El amor no sirve
tomado de los sermones de Fray Rabieta
Belloc me
sorprendió mucho un día cuando de repente me dijo:
la escala de la
vida humana.
Siempre pasa
algo. Alguien muere.
«Un gran amor
excede Todo se termina.»
(J. B. Morton,
en su “Memoria” de Hilaire Belloc)
Mis embrutecidos hermanos:
Belloc se produjo así en un viaje a Francia que hizo
con el amigo de su hijo Peter, un tal Morton. Belloc viajaba a menudo a Francia
y allí invariablemente lo atacaba la nostalgia, en parte porque le traía
recuerdos de la infancia—se crió allí hasta los siete u ocho años, más o
menos—pero también porque se sentía inglés y en cierto modo extranjero en ese
país. Como a osadas se sentía francés en Inglaterra. Pero lo cierto es que
Belloc no sólo era historiador—sino que vivía en un país muy particular que se
llama el país de la nostalgia.
“Nostalgia” mis embrutecidos hermanos, está definido
poética y precisamente en el Diccionario de la Real Academia como “recuerdo del
bien perdido”. Y allí vivió Belloc la mayor parte de su vida. En 1914, a los 44
años de edad perdió a su hijo mayor, caído en combate en la Primera Guerra
Mundial y a Elodie, su amada mujer, que lo dejó viudo y a cargo de cinco hijos.
Belloc nunca se casó de nuevo, ni se le conoce siquiera un atisbo de una nueva
relación con alguna mujer, pese a que A. N. Wilson, el biógrafo que se empeñó
en destruirlo (y que no pudo—finalmente Belloc lo destruyó a él, como que acaba
de convertirse al catolicismo más rabioso), pese a que, como digo, mis
embrutecidos cófrades, se empeñó en encontrarle rastro de algún “affaire”. Nada
de eso. Cuando volvió del entierro de su amada esposa, subió al entrepiso donde
ella había tenido su habitación—dormían en cuartos separados—la cerró con
llave, se la guardó en el bolsillo de su saco (Elodie, su hija mayor, lo vio),
y nunca más se abrió esa habitación. Pero todas las noches (y fueron muchas,
durante casi cuarenta años) cuando se disponía a dormir, se detenía en el
descanso de aquel entrepiso y con todo cuidado trazaba una señal de la cruz
sobre la puerta.
Mis embrutecidos hermanos: es obvio que la frase de
donde saco tema para este sermón se refiere al gran amor conyugal que Belloc
profesó por Elodie. Sin dudas, él estaba pensando en eso cuando dijo esta
frase, en el amor conyugal—y no en otros. No hay tiempo aquí para referir en
detalle cuán grande fue el amor que le tuvo a Elodie, pero sólo les diré que
para conquistarla en 1890 se embarcó como polizón para ir a los Estados Unidos
y luego cruzó el país a lo ancho hasta llegar a California… ¡a pie! Las
expensas de semejante travesía fueron financiados con dibujos que iba haciendo
y que vendía al mejor postor. Allí, en la ciudad de San Diego, le pidió la mano
a la madre de Elodie, una irlandesa viuda que había emigrado con sus tres
hijas, una de las cuáles terminó casándose con Belloc.
Pero “todo se termina”. Ahora bien, queridos brutos,
deberíamos preguntarnos qué cosa es la “escala de la vida humana”. ¿Tiene
escala? ¿Es mensurable la vida humana? ¿Con qué la compararemos? ¿Y cuál será
el patrón de medida? Son preguntas diferentes y habría que dirigirse a ellas
con cautela—que no sé si es pedirle demasiado, admirables animales.
Vamos despacio y por partes, entonces. Por supuesto
que sí, por supuesto que la vida humana tiene “escala”, bien que nosotros no la
podemos “medir”, bien que el único que conoce su “patrón de medida” es el
Patrón. Y punto con esto. Pero sí, la vida humana tiene escala, cómo no. Medida
en el tiempo, por ejemplo, una vida humana tiene una duración de no más de un
siglo, más o menos (por lo menos en la presente Dispensación, otra cosa fue en
tiempos de Matusalén). Y otro tanto se puede decir del espacio que ocupa. Una
vida humana ocupa tanto espacio y no más que eso. No puede desplegarse en el
espacio sino limitadamente, por más que uno quiera multiplicarse artística, vital
y virtualmente. El hombre, por definición, es un ser limitado, tanto en el
tiempo como en el espacio, y por eso, hay, ciertamente, una “escala” en la vida
humana.
Que un gran amor supere, exceda, rompa, rebalse y
despatarre esa escala, es cosa que los curas sabemos demasiado bien. Y por eso
le ponemos límite también, qué se creen ustedes: hasta que la muerte los
separe, decimos—como diciendo, no se les pide más, no puede haber más que eso,
o, en cualquier caso, nosotros los curas nos detenemos acá, hasta acá llegamos:
hasta la muerte. Y es lo que dice Belloc, fíjense si quieren, pedazos de
bestias: siempre pasa algo. Alguien muere. Todo se termina.
Pero, ¡atención!, el “todo se termina” de Belloc
refiere específicamente al amor conyugal, aquí abajo, en la escala de los
asuntos humanos. Y en buena parte porque el amor rompe, despatarra, descoyunta,
disuelve, hace explotar las cosas de aquí abajo: “el amor es fuerte como la
muerte”. Y finalmente bien podríamos decir que un gran amor mata, como lo
sabían los antiguos, como lo sabían los salvajes bárbaros, y hasta el salvaje
Wagner, que puso esto en música—aunque no creo que ustedes, mis queridos
animales, hayan oído alguna vez la “Liebestod” de “Tristan und Isolde”,
ocupados como están con Enrique Iglesias.
El amor y la muerte son contrarios, como bien lo ha
visto Alejandro Dolina—aunque él no sabe qué hacerse con eso: el amor reclama
eternidad; la muerte, por definición, es un límite en el tiempo. Y en el caso
del amor conyugal, esto se pone de manifiesto más claramente que en otros:
nadie le dice a su noviecita, “te querré por un tiempo”, “te querré hasta que
se me pase” o “te querré hasta que estés vieja y arrugada y después te cambiaré
por otra más joven”. No, incluso ustedes, pedazos de palurdos, le dirán (o ya
lo han hecho) a sus noviecitas, “te quiero para siempre” o “por siempre jamás”
o algo así. Y luego van al cura y le dicen que se quieren casar porque se
quieren para siempre. Pero el cura sabe más, e inquiere y se los hace difícil,
hasta que por fin atestigua el matrimonio “hasta que la muerte los separe”—y no
“para siempre”, “eternamente”, “por los siglos de los siglos”, porque sabe que
eso no es humano. Sabe que un gran amor excede la escala de los asuntos
humanos, sabe que siempre pasa algo, sabe que alguien termina muriéndose, sabe
que todo se termina.
Por lo menos acá abajo.
Pero el problema existe y no se va a ir así nomás:
que un gran amor excede la escala de nuestras vidas no significa que no exista,
que no hayan grandes amores, y por cierto, no sólo conyugales. Está el amor de
amistad, por ejemplo, que Aristóteles (y si mi apuran, el mismo Belloc) pone
por encima de todos los demás. Está el amor a la Patria, que ciertamente puede
ser un gran amor (y si no lo tienen ustedes, floripondios de cuarta, os aseguro
que es obligación y que si no lo sienten así son reos de traición a la Patria).
Puede haber otros “grandes amores” como los que algunos dicen haber profesado
por el Patrón. De eso yo no sé nada, pero sí sé que todos esos amores también
exceden la escala de los asuntos humanos, sí sé que siempre pasa algo, que
alguien se muere, que todo se termina.
Acá abajo.
Mis queridos salvajes: las grandes amistades no sólo
fueron celebradas por Raíssa Maritain, los antiguos la celebraron mejor que
nadie y constituye uno de los diez grandes temas literarios (no hay más que
diez, porque la vida humana tiene escala y hay un límite para todo). Pero
excede la escala de la vida humana. Fíjense en la de Lewis y Tolkien, por
ejemplo, íntimos amigos durante décadas. Siempre pasa algo, ¿no? Y al final se
distanciaron un tanto. Y luego, Lewis se murió primero. Y Tolkien, al
enterarse, se quería morir. Y luego se murió. Todo se termina.
Y el amor a la Patria, casi casi, exige la muerte,
la reclama, la concita, la convoca. Porque como decía José Antonio, duele. Y
más quiere uno a su país y más le tiene que doler. Porque la única manera de
amar a la patria, lo decía Simone Weil, es con compasión. Dolor,
padecimiento—muerte. Porque ese amor excede la escala de la vida humana, por
eso uno ve a su país, y cómo está, y se quiere morir. Presumo, mis mal educados
ignorantes, que no conocen las Odas de Horacio, ¿no?, ocupados como están
mandándose mensajitos de texto. Pero podrían, quizá mandar éste: “Dulce et
decorum est pro patria mori” que, más o menos traducido, quiere decir que
constituye un gran privilegio poder morir por la patria, como esos grandes
amantes de sus países, Péguy, Brasillach, Codreanu, José Antonio—la lista sería
interminable. ¿Dije privilegio? Más que eso: es una recompensa. Un gran amor a
la patria tiene una sola recompensa: la muerte. Porque el país es limitado, y
lo que uno puede hacer por ella, es limitado. Pero un gran amor patriótico
excede al país, excede la vida de quien la ama mucho. Como lo habría dicho
aquel otro cura, ¿cómo se llamaba?, ¡ah sí!, Renaudière de Paulis—constituye
una demasía. Como ese amor tan particular de Tomás Moro, o de Edmundo Campion,
¿no? Siempre pasa algo. Alguien se muere. Todo se termina.
Acá abajo.
Para terminar, mis abominables sotretas. Hay otro
amor también, del que bien poco puedo decirles. El amor al Patrón. Un gran amor
por el Patrón. Pero el Patrón dijo que ese amor no existe, “sino que Él nos amó
primero”, que el Amor Más Grande del Mundo, es el de Él, el Patrón y que eso es
como un fuego devorador y no una novela rosa como las que ustedes ven por la
tele. Aslan no es un león manso—aunque supongo que la referencia a las
“Crónicas de Narnia” resulta perfectamente inútil, manga de babiecas,
admiradores de “Show Match”.
Como fuere, algunos lo vieron acá abajo, eso que
digo, cayeron en esa hoguera encendida, y se querían morir, y se morían porque
no se podían morir:
Tan alta vida espero
Que muero porque no muero.
Sobre esto como les digo, tengo la boca atada. Sólo
puedo decirles que la única vez que ese Gran Amor ingresó en la escala de la
vida humana, algo pasó. Alguien murió. Y todo se terminó.
Me da por pensar ahora, mis aturdidos feligreses,
qué le voy a hacer, en la Mamá de ese Gran Amor—fue testigo directo de ese final.
Estaba ahí. Y debe haber pensado como Belloc, pero en orden inverso: Todo se
termina, todo está consumado. Alguien se muere. Siempre pasa algo. Un gran
amor, un amor superexcelente, está fuera, ¿qué digo?, excede, la escala de la
vida humana. Un gran amor es una demasía. Pero ella no dijo nada. Estaba ahí
nomás. Y luego bajaron el cuerpo, se lo entregaron a ella, lo llevaron a un
sepulcro, lo envolvieron con unos lienzos, taparon la boca del sepulcro con una
gran roca y sanseacabó. Juan la llevó a su casa. Se terminó. Todo se termina.
Durante tres días. Después empezaron a pasar cosas
raras, como esos dos tipos se lo contaron a un forastero tres días después (“ya
es el tercer día desde que sucedieron estas cosas”) cuando iban de camino a
Emaús. El forastero inquiría sobre lo que había sucedido, y ellos le contaron
que unas mujeres encontraron el sepulcro vacío. Pero en realidad estaban
tratando de explicarle al forastero, aquel Gran Simulador, “The Great
Pretender”, aquel que “simuló seguir adelante”, que un gran amor excede la
escala de la vida humana. Que el amor no sirve. Que siempre pasa algo. Que
alguien se muere y que todo se termina.
¡Ah no! replicó el forastero, acá abajo puede ser, y
ciertamente que sí, que el amor “no sirve”, pero no que todo se termina. Un
gran amor nunca se termina. “Acá abajo” no es sino una sombra de lo que hay en
la realidad, ¿y cómo un gran amor no va a exceder la escala de los asuntos
humanos? ¿y cómo es eso de que no sirve? Un gran rey que se pone a servir, no
por eso deja de ser rey—y algunos hemos visto, y algunos más veremos—¿pero
cuándo tuvo trazas de sirvienta? Etcétera.
Pero yo, mis queridos bestias, no puedo decir más
nada y se han terminado mis palabras. También acá arriba, en este púlpito, todo
se termina. Pero Tomás de Aquino—no sé si ustedes saben quién diablos es—dice
que donde Terminan las palabras comienza el canto.
Y que el canto no termina jamás.
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