sábado, 20 de julio de 2013

«Un gran amor excede Todo se termina.»



El amor no sirve
tomado de los sermones de Fray Rabieta
Belloc me sorprendió mucho un día cuando de repente me dijo:

la escala de la vida humana.

Siempre pasa algo. Alguien muere.

«Un gran amor excede Todo se termina.»

(J. B. Morton, en su “Memoria” de Hilaire Belloc)

Mis embrutecidos hermanos:
Belloc se produjo así en un viaje a Francia que hizo con el amigo de su hijo Peter, un tal Morton. Belloc viajaba a menudo a Francia y allí invariablemente lo atacaba la nostalgia, en parte porque le traía recuerdos de la infancia—se crió allí hasta los siete u ocho años, más o menos—pero también porque se sentía inglés y en cierto modo extranjero en ese país. Como a osadas se sentía francés en Inglaterra. Pero lo cierto es que Belloc no sólo era historiador—sino que vivía en un país muy particular que se llama el país de la nostalgia.
“Nostalgia” mis embrutecidos hermanos, está definido poética y precisamente en el Diccionario de la Real Academia como “recuerdo del bien perdido”. Y allí vivió Belloc la mayor parte de su vida. En 1914, a los 44 años de edad perdió a su hijo mayor, caído en combate en la Primera Guerra Mundial y a Elodie, su amada mujer, que lo dejó viudo y a cargo de cinco hijos. Belloc nunca se casó de nuevo, ni se le conoce siquiera un atisbo de una nueva relación con alguna mujer, pese a que A. N. Wilson, el biógrafo que se empeñó en destruirlo (y que no pudo—finalmente Belloc lo destruyó a él, como que acaba de convertirse al catolicismo más rabioso), pese a que, como digo, mis embrutecidos cófrades, se empeñó en encontrarle rastro de algún “affaire”. Nada de eso. Cuando volvió del entierro de su amada esposa, subió al entrepiso donde ella había tenido su habitación—dormían en cuartos separados—la cerró con llave, se la guardó en el bolsillo de su saco (Elodie, su hija mayor, lo vio), y nunca más se abrió esa habitación. Pero todas las noches (y fueron muchas, durante casi cuarenta años) cuando se disponía a dormir, se detenía en el descanso de aquel entrepiso y con todo cuidado trazaba una señal de la cruz sobre la puerta.
Mis embrutecidos hermanos: es obvio que la frase de donde saco tema para este sermón se refiere al gran amor conyugal que Belloc profesó por Elodie. Sin dudas, él estaba pensando en eso cuando dijo esta frase, en el amor conyugal—y no en otros. No hay tiempo aquí para referir en detalle cuán grande fue el amor que le tuvo a Elodie, pero sólo les diré que para conquistarla en 1890 se embarcó como polizón para ir a los Estados Unidos y luego cruzó el país a lo ancho hasta llegar a California… ¡a pie! Las expensas de semejante travesía fueron financiados con dibujos que iba haciendo y que vendía al mejor postor. Allí, en la ciudad de San Diego, le pidió la mano a la madre de Elodie, una irlandesa viuda que había emigrado con sus tres hijas, una de las cuáles terminó casándose con Belloc.
Pero “todo se termina”. Ahora bien, queridos brutos, deberíamos preguntarnos qué cosa es la “escala de la vida humana”. ¿Tiene escala? ¿Es mensurable la vida humana? ¿Con qué la compararemos? ¿Y cuál será el patrón de medida? Son preguntas diferentes y habría que dirigirse a ellas con cautela—que no sé si es pedirle demasiado, admirables animales.
Vamos despacio y por partes, entonces. Por supuesto que sí, por supuesto que la vida humana tiene “escala”, bien que nosotros no la podemos “medir”, bien que el único que conoce su “patrón de medida” es el Patrón. Y punto con esto. Pero sí, la vida humana tiene escala, cómo no. Medida en el tiempo, por ejemplo, una vida humana tiene una duración de no más de un siglo, más o menos (por lo menos en la presente Dispensación, otra cosa fue en tiempos de Matusalén). Y otro tanto se puede decir del espacio que ocupa. Una vida humana ocupa tanto espacio y no más que eso. No puede desplegarse en el espacio sino limitadamente, por más que uno quiera multiplicarse artística, vital y virtualmente. El hombre, por definición, es un ser limitado, tanto en el tiempo como en el espacio, y por eso, hay, ciertamente, una “escala” en la vida humana.
Que un gran amor supere, exceda, rompa, rebalse y despatarre esa escala, es cosa que los curas sabemos demasiado bien. Y por eso le ponemos límite también, qué se creen ustedes: hasta que la muerte los separe, decimos—como diciendo, no se les pide más, no puede haber más que eso, o, en cualquier caso, nosotros los curas nos detenemos acá, hasta acá llegamos: hasta la muerte. Y es lo que dice Belloc, fíjense si quieren, pedazos de bestias: siempre pasa algo. Alguien muere. Todo se termina.
Pero, ¡atención!, el “todo se termina” de Belloc refiere específicamente al amor conyugal, aquí abajo, en la escala de los asuntos humanos. Y en buena parte porque el amor rompe, despatarra, descoyunta, disuelve, hace explotar las cosas de aquí abajo: “el amor es fuerte como la muerte”. Y finalmente bien podríamos decir que un gran amor mata, como lo sabían los antiguos, como lo sabían los salvajes bárbaros, y hasta el salvaje Wagner, que puso esto en música—aunque no creo que ustedes, mis queridos animales, hayan oído alguna vez la “Liebestod” de “Tristan und Isolde”, ocupados como están con Enrique Iglesias.
El amor y la muerte son contrarios, como bien lo ha visto Alejandro Dolina—aunque él no sabe qué hacerse con eso: el amor reclama eternidad; la muerte, por definición, es un límite en el tiempo. Y en el caso del amor conyugal, esto se pone de manifiesto más claramente que en otros: nadie le dice a su noviecita, “te querré por un tiempo”, “te querré hasta que se me pase” o “te querré hasta que estés vieja y arrugada y después te cambiaré por otra más joven”. No, incluso ustedes, pedazos de palurdos, le dirán (o ya lo han hecho) a sus noviecitas, “te quiero para siempre” o “por siempre jamás” o algo así. Y luego van al cura y le dicen que se quieren casar porque se quieren para siempre. Pero el cura sabe más, e inquiere y se los hace difícil, hasta que por fin atestigua el matrimonio “hasta que la muerte los separe”—y no “para siempre”, “eternamente”, “por los siglos de los siglos”, porque sabe que eso no es humano. Sabe que un gran amor excede la escala de los asuntos humanos, sabe que siempre pasa algo, sabe que alguien termina muriéndose, sabe que todo se termina.
Por lo menos acá abajo.
Pero el problema existe y no se va a ir así nomás: que un gran amor excede la escala de nuestras vidas no significa que no exista, que no hayan grandes amores, y por cierto, no sólo conyugales. Está el amor de amistad, por ejemplo, que Aristóteles (y si mi apuran, el mismo Belloc) pone por encima de todos los demás. Está el amor a la Patria, que ciertamente puede ser un gran amor (y si no lo tienen ustedes, floripondios de cuarta, os aseguro que es obligación y que si no lo sienten así son reos de traición a la Patria). Puede haber otros “grandes amores” como los que algunos dicen haber profesado por el Patrón. De eso yo no sé nada, pero sí sé que todos esos amores también exceden la escala de los asuntos humanos, sí sé que siempre pasa algo, que alguien se muere, que todo se termina.
Acá abajo.
Mis queridos salvajes: las grandes amistades no sólo fueron celebradas por Raíssa Maritain, los antiguos la celebraron mejor que nadie y constituye uno de los diez grandes temas literarios (no hay más que diez, porque la vida humana tiene escala y hay un límite para todo). Pero excede la escala de la vida humana. Fíjense en la de Lewis y Tolkien, por ejemplo, íntimos amigos durante décadas. Siempre pasa algo, ¿no? Y al final se distanciaron un tanto. Y luego, Lewis se murió primero. Y Tolkien, al enterarse, se quería morir. Y luego se murió. Todo se termina.
Y el amor a la Patria, casi casi, exige la muerte, la reclama, la concita, la convoca. Porque como decía José Antonio, duele. Y más quiere uno a su país y más le tiene que doler. Porque la única manera de amar a la patria, lo decía Simone Weil, es con compasión. Dolor, padecimiento—muerte. Porque ese amor excede la escala de la vida humana, por eso uno ve a su país, y cómo está, y se quiere morir. Presumo, mis mal educados ignorantes, que no conocen las Odas de Horacio, ¿no?, ocupados como están mandándose mensajitos de texto. Pero podrían, quizá mandar éste: “Dulce et decorum est pro patria mori” que, más o menos traducido, quiere decir que constituye un gran privilegio poder morir por la patria, como esos grandes amantes de sus países, Péguy, Brasillach, Codreanu, José Antonio—la lista sería interminable. ¿Dije privilegio? Más que eso: es una recompensa. Un gran amor a la patria tiene una sola recompensa: la muerte. Porque el país es limitado, y lo que uno puede hacer por ella, es limitado. Pero un gran amor patriótico excede al país, excede la vida de quien la ama mucho. Como lo habría dicho aquel otro cura, ¿cómo se llamaba?, ¡ah sí!, Renaudière de Paulis—constituye una demasía. Como ese amor tan particular de Tomás Moro, o de Edmundo Campion, ¿no? Siempre pasa algo. Alguien se muere. Todo se termina.
Acá abajo.
Para terminar, mis abominables sotretas. Hay otro amor también, del que bien poco puedo decirles. El amor al Patrón. Un gran amor por el Patrón. Pero el Patrón dijo que ese amor no existe, “sino que Él nos amó primero”, que el Amor Más Grande del Mundo, es el de Él, el Patrón y que eso es como un fuego devorador y no una novela rosa como las que ustedes ven por la tele. Aslan no es un león manso—aunque supongo que la referencia a las “Crónicas de Narnia” resulta perfectamente inútil, manga de babiecas, admiradores de “Show Match”.
Como fuere, algunos lo vieron acá abajo, eso que digo, cayeron en esa hoguera encendida, y se querían morir, y se morían porque no se podían morir:
Tan alta vida espero
Que muero porque no muero.



Sobre esto como les digo, tengo la boca atada. Sólo puedo decirles que la única vez que ese Gran Amor ingresó en la escala de la vida humana, algo pasó. Alguien murió. Y todo se terminó.

Me da por pensar ahora, mis aturdidos feligreses, qué le voy a hacer, en la Mamá de ese Gran Amor—fue testigo directo de ese final. Estaba ahí. Y debe haber pensado como Belloc, pero en orden inverso: Todo se termina, todo está consumado. Alguien se muere. Siempre pasa algo. Un gran amor, un amor superexcelente, está fuera, ¿qué digo?, excede, la escala de la vida humana. Un gran amor es una demasía. Pero ella no dijo nada. Estaba ahí nomás. Y luego bajaron el cuerpo, se lo entregaron a ella, lo llevaron a un sepulcro, lo envolvieron con unos lienzos, taparon la boca del sepulcro con una gran roca y sanseacabó. Juan la llevó a su casa. Se terminó. Todo se termina.
Durante tres días. Después empezaron a pasar cosas raras, como esos dos tipos se lo contaron a un forastero tres días después (“ya es el tercer día desde que sucedieron estas cosas”) cuando iban de camino a Emaús. El forastero inquiría sobre lo que había sucedido, y ellos le contaron que unas mujeres encontraron el sepulcro vacío. Pero en realidad estaban tratando de explicarle al forastero, aquel Gran Simulador, “The Great Pretender”, aquel que “simuló seguir adelante”, que un gran amor excede la escala de la vida humana. Que el amor no sirve. Que siempre pasa algo. Que alguien se muere y que todo se termina.
¡Ah no! replicó el forastero, acá abajo puede ser, y ciertamente que sí, que el amor “no sirve”, pero no que todo se termina. Un gran amor nunca se termina. “Acá abajo” no es sino una sombra de lo que hay en la realidad, ¿y cómo un gran amor no va a exceder la escala de los asuntos humanos? ¿y cómo es eso de que no sirve? Un gran rey que se pone a servir, no por eso deja de ser rey—y algunos hemos visto, y algunos más veremos—¿pero cuándo tuvo trazas de sirvienta? Etcétera.
Pero yo, mis queridos bestias, no puedo decir más nada y se han terminado mis palabras. También acá arriba, en este púlpito, todo se termina. Pero Tomás de Aquino—no sé si ustedes saben quién diablos es—dice que donde Terminan las palabras comienza el canto.
 Y que el canto no termina jamás.

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