La Madre del Verbo encarnado
Lugar que ocupa la devoción a María en nuestra vida espiritual; el
discípulo de Cristo debe, como Jesús, ser hijo de María
En el curso de estas conferencias os he dicho a menudo que toda nuestra
santidad se reduce a imitar a Jesús; consiste en la conformidad de nuestro ser entero con
el Hijo de Dios, y en nuestra participación de su filiación divina. Ser por gracia lo
que Jesús es por naturaleza, es el fin de nuestra predestinación y la norma de nuestra
santidad: «A los que previó y predestinó hacerlos conformes a la imagen de su Hijo»
(Rm 8,29).
Pues bien; en Nuestro Señor hay rasgos esenciales y rasgos
contingentes, accidentales. Cristo nació en Belén, huyó a Egipto, pasó su niñez en
Nazaret, murió bajo Poncio Pilato; esas circunstancias diversas de tiempo y de lugar no
son, en la vida de Cristo, más que rasgos accidentales.- Otros hay que le son de tal modo
esenciales, que, sin ellos, Cristo no sería Cristo. Cristo es Dios y Hombre, Hijo de Dios
e Hijo del Hombre, verdadero Dios y verdadero Hombre; estos títulos le corresponden por
naturaleza; son intangibles.
Hay en las Escrituras una frase extraña aplicada a la eterna
Sabiduria, al Verbo de Dios., «Mis delicias son estar con los hijos de los hombres»
(Prov 8,31). ¿Quién lo hubiera pensado? El Verbo es Dios; en el seno del Padre vive en
una luz infinita; posee todas las riquezas de las perfecciones divinas; goza de la
plenitud de toda vida y de toda bienaventuranza. Y, sin embargo de ello, declara, por boca
del escritor sagrado, que sus delicias son vivir entre los hombres.
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Esta maravilla se ha realizado, pues «el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros». El Verbo deseaba ser uno de nosotros; realizó de un modo inefable ese
deseo divino; y esa realización parece, por decirlo así, que colmó sus anhelos. Al leer
el Evangelio, vemos, en efecto, que Cristo afirma a menudo que es Dios, como cuando habla
de sus relaciones con su Eterno Padre: «Mi Padre y Yo somos uno» (Jn 10,30), o cuando
confirma la profesión de fe de sus oyentes: «Bienaventurado eres, Simón -decía a
Pedro, que acababa de confesar la divinidad de su Maestro-· bienaventurado eres, porque
te ha revelado eso mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Esto no obstante, no
vemos que El mismo se haya dado de una manera explícita el título de «Hijo de Dios».
¡Cuántas veces, por el contrario le oímos llamarse el «Hijo del
hombre»! Diríase que Cristo está ufano de ese título y se ha encariñado con él. Pero
cuida muy bien de no separarle nunca de no separarle nunca de su filiación divina o de
los privilegios de su divinidad. Dícenos que «el Hijo del hombre tiene el poder,
privativo de solo Dios, de perdonar los pecados» (Mc 2,10), y vemos que tan pronto sus
discípulos le proclaman el Cristo, Hijo de Dios, El les anuncia que ese Cristo, «Hijo
del hombre», ha de padecer, «será condenado a muerte, pero que resucitará al tercer
día» (ib. 8,31).
En ninguna parte, quizá, unió el divino Salvador con más precisión
y energía su condición de hombre a la de Dios, que en los días de su sagrada pasión.
Miradlo ante el tribunal del sumo sacerdote judío Caifás. Este, en medio de la junta,
pone a Cristo en el trance de declarar si es el Hijo de Dios. «Tú lo has dicho, responde
Jesús, yo soy y además te digo que veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
Todopoderoso y venir en las nubes del cielo» (Mt 26,64. +Jn 1,51; 3,13). Notad que Jesús
no dice -como pudiéramos esperar puesto que se trata sólo de su divinidad-: «Veréis al
Hijo de Dios venir como juez etenno y soberano sobre las nubes del cielo»; sino «veréis
al Hijo del hombre». En presencia del Tribunal supremo, une ese título de hombre al de
Dios: para El, ambos son inseparables, como están indisolublemente unidas y son
inseparables las dos naturalezas en que están fundados. Lo mismo se peca rechazando la
humanidad de Cristo, que negando su divinidad.
Pues bien: si Cristo Jesús es Hijo de Dios por su nacimiento inefable
y eterno nen el seno de su Padre: «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado» (Hch 13,33.
+Sal 2,7), es el Hijo del hombre por su nacimiento temporal en el seno de una mujer:
«Envió Dios a su Hijo, formado de una mujer» (Gál 4,4). Esa mujer es María, pero
ésta es también Virgen. De ella y sólo de ella tiene Cristo su naturaleza humana; a
ella debe el ser Hijo del hombre; ella es verdaderamente Madre de Dios. María ocupa,
pues, de hecho, en el Cristianismo un lugar único, trascendental, esencial. Así como en
Cristo la cualidad de «Hijo del hombre» no puede separarse de la de «Hijo de Dios»,
así también María está unida a Jesús: de hecho, la Santísima Virgen entra en el
misterio de la Encarnacion en virtud de un título que es de la esencia misma del
misterio.
Por eso hemos de pararnos unos momentos a considerar esa maravilla de
una simple criatura, asociada por tan estrechos lazos, a la economía del misterio
fundamental del Cristianismo, y, por consiguiente, a nuestra vida sobrenatural, a esa vida
divina que nos viene de Cristo, Dios y Hombre, y que Cristo nos da en cuanto Dios, pero
sirviéndose, como ya os dije, de su humanidad. Debemos ser como Jesús, «Hijo de Dios e
Hijo de María El es lo uno y lo otro con toda verdad; si, pues, queremos copiar en
nosotros su imagen, hemos de estar adornados de esa doble cualidad.
No sería verdaderamente cristiana la piedad de un alma si no
comprendiese a la Madre del Dios hecho hombre. La devoción a la Virgen María es, no
sólo importante, sino necesaria, si queremos beber con abundancia en la fuente de vida.
Separar a Cristo de su Madre en nuestra devoción es dividir a Cristo, es perder de vista
el papel esencial de su humanidad en la dispensación de la divina gracia. Cuando se deja
a la Madre, ya no se comprende al Hijo. ¿No es eso lo que ha sucedido a las naciones
protestantes? Por haber rechazado la devoción a María, a pretexto de no menoscabar la
dignidad de un mediador único, ¿no han terminado por perder hasta la fe en el mismo
Jesucristo? Si Jesucristo es nuestro Salvador, nuestro mediador, nuestro hermano mayor,
por haberse revestido de la naturaleza humana, ¿cómo le amaremos de veras, cómo
parecernos de veras a El sin tener una devoción especialísima a aquella de quien tomó
esa naturaleza humana?
Pero esa devoción ha de ser ilustrada. Digamos, pues en pocas palabras
lo que María ha dado a Jesús; y lo que Jesús ha hecho por su Madre; veremos entonces lo
que la Santísima Virgen ha de ser para nosotros, y, por fin, la fecundidad sobrenatural
que posee nuestra devoción a la Madre del Salvador.
1. Lo que María ha dado a Jesús. Por su «fiat», la Virgen aceptó
dar al Verbo una naturaleza humana; es la Madre de Cristo; en virtud de esto, entra
esencialmente en el misterio vital del Cristianismo
¿Qué ha dado María a Jesús?
Le ha dado, permaneciendo ella Virgen, una naturaleza humana.- Es éste
un privilegio único que María no comparte con nadie [Nec primam similem visa est, nec
habere sequentem. Antíf. de Laudes de Navidad]. El Verbo podría haber venido al
mundo tomando una naturaleza humana creada ex nihilo, sacada de la nada, y ya
perfecta en su organismo, como fue formado Adán en el Paraíso terrenal. Por motivos que
sólo conoce su sabiduría infinita, no lo hizo. Así, al unirse al género humano, quiso
el Verbo recorrer, para santificarlas, todas las etapas del desarrollo humano; quiso nacer
de una mujer.
Pero lo que admira en este nacimiento es que el Verbo lo subordinó,
por decirlo así, al consentimiento de esa mujer.
Vayamos en espíritu a Nazaret, para contemplar ese espectáculo
inefable. El ángel se aparece a la doncella virgen; después de saludarla, le comunica su
embajada: «He aquí que concebirás en tu seno y parirás un hijo, y le darás por nombre
Jesús; sera grande y será llamado Hijo del Altísimo y su reino no tendrá fin». María
pregunta al ángel cómo ha de obrarse esto, siendo ella virgen (Lc 1,34). Gabriel le
responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con
su sombra; por eso, el santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Luego,
evocando como ejemplo a Isabel, que había concebido a pesar de su esterilidad pasada,
porque así le plugo al Señor, el Angel añade: «Para Dios nada es imposible»; puede,
cuando lo quiere, suspender las leyes de la naturaleza.
Dios propone el misterio de la Encarnación, que no se realizará en la
Virgen más que cuando ella haya dado su consentimiento. La realización del misterio
queda en suspenso hasta la libre conformidad de María. En ese instante, según enseña
Santo Tomás, María nos representa a todos en su persona; es como si Dios aguardase la
respuesta del género humano, al cual quiere unirse [Per annuntiationem exspectabatur
consensus virginis loco totius humanæ naturæ. III, q.30, a.1]. ¡Qué instante aquel
tan solemne, ya que en aquel momento va a decidirse el misterio vital del Cristianismo!
San Bernardo, en una de sus más hermosas homilías sobre la Anunciación (Hom. IV,
super Missus est, c.8), nos presenta todo el género humano, que ha millares de años
espera la salvación, a los coros angélicos y a Dios mismo, como en suspenso aguardando
la aceptación de la joven Virgen.
Y he aquí que María da su respuesta: llena de fe en la palabra del
cielo, entregada enteramente a la voluntad divina que acaba de manifestársele, la Virgen
responde con sumisión entera y absoluta: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra» (Lc 1,38). Este Fiat es el consentimiento dado por María al
plan divino de la Redención, cuya exposición acaba de oír; este Fiat es como el
eco del Fiat de la creación; pero de él va a sacar Dios un mundo nuevo, un mundo
infinitamente superior, un mundo de gracia, como respuesta a esa conformidad; pues en ese
instante el Verbo divino, segunda persona de la Santisima Trinidad, se encarna en María:
«Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
Verdad es, como acabamos de oírlo de la boca misma del ángel, que
ningún concurso humano intervendrá, pues todo ha de ser santo en la concepción y el
nacimiento de Cristo; pero cierto es también que de su sangre purísima concebirá María
por obra del Espíritu Santo, y que el Dios-Hombre saldrá de sus purisimas entrañas.
Cuando Jesús nace en Belén, ¿quién está allí reclinado en un pesebre? Es el Hijo de
Dios, es el Verbo que, «permaneciendo Dios» [Quod erat permansit. Antífona del
Oficio del 1º de enero], tomó en el seno de la Virgen una naturaleza humana. En ese
niño hay dos naturalezas bien distintas, pero una sola persona, la persona divina; el
término de ese nacimiento virginal es el Hombre-Dios; «El ser santo que nacera de ti
será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35); ese HombreDios, ese Dios hecho hombre, es el hijo
de María. Es lo que confesaba Isabel, llena del Espíritu Santo: «¿De dónde a mí
tanto bien que venga la Madre de mi Señor a visitarme?» (ib. 43). María es la
Madre de Cristo, pues al igual que las demás madres hacen con sus hijos, formó y nutrió
de su sustancia purísima el cuerpo de Jesús. Cristo, dice San Pablo, fue «formado de la
mujer». Es dogma de fe. Si por su nacimiento eterno «en el esplendor de la santidad»
(Sal 109,3), Cristo es verdaderamente Hijo de Dios, por su nacimiento temporal es
verdaderamente Hijo de María. El Hijo único de Dios es también Hijo único de la
Virgen.
Tal es la unión inefable que existe entre Jesús y María; ella es su
Madre, El es su hijo. Esa unión es indisoluble; y como Jesús es al mismo tiempo el Hijo
de Dios que vino a salvar al mundo, María, de hecho, está asociada íntimamente al
misterio vital de todo el Cristianismo. Lo que constituye el fundamento de todas sus
grandezas es el privilegio especial de su maternidad divina.
2. Lo que Jesús ha dado a su Madre. La escogió entre todas las
mujeres; la ha amado y obedecido; la ha asociado de una manera muy íntima a sus
misterios, principalmente al de la Redención
Ese privilegio no es el único.- Toda una corona de gracias adorna a la
Virgen, Madre de Cristo, aunque todas ellas se deriven de su maternidad divina. Jesús, en
cuanto hombre, depende de María; mas como Verbo eterno, es anterior a ella. Veamos lo que
ha dado hecho por aquella de quien había de tomar la naturaleza humana. Como es Dios, es
decir, la Omnipotencia y Sabiduría infinitas, va a adornar a esa criatura con un aderezo
inestimable y sin igual. Ante todas las cosas, escogióla con preferencia a las demás en
unión del Padre y del Espíritu Santo.- Para indicar ia eminencia de esa elección, la
Iglesia aplica a María en sus festividades un paso de la Sagrada Escritura, que, en
algún sentido, no puede referirse más que a la eterna Sabiduría: «El Señor me poseyó
al principio de sus caminos, antes de que obrase alguna cosa; antes de que la tierra
existiese. Ya estaba formada antes que hubiese abismos; antes que las montañas se
asentasen; antes que las colinas, era yo ya nacida» (Prov 8, 23-25)... ¿Qué muestran
estas palabras? La predestinación especial de María en el plan divino. El Padre Eterno
no la separa de Cristo en sus divinos pensamientos: envuelve a la Virgen, que será Madre
de Dios, en el mismo acto de amor por el cual pone sus complacencias en la humanidad de su
Hijo. Esa predestinación es para María manantial de gracias sólo a ella concedidas.
[Ipsissima verba quibus divinæ scripturæ de increata Sapientia
loquuntur eiusque sempiternas origines repræsentant, consuevit Ecclesia... ad illius
virginis primordia transferre quæ uno eodemque decreto cum divinæ Sapientiæ
incarnatione fuerant præstituta. Pío IX. Bula Ineffabilis para la definición
de la Inmaculada Concepción]. La Virgen María es inmaculada.- Todos los hijos de
Adán nacen manchados con el pecado original, esclavos del demonio, enemigos de Dios. Tal
es el decreto promulgado por Dios contra todos los descendientes de Adán pecador.
Solamente María, entre todas las criaturas, se librará de esta ley. A esa ley universal,
el Verbo eterno hará una excepción -una sola-, en favor de aquella en quien se ha de
encarnar. Ni un solo momento el alma de María será esclava del demonio; brillará
siempre con destellos de pureza; por eso, luego de la caída de nuestros primeros padres,
Dios puso eterna enemistad entre el demonio y la Virgen escogida. Ella es quien bajo su
planta aplastará la cabeza de la infernal serpiente (Gén 3,15). Con la Iglesia
recordemos frecuentemente ese privilegio de María de ser inmaculada, que sólo Ella
posee. Digámosle a menudo con cariñoso amor: «Eres toda hermosa, oh María, y no hay en
ti mancha original» [Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te.
Antíf. de Vísp. de la Inmaculada Concepción]. «Tu vestido es blanco como la nieve y tu
rostro resplandeciente como el sol; por eso te deseó ardientemente el Rey de la gloria»
(Ib.).
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No sólo nace Inmaculada María, sino que en ella abunda la gracia.-
Cuando el Angel la saluda, la declara «llena de gracia», Gratia plena, pues
el Señor, fuente de toda gracia, está con ella: Dominus tecum.- Luego, al
concebir y dar a luz a Jesús, María guarda intacta su virginidad. Da a luz y
permanece virgen; según canta la Iglesia: «a la gloria tan pura de la virginidad, María
junta la alegría de ser madre fecunda» [Gaudia matris habens cum virginitatis honore.
Antíf. de Laudes de Navidad]. A esto hay que unir la gracia que representó para
María su vida oculta con Jesús, las de su unión con su Hijo en los misterios de su vida
pública y de su Pasión, y para colmar la medida, la de su Asunción al cielo. El
cuerpo virginal de María, en el cual Cristo tomó su naturaleza humana, no verá la
corrupción; en su cabeza será colocada una corona de inestimable valor y reinará como
Soberana a la diestra de su Hijo, adomada con la vestidura de gloria formada por tantos
privilegios (Sal 44,10).
¿Cuál es el origen de todas esas gracias insignes, de todos esos
privilegios extraordinarios, que hacen de ella una criatura por encima de toda criatura?
-La elección que desde la eternidad hizo Dios de María para ser Madre de su Hijo. Si
ella es bendita entre todas las mujeres, si Dios ha trastomado en favor suyo
tantas leyes por El mismo establecidas, es porque la destina a ser Madre de su Hijo. Si
quitáis a María esa dignidad, todas esas prerrogativas no tienen ya sentido ni razón de
ser; pues todos esos privilegios preparan o acompañan a María en cuanto es Madre de
Dios.
Pero lo que es incomprensible es el amor que determinó esa elección
singularisima que el Verbo hizo de esa doncella Virgen para tomar en ella naturaleza
humana. Cristo amó a su Madre.- Nunca Dios amó tanto a una simple criatura, nunca un
hijo amó a su madre como Cristo Jesús a la suya. Amó tanto a los hombres, nos dice El
mismo, que dio su vida por ellos, y no pudo darles mayor prueba de amor (Jn 15,13). Pero
no olvidéis esta verdad: Cristo murió, ante todo, por su Madre, para pagar su
privilegio. Las gracias únicas que María recibió son el primer fruto de la Pasión de
Cristo. La Santísima Virgen no gozaría de privilegio alguno sin los méritos de su Hijo;
es la gloria mas grande de Cristo, porque es la que más ha recibido de El.
La Iglesia nos enseña claramente esta doctrina cuando celebra la
Inmaculada Concepción, la primera, en orden al tiempo, de las gracias que recibió
María. Leed la «oración» de la festividad y veréis que a la Santísima Virgen le fue
otorgado este privilegio, porque la muerte de Jesús, prevista en los decretos eternos,
había pagado por anticipado ya su precio. «¡Oh Dios, que por la Inmaculada Concepción
de la Virgen preparasteis una digna morada a vuestro Hijo: os suplicamos que así como por
la muerte «prevista» de este vuestro Hijo, la preservasteis de toda mancha...». Podemos
decir que María ha sido entre toda la Humanidad el primer objeto del amor de Cristo, aun
de Cristo paciente por ella, en primer lugar, para que la gracia pudiese abundar en ella,
en una medida excepcional derramó Jesús su preciosa sangre.
Finalmente, Jesús obedeció a su Madre.- Todos habéis leído
que todo lo que nos cuentan los Evangelistas de la vida oculta de Cristo en Nazaret se
reduce a esto: «crecía en edad y en sabiduría», y estaba «sujeto a María y a José»
(Lc 2, 51-52). ¿No es esto incompatible con la divinidad? No, ciertamente. El Verbo se
hizo carne, se humilló hasta tomar una naturaleza semejante a la nuestra, a excepción
del pecado; vino, nos dice, «a servir y no a ser servido»; y a hacerse «obediente hasta
la muerte» (Mt 20,28; Fil 2,8); por eso quiso obedecer a su Madre. En Nazaret obedeció a
María y a José, las dos criaturas privilegiadas que Dios colocó junto a El. María
participa, en cierto modo, de la autoridad del Padre Eterno sobre la humanidad de su Hijo:
Jesús podía decir de su Madre lo que decía de su Padre celestial: «Yo hago siempre lo
que es de su agrado» (Jn 8,29).
El Verbo no predestinó a María solamente para ser su Madre según la
carne, no solamente le tributó el honor que esa dignidad lleva consigo, colmándola de
gracias, sino que la asoció a sus misterios.
En el Evangelio vemos que Jesús y María son inseparables en los
misterios de Cristo. Los ángeles anuncian a los pastores que en la cueva de Belén
hallarán al «Niño y a su Madre» (Lc 2, 8-16): María es quien presenta a Jesús en el
Templo, presentación que es ya preludio del sacrificio del Calvario (ib. 23-39).
Toda la vida de Nazaret, como acabo de decir, la pasa sujeto a María; a sus ruegos obra
Jesús el primer milagro de su vida pública, en las bodas de Caná (Jn 2, 1-2); los
Evangelistas afirman que siguió a Jesús en algunas de sus excursiones misionales.
Pero notad bien que no se trata de una simple unión física, sino que
María penetra con alma y corazón en los misterios de su Hijo. San Lucas nos refiere que
la Madre de Jesús «conservaba en su corazón las palabras de su Hijo y las meditaba»
(Lc 2,19). Las palabras de Jesús eran para ella fuente de contemplación. ¿No podríamos
decir nosotros otro tanto de los misterios de Jesús? Ciertamente, Cristo, al vivir esos
misterios, iluminaba el alma de su Madre sobre cada uno de ellos. Ella los comprendía y
se asociaba a ellos. Cuanto Nuestro Señor hablaba o hacía era, para aquella a quien
amaba entre todas las mujeres, un manantial de gracias. Jesús devolvía, por decirlo
así, a su Madre en vida divina, de la que es fuente perenne, lo que de ella había
recibido en vida humana. Por eso Cristo y la Virgen están indisolublemente unidos en
todos los misterios; y por eso también María nos tiene a todos unidos en su corazón con
su divino Hijo.
Pues bien, la obra por excelencia de Jesús, el santo de los santos de
sus misterios, es su sagrada Pasión, por el cruento sacrificio de la cruz, Cristo acaba
de dar la vida divina a los hombres, y mediante él les restituye su dignidad de hijos de
Dios. Jesús quiso asociar a su Madre a este misterio con un carácter especialísimo, y
María se unió tan plenamente a la voluntad de su Hijo Redentor, que comparte con El
verdaderamente, si bien guardando su condición de simple criatura, la gloria de habernos
dado a luz, en aquel momento, a la vida de la gracia.
Vayamos al Calvario en el instante en que Cristo Jesús va a consumar
la obra que su Padre le encomendara en el mundo.- Nuestro Señor ha llegado al final de su
misión apostólica en la tierra; va a reconciliar con Dios a todo el género humano.
¿Quién está al pie de la cruz en aquel supremo instante? María, su Madre, con Juan, el
discípulo amado, y otras cuantas mujeres (Jn 19,25). Allí está de pie; acaba de renovar
la ofrenda de su Hijo que hizo mucho antes al presentarle en el Templo, en este momento
ofrece al Padre, para rescate del mundo,·«el fruto bendito de su vientre». Sólo quedan
a Jesús cortos instantes de vida; luego, el sacrificio estará consumado, y devuelta a
los hombres la gracia divina. Quiere darnos por madre a María y esto constituye una de
las formas de esta gran verdad: que Cristo se unió en la Encarnación a todo el género
humano; los escogidos forman el cuerpo místico de Cristo, del que no pueden ser
separados. Cristo nos dará a su Madre para que sea también la nuestra en el orden
espiritual; María no nos separará de Jesús, su Hijo, nuestra cabeza.
Antes, pues, de expirar y «de acabar, como dice San Pablo, la
conquista del pueblo de las almas, del cual quiere hacer su reino glorioso» (Ef 5,
25-27), Jesús ve al pie de la cruz a su Madre, sumida en la mayor angustia, y a su
discípulo Juan, tan amado suyo, aquel mismo que oyó y nos refiere sus últimas palabras.
Jesús dice a su Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo»; y luego al discípulo: «He ahí a
tu madre» (Jn 19, 25-27).- San Juan, en este caso, nos representa a todos; es a nosotros
a quienes lega Jesús su Madre, cuando ya va a expirar. ¿No es El acaso nuestro «hermano
mayor»? ¿No estamos nosotros predestinados a asemejarnos a El para que sea el
nprimogénito de una muchedumbre de hermanos»? (Rm 8,29). Luego si Jesucristo se hizo
nuestro hermano mayor al tomar de María una naturaleza como la nuestra que le hizo
participar de nuestro linaje, ¿qué tiene de extraño que al morir nos diera por madre en
el orden de la gracia a la que fue su Madre en el orden de la naturaleza humana?
Y como esas palabras, siendo proferidas por el Verbo, son todopoderosas
y de una eficacia divina, engendran en el corazón de Juan sentimientos de hijo digno de
María, al igual que en el corazón de María despiertan una ternura especial para todos
aquellos que la gracia hace hermanos de Jesucristo.- Y, ¿quién dudará un instante
siquiera de que la Virgen respondió, como en Nazaret, con un Fiat callado, sí,
esta vez, pero igualmente lleno de amor, de humildad y de obediencia, en el que toda su
voluntad se fundía con la de Jesús, para realizar el supremo anhelo de su Hijo? Santa
Gertrudis refiere que, oyendo un día cantar en el Oficio divino las palabras del
Evangelio referentes a Cristo: «Primogénito de la Virgen María», decíase en sus
adentros: «Paréceme que el título de Hijo único convendría harto mejor a Jesús que
el de Primogénito»"; mientras se detenía a considerar esto apareciósele la Virgen
María y dijo a la excelsa monja: «No, no es "Hijo único" sino
"Primogénito", lo que mejor conviene; porque después de Jesús, mi dulcísimo
Hijo, o más bien, en El y por El, os han engendrado a todos las entrañas de mi caridad y
ahora sois mis hijos, hermanos de Jesús» (Insinuaciones de la divina piedad, l.
IV, c. 3).
3. Homenajes que debemos a Maria; ensalzar sus privilegios, como lo
hace la Iglesia en su liturgia
Para agradecer bien el puesto único que Jesús quiso ocupar a su Madre
en sus misterios, y el amor que María nos tiene, hemos de tributarle el honor, el amor y
la confianza a que tiene derecho como Madre de Jesús y Madre nuestra.
¿Cómo no amarla, si amamos a Nuestro Señor? -Si Cristo Jesús
quiere, como ya os he dic
ho, que amemos a todos los miembros de su cuerpo místico,
¿cómo no habríamos de amar en primer lugar a la que le dio esa naturaleza humana,
mediante la cual llegó a ser nuestra cabeza, esa humanidad que le sirve de instrumento
para comunicarnos la gracia? No podemos poner en tela de juicio que el amor que mostramos
a María sea muy grato a Jesús. Si queremos de veras amar a Cristo, si queremos que sea
El todo para nosotros, hemos de tener especialísimo amor a su Madre.
Mas, ¿cómo hemos de manifestarle ese nuestro amor? Jesús amó a su
Madre, colmándola, como Dios que es, de privilegios sublimes; nosotros mostramos nuestro
amor ensalzando esos privilegios. Si queremos ser gratos a Dios Nuestro Señor, admiremos
las maravillas con que amorosamente adornó el alma de su Madre; quiere El que nos unamos
a Ella para rendir incesantemente gracias a la Santísima Trinidad, que glorifiquemos a la
Virgen por haber sido escogida entre todas las mujeres para dar al mundo un Salvador. Así
compartiremos los sentimientos que Jesús tuvo para con Aquella a quien debe el ser Hijo
del hombre. «Sí, la cantaremos con la Iglesia: tú sola, sin igual, agradaste al
Señor». [Sola sine exemplo placuisti Domino. Antíf. del Benedictus del
Oficio de la Santísima Virgen in Sabbato]; bendita seas entre todas las criaturas;
bendita porque creíste en la palabra divina y porque en ti se han cumplido las promesas
eternas.
Para alentarnos en esta devoción, no tenemos más que mirar la
conducta que sigue la Iglesia. Ved cómo la Esposa de Cristo ha multiplicado aquí en la
tierra sus testimonios de honor a María, y cómo practica ese culto, especial por su
trascendencia sobre el de los demás Santos, que se llama hiperdulía [A todos los
santos les debemos homenaje de dulía, palabra griega que significa servicio;
la Madre del Verbo encarnado merece, a causa de su dignidad eminente, homenajes
enteramente particulares, lo que se expresa con la palabra hyper-dulía].
La Iglesia ha consagrado numerosas fiestas en honra de la Madre de
Dios; durante el ciclo litúrgico celebra su Inmaculada Concepción, su Natividad, su
Presentación en el Templo, la Anunciación, la Visitación, la Purificación, la
Asunción.
Mirad también como, en cada uno de los principales tiempos del ciclo
litúrgico, dedica a la Virgen una «Antífona» especial, cuyo rezo impone a sus
ministros al fin de las horas canónicas. Habréis observado que en cada una de esas
antífonas la Iglesia se complace en recordar el privilegio de la maternidad divina,
fundamento de las de mas grandezas de María.-«Madre augusta del Redentor, cantamos
en Adviento y Navidad, engendraste, con asombro de la naturaleza, a tu mismo Creador,
Virgen al concebir, permaneces Virgen después del parto; Madre de Dios, intercede
por nosotros». -Durante la Cuaresma la saludamos como «la raíz de la que ha salido la
flor, que es Cristo, y como la puerta por donde la luz ha entrado en el mundo». En tiempo
Pascual brota de nuestros labios un himno de alegría, en el que felicitamos a María por
el triunfo de su Hijo, y renovamos otra vez el gozo que inundó a su alma en la aurora de
esa gloria: «Alégrate, Reina del cielo, porque ha resucitado Aquel que llevaste en
tus entrañas: sí, alégrate, ¡oh Virgen!, y llénate de júbilo, porque Cristo, el
Señor, ha salido en verdad triunfante y glorioso del sepulcro». -Luego, de Pentecostés
a Adviento, tiempo que simboliza el de nuestra peregrinación en este mundo, la Salve
Regina llena de confianza: «Madre de misericordia, vida, esperanza nuestra, a ti
suspiramos en este valle de lágrimas... Después de este destierro, muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre... Ruega por nosotros, santa Madre de Dios, para
que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo». No hay, pues, día en que la
voz de la Iglesia no resuene alabando a María, ensalzando sus gracias y recordándole
que, si es Madre de Dios, nosotros somos también sus hijos.
Mas no es esto todo, no. Todos los días la Iglesia canta en Vísperas
el Magníficat; únese a la misma Santísima Virgen para alabar a Dios por sus
bondades para con la Madre de su Hijo.- Repitamos, pues, a menudo con ella y con la
Iglesia: «Mi alma, glorifica al Señor y mi espíritu estalla de gozo en el Dios Salvador
mío, porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava... En adelante, todos los
pueblos me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha realizado en mí cosas
maravillosas». Al cantar esas palabras, ofrecemos a la beatísima Trinidad un cántico de
reconocimiento por los privilegios de María, como si esos privilegios fuesen nuestros.
Tenemos además el «Oficio Parvo» de la Santísima Virgen; tenemos el
Rosario, tan grato a María, porque la ensalzamos unida siempre a su Divino Hijo,
repitiendo sin cesar, con amor y cariño, el saludo del celestial mensajero el día de la
Encarnación: Ave, Maria, gratia plena. Es práctica excelente rezar cada día
devotamente el rosario, contemplando así a Cristo en sus misterios para unirnos a El,
felicitando a la Santísima Virgen por haber sido tan íntimamente asociada a ellos, y
dando gracias a la Santísima Trinidad por los privilegios de María. Y si cada dia hemos
dicho muchas veces a la Virgen: «Madre de Dios, ruega por nosotros... ahora y en la hora
de nuestra muerte», cuando llegue el instante en que el nunc y el hora mortis
nostræ sean un solo y el mismo momento, estemos ciertos de que la Virgen no nos
abandonará.- Tenemos además las Letanías; tenemos el Angelus, mediante el cual
renovamos en el corazón de María el inefable gozo que hubo de experimentar en el momento
de la Encarnación; hay, por fin, otras muchas formas de devoción a María.
No es menester cargarse con muchas «prácticas», hay que escoger
algunas, y una vez hecha la elección, ser fieles a ellas, ese obsequio diario tributado a
su Madre será también, no cabe duda, muy grato a Nuestro Señor.
4. Fecundidad que reporta al alma la devoción a María. María
inseparable de Jesús en el plan divino; su crédito todopoderoso; su gracia de maternidad
espiritual. Pidamos a María «que forme a Jesús» en nosotros
La devoción a María, además de ser muy agradable a Jesucristo, es
para nosotros fecundísima.- Y eso por tres razones, que ya habréis adivinado.
Primero, porque, en el plan divino, María es inseparable de Jesús,
y nuestra santidad estriba en acomodarnos lo más perfectamente que nos sea posible a
la economía divina.- En los pensamientos eternos, María entra de hecho esencialmente en
los misterios de Cristo, Madre de Jesús, es Madre de Aquel de quien todo nos viene.
Según el plan divino, no se da la vida a los hombres sino por Cristo, Dios-Hombre:
«Nadie viene al Padre si no es por Mí» (Jn 14,26), y Cristo no fue dado al mundo sino
por María: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos
encarnándose de la Virgen María» (Credo de la Misa). Ese es el orden divino. Y
ese orden es inmutable. En efecto, notad que no vale sólo para el día en que se realizó
la Encarnación; su valor continúa subsistiendo por la aplicación a las almas de los
frutos de la Encarnación. ¿Por qué así? Porque la fuente de la gracia es Cristo, Verbo
encarnado; pero su cualidad de Cristo, de mediador, permanece inseparable de la naturaleza
humana que tomó de la Virgen Santísima. [«Habiendo Dios querido una vez darnos a
Jesucristo por medio de la Santísima Virgen, ese orden ya no puede cambiar, pues los
dones de Dios no están sujetos a mudanza. Siempre será cierto que habiendo recibido por
su caridad el principio universal de toda gracia, habiendo recibido por su caridad el
principio universal de toda gracia, recibamos también por su mediación las diversas
aplicaciones en todos los diferentes estados que componen la vida cristiana. Como su
caridad maternal ha contribuido tanto a nuestra salvación en el misterio de la
Encarnación, que es el principio universal de la gracia, así contribuirá también
eternamente en todas las demás operaciones que no son más que su corolario». Bossuet, Sermon
pour la fête de la Conception.- Citemos asimismo las palabras del Papa León XIII:
«Del magnífico tesoro de gracias que Cristo nos ganó, nada nos será dispensado si no
es por María. Por tanto dirigiéndonos a ella es como hemos de llegarnos a Cristo, así
como por Cristo nos acercamos a nuestro Padre Celestial». Encíclica sobre el Rosario,
1891].
La segunda razón, que guarda relación con la anterior, es que nadie
tiene ante Dios tan gran crédito para obtenernos la gracia, como la Madre de
Dios.- Como consecuencia de la Encarnación, Dios se complace, no para amenguar el poder
de mediación de su Hijo, sino para extenderlo y ensalzarlo, en reconocer la solvencia de
los que están unidos a Jesús, cabeza del cuerpo místico; esa solvencia es tanto mayor
cuanto mayor y más íntima es la unión de los santos con Jesucristo.
Cuanto más se acerca una cosa a su principio, dice Santo Tomás, más
experimenta los efectos que ese principio produce. Cuanto más os acercáis a una hoguera,
más sentís el calor que irradia.- Pues bien, añade el santo Doctor; Cristo es el
principio de la gracia, puesto que, en cuanto Dios, es autor de ella y, en cuanto Hombre,
es instrumento; y como la Virgen es la criatura que más cerca ha estado de la humanidad
de Cristo, puesto que Cristo tomó en ella la naturaleza humana, síguese que María
recibió de Cristo una gracia mayor que la de todas las criaturas.
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Cada cual recibe de Dios (habla el mismo Santo Tomás) la gracia
proporcionada al destino que su providencia le ha señalado. Como hombre, Cristo fue
predestinado y elegido para que, siendo Hijo de Dios, tuviese poder de santificar a todos
los hombres; por tanto, debía poseer El solo tal plenitud, que pudiese derramarse sobre
todas las almas. La plenitud de gracia que recibió la Santísima Virgen tenía por fin
hacerla la criatura más allegada al autor de la gracia; tan allegada, en efecto, que
María encerraría en su seno al que está lleno de gracia, y que al darle al mundo por su
parto virginal, daría, por decirlo así al mundo la gracia misma, porque le daría la
Ut eum, qui est plenus omni gratia, pariendo, quodammodo gratiam
ad omnes derivaret. III, q.27, a.5]. Al formar a Jesús en sus punsimas entrañas, la
Virgen nos ha dado al autor mismo de la vida. Así lo canta la Iglesia en la oración que
sigue a la antifona de la Virgen del tiempo de Navidad, honrando el nacimiento de Cristo:
«por ti se nos ha dado recibir al autor de la vida»; y además, invita a «las naciones
a cantar y ensalzar la vida que les ha procurado esa maternidad virginal».
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Vitam datam per Virginem
Gentes redemptæ plaudite.
Por consiguiente, si queréis beber con abundancia en la fuente de la
vida divina, id a María, pedidle que os guíe a esa fuente; ella más y mejor que ninguna
otra criatura puede llevarnos hasta Jesús. Por eso, y no sin justo motivo, la llamamos
«Madre de la divina gracia»; por eso también la Iglesia le aplica este paso de las
Sagradas Escrituras: «El que me encuentre, hallará la vida y beberá la salud que viene
del Señor» (Prov 8,35). La salvación, vida de nuestras almas, no viene sino de Jesús.
El es el único mediador; pero, ¿quién nos llevará a El con más seguridad que María?;
¿quién goza de tanto poder como su Madre para volvérnosle propicio?
María, por otra parte, recibió de Jesús mismo, respecto a su cuerpo
místico, una gracia especial de maternidad. Esta es la última razón de
por qué resulta tan fecunda en el orden sobrenatural la devoción a la Santísima
Virgen.- Cristo, después de haber recibido de María la naturaleza humana, asoció a su
Madre, como va os he dicho, a todos sus misterios, desde su presentacion en el Templo
hasta su inmolación en el Calvario. Ahora bien, ¿cuál es el fin de todos los
misterios de Cristo? No es otro que el de convertirle en dechado y paradigma de nuestra
vida sobrenatural en rescate de nuestra santificación y fuente de toda nuestra santidad;
y finalmente el de crearle una sociedad eterna y gloriosa de hermanos que en todo se le
asemejen. Por eso María está asociada al nuevo Adán como una nueva Eva; es, pues, con
mejor derecho que Eva, la «madre de los vivientes» (Gén 3,20), de los que viven por la
gracia de su Hijo.
Os decía poco ha que esa asociación no fue únicamente externa.
Siendo Cristo Dios, siendo el Verbo omnipotente, creó en el alma de su Madre los
sentimientos que debía albergar hacia todos aquellos que El quería elevar a la dignidad
de hermanos suyos, haciéndolos nacer de ella y vivir sus misterios. La Virgen, por su
parte, iluminada por la gracia que abundaba en ella, respondió a ese llamamiento de
Jesús con un Fiat, en el que ponía su alma entera con sumisión, totalmente unida
en espíritu con su divino Hijo: «Al dar su consentimiento, cuando le fue anunciada la
Encarnación, María aceptó el cooperar, el desempeñar un papel, en el plan de la
Redención; aceptó, no sólo ser la Madre de Jesús, sino también asociarse a toda su
misión de Redentor. En cada uno de los misterios de Cristo, hubo de renovar el Fiat lleno
de amor, hasta el momento en que pudo decir, después de haber ofrecido en el Calvario,
para la salvación del mundo, aquel Jesús, aquel Hijo, aquel cuerpo por ella formado,
aquella sangre que era su sangre: «Todo se ha consumado». En esa hora bendita, María
estaba tan identificada con los sentimientos de Jesús, que puede llamarse Corredentora.
En ese instante, como Jesús, María acabó de engendrarnos, por un acto de amor, a la
vida de la gracia [Cooperata est caritate ut fideles in Ecclesia nascerentur. San
Agustín. De Sancta Virginitate, núm. 6]. Siendo Madre de nuestra Cabeza, según
el pensar de San Agustín, por haberle engendrado en sus entrañas, María llegó a ser,
por el alma, la voluntad y el corazón, madre de todos los miembros de esa divina Cabeza.
«Madre, en cuanto al cuerpo, de nuestra Cabeza; por el espíritu lo es de todos sus
miembros» [Corpore mater capitis nostri, spiritu mater membrorum eius. ib.].
Y porque aquí en la tierra María se asoció a todos los misterios de
la Redención, Jesús la coronó, no sólo de gloria, sino de poder; colocó a su Madre a
su diestra, para que pudiese disponer, a título de Madre de Dios, de los tesoros de la
vida eterna. «La Reina se sienta a tu derecha» (Sal 44,10). Es lo que indica la piedad
cristiana cuando proclama a la Madre de Dios «omnipotencia suplicante».
Digámosle, pues, con la Iglesia y llenos de confianza: «Muestra que
eres Madre: Madre de Jesús por tu ascendiente sobre El; madre nuestra, por tu
misericordia para con nosotros; por tu mediación reciba Cristo nuestras preces, ese
Cristo que, naciendo de ti para traernos la vida, quiso ser Hijo tuyo»:
Monstra te esse Matrem, / Sumat per te preces / Qui pro nobis natus
/Tulit esse tuus (Himno Ave maris Stella).
¿Quién conoce mejor que ella el corazón de su Hijo? En el Evangelio
(Jn 2,1 y sigs.) hallamos un magnífico ejemplo de su confianza en Jesús. Ocurrió el
hecho en las bodas de Caná. Asiste a ellas con Jesús y no anda tan absorta en la
contemplación, que no advierta lo que ocurre a su alrededor. El vino escasea. María
advierte la confusión de sus huéspedes y dice a Jesús: «No tienen vino». Bien se
refleja aquí su corazón de madre. ¡Cuántas almas «místicas» hubiesen tenido a menos
pensar en el vino! Sin embargo, ¿qué son ellas al lado de María? Impelida por su bondad
pide a su Hijo que ayude a los que ve en apuros. Nuestro Señor la mira y hace como que no
accede a lo que ella pide: «Mujer, a ti y a mí, ¿qué nos va en ello?» Pero ella
conocía a su Jesús; tan segura está de El, que al punto dice a los criados: «Haced
todo lo que El os diga». Y, en efecto, Cristo habló y las ánforas se llenaron de
excelente vino.
¿Qué pediremos nosotros a la Madre de Jesús sino que ante todas las
cosas y sobre todo forme a Jesús en nosotros comunicándonos su fe y su amor?
Toda la vida cristiana consiste en hacer que «Cristo nazcar en
nosotros y que viva en nuestro corazón. Es doctrina de San Pablo (Gál 4,19). Ahora bien,
¿dónde se fonmó Cristo en primer lugar? En el seno de la Virgen, por obra del Espíritu
Santo. Pero María, dicen los Santos Padres, concibió primero a Jesús por la fe y el
amor, cuando con su Fiat consintió en ser su Madre [Prius concepit mente quam
corpore. San Agustín, De virgin., c. 3; Sermo CCXV, n.4; San León, Sermo I
de Nativitate Domini, c.7; San Bernardo, Sermo I de vigilia Nativitatis].
Pidámosla que nos alcance esa fe que engendra a Jesús en nosotros, ese amor que hace que
vivamos de la vida de Jesús. Pidámosla que nos haga semejantes a su Hijo; ningún favor
más grande la podemos pedir, ninguno que más la guste concedernos, pues sabe y ve que su
Hijo no puede estar separado de su cuerpo místico. Está tan unida de alma y de corazón
con su divino Hijo, que ahora en la gloria no anhela más que una cosa: que la Iglesia,
reino de los escogidos, precio de la sangre de Jesús, aparezca ante El «gloriosa, sin
mancha ni arruga, santa e inmaculada» (Ef 5,27).
Por eso, cuando nos dirijamos a la Virgen, hagámoslo unidos a Jesús y
digámosla: «Oh Madre del Verbo encarnado, vuestro Hijo ha dicho: Todo cuanto hiciereis
al menor de mis pequeñuelos a mí me lo hacéis: yo soy uno de esos pequeñuelos entre
los miembros de Jesús, vuestro Hijo; en su nombre me presento delante de Vos para
implorar vuestro auxilio». Si rehusase peticiones así presentadas, María rehusaria algo
a Jesús.
Vayamos, pues, a ella, pero vayamos con confianza. Hay almas que acuden
a ella como a una madre, le confían sus intereses, le descubren sus penas, sus
dificultades; a ella recurren en las necesidades, en las tentaciones, pues nentre la
Virgen y el demonio hay eterna enemistad; y con su planta María quebranta la cabeza del
dragón infernal» (Gén 3,15); tratan siempre con la Virgen como con una madre; las hay
que se arrodillan delante de sus estatuas para exponerle sus deseos y anhelos. Son
niñerías, diréis. Acaso; pero, ¿sabéis lo que dice Cristo? «Si no os hiciereis
semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,13).
Pidamos a María que de la humanidad de su Hijo Jesús, que posee la
plenitud de gracia, iluya ésta con abundancia sobre nosotros, para que por el amor nos
vayamos conformando más y más con el Hijo amantísimo del Padre que es también su Hijo.
Esta es la mejor petición que podemos hacerle. Nuestro Señor decía a sus Apóstoles en
la última Cena: «Mi Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que
he venido de El» (Jn 16,27). Lo mismo podria decirnos de María: «Mi Madre os ama porque
vosotros me amáis y creéis que he nacido de ella». Nada resulta más grato a María que
oír confesar que Jesús es su Hijo y verle amado de todas las criaturas.
El Evangelio, como ya sabéis, no nos ha conservado sino muy contadas
palabras de María. Acabo de recordaros algunas: las que dijo a los criados de las bodas
de Caná: «Haced cuanto mi Hijo os diga» (ib. 2,5). Estas palabras son como un
eco de las del Padre Eterno: «Este es mi querido Hijo, en quien tengo todas mis
complacencias, escuchadle» (Mt 17,5; +2Pe 1,17). Podemos también nosotros aplicarnos
esas palabras de María: «Haced cuanto os dijere». Ese será el mejor fruto de esta
conferencia: será también la mejor manifestación de nuestra devoción para con la Madre
de Dios. El mayor anhelo de la Virgen Madre es ver a su Divino Hijo, obedecido, amado,
glorificado, ensalzado; como para el Padre Eterno, Jesús es para María el objeto de
todas sus complacencias.
Tomado de: DOM COLUMBA MARMION: Jesucristo, vida del alma
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