires, sálvanos.
Sangre de Cristo, virtud de los confesores, sálvanos.
Sangre de Cristo, fuente de virginidad, sálvanos.
Sangre de Cristo, sostén de los que están en peligro, sálvanos.
Sangre de Cristo, alivio de los que sufren, sálvanos.
Sangre de Cristo, consolación en las penas, sálvanos.
Sangre de Cristo, espíritu de los penitentes, sálvanos.
Sangre de Cristo, auxilio de los moribundos, sálvanos.
Sangre de Cristo, paz y dulzura de los corazones, sálvanos.
Sangre de Cristo, prenda de la vida eterna, sálvanos.
Sangre de Cristo, que libera a las almas del Purgatorio, sálvanos.
Sangre de Cristo, digna de todo honor y de toda gloria, sálvanos.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, perdónanos Señor.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, escúchanos Señor.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
R. E hiciste nuestro el reino de los cielos
Oremos
Dios
Eterno y Todopoderoso que constituíste a tu hijo único Redentor del
mundo, y que quisiste ser apaciguado por su sangre, haz que venerando el
precio de nuestra salvación y estando protegidos por él sobre la tierra
contra los males de esta vida, recojamos la recompensa eterna en el
Cielo. Por Jescucristo Nuestro Señor.
R. Amén.
SOLEMNIDAD DE LA PRECIOSÍSIMA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
¡Canta,
lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa de
Cristo; de esa Sangre, fruto de un seno generoso, que el Rey de las
gentes derramó para rescate del mundo: "in mundi praetium"!
Pero, antes de que la lengua cante gozosa y el corazón se explaye en afectos de gratitud y amor, es necesario que medite la inteligencia las sublimidades del Misterio de Sangre que palpita en el centro mismo de la vida cristiana.
Hay
tres hechos que se dan, de modo constante y universal, a través de la
historia del hombre: la religión, el sacrificio y la efusión de sangre.
Los
más eminentes antropólogos han considerado la religiosidad como uno de
los atributos del género humano. La función céntrica de toda forma
religioso-social ha sido siempre el sacrificio. Este se presenta como la
ofrenda a Dios de alguna cosa útil al hombre, que la destruye en
reconocimiento del supremo dominio del Señor sobre todas las cosas y con
carácter expiatorio. Por lo que se refiere a la efusión de sangre,
observamos que el sacrificio -al menos en su forma más eficaz y solemne-
importa la idea de inmolación o mactación de una víctima, y, por lo
mismo, el derramamiento de sangre, de modo que no hay religión que, en
su sacrificio expiatorio, no lleve consigo efusión de sangre de las
víctimas inmoladas a la divinidad.
La
sangre es algo que repugna y aparta, sobre todo si se trata de sangre
humana. Sin embargo, en los altares de todos los pueblos, en el acto,
cumbre en que el hombre se pone en relación con Dios, aparece siempre
sangre derramada.
Así
lo hace Abel, a la salida del paraíso (Gen. 4, 4), y Noé, al abandonar
el arca (Gen. 8, 20-21). El mismo acto repite Abraham (Gen. 15, 10). Y
sangre emplea Moisés para salvar a los hijos de Israel en Egipto (Ex.
12, 13), para adorar a Dios en el desierto (Ex. 14, 6) y para purificar a
los israelitas (Heb. 9, 22). Una hecatombe de víctimas inmoladas
solemnizó la dedicación del templo de Salomón.
Y
no es sólo el pueblo escogido el que hace de la sangre el centro de sus
funciones religiosas más solemnes, sino que son también los pueblos
gentiles; en ellos encontramos igualmente víctimas y altares de
sacrificio cubiertos de sangre, como lo cuentan Homero y Herodoto en la
narración de sus viajes.
Adulterado
el primitivo sentido de la efusión de sangre, en el colmo de la
aberración, llegaron los pueblos idólatras a ofrecer a los dioses falsos
la sangre caliente de víctimas humanas. Niños, doncellas y hombres
fueron inmolados, no sólo en los pueblos salvajes, sino también en las
cultas ciudades. Y todavía, cuando los conquistadores españoles llegaron
a Méjico, quedaron horripilados a la vista de los sacrificios humanos.
Los sacerdotes idólatras sacrificaban anualmente miles de hombres, a los
que, después de abrirles vivos el pecho, sacaban el corazón palpitante
para exprimirlo en los labios del ídolo,
El
hecho histórico, constante y universal, del derramamiento de sangre
como función religiosa principal de los pueblos encierra en sí un gran
misterio, cuya clave para descifrarlo se halla entre dos hechos también
históricos, uno de partida y otro de llegada, de los que uno plantea el
tremendo problema y el otro lo resuelve, para alcanzar su punto
culminante en el "himno nuevo", que eternamente cantan los ancianos ante
el Cordero sacrificado (Apoc. 7, 14), al que rodean los que, viniendo
de la gran tribulación, lavaron y blanquearon sus túnicas en la Sangre
del Cordero (ibid.), y vencieron definitivamente, por la virtud de la
Sangre, al dragón infernal (cf. Apoc. 12, 11).
El
pecado original creó un estado de discordia y enemistad entre Dios y el
hombre. Consecuencia del pecado fue la siguiente: Dios, en el cielo,
ofendido; el hombre, en la tierra, enemigo de Dios, y Satanás, "príncipe
de este mundo" (Jn. 12, 31), al que reduce a esclavitud.
En
la conciencia del hombre desgraciado quedó el recuerdo de su felicidad
primera, la amargura de su deslealtad para con el Creador, el instinto
de recobrar el derecho a sus destinos gloriosos y el ansia de
reconciliarse con Dios.
¡Y
surge el fenómeno misterioso de la sangre! El hombre siente en lo más
íntimo de su naturaleza que su vida es de Dios y que ha manchado esta
vida por el pecado original y por sus crímenes personales. La voz de la
naturaleza, escondida en lo íntimo de su conciencia, le exige que rinda
al supremo Hacedor el homenaje de adoración que le es debido, y, después
de la caída desastrosa, le reclama una condigna expiación. Adivina el
hombre la fuerza y el valor de la sangre para su reconciliación con
Dios, pues en la sangre está la vida de la carne, ya que la sangre es la
que nutre y restaura, purifica y renueva la vida del hombre; sin ella,
en las formas orgánicas superiores, es imposible la vida: al derramarse
la sangre sobreviene la muerte.
Por
otra parte, si en la sangre está la vida -vida que manchó el pecado-,
extirpar la vida será borrar el pecado. De ahí que el hombre, llevado
por su instinto natural, se decide a "hacer sangre", eligiendo para este
oficio a "hombres de sangre", como han llamado algunas razas a sus
sacerdotes, para que, con los sacrificios cruentos, rindan, en nombre de
todos, homenaje y expiación a la divinidad. Dios mostró su agrado por
estos sacrificios (Gen. 4, 4; 8, 21) y consagró con sus mandatos esta
creencia al ordenar el culto del pueblo hebreo (Lev. 1, 6; 17, 22).
La
sangre, por representar la vida, fue entonces elegida como el
instrumento más adecuado para reconocer el supremo dominio de Dios sobre
la vida y sobre todas las cosas y para expiar el pecado. Por eso
Virgilio, al contemplar la efusión de sangre de la víctima inmolada,
dirá poéticamente que es el alma vestida de púrpura la que sale del
cuerpo sacrificado (Eneida, 9,349).
Pero
como el hombre no podía derramar su propia sangre ni la de sus
hermanos, buscó un sustituto de su vida en la vida de los animales,
especialmente en la de aquellos que le prestaban mayor utilidad, y los
colocó sobre los altares, sacrificándolos en adoración y en acción de
gracias, para impetrar los dones celestes y para que le fueran
perdonados sus pecados. He aquí descifrado el misterio del derramamiento
de sangre. Su universalidad hace pensar si sería Dios mismo el que
enseñara a nuestros primeros padres esta forma principal del culto
religioso.
Los
sacrificios gentílicos, aun en medio de sus aberraciones, no eran otra
cosa que el anhelo por la verdadera expiación. Por eso se ofrecían
animales inmaculados o niños inocentes, buscando una ofrenda enteramente
pura. Pero vana era la esperanza de reconciliación con Dios por medio
de los animales: no hay paridad entre la vida de un animal y el pecado
de un hombre (cf. Heb. 10, 4). Era inútil para ello la efusión de sangre
humana, de niños y doncellas, que eran sacrificados a millares: no se
lava un crimen con otro crimen, ni se paga a Dios con la sangre de los
hombres.
Quedaban
los sacrificios del pueblo judío, ordenados y queridos por Dios, pero
en ellos no había más que una expiación pasajera e insuficiente.
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Los
sacrificios judaicos, especialmente el sacrificio del Cordero pascual y
el de la Expiación, tenían por fin principal anunciar y representar el
futuro sacrificio expiatorio del Redentor (Heb. 10, 1-9). Estos
sacrificios no tenían más valor que su relación típica con un sacrificio
ideal futuro, con una Sangre inocente y divina que había de derramarse
para nivelar la justicia de Dios y poner paz entre Él y los hombres (cf.
Cor, 2, 17). Todo el Antiguo Testamento estaba lleno de sangre, figura
de la Sangre de Cristo, que había de purificarnos a todos y de la que
aquélla recibía su eficacia. Los sacrificios del Antiguo Testamento
eran, en efecto, de un valor limitado, pues su eficacia se reducía a
recordar a los hombres sus pecados y a despertar en ellos afectos de
penitencia, significando una limpieza puramente exterior, por medio de
una santidad legal, que se aviniera con las intenciones del culto, pero
que no podía obrar su santificación interior.
Por
lo demás, Dios sentía ya hastío por los sacrificios de animales,
ofrecidos por un pueblo que le honraba con los labios, pero cuyo corazón
estaba lejos de Él (cf. Mt. 15, 8). "¡Si todo es mío! ¿Por qué me
ofrecéis inútilmente la sangre de animales, si me pertenecen todos los
de las selvas? No ofrezcáis más sacrificios en vano" (Is. 1, 11-13; 40,
16; Ps. 49, 10).
Para
reconciliar al mundo con Dios se necesitaba sangre limpia,
incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había ofendido
a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como
precio de la redención y de la paz; sangre representativa y sustitutiva
de la de todos los hombres, porque todos estaban enemistados con Dios.
¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de Cristo, Hijo de Dios!
Esta
sola es incontaminada, como de Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de
valor infinito, porque es sangre divina; representativa de toda la
sangre humana manchada por el pecado, porque Dios cargará a este, su
divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is. 53, 6).
El
Santo Sacrificio de Cristo en la Cruz era necesario para la
reconciliación del mundo con Dios, porque su Sangre era inmaculada
Si
los hombres tuvieron facilidad para venderse, observa San Agustín,
ahora no la tenían para rescatarse; pero aún más, no tenían siquiera
posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un ímpetu
inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre:
"Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito;
holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije:
Heme aquí presente" (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una
sola oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los
santificados (Heb. 10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su
deuda con precio infinito; alejado de Él, pudo acercarse con confianza
(Heb. 10, 19-22); degradado por la hecatombe de origen, fue rehabilitado
y restituido a su primitiva dignidad. Se había acabado todo lo viejo;
la reconciliación estaba hecha por medio de Jesucristo; Dios y el hombre
habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo Jesús. Todo había
sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de la Cruz (2
Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).
La
sangre real de Cristo (Lc. 1, 32; Apoc. 22, 16), divina y humana,
sangre preciosa, precio del mundo, había realizado el milagro. El
rescate fabuloso estaba pagado. "Nada es capaz de ponérsele junto para
compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha podido
comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos" (San Agustín).
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Pudo
Jesucristo redimir al mundo sin derramar su Sangre; pero no quiso, sino
que vivió siempre con la voluntad de derramarla por entero. Hubiera
bastado una sola gota para salvar a la humanidad; pero Jesús quiso
derramarla toda, en un insólito y maravilloso heroísmo de caridad,
fundamento de nuestra esperanza.
¡Oh
generoso Amigo, que das la vida por tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te
entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo. 15, 13: 10, 15). ¡Y
nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se nos presenta
como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su santidad
inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de
las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el
anhelo, por la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su
Sangre redentora.
"¡Sangre
y fuego, inestimable amor!", exclamaba Santa Catalina de Siena. "La
flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió
del todo y en todo el cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo.
La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre" (SAN
BUENAVENTURA, La vid mística, 23).
Las
tres formas legítimas de religión con las que Dios ha querido ser
honrado a lo largo de los siglos (patriarcal, mosaica y cristiana) están
basadas en un pacto que regula las relaciones entre Dios y el hombre;
pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8; Mt. 26, 8;
Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de Jesucristo
es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular
las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.
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Cada
uno de estos pactos es un mojón de la misericordia de Dios, que orienta
la ruta de la humanidad en su camino de aproximación a la divinidad:
caída del hombre, vocación de Abraham, constitución de Israel, fundación
de la Iglesia.
Todo
pacto tiene su texto. El texto del Nuevo Testamento es el Evangelio en
su expresión más comprensiva, que significa el cúmulo de cosas que trajo
el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el nombre de la "Buena
Nueva". Buena Nueva que comprende al mismo Jesucristo, alfa y omega de
todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo
Místico, con su ley, su culto y su jerarquía; los sacramentos, que
canalizan la gracia, participación de la vida de Dios, y el texto
precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos apostólicos,
llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y monumento
de sabiduría del cielo y de la tierra.
Además,
el Pacto lleva consigo compromisos y obligaciones que Cristo ha
cumplido y sigue cumpliendo, y debe cumplir también el cristiano. Antes
de ingresar en el cristianismo y de ser revestidos con la vestidura de
la gracia hicimos la formalización del Pacto de sangre, con sus
renuncias y con la aceptación de sus creencias. "¿Renuncias?...
¿Crees?..., nos preguntó el ministro de Cristo. "¡Renuncio! ¡Creo!"
"¿Quieres ser bautizado?" "¡Quiero!" Y fuimos bautizados en el nombre de
la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que entendiéramos
que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de Dios.
Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La
Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no
ha sido dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que
quiere, suplicio para el que la rehusa" (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest.
Pret. Sanguinis).
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El
pacto de paz y reconciliación tendrá su confirmación total en la vida
eterna. "Entró Cristo en el cielo -dice Santo Tomás- y preparó el camino
para que también nosotros entráramos por la virtud de su Sangre, que
derramó en la tierra" (3 q.22 a.5).
"No
os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a alto precio.
Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo", advierte San Pablo
(1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa
mantener limpia y radiante -por una vida intachable y una conducta
auténticamente cristiana- a imagen soberana de Dios, impresa en nosotros
por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada en nuestra
alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos a la
misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión
para beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).
En
esta hora de sangre para la humanidad sólo los rubíes de la Sangre de
Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena. "os suplico, por el amor
de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os
ha encomendado por la Esposa de Cristo", pues es sangre dulcísima y
pacificadora, en la que "se apagan todos los odios y la guerra, y toda
la soberbia del hombre se relaja".
Si
para el mundo es ésta una hora de sangre, para el cristiano ha sonado
la hora de la santidad. Lo exige la Sangre de Cristo. "Sed. Santos
-amonestaba San Pedro a la primera generación cristiana-, sed santos en
toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os ha llamado a la
santidad... Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra
peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con
el valor de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa
Sangre de Cristo, que es como de Cordero incontaminado e inmaculado" (1
Petr. 1, 15-18).
¡Acuérdate, Señor, de estos tus siervos, a los que con tu preciosa Sangre redimiste!
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